viernes, 1 de diciembre de 2017

El comelibros

No sabía cuándo había comenzado su problema. Estaba solo y no había quien pudiera soportarlo. Vivía en una buhardilla con un gran ventanal que le permitía mirar un paisaje urbano muy atractivo, sin embargo, hacía años que no se asomaba por la ventana y si no hubiera sido por su compadecida madre habría muerto de inanición. Recordaba el día que empezó a leer algunos ejemplares en diagonal—se decía que era un método que le ahorraba mucho tiempo y le permitía enterarse de la trama de los cuentos y novelas que leía.

En una ocasión se encontró en una estantería un libro muy gordo y aplicó su técnica. Lo terminó y fue a revisar las críticas y reseñas sobre dicha obra. Con alegría confirmó que estaba en lo cierto. No se le había pasado ningún detalle importante e incluso había encontrado elementos que los críticos no habían notado. Empezó a sonar su voz analítica en la radio, lo invitaron a varios eventos importantes y la cantidad de trabajo y su curiosidad natural lo fueron obligando a hacer más rápido sus labores. Fue así como se encontró un día leyendo dos libros al mismo tiempo; El Quijote y Ulises. Aunque las obras no tenían nada en común, descubrió que en su mente se había formado una amalgama muy interesante. Esa tarde participó en un seminario y la gente le preguntó por el autor de la historia que había contado. Como la sensación que había dejado la experiencia en su sentido gustativo intelectual era el mismo que hubiera producido un buen plato fuerte en un restaurante de varios tenedores, se arriesgó con otras obras. Así se le fue formando una afición que le gustaba no sólo a él, sino también a sus admiradores. Como si fuera un jefe de cocineros, preparaba las entradas, el plato fuerte y el postre con bastante ingenio; pero si antes, ya tenía demanda, ahora ya no le quedaba ni un minuto libre. Leía al mismo tiempo tres libros, primero, luego cuatro y llegó a sobrecargarse tanto de trabajo que sin darse cuenta leía, al mismo tiempo, párrafos de diferentes libros, de tal manera que su extraordinaria imaginación le dio la posibilidad de inventar historias jamás contadas. La mayoría eran poco atractivas, pero algunas lograron un éxito internacional. Le otorgaron infinidad de premios, pero estaba tan enajenado con sus faenas intelectuales que no acudió a las entregas.

 Un día, mientras daba una conferencia, un hombre saltó indignado y le arrojó su zapato. Uno de los guardias lo salvó de lo que habría sido un golpe mortal de suela de caucho. “Ese comelibros se ha vuelto loco—gritó indignado el individuo—, deberían llevárselo a un manicomio”. El error que había cometido el ponente era la pérdida de concentración y seguir con su buen o mal hábito—depende desde qué perspectiva se vea—de leer al mismo tiempo su ensalada de textos. Ese día se le habían mezclado La biblia, Justine del Marqués de Sade, La divina comedia de Dante, Memoria de mis putas tristes de Márquez y El archipiélago de Gulag de Solzhenitsin. No se dio cuenta de que la gente había abandonado el recinto. Con los ojos hinchados seguía con gran rapidez las bandejas de una comilona al estilo romano antiguo en el que los huéspedes probaban los deliciosos platillos y luego se iban a vomitar para volver a comer más. Estaba tan inspirado que lo tuvieron que sacar de allí.

En las calles se habían organizado marchas de protesta, la gente lo calificaba de hereje, la iglesia lo excomulgó, las universidades lo despojaron de sus premios y la ciudadanía lo condenó al exilio permanente en alguna isla lejana en el pacífico. No fue necesario hacerlo, pues su actividad tarde o temprano se terminaría—decían—. La única que soportó fue su madre que con resignación veía cómo su hijo perdía peso y se iba convirtiendo en un hueso. Al final ni ella pudo resistir el vicio de su hijo y con profundo pesar se retiró a vivir a una casa de ancianos. De vez en cuando, le llegaban noticias de su hijo, el cuál había logrado sobrevivir alimentándose de las páginas de sus libros de papel y los imaginados. Cuando notó los primeros síntomas de esclerosis decidió escribir. Muchos años después fue rescatado su bagaje cultural. Se publicaron sus mejores obras y se las acompañó con una leyenda que decía:

 “La lectura de estas historias puede crear hábitos perjudiciales y conducir a la gula”. 

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