domingo, 2 de abril de 2017

La Polaca

Susana esperaba. Llevaba muchos años en ese estado inerte. Se había obligado a no alterarse, sin embargo, en algunas ocasiones las noticias de la radio o del periódico la hacían temblar y sentir el sudor gélido del pasado. Le habían arrebatado a sus padres, a sus hijos y a su marido. Se había salvado por puro milagro de la represión Nazi. En una redada, a principios de 1944, alguien pronunció mal su apellido y, al ver que dos viejos soldados la acosaban, un joven teniente de la Gestapo afirmó que ella era de raza aria y la liberó. Joachim, su esposo, le hizo llegar una nota escrita con lápiz en la que le decía:

“Zuzanna, sálvate. Vete a Buenos Aires, ahí te buscaré”.

Ella lo logró y se estableció en un barrio muy concurrido de la ciudad porteña, se ganaba la vida enseñando música. Le decían “La Polaca” y le enviaban a los niños para que les enseñara a leer las notas, a escribirlas en los pentágramas, también para que las niñas aprendieran piano y, uno que otro negado para el fútbol, se midiera con el bandoneón.

Los hombres se sentían muy atraídos por su belleza y la agredían con sus piropos en lunfardo, pero daban un paso atrás cuando sentían el peso de la cruz que ella arrastraba. Era esa eterna espera que la tenía con los pensamientos puestos en el destruido suelo de Europa. Al caminar tarareaba una canción que se llamaba “Me dicen zorzal”, pero ella le había adaptado su propia letra y la repetía en su cabeza para darse fuerzas. La brisa del mar le acariciaba el pelo y le refrescaba su piel de azucena y, a pesar del tiempo, su cuerpo seguía fértil. No podía salir de la jaula que la apresaba con sus gruesos barrotes de expectación y su única esperanza era la fe.

Recordaba a Joachim, no como a ese hombre ensangrentado y hambriento, con su raído uniforme de franjas y la estrella de David, con el rostro demacrado; sino como a uno de aquellos grandes profetas que habían salido de Egipto para instalarse en las tierras de Moab o de Benjamín. Lo veía bajando del Sinaí, guiando a su pueblo a través del desierto. Él era así, optimista, le dedicaba mucho tiempo al estudio, se comunicaba con Dios y éste le revelaba las razones de la conducta de la naturaleza, le decía los secretos de los fenómenos físicos con fórmulas matemáticas. 

Zuzanna evitaba irse por la senda de los recuerdos. No viajaba por su pasado a Varsovia y le dedicaba horas al visionado de su álbum de fotografías imaginarias, en las que estaba ella de pequeña jugando en los parques, su padre elegante con su traje dirigiendo su negocio, su madre en la cocina preparando dulces de leche y tartas. Sus mellizos también la visitaban con su llanto, no habían podido superar la crudeza de la invasión alemana y se habían marchado pronto, como arrepentidos de haber llegado en un momento inoportuno. Se le aparecía el rostro moreno y triste del narigudo Joachim, silencioso, sin reproches, con los labios clausurados y el corazón expectante de las respuestas de Jehová, quien seguramente, le decía que eso era lo mejor para sus hijos.  Ella también quedó clausurada, enclaustrada en su eterna espera.

Siempre salía por las tardes a pasear y se imaginaba que por el otro extremo de la calle aparecería su marido, apoyándose en una vara, con el pelo y la barba lanosos, como pelusa, arropado por una túnica de lino, con su bolso en bandolera pregonando las buenas nuevas. Luego, volvía a la realidad y trataba de tejer un manto que la calentara durante el frío camino de la espera. Lloraba en silencio, imploraba la ayuda divina, pero se le imponía la resignación. En su interior oía que mujeres santas la consolaban y la aconsejaban para continuar y, por eso, seguía allí, atada a su epicentro de temores, sufriendo el ardor de la cólera, reprimiendo su odio para no atraer la ira del Señor.

La ayudaban las cuerdas de su piano viejo lanzando las melodías callejeras al aire, los niños maravillados la veían manejar con gracia y rapidez sus dedos sobre el teclado. En ocasiones interrumpía sus interpretaciones o detenía las palabras que quería decirle a sus alumnos y salía por la ventana para mirar el otro extremo de la calle. Volvía a su sitio, se sentaba cruzando la pierna, miraba al frente y esperaba, esperaba y ... esperaba.

No hay comentarios:

Publicar un comentario