Francisco Gamboa
estaba soñando. Era un joven novillero que estaba a punto de hacerle la faena a
un tal “Remolinete”. Lo había visto ya, pero no lograba adivinar qué relación
tendría aquel escuálido becerro venido a más con ese apodo tan poco común. Se
apretó los machos, sentía la taleguilla un poco holgada, pues su madre en el
afán de consumar los sueños de su hijo, le había comprado un traje de segunda
mano que había llevado con gloria un banderillero. La chaquetilla le quedaba
mejor, pero al verse así, remandado y con sus cacharros apretados al pecho
siendo mulato, pensaba que todo era una falsedad, por no decir broma. Respiró
profundamente y escuchó los consejos de su tío:
“Mira, Paquito,
ese bicho eta como una cabra, embijte con fuerza y luego sarta, así que teng
mucho cuidao cuando use el capote, ¿entiende?”.
En efecto el
torito era un demonio saltarín que se enredaba con el capote y al llegar a la
muleta se lo llevó en el lomo y los pocos curiosos que veían su debut no
pudieron controlar la risa. Paquito se levantó y con determinación ajustó sus
movimientos y calculó la distancia, bravura y empuje del animal y comenzó a
domarlo con carácter. Eran uno en un baile dirigido por el temprano Mulato
Gamboa que llenaría las plazas. La gente decía con orgullo:
“¿Ve a ese negro?
Pue sho lo conocí cuando se hizo torero, fue con una vaquita que se enamoró de
e¨”.
Francisco se vio
frente a Lucía que lo llamaba torero. Él no se pudo resistir y la besó, le
prometió que cuando llegara a “Las Ventas” en Madrid, se casarían. Se fueron
aclarando las imágenes de su boda, la Luna de Miel, los viajes, los primeros
triunfos y la gloria. Vio como pasaban de nuevo los días frente al altar de La
Virgen de la Esperanza Macarena, ella con aquella expresión de llanto, rogándole
que fuera cuidadoso con los bichos, y él maldiciendo que cada vez le mandaran
animales más peligrosos. Entonces lo vio allí, era El Castaño, fuerte,
inmisericorde, leal a sus principios básicos de dios del campo. Su mirada negra
le recordó la batalla. Fue con él con quién casi se queda capado. Ya el cuerno
le había traspasado el brazo, luego el doble giro en el aíre y, al caer, el
muslo. Estuvo a punto de morir. Los días de recuperación, las pesadillas y
aquella duda que no pudo disipar hasta que lo ayudó Lucía. “Lo ve, mi amo ´,
todo e´tá como siempre”. Era verdad, seguía siendo ese macho salvaje en el
lecho, pero el conservar su virilidad lo llevo a subir la cuesta de la fama con
rapidez, sin embargo, el camino torcido de su mente lo hizo bajar
precipitadamente por la pendiente de la demencia. ¿En qué momento perdió la
luz? Le preguntó a su amante americana Jane. Sí, sí, era verdad ella fue la
perdición: caprichosa, vulgar en la intimidad, rencorosa y frívola. Ella era
peor que cualquier toro. Las bestias al menos te anuncian su traición y lo
sabes, te arriesgas y gana el más diestro, pero con las hembras no es así.
¿Cuánto dinero le invirtió? ¿Cuántos desprecios tuvo que soportar para
demostrar que no era un negrito de pueblo? Pero al final, nunca pudo librarse
de la desconfianza que le provocaban sus miradas. Ella era descarada y no tenía
reparo en salir con cualquier blanquito que le gustara. Dios es testigo de que
lo había soportado todo.
Mulato Gamboa
empezó a salir de su sueño. Lo primero que vio fue el techo. Sintió el dolor de
la resaca, mareo y una leve náusea. Se giró y no pudo dar crédito a sus ojos.
Allí estaba Jane inerte con una espada atravesada en el pecho. Se le heló el
alma, pero la duda lo aplastó. No sabía si seguía durmiendo. Levantó por los
hombros el níveo cuerpo frío. Tenía una sonrisa sarcástica, esa que siempre
sacaba para hacerlo enfurecer. Pero, ¿qué había pasado? No lo pudo recordar. La
última imagen que se había quedado era la de esa mueca burlona y luego el telón
negro. Vacío, oscuridad y silencio. No la lloró, la miró decepcionado. Muerta
le parecía una muñeca de plástico con la espada de El Castaño su contrincante y
cómplice. En extremo blanca, insípida, sin gracia, con sus caderas amplias,
pero con olor a pollo. Trató de reconstruir la noche anterior. Empezó con la
cena, la discusión de siempre.
“Regrésate, Negrito,
vete a tu casa para que tu mujercita te reproche estar conmigo. Yo me puedo
acostar con quien se me dé la gana, mientras tu solo vives de las migajas que
dejan los otros…”.
Recordaba que
habían salido del restaurante, ella pavoneándose como siempre, mostrando quien
era la dueña del matador más popular, al cual tenía de esclavo. Él con la cara
en alto, sufriendo en silencio las críticas de los mirones, luego los tragos de
alcohol que lo fueron sumiendo en un estado de insensibilidad o, más bien de
control forzado. No había desorden, solo dos botellas de Whisky tiradas en el
suelo. Miró a Jane y le preguntó: “¿Fue por eso? Dímelo, ¿fue porque te dije
que eras una escoria y te pusiste a alardear de tu fama y éxito? ¿Qué me
dijiste para que reaccionara así? Viva, me jodiste y ahora muerta serás peor. Se
quedó sentado, inmóvil, desconectado por completo. Levantó el teléfono, pidió
que lo comunicaran con la policía y dijo: “Soy El Mulato Gamboa, he matado a
Jane Page, no se lo digan a mi esposa…”.