miércoles, 2 de agosto de 2017

La molécula de Dios

Era un verano caliente en todos los sentidos. La prensa había publicado las escandalosas noticias relacionadas con el abuso a menores por parte de los miembros de la iglesia. El tema siempre se había rehuido por ser un tabú, pero el mismo Papa rompió el silencio y exhortó a las víctimas a hacer sus declaraciones y señalar a los implicados. Hubo una reacción de rechazo por parte de todo el cuerpo eclesiástico argumentando que, descubrir a los culpables, provocaría una cacería de brujas, y eso mancharía la blanca imagen de la iglesia. No se equivocaron porque, primero, surgió la confesión de un grupo de niños que habían participado en un coro alemán, luego, cientos de casos en Latinoamérica, después, un hombre que había dejado los hábitos escribió sus acusaciones en un libro y, por último, una serie de asesinatos de miembros de la iglesia, los cuales, se presumía, sufrían la venganza por el abusado sexual al que habían sometido.

El inspector Leblanc ya había registrado cinco asesinatos en una semana y no podía dormir. Lo atormentaban las características de los homicidios porque le habían ordenado atrapar lo antes posible al criminal. La exigencia no llegó del despacho de Clement Fouché, sino directamente de la prefectura de Ile de France y firmada por el cardenal arzobispo. Huelga decir que Fouché al enterarse puso al departamento de homicidios patas arriba al pedir que se le entregaran todos los informes al respecto. Leblanc tenía sobre la mesa un artículo con la foto de Narciso efebo del Louvre y las declaraciones de un arzobispo del Vaticano que había manifestado ante la comisión de derechos humanos que los sacerdotes acusados no eran pedófilos, sino efebófilos y que eso era muy diferente. Leblanc había visto también una película sobre los casos registrados en Boston y leído varios libros que sólo tocaban el aspecto preventivo, pero no el correctivo del problema. Se preguntó si era posible curar las parafilias y su cabeza comenzó a latir con fuerza por las instigantes ideas que rebotaban dentro y lo persuadían de aplicar la justicia por su propia mano, era un deseo inconsciente como esos que surgen cuando se es impotente ante algo y la única solución para liberar la ira es imaginar cosas maléficas. En cuanto salió Fouché a comer, Theophile se fue por unos cafés y comenzó a dilucidar con su ayudante Bastián.

—¿Qué piensas de todo esto, Bastián?
—Nos encontramos en una situación muy difícil, inspector, porque si atrapamos al asesino y lo condenamos, ¿haremos lo correcto?
—Eres muy astuto, Bastián, pero ¿sabes qué he pensado?
—No, inspector.
—He pensado que podríamos dejar que lo juzgue la iglesia. Ya sabes que a los militares se les hace un juicio dentro de su institución, entonces ¿por qué no dejar que sean los cardenales, los obispos y el mismo Papa quienes decidan?
—Ah, y ¿serían capaces de excomulgarlo?
—Seguro que no. En la situación en la que se encuentra la iglesia, a lo más que pueden llegar, es a ponerle una penitencia para que ruegue por la salvación del alma de sus abusadores, ¿no crees?
—Bueno, ya en serio, me había dicho que este no sería un caso difícil y lleva más de dos semanas sin poder localizar al asesino.
—Tienes razón, pero si pones atención, no sería difícil encontrarlo. Además, te voy a leer otra vez la nota para que me digas a qué conclusiones has llegado.

El inspector cogió una hoja en la que estaba escrito lo siguiente:

“Sopla el viento gélido, tu rezo opaco de corno imita la plegaria marina, le sigue tu clarín que es más auténtico; la parvada de notas salinas sube por la cola del cometa y se oyen tus chillidos, son el llanto del pecado y las ofensas a lo divino. Tu tintineo esporádico dibuja en pocos trazos a un chino epiléptico, se convierte en mandarín con bata de seda negra y clériman. El silencio abre una página nueva, está en el horizonte de las aguas, es limpia e inmaculada. La quietud es amenazante porque la bestia enorme ya viene a perturbarme con su composición heroica llamada sonata de las turbias aguas negras. Música bella que has hecho pecaminosa, la has corrompido atiborrándola de espuma contagiosa y la condenas a morir con las algas con esa viscosidad negra y pegajosa tuya. Llegará el día de la venganza del Señor. “No hay nada oculto que no se descubra algún día, ni nada secreto que no deba ser contado y divulgado”—decía Lucas en su 8,17—, pero ahora me toca ser sacudido, zarandeado y sodomizado porque te sientes bajo la sotana como un Dios vengador y te lavas las manos diciendo que es él quien peca o redime y tú eres solo un instrumento de su voluntad. No te das cuenta de que estás loco y tus traumas te convierten en un cerdo que no merece el perdón. Tu mojigatería, de llevar la negra sotana como un recuerdo de la nada y el falso viaje al paraíso y la muerte, es tu opresora. Se convierte en tu temor más grande, se desvanece tu hombría, tu supuesta bondad te deja desnudo frente al mal, ante tu vil naturaleza de animal sin raciocinio. Tus sermones se convierten en segregación venenosa para manchar la imagen de los santos que sí le entregaron su alma al bien. Es el llamado divino—decías, aprovechándote de mi inocencia, de mi nobleza estúpida y de mi temprana edad—. ¿Pensabas, acaso, que al vestirte de sacerdote se borraban los pecados o que era tu capa protectora de villano de cómic la que te permitía destrozarme? Lo que sí mostraste fue tu pobreza de espíritu, tu debilidad como ser. Mereces la compasión de Dios por haberte hecho tan deforme e inmisericorde, pero mi perdón jamás lo tendrás, estés donde estés. Por último, oigo los tambores del alejamiento, la marcha triunfal que cae en gotas de engrudo mientras dices el mea máxima culpa, como si eso te librara de la escoria que te cubre. Nunca llegaste a oír las trompetas de los arcángeles, jamás fuiste capaz de llegar al segundo acto porque le temías al hueco latón que, con una marcha militar romana, pasaba a un lado de la puerta de tu dormitorio recordándote a los leones. Por fin, escucho el toque de la séptima trompeta que te cubre como sábana y te aprisiona para inmolarte, se acabaron los redobles de tu orquesta, tus risitas sádicas y tu mirada obscena. Descansa en paz, si puedes. Me es imposible indultarte, mal bicho”.

Al término de la lectura, el inspector Leblanc miró los ojos lacrimosos de Bastián y guardó silencio. Dejó que su ayudante recobrara la respiración y cogió un papel en el que escribió:

 “La molécula de Dios”.

Se lo ofreció con cuidado, pero Bastián lo leyó sin cogerlo y le preguntó qué relación tenía la Ayahuasca y el testimonio que acababa de leer.

—A primera vista, querido Bastián, no hay nada que las relacione, pero los resultados de todas las autopsias indican que las víctimas, es decir, todos esos religiosos, la ingirieron antes de morir. Por lo tanto, el causante de sus muertes ponía una dosis de la droga en un té o café y luego los asesinaba con una puñalada en el corazón. Fallecieron en sus domicilios o en sus habitaciones de hotel y eran pedófilos, efebófilos o padecían alguna parafilia.
—¿Qué significa eso de efebófilos y parafilia, inspector?
—¿No has leído las noticias en el Vox Populi? —preguntó el inspector con su actitud bonachona y retorciéndose el bigote como si fuera Poirot tratando de enchinarse las puntas del mostacho.
—¿Se refiere al Le Fígaro? —respondió Bastián con actitud manceba.
—Toma, lee esto y deja de hacer ademanes, por favor.
Bastián leyó el artículo tratando de memorizar los términos y el nombre del arzobispo que había declarado ante la ONU las resoluciones del Vaticano con respecto a los sacerdotes que habían abusado de menores. Repitió en voz baja las palabras y miró de reojo al inspector para que no lo presionara con su impaciencia.
—Está claro, inspector. Hay una diferencia entre pedofilia, efebofilia y las otras filias que han sustituido los psicólogos por las perversiones, ¿no?
—Exacto, Bastián, de acuerdo con lo que has leído podrías decirme cuál es el carácter de nuestro asesino, los motivos los sabemos, pero su modus operandi, no.
—Bueno, inspector, primero es un hombre joven que sufrió abusos por parte de algún padre, seminarista u otro tipo de representante de la iglesia que ponía música cuando actuaba. Por cierto, ¿ha investigado si esa nota tiene relación con alguna melodía?
—Sí, Bastián, precisamente por las descripciones que hace de los instrumentos de viento y las percusiones, los cantos de los pájaros y demás, he encontrado una sinfonía de un compositor español muy joven, tendrá unos veinte años, pero es muy talentoso. Se llama Marea oscura.
—Perfecto, entonces, sigamos adelante. Es posible que el sospechoso fuera víctima del canónigo privilegiado Silvio Tamezzi, que sirvió algunos años en la iglesia Saint Thomas des invalides y fue encontrado en su dormitorio con un puñal en el pecho.
—Y lo que no sabías, querido Bastián, por estar de vacaciones, es que en todas las escenas del crimen se encontraron bebidas de todo tipo.
—Ah, ¿por eso me ha mostrado lo de la molécula de Dios? Muy ingenioso, ¿no le parece?
—Sí, Bastián, esa venganza es cruel porque los droga para exaltar sus sentidos, ya sabes cómo actúa la Ayahuasca, luego les lee su capitulación, es decir, esta poética nota, y al final, se los carga condenándolos al infierno con unos puñales de producción española.
—Se llaman, verduguillos, inspector, y son para ultimar a los toros que no mueren con las fallidas estocadas del matador. ¿De dónde eran las otras víctimas?
—De diferentes sitios, Bastián, pero tenían algo en particular que revela el sistema tan elemental que tienen los prelados para ocultar a sus depravados sacerdotes. ¿Sabes cómo lo hacen?
—No, inspector.
—Es fácil. Cogen un librito de registros, que se publica cada año, para llevar un seguimiento de los sacerdotes, cuando alguien cae en pecado lo mandan a otro sitio para evitar que se descubran sus fechorías, por lo regular, se pone que están de baja por enfermedad, en tratamiento médico o transferidos con una comisión en otra ciudad.
—¿Cómo lo sabe, inspector?
—Fue por una película que se llama “Primera plana”, la vi hace poco y trata sobre el escándalo de violaciones en las iglesias de EE UU.
—Es usted muy astuto, inspector, bueno, siguiendo con lo del operandi, me imagino que el asesino sigue a las víctimas, entra en contacto con ellas haciéndoles preguntas sobre religión, se gana su confianza, les pide o investiga su dirección y los espía antes de asesinarlos.
—Sí, seguramente es así como lo hace.
—Oiga, inspector, ¿qué le parece si vamos a investigar sobre los sacerdotes que dice usted que se trasladan, se van de comisión o se enferman?
—No te preocupes, Bastián, Clare la chica que lleva la información en los ordenadores, ya está en eso. Precisamente, me ha llamado hace una hora para decirme que ya tiene casi completo el material. Mejor, dime, ¿qué tal te fue de vacaciones? ¿qué tal Therese?
—Muy bien, inspector, descansamos muy bien y conocimos muchas cosas de la cultura Maya, aunque no logré desprenderme de mis hábitos e incluso me vi en la necesidad de aclarar un robo en el hotel en el que estuvimos alojados.
—¿Qué sucedió?
—Nada de importancia, inspector, fueron unos empleados del hotel que se hicieron pasar por promotores de cadenas de hoteles de lujo y aprovecharon para hacerle un fraude a unos turistas franceses que estaban allí. Cuando se enteraron de que éramos de París y que, además, yo era detective, nos rogaron que les echáramos una mano. Fue cosa de niños.
—Muy bien, hecho. Mira, ahí viene Clare con un montón de información.

Los dos saludaron a la secretaria que con movimientos muy sensuales caminaba para atraer la atención de los investigadores. Era de Europa del este, su madre era polaca y su padre bielorruso, había heredado lo mejor de cada uno de ellos. Tenía una belleza infantil gracias a su voz que parecía la de una joven quinceañera. Hacía muchas bromas y su acento eslavo era muy agradable y un poco cómico. Puso todas las carpetas que traía sobre el escritorio del inspector, dijo algo sobre Fouché y su mujer que discutían en la entrada de la comisaría y se marchó. Un joven criminólogo de origen argelino se le quedó mirando y fue descubierto por todos sus compañeros. Se oyeron abucheos, chiflidos y frases para que el joven se atreviera a invitarla a algún lugar. Fue necesario que Leblanc se levantara de su escritorio y pusiera el orden. La cosa se calmó y cuando Clare, que en realidad era Svetlana Koshenko, disimuló una sonrisa que captó el joven investigador. Leblanc le dijo susurrando que, si no la invitaba a algún sitio, perdería una gran oportunidad.

Durante dos horas, Leblanc y Bastián ordenaron la información que tenían. Supieron, por los reportes de los libros canónicos, que las cinco víctimas habían llegado a la ciudad en un período de un año y que habían hecho su servicio en varias iglesias del país, sin embargo, los habían asesinado después de pedir su cambio a otra iglesia. Los sacerdotes tenían diferentes grados y edad, no tenían una única nacionalidad y todos habían pasado por un tratamiento especial. Para disipar todas las dudas que tenían, decidieron ir a ver al cardenal arzobispo, el señor Françoise Prentie quien los recibió esa misma tarde en su despacho.

—Buenas tardes, cardenal.
—Buenas tardes, inspector, gracias por venir. Tome asiento.
—Mire, mi ayudante y yo hemos venido para hacerle unas preguntas. Es necesario que aclaremos algunas particularidades del caso para poder investigar mejor.
—Bien, inspector, pregúnteme lo que desee aclarar.
—Bueno, sabemos que cuando los miembros de la iglesia son sorprendidos o denunciados por el abuso sexual los envían a otras ciudades, los dan de baja temporal por enfermedad o los envían de comisión a otras localidades, ¿verdad?
—Sí, inspector, por desgracia nunca ha habido tantas denuncias como en la actualidad y dentro de nuestra santa casa, aunque no lo crea, es muy difícil descubrirlo porque la mayor parte del tiempo estamos ocupados con las celebraciones, las misas, el estudio de la teología y a propagar la palabra de Dios. Siento reconocerlo, pero entre nuestros miembros hay hombres que carecen de madurez y por la imposibilidad de controlar sus deseos y su fe se hunden en un laberinto, en la confusión total y por eso actúan de esa forma.
—¿Me está diciendo que al abuso le llaman confusión?
—No precisamente, lo que sucede es que un creyente sabe que Dios nos exhorta a amar a nuestro prójimo, pero el amor no sólo es espiritual. También hay un amor carnal que es muy difícil de controlar dada nuestra naturaleza. La mayoría de los que han sido acusados públicamente son personas con carácter de adolescentes, soñadores y, si, por un lado, su apariencia es de un hombre maduro, por dentro son como muchachos enamorados de quince años.
—Pero ¿qué se hace para controlarlos?
—Tenemos un equipo de sacerdotes y especialistas en psicología que los atienden, una vez terminado el tratamiento los cambiamos de lugar para que pierdan su relación emocional con las personas con las que han pecado.
—Y ¿se puede comprobar que después del tratamiento no reinciden?
—Mire, en caso de que eso suceda, se les envía de nuevo a tratamiento o se les suspende de sus funciones por un tiempo determinado y…
—Disculpe que le interrumpa, pero ¿me podría decir en qué consiste eso de retirarlos de sus funciones?
—Ah, eso quiere decir que se les asigna una labor social en lugares donde puedan ayudar trabajando de forma gratuita.
—Oiga, Monsieur Françoise Prentie, ¿esos lugares podrían ser escuelas o instituciones donde hay jóvenes?
—Sí, eso es posible, pero pedimos informes completos sobre su conducta y si alguien nota algo raro nos los comunica de inmediato.
—Y aparte de eso ¿no se trata de denunciar ante la ley a esas personas? digo, en caso de que sean un caso irreversible.
—Lo lamento mucho, inspector, pero ese no es el único asunto en el que la iglesia emplea su tiempo, además ese tipo de servidores de Dios es la minoría.
—Pero, se supone que no deberían existir, ¿no? Además, la iglesia debería tomar medidas más radicales. Me parece que con lo que me ha contado, lo único que hacen es darle vueltas al problema sin cortarlo de tajo.
—¿De tajo? ¿Cómo es eso?
—Cardenal, con todo respeto, le voy a decir que la violación o el abuso son delitos penados por la ley y la iglesia haría bien si en lugar de analizar los casos como problemas de conducta o de fe, contratara abogados para llevar a juicio a los culpables.
—No se da cuenta, inspector, de que eso necesitaría muchos recursos económicos y la iglesia no cuenta con ellos. Lo que atañe a lo del contacto físico y lo demás son nimiedades, ¿sabe? Lo que si es delito grave ante Dios es el asesinato, por esa razón le pedí que aclarara este asunto lo más rápido posible.

A esa altura de la conversación, Bastián, que había permanecido callado todo el tiempo, estaba rojo de irritación y notó el temblor en las manos de Leblanc que miraba con ojos de pistola al cardenal arzobispo y estaba a punto de golpearlo, por eso intervino.

—Monsieur arzobispo, usted no tiene hijos, pero si los tuviera, se daría cuenta de que un fenómeno como este destroza la personalidad de un niño. Ellos son endebles, su carácter no está formado y son nobles por naturaleza, de todo eso se valen ustedes para propasarse sin temor a las represalias. Creo que sólo ocultan los delitos para conservar su imagen, pero hay más corrupción y perversión que en las instituciones del estado.
—No diga eso, hijo mío, ya les he dicho que es una minoría, los tenemos bajo control y por muy malos que sean, no se merecen que un tipo loco o resentido ande por allí enterrándoles puñales en el pecho para aplicar la justicia y eso nos corresponde a nosotros.
—En primer lugar, señor cardenal, se llaman verduguillos y, ahora que reparo en ello, creo que hacen honor a su nombre, en segundo lugar, ocultar delitos es complicidad y, por último, espero que tenga usted un expediente limpio porque me gustaría verlo en el banquillo de los acusados.
—¡Ya está bien! ¿Han venido a rendirme informes sobre la investigación de los asesinatos o a amenazarme? ¡Váyanse de aquí! ¡Ya le llamo yo mismo a Clement Fouché para decirle qué tipo de policías tiene! ¡Adiós, señores!

Salieron de la catedral, no sin antes darse una vuelta por la tumba del gran emperador que tiene su capitolio en la parte más amplia del templo. Por el trayecto hablaron sobre la inconsciente actitud del cardenal. No estaban muy contentos con el resultado de la entrevista, pues habían llegado a la conclusión de que se quería atrapar al asesino de los religiosos para darle un escarmiento y mostrarlo ante la sociedad como un hereje maldito capaz de violar los mandatos de Dios. Leblanc le preguntó a Bastián si era religioso y éste contestó que sí, pero que no sabía qué podría hacer si por alguna razón sus inexistentes hijos fueran víctimas del abuso sexual por parte de su lector de catecismo o su instructor para hacer la primera comunión.

En la comisaría, Leblanc, sacó la lista de todos los religiosos que habían estado bajo tratamiento, habían sido transferidos o suspendidos de sus funciones. Le pidió información sobre todos los practicantes y retirados a Clare que, al presentarse otra vez con su falda entallada, volvió a causar el revuelo en el departamento de homicidios por su forma de menearse, pero esta vez los ojos se centraron en Brahim, quién apachurrado por la presión de sus compañeros, se levantó y se dirigió a ella con una actitud muy amable, le explicó su difícil situación y la invitó a tomar un café. En cuanto se supo que ella había aceptado, todos gritaron de alegría y hasta felicitaron al muchacho que enrojeció y se escondió en la pantalla de su ordenador.
Leblanc empezó a seleccionar, por sus antecedentes, a los religiosos que se encontraban en Francia, separó los que permanecían todavía en París y le mostró a Bastián una lista de quince apellidos.

—¿Qué significa esto, inspector?
—Son, me supongo, las siguientes víctimas. Creo adivinar los nombres de quiénes serán los próximos objetivos del vengador de los humillados, pero me gustaría apostar contigo cien euros, así que elige los nombres y si aparecen en el orden en el que los has puesto te pagaré cien por cada uno.
—¿Cómo se le ocurre jugar con eso, inspector? Son vidas humanas. ¿No le remuerde la conciencia?
—En realidad sí, Bastián, pero lo único que intento es ganar tiempo para confirmar mi sospecha.
—Mira, el arzobispo defendió con tanta pasión a sus allegados que me temo que él mismo es uno de los abusadores. Si te fijas él es el último que he apuntado. Tenemos que investigar todo lo que esté relacionado con su trayectoria eclesiástica antes de que lo ultimen. El asesino se irá acercando a él y le irá dando pistas. ¿Te parece bien que comencemos?
—Creo que nos encontramos en un dilema, inspector. Por un lado, nuestra obligación nos exige que encontremos al asesino, pero la conciencia, aunque suene cruel, pide que dejemos que las cosas sigan su curso sin entrometernos.
—Te entiendo, Bastián, si pudiera hacerlo lo haría, pero es mi obligación detener al criminal antes de que se enfrente a Monsieur Françoise Prentie y lo mate. ¿Te imaginas si tiene antecedentes y, a pesar de eso, lo canonizan?
—No siga, inspector, eso sería horrible y muy injusto.
—Sí, Bastián, vamos mejor a la arquidiócesis a pedir información sobre nuestro cliente, ¿te apuntas?
—Con mucho gusto, inspector.

Se fueron a la Notre Dame para indagar todo lo posible para desvelar los secretos de Monsieur Prentie, pero no lograron avanzar mucho el primer día, ni el siguiente tampoco. Era por los requerimientos administrativos que tenían que ir librando. Sólo el tercer día recibieron algunos documentos y les permitieron acceder a la biblioteca. Trabajaron a marchas forzadas durante tres días más y, al final, sí encontraron información comprometedora. Aparte de desvelar los secretos del arzobispo, habían encontrado una lista de sospechosos. Se emplearon a fondo y su intuición les indicó que el causante del terror dentro de la iglesia era un hombre de veintitrés años que había sufrido humillaciones por parte del arzobispo, hacía ya diez años, había sucedido el primero era un adolescente y el otro un simple prelado de Honor de Su Santidad. Leblanc reunió pruebas suficientes para llevar al cardenal a juicio, pero también había gastado el tiempo y el victimario ya había ejecutado a cuatro clérigos más y se aproximaba con peligrosidad a Prentie.

—Bastián, tenemos que entrometernos en el camino del asesino y proponerle que desista de su plan para que se dirija a un juzgado y presente una acusación formal.
—Sí, inspector, pero ¿dónde encontrarlo?
—Es sencillo, llamemos de nuevo a Clare para que nos dé los números de teléfono, la dirección y todas las referencias del tal Alexandre Noire que comulgó gracias a nuestro amigo el arzobispo.

Esta vez tuvieron que ir a la planta baja a la pequeña oficina de Clare para recoger los datos que requerían. Le preguntaron a la chica la razón de su negativa de subir al departamento de homicidios y les explicó que había salido con Brahim y se habían comprometido, por eso, para que no se pusiera nervioso, prefería no subir por ningún motivo. Leblanc se alegró mucho, le dio toda la documentación a Bastián y volvieron a su puesto. Llamaron a Alexandre y lo citaron para hacerle una propuesta a la que no se pudo negar porque era tan comprometedora la información con la que contaban que se preveía que el arzobispo pararía junto con muchos otros clérigos en la cárcel por corrupción de menores.

El juicio fue largo, Alexandre asistió a todas las audiencias y festejó creando una organización no gubernamental para la defensa de los niños y adolescentes que sufrían abusos. Clare se casó con Brahim. Bastián vio llegar a su primer hijo y Leblanc frecuentó al cardenal en la cárcel para hacerle compañía y obtener datos que le pudieran ayudar a evitar que se destrozara la inocente personalidad de los niños. Desaparecieron misteriosamente unos sacerdotes, padres violentos, maestros con mala reputación, hubo ingresos bastante considerables en la ONG de Alexandre y las donaciones no paraban. La iglesia católica, alarmada por los cambios tan radicales de la sociedad se vio en la necesidad de contratar los servicios de psiquiatras muy profesionales que ayudaron a salvar la vida de muchos clérigos. En las instituciones públicas se aplicó un examen psicométrico a los docentes y la población estudiantil presentó una mejora considerable en su nivel académico. 

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