lunes, 22 de junio de 2015

Rut- El amor, la fe y la bondad en la Tierra (cuento apócrifo)

La tierra había perdido su fertilidad y los hombres se esforzaban por mantener sus campos bien abonados para recoger las cosechas de trigo, pero el terreno era cada vez más estéril. El calor era insoportable y, por si eso fuera poco, la situación política era intolerable, había mucha explotación y se compraba el cereal a precio muy bajo. Los animales tenían poca pastura y estaban más flacos que sus dueños. Entre Belén de Judá y Tecón había un poblado donde Elimelec vivía con Noemí, su mujer, y sus hijos Mahlón y Quelión que eran jóvenes pero apático el primero y enfermizo el segundo.

A pesar de que trabajaban de sol a sol no tenían alimentos suficientes para sobrevivir. Un día en que Elimelec le contó a Noemí la forma tan inútil con la que había estado tratando de alimentar la tierra, ésta le dijo  que sería mejor emigrar a un lugar donde pudieran vivir mejor, tal vez cerca del Mar de la sal en Moab donde la tierra era más pródiga y había menos presión por parte de los recaudadores de impuestos danitas y benjaminitas.

El clima es menos severo por esas tierras,- le decía Noemí a su esposo-, seguro que encontraremos algo mejor de qué vivir, anímate, además el aire del mar le sentará mejor a Quelión que se pasa enfermo todo el inverno y parte del otoño. Así, la familia decidió salir con las pocas pertenencias que tenían hacia la tierra de Moab. Dejaron su parcela al cuidado de sus parientes, pero éstos prometieron solo cuidarla y quedarse con lo poco que produjera.
Las escasas provisiones que llevaba Elimelec se acabaron al tercer día de trayecto y tuvieron que ir mendigando por el camino hasta que lograron llegar a la región de Ar. Allí descubrieron una planicie al pie de las montañas que tenía suelo fecundo, había unos pastores y les preguntaron a quién le pertenecía ese terreno, los hombres dijeron que esa parte estaba libre y si querían ocuparla no había ningún problema. Noemí les indicó un lugar donde se podría construir una pequeña casa de adobe y los tres varones se pusieron a mezclar el barro con paja seca para edificar los muros. Noemí se conoció con algunas vecinas y con su ayuda fue tejiendo la paja que usarían para el tejado. Los habitantes de esa provincia eran bastante condescendientes y muy confiados, tenían un levita que oficiaba las misas y pregonaba la palabra del Señor.

Al cabo de unos meses Mahlón que por su naturaleza era bastante impasible comenzó a perder un poco el tiempo ocultándose cerca de un lago donde las jovencitas acostumbraban asearse. Las chicas cuando lo veían indiferente y abstraído pensaban que no le interesaban las chicas y se bañaban con todo descaro tratando de provocarlo, pero no obtenían respuesta alguna. Solo una moza que era igual de carácter al flacucho y aburrido Mahlón atrajo su atención. Se encontraron frente a frente un día que Mahlón se quedó dormido y se le olvidó que tenía que ir a ayudar a su padre para limpiar el trigo. Se despertó y salió corriendo al notar que el sol estaba a punto de ponerse, en su carrera se estrelló con Orfá que cayó de espaldas oprimida por la humanidad del cuerpo del joven distraído. Se miraron sin decir palabra alguna y comenzaron a besarse, de esa manera, formalizaron su relación que terminaría en matrimonio unos meses después. Noemí recibió la noticia con mucho agrado porque, en el interior de su alma, deseaba que pronto fueran echando raíces en esta nueva comarca.

Quelión se había fortalecido y el otoño en lugar de mermarlo lo envaneció. Un día que se encontraba trabajando en el campo, su padre se retiró a descansar y comenzó a soplar una brisa muy fresca, era como el aliento divino que embellecía el campo con un tono dorado muy brillante. Había un susurro que agitaba las espigas, los tallos del cereal se estremecían al sentir las caricias inquietantes del viento placentero, de pronto se oyó un sonido parecido a un nombre: ¡Ruuthh! ¡Ruuthh!

Quelión cerró los ojos y vio a una joven morena y esbelta con cara ingenua y mirada apacible, su pelo semejaba las velas de un barco en alta mar, tenía el olor de la miel mezclado con el aroma de los jazmines, su sonrisa inspiraba optimismo. Una voz en el interior le dijo que conocería la felicidad y llegaría tranquilo al encuentro con el creador del universo. Un ruido lo hizo volver de su abstracción y al fijar con atención la vista notó que ante él estaba una muchacha, se restregó los ojos pensando que era una ilusión provocada por el efecto del sol, pero ella le habló:

-¿Eres tú, Quelión?- Sin poder creer lo que oía, el joven asintió con la cabeza.- Tu madre me ha pedido que te traiga esta comida.
No sabía cómo actuar, la tranquilidad y la belleza de la joven lo habían intimidado tanto que sólo mantenía las manos extendidas sosteniendo un envoltorio.

-Te he visto varias veces por aquí, mi madre dice que tu familia trabaja mucho y que con el tiempo tendréis tantas reservas de alimentos que será posible alimentarnos a todos.-Se rio emitiendo un sonido muy agradable, el regocijo era contagioso y Quelión comenzó a reírse también.

-Nunca te había visto por aquí,-dijo con cierto pesar,- ¿Y tú a mi?

-Sí, algunas veces, pero nunca me había acercado a ti, sin embargo ahora ya ves.

Conversaron bastante tiempo y cuando Quelión se despidió de la chica, le preguntó su nombre.-Rut,- contestó ella y, sin pensarlo, él dijo: Eres una enviada de Dios. –Ella fingiendo que no comprendía, se despidió de prisa y se marchó.

Unos meses después se celebraron dos bodas. Elimelec y Noemí con los ojos enrojecidos por las lágrimas de la dicha miraban a sus hijos felices con sus mujeres. Noemí sentía bastante afecto por Rut, ya que a diferencia de Orfá, no era caprichosa, trabajaba sin parar e irradiaba optimismo donde se encontrara y bajo las circunstancias que fueran, siempre tenía un consejo a mano o una frase de aliento para animar a las personas. Rut era muy querida y respetada por todos los pobladores y no había quien pudiera desearle nada malo, con excepción de su cuñada que sentía celos y envidia de ella.
Orfá era poco solidaria y hacía las tareas domésticas con desagrado, lo único que la motivaba era la intimidad con su marido, pues había descubierto ciertas formas de satisfacer lo que le exigía su cuerpo y la vida le negaba. Era más o menos feliz, pero al año de casada, cuando los rumores de que era ineficaz para tener hijos comenzó a preocuparle, consultó a muchas mujeres. Aplicó todo tipo de argucias en el arte del amor sin obtener ningún resultado, después llegó a la conclusión de que no era ella, sino su marido que no tenía la fuerza suficiente para preñarla. Nunca pudo acostumbrarse a su condición de esposa infecunda. Sabía perfectamente que su vientre era pródigo y de haber tenido un hombre menos desanimado en la cópula, habría parido una docena de niños. Trató de averiguar si no sería una herencia que traía su suegra en la sangre. Esperó a que se embarazara Rut, pero tampoco hubo resultado a pesar de que Quelión parecía emplearse con más entrega en la intimidad.  La vida comenzó a transformarse en un instrumento de tortura y Orfá comenzó a vengarse de su cónyuge. Se hizo desaseada, vaga, poco complaciente y se refugió en la comida.

 Un día Rut sorprendió a Quelión sollozando con amargura.

-¿Qué te pasa señor mío? ¿Qué es lo que acongoja tu alma?

-Estoy triste porque ni mi hermano ni yo hemos podido darle herederos a nuestros padres. Me aflige esa situación y me quita el sueño. Estoy desesperado y no sé qué hacer, además a veces te culpo, sin razón, de mi desgracia.

Rut con una voz tranquila le explicó a su marido que no tenía motivo de preocupación, pues no era un problema y en ningún lugar se había dicho que un hombre que no tuviera descendencia era un mal hijo.
Un día,-continuó-, un león llegó ante Dios y le preguntó por qué no le había permitido tener un primogénito. Le recriminó que tenía a su lado varias concubinas pero ninguna le había dado un cachorro, así que le exigió que le diera una leona a la que pudiera fecundar para hacer crecer su manada. Dios le concedió lo que le pedía y el león tuvo un primogénito que creció fuerte, sano y astuto. En una ocasión, cuando las leonas estaban casando, llegó ante el  león, que se encontraba con su hijo, un felino enorme de melena muy negra.

-¿Qué quieres desconocido?- le preguntó el león.

- He venido a quedarme con tus leonas, pues no eres fuerte y has de desterrarte ahora mismo.

 El león con resignación, notando que era mucho más débil que su sucesor, le dijo a su cachorro:

Vámonos, hijo, no hay nada que hacer aquí.

 De pronto, el otro león hinchó el pecho y les obstruyó el paso.

-¿Sabes querido amigo que cuando un nuevo líder se queda con las leonas tiene que garantizar su descendencia?

- Ah, ¿sí? -refutó agobiado el león,- ¿Y cómo lo hace?

-Pues, es necesario que los hijos del que se marcha mueran para que las leonas sientan la necesidad de aparearse, así que en cuanto vuelvan las hembras y vean a tu hijo muerto, sentirán la necesidad de preñarse conmigo.
El pobre león tuvo que partir con el peso de la desdicha, el remordimiento de conciencia y se fue a ver de nuevo a Dios.

- ¿Por qué me has quitado lo que me diste, Señor? ¿Qué he hecho de malo para recibir este castigo?

-Tú no has hecho nada malo, querido león, lo único es que no has entendido que hay un designio divino que tenías que escuchar. Cuando viniste a mí a exigirme un primogénito, una de tus leonas ya estaba embarazada, pero cuando llegó la hembra que me pediste se tuvo que marchar. Si no hubieras insistido tanto y te hubieras dedicado a cuidar de lo que te pertenecía, no habrías perdido nada. Ahora tu primera hembra está en otro lugar y tu primogénito irá a destituir al que te ha echado hoy de tu manada.

-¿Qué me quieres decir con eso Rut? No lo entiendo.

-Es muy fácil. El león ya tenía un designio divino pero fue a exigirle a Dios que lo cambiara, entonces para darle una lección, el Creador le cumplió su deseo. Por otro lado, si no se hubiera adelantado a los acontecimientos habría podido ver a su sucesor. Así que no trates de ir en contra de la voluntad divina y preocúpate por lo que tienes ahora. Vive el presente y no pienses en lo que vendrá, aun no sabes qué te espera en la vida, forja tu porvenir con lo poco que hagas día a día.

 La convivencia familiar a veces se veía afectada por la mala conducta de Mahlón y Orfá que acusaban a sus padres de la desgracia e infelicidad que los oprimía. Se habían vuelto muy envidiosos, criticaban lo que no les parecía adecuado y mostraban con frecuencia su insatisfacción por la vida que llevaban.

--¿Qué les falta en esta casa?-Les preguntó Elimelech.

-No tenemos tantos animales como los vecinos, nuestra casa es más pequeña, nos vestimos con ropa miserable  y os compran el grano a un precio más barato porque sois inmigrantes aquí. Además, nos desprecian por no tener hijos. Llevamos cinco años de casados con vuestros hijos y ni Rut ni yo hemos podido alumbrar un moabita que os remplace en el futuro, ¿Qué clase de lacra sois que ni siquiera podéis  prolongar vuestra estirpe?
Elimelec bajó la cabeza soportando las palabras de su nuera y su hijo, se recriminaba así mismo por haber mal educado a Mahlón y haberle permitido descansar y liberarlo del trabajo que le correspondía. Noemí enrojeció de furia y se disponía a reprender la insolencia de su nuera cuando Rut, con voz tranquila y apacible preguntó:

-¿Qué es para ti la felicidad, Orfá?

-¿Cómo? ¿Qué acaso no sabes que la felicidad es tener dinero, prestigio, buena apariencia e hijos?

-¿Y para qué te servirían esas cosas?

Muy irritada Orfá miró a su alrededor y con los ojos clavados en Noemí agregó:

-Sí tuviera dinero mi familia estaría orgullosa de mi, se me respetaría y nadie diría que estoy unida a una familia de vagabundos, la riqueza me daría prestigio y la gente valoraría mis cualidades, sería la envidia de muchas mujeres y atraería la atención de los hombres, mis hijos se encargarían de hacer los trabajos que yo no puedo hacer y me liberarían de la carga que tengo que soportar.

- Me parece muy bien que aspires a cosas mejores, querida Orfá, pero la felicidad es un estado interior de armonía espiritual y respeto a Dios, quién vive deseando la fama y el dinero se entrega a un dios traicionero e intolerante. Mira, había una vez una mujer que tenía un marido muy rico, vivía en un palacio y tenía muchos esclavos.  Cada noche se adornaba con oro y se ponía los mejores vestidos.

Los viernes por la noche invitaba a la gente de su círculo social para comentar los últimos bulos de la comarca donde ella reinaba. Sus amigas más intimas le pedían que intercediera frente a su marido a favor de sus cónyuges que eran ambiciosos y astutos. Ella se dejaba seducir por los elogios de sus conocidas y convencía a su marido de actuar de acuerdo a las peticiones que se le hacían. Sus hermanos también se acercaban a ella con peticiones y ruegos que ella siempre complacía.
 La gente la respetaba y nunca dejaba pasar la oportunidad de elogiarla, puesto que era bien sabido que la mujer al sentirse aludida y ensalzada agradecía con generosidad las buenas palabras de sus admiradores. Un día su marido se enamoró de una joven muy astuta y experta en el arte de la seducción, la amante no solo era joven sino también ambiciosa e inteligente. La situación de la mujer cambió en su casa y el marido comenzó a recriminarle sus despilfarros, sus ruegos a favor de hombres embaucadores y traicioneros, sus sacrificios en beneficio ajeno, pero sobre todo, su falta de cuidado personal. Fue la primera vez que escuchó que estaba arrugada, fea, gorda y apestosa. Muy enfadada fue a otra ciudad y le preguntó a un pastor que llevaba unas cabras a pastar al monte.

Dime, estimado pastor ¿tengo mala apariencia?- el joven que no la conocía en absoluto y era muy sincero contestó.

- No señora, tu apariencia es de una mujer rica que está acostumbrada al lujo pero tu cara refleja la inconformidad del alma.

-¿A qué te refieres?

-Lo que quiero decirte es que tienes todo lo que una mujer puede desear menos dos cosas, y eso te impide ser feliz.

 -¿Y cuáles son esas dos cosas? Dímelo y te pagaré lo que me pidas.

-No necesito tu dinero, tú misma las descubrirás cuando vuelvas a tu casa, pero primero compra un asno, cambia tus ropas por unas viejas y regresa a tu palacio vestida de criada para que sepas lo que tus esclavos piensan de ti.
La mujer volvió a su palacio y se mezcló con la servidumbre diciendo que era una nueva esclava que había comprado la señora de la casa. Vio primero a las doncellas que estaban a cargo de vestirla, en ese momento imitaban con sarcasmo la voz chillona con que pedía que la engalanaran, después vio a sus masajistas que hablaban de su piel grasosa y flácido cuerpo, luego vio a las maquillistas que se reían de los ridículo de sus cejas, labios y mofletes. Al final llegó  a una sala donde los consejeros de su marido criticaban su conducta, los préstamos inútiles que hacía a su familia y, lo peor, la forma en que la amante de su esposo había despertado el interés sexual y la ambición en su cónyuge. Sollozando se fue al jardín y vio una esclava joven que tenía una apariencia feliz.

–Dime, jovencita, ¿Eres feliz?- la joven, que no era bella, ni inteligente y que además tenía un pequeño defecto en un ojo, contestó que sí.

-¿Cómo es posible? Si no tienes nada, ni belleza, ni dinero, ni libertad,- la joven la miró con compasión y le dijo que antes había sido víctima de las humillaciones de una mujer soberbia y que había soportado las depravaciones de su amo, pero que se le había mandado a cuidar el jardín y ahora tenía dos cosas que no cambiaría por nada.

-¿Cuáles son? Dímelo y te daré el oro que quieras.

-No necesito nada, mujer, tu condición es mucho peor que la mía porque no amas, ni siquiera a ti misma te respetas, y no crees en Dios.

- ¿Y tú sí?

-Sí, tengo la belleza de este jardín que me muestra la bondad de Dios, y tengo un hombre que me quiere y me respeta por lo que soy.
La mujer volvió a su habitación, se puso ropa lujosa y le fue a preguntar a su marido si la dejaba irse. El esposo le dijo que ya no la necesitaba y que se fuera lo más lejos posible. Ella dejó toda la riqueza, salió con el burro que había comprado y se fue a buscar al pastor. Lo encontró en una colina y le dijo:

-He aprendido la lección, querido pastor ya sé que es lo que quiero. Deseo quedarme contigo y buscar la palabra del señor. La mujer vivió con el pastor, pero no tuvo hijos, al final de su vida quedó satisfecha de haber podido encontrar su propia voz interior y la del Todopoderoso.

-Me parece fantástico, lo que has dicho, querida Rut, pero eso no vale para mí. Tus palabras me dicen que solo siendo pobre se es feliz y no creo que sea verdad.

-Te repito querida Orfá que la felicidad es un estado interior del alma y no depende del dinero o la pobreza de la persona. Llegará el día en que perderás lo que tienes y lamentarás no haberlo gozado cuando lo tenías.
Orfá no quiso discutir, se levantó de la mesa y se marchó. 
Su conducta disgustaba a Noemí y cada vez que trataba de convencer a su hijo Mahlón de que la reprimiera, él le decía que era una mujer terca y que no la haría cambiar nunca.
 Elimelec estaba muy decepcionado de su hijo y en la intimidad elogiaba a Rut que era un ángel mediador en las discusiones de la casa. Por desgracia, el tiempo fue mermando la salud del padre y un día, agobiado por la carga de trabajo que no le aligeraban sus hijos, se quedó tumbado en la cama, se quejó primero de un dolor intenso en el pecho, luego empezó a respirar con dificultad y, al final, ya no pudo moverse. 
Sus últimas palabras fueron de clemencia hacia sus hijos pidiéndoles que sacaran a tiempo el trabajo y que no delegaran las tareas en su madre Noemí y su nuera Rut. Orfá, no pudo despedirse de su suegro porque se encontraba en la ciudad haciendo unas compras para su arreglo personal. 
Cuando volvió y encontró a sus parientes les expresó precipitadamente el pésame y se retiró a mirarse con sus nuevas ropas. Noemí casi no se comunicaba con su nuera.

Unos meses después murieron los hijos de Noemí. La desgracia nunca viene sola, decía Orfá, primero se ha ido el padre y ahora los dos hijos han estirado la pata. Mahlón y Quelión habían trabajado muy duro en el campo resistiendo las lluvias y el frio, pero su salud finalmente se quebró y enfermaron de tal modo que en una semana fallecieron sin poder recuperarse un solo palmo en la terrible batalla que libraron sus cuerpos endebles contra la pulmonía. Noemí no podía permanecer en la casa y se maldecía por no haber regresado a Belén de Judá cuando se compuso la situación y había dinero para hacerlo. Ahora no tenía más que a dos nueras viudas y jóvenes que le estorbaban para morirse en paz, fue por eso que les propuso que se volvieran con sus padres y que la dejaran ir a su tierra natal para terminar sus días en compañía de sus hermanos y amigos.

-Hijas mías, no tengo nada que ofrecerles, estoy vieja y no tengo más hijos para entregárselos y aunque pudiera tenerlos pasaría mucho tiempo para que crecieran y pudieran casarse con vosotras, así que mejor rehagan su vida. Tenéis toda la vida por delante.

-Volveré a casa de mis padres y buscaré un hombre que me dé lo que tu hijo no me dio, Noemí, además le agradezco a los dioses que se haya terminado mi martirio. No me lo tomes a mal, pero será mejor que no volvamos a vernos nunca. Ve en paz, suegra.

- Yo te acompañaré a Belén de Judá, Noemí, eres mi suegra y el parentesco de sangre nos obliga a mantenernos juntas. Si no se consolida la familia se degrada la sangre. Iré contigo y viviré donde vivas. Comeré lo que comas y trabajaré para que no mueras abandonada.

Así, montada en un burro, Noemí emprendió la marcha hacia Belén de Judá. Tardaron tres semanas en llegar  gracias a la ayuda de unos comerciantes que se ofrecieron a acompañarlas. Noemí llegó a su antigua casa que estaba en muy malas condiciones, pues habían pasado diez años sin que nadie la limpiarla. Pasaron la primera noche tumbadas en el suelo abrazadas para compartir el poco calor que emanaba de su cuerpo. A la mañana siguiente Rut salió al campo y vio que los hombres y mujeres se empleaban en la tarea de recolectar la cebada, se acercó y le pidió permiso al capataz para recolectar junto con las mujeres. Rut pasó ocho horas recogiendo con paciencia el grano, lo único que la distinguía de las demás era un murmullo bajo parecido a un rezo, pero muy musical. No había hecho muchas pausas y los demás la veían con asombro.

Al terminar la jornada llegó Booz el dueño del sembradío y le pidió el informe a su empleado.

-Señor ha venido una emigrante de la tierra de Moab que ha trabajado mucho, mire,  es aquella mujer menudita que se encuentra limpiando  sus prendas. –Booz, la miró con curiosidad y ordenó que se le diera una paga correspondiente a su esfuerzo.

Rut volvió a su casa y encontró a Noemí bastante agotada porque había estado limpiando la vivienda para que tuviera un aspecto menos abandonado. Rut compartió la cebada con su suegra y le contó lo que había pasado en el campo.

Por la mañana, Rut fue de nuevo a recolectar el grano. Cuando llegó la recibieron como a una compañera habitual. Otra vez trabajó con esmero y se alegró la labor con su canción que ahora cobró más fuerza y llenó de gozo a las mujeres que laboraban junto a ella. Booz la vio y le obsequió seis medidas de cebada para que pudiera comer cuando lo necesitara.

-Quédate con mis trabajadores el tiempo que dure la cosecha. Te has convertido en tan poco tiempo en una persona indispensable para realizar el trabajo. Tu canto llena de optimismo los corazones y revive la fe en Dios.

Rut aceptó trabajar hasta el final de la pizca y esa ocasión, Booz, le dio más cereal que la vez anterior. En su casa, Noemí le preguntó de nuevo por el trigo y Rut le contó lo que había sucedido, entonces Noemí le preguntó más detalles sobre el hombre que con tanta benevolencia la trataba,-Se llama Booz,-contestó Rut,- Sorprendida Noemí, le dijo que era pariente del fallecido Elimelec y que en Belén de Judá era una tradición acercarse a uno de los familiares cercanos para unirse en matrimonio, en caso del fallecimiento del marido. Como Rut había perdido a Quelión, bien podía Booz suplantarlo.

-Te diré lo que tienes que hacer,-le dijo Noemí, con voz firme,- mañana te quedarás hasta el final de la jornada, acompañarás a Booz a su casa y te acostarás a sus pies cuando él se duerma.

Muy temprano se levantó Rut y salió para cumplir con la labor que le habían asignado en el campo. Toda la mañana laboró con energía y a la hora del almuerzo buscó un olivo y empezó a comerse un pan ácimo con dátiles y leche de cabra. Booz que había ido a darle instrucciones al capataz sobre el almacenamiento del grano, vio a Rut y se le acercó.

-Que Dios te acompañe en este día tan caluroso y que te de fuerzas para terminar tus obligaciones, querida Rut.

-Gracias, Booz, te estoy muy agradecida por lo bueno que has sido conmigo.
-No te preocupes, de cualquier forma eres tan trabajadora que si no estuvieras aquí, ya te habrían ofrecido trabajo en otro campo.- Rut levantó un poco la cabeza, los fuertes destellos del sol aclararon su melosa mirada que le arrancó una jocosa sonrisa a Booz que no pudo contenerse y le pidió que le contara alguna de las historias con las que complacía y enseñaba a sus compañeras cuando tenían alguna duda sobre algo.

-No sé, a veces sólo les cuento cosas para que razonen y dejen de discutir por tonterías.

-Sí, eso me ha dicho Isacar, y que además con tu llegada la armonía reina en el colectivo. Por cierto, me dijo que el otro día había escuchado una historia sobre unos hermanos, uno feo y otro guapo, ¿cómo era esa historia?-Rut se sonrió y luego mirando fijamente a Booz comenzó a hablar.

-Había una vez una madre que tenía dos hijos, el mayor era feo, tenía defectos en la cara y a nadie le gustaba,  el menor era muy guapo y atraía la mirada de la gente porque parecía ángel. Desde su infancia,  José, el mayor, tuvo que hacerse cargo de todas las tareas difíciles en el campo. Su hermano Yair obtenía todo sin esfuerzo alguno y cuando no se le complacía se quejaba con su madre quien movía cielo, tierra y mar para que su hijo consentido obtuviera lo que deseaba. Un día, Yair se enamoró de una mujer muy temperamental y astuta, decidió casarse con ella a pesar de que le habían aconsejado no hacerlo. La boda fue excelente y la celebración duró varios días. Al principio Yair le exigía a su familia que le proporcionara los alimentos y los recursos para llevar una vida holgada y lujosa. José trabajaba de sol a sol para obtener la cantidad de siembra necesaria para su hermano y su mujer. Con el tiempo la salud de José empeoró y enfermó, se sentía peor sabiendo que no podría trabajar más y cumplir con los encargos que le asignaba su madre, entonces, cuando estaba agonizando, se le apareció Dios y le dijo:

 “José, hijo mío, tu misión en el mundo ha terminado. Ahora te irás conmigo y estarás siempre a mi lado”.

Cuando ya no estaba José, Yair tuvo que coger la yunta y sembrar el trigo, pero como era inexperto su trabajo  no fructificaba. Todo el tiempo maldecía a su hermano por haberse muerto, reñía con su mujer porque desperdiciaba lo poco que tenían. Una tarde, no pudo soportar más y golpeó a su madre por no darle lo que le pedía. Yair decidió marcharse y dejarlo todo. Por el camino, se encontró a una mujer la cual lo invitó a vivir con ella en su casa. La dama era una matrona y necesitaba un hombre atractivo y fuerte que cuidara de sus pupilas y sacara a los hombres borrachos que se propasaran con las jóvenes de la casa. Los primeros meses, Yair realizó bien su trabajo, pero pronto se dio cuenta de que las mujeres lo buscaban para desahogarse de sus frustraciones, así que se hizo amante de varias de ellas.

La dueña, cuando descubrió a Yair infringiendo las reglas, lo envenenó, sin embargo Dios no quiso que muriera y lo salvó para que viviera pepenando por las calles. Cuando Yair se hizo viejo ya no tenía ningún defecto de su vida anterior y había aprendido a soportarlo todo. Un día, cuando Yair se lamentaba de no haber ayudado a su hermano cuando era joven, se le acercó en la plaza un hombre que, por el parecido, le recordó a su hermano.
Tenga buen hombre,-le dijo aquel,-coma de esta carne que he preparado y nadie quiso probar. Yair se llevó a la boca un trozo y recordó el cordero que preparaba su hermano, de inmediato levantó la vista y reconoció a José. Le brotaron unas lágrimas dolorosas y su corazón se conmovió.- Perdóname, José, he sido un desconsiderado toda la vida-le dijo ahogándose en llanto,-No tienes por qué pedirlo, Dios nos ha redimido, a ti con el sufrimiento y, a mí, con el trabajo.- De esa forma se volvieron a encontrar y nunca más se separaron.

Booz miró con inocencia a Rut y temiendo que ella descubriera sus dudas, le dijo:

-Sí, Rut, lo he entendido. Eso quiere decir que el trabajo dignifica y la pereza castiga, ¿no es así?

Rut sonrió y le dijo que había otro mensaje en la historia a parte de lo que había dicho él. Booz preocupado trató de recordar todo con detalles pero no sabía qué otra moraleja estaría encerrada en sus palabras. Se sonrojó.

-No lo sé, Rut, por más que le doy vueltas no sé que más haya en tu historia.

-Es la decisión de la madre.

-¿De la madre?

-Claro, de ella dependía que las cosas hubieran sido de forma diferente. Si hubiera repartido justamente el trabajo, no habría pasado lo que sucedió.

Entonces, Booz creyó ver una luz de genialidad en su mente y dijo:

-Ah, pero si la madre lo hubiera hecho, no habría parábola, ¿No es así?

-No, mi querido Booz, existiría de todas formas y no cambiaría.

-¿Cómo sería eso posible?

-Pues, porque todo mundo sabe que el trabajo dignifica a las personas y la pereza los pierde, lo que no saben, y ese es el verdadero significado de la historia, es que si tomas una decisión equivocada y no haces nada por corregirla, puedes complicarle o estropearle por completo la vida a los seres que más quieres.

Booz se quedó sorprendido con lo que ella le había dicho y la miró con ojos de cordero desfallecido.

-Rut, tus palabras acarician la mente y perforan el alma, eres muy buena y al mirarte lo único que percibo es amor, fe y bondad. Ayúdame a tomar la decisión correcta.

Booz desapareció y no volvió hasta terminada la jornada. Se le acercó a Rut y le dijo que le daría la porción de grano que le correspondía, pero Rut la rechazó y le pidió que la invitara a cenar en su casa. Caminaron en silencio y durante la cena casi no hablaron, pero su comunicación era espiritual y sentían los dos la congoja de no poder tomar una decisión. Por la noche, Rut se acostó a los pies de Booz que había bebido demasiado vino. La mañana siguiente al despertar él se sorprendió de ver a una mujer acostada a sus pies.

-¿Quién eres y por qué duermes a mis pies?

-Soy Rut, me he quedado aquí contigo para ser tu concubina.

-Eso me encantaría, adorada Rut, pero por desgracia hay un familiar más cercano a tu difunto esposo y mi obligación es ofrecerle los terrenos de tu suegro. Si Abraham acepta comprarlos, tendrás que irte a vivir con él y ser como su mujer, dejaremos de vernos. Pero en caso de que no acepte él, yo te tomaré por esposa y te haré feliz hasta el último día de mi vida. Oh, Rut, pídele a dios que nos ayude a todos a tomar la decisión más adecuada.

Así, Booz se fue a ver a su pariente Abraham y le propuso que adquiriera los terrenos del difunto Elimelec. La tierra era mucha y con un poco de esfuerzo sería muy pródiga. Abraham calculó mentalmente las ganancias que obtendría con la compra y aceptó el trato. Era costumbre por aquella época cerrar un acuerdo entregándole a la otra persona la sandalia como signo de confirmación. Abraham cogió su sandalia y se la entregó a Booz, este muy triste le aclaró a su pariente que el hijo de Elimelec, Quelión había dejado una esposa y que ahora él como nuevo dueño de la tierra tendría que hacerse cargo de la mujer. Abraham, que estaba casado y tenía hijos, se negó a cerrar el trato de esa forma porque le impedía seguir con su familia, de tal modo que le cedió los derechos de compra a su primo Booz, se abrazaron y se despidieron. Booz se encontró con Rut y le comunicó el resultado de la transacción con su familiar. Los dos no cabían de regocijo, se miraban como dos adolescentes enamorados y decidieron ir a casa de Noemí para darle el dinero por sus tierras e invitarla a la boda que se llevaría a cabo en breve.
En la primera noche de matrimonio, Rut, se levantó por la noche y en el atrio de su casa encontró a Gabriel que andaba distraído, estaba tan absorto en sus pensamientos que no notó cuando Rut se acercó.

-¿Eres tú, Gabriel?

El sorprendido arcángel se dio la vuelta y muy espantado contuvo un grito de sorpresa. Después con un susurro jadeante dijo.

-Hola, Rut, me ha enviado el Señor. Te tengo buenas nuevas, pero antes déjame felicitarte por tu boda. Booz es muy buena persona y el amor reinará en tu casa bajo la mirada de Dios. Bueno, pues he de decirte que tu vientre ya no será infecundo y que en él, está noche, se ha depositado el germen de la realeza. Tendrás un hijo que seguirá la estirpe de Peres, quien trajo a Jesrón, el cual tuvo a Ram, quien fue padre de Aminadab, progenitor de Najsón, éste tuvo a Salmá padre de Booz y tú tendrás a Obed que será abuelo de David y padre de Jesé. Llevarás a tu hijo a Noemí para que lo eduque y recupere el amor que sus dos hijos se llevaron.

Rut abrazó a Gabriel y le pidió que le transmitiera sus palabras de agradecimiento al Todopoderoso por haberle dado la oportunidad de guiar con su amor y fe a las personas descarriadas. Gabriel se fue con la promesa de transmitirle el mensaje a Dios y velar desde el cielo por el futuro del bebé que tendría su lugar en la historia.

El aleteo portentoso de alas enormes de Gabriel, dejó un remolino de polvo dorado que se elevó en forma de cuerno de la abundancia y los destellos se reflejaron en el iris de los ojos de Rut.


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