jueves, 20 de octubre de 2016

La primer experiencia

Se despertó en medio de las palabras que la rodeaban, eran como imágenes plasmadas en enormes cartelones. Las miró. Una enorme pancarta tenía la historia de su primera experiencia sexual. Recordó las sensaciones, pero no había forma de expresar lo que realmente vivió su cuerpo y su corazón. Así que se concentró, puso los ojos muy saltones enfrente del enorme papel y se estiró las orejas para sacar algo de aquel acontecimiento que le había manchado de gris toda su vida. No hubo resultado alguno, su cabeza estaba mal, en blanco. En lugar de la descripción de aquella dolorosa penetración, estaba un duro trozo de carne, unas manos desesperadas y la cara demente de un hombre surgido de la oscuridad.

Al no recordar del todo el nombre de aquel individuo, trató de romper el cartelón. Tomó el póster por la parte superior y cuando se disponía a destrozarlo saltaron las palabras como añicos de un cristal, estaban en el piso, desordenadas. Se hicieron líquidas y se mezclaron con las ranuras del parqué, empezaron a filtrarse por las rendijas que había entre los trozos de madera y desaparecieron. Fue imposible recuperarlas. Volvió al rótulo y preguntó la causa de tal vacío, pero ninguna hilera de hormiguitas, de las habituales en la escritura o el habla, salió para darle la respuesta. Descubrió que los pensamientos se transmitían en burbujas. Pensó y meditó mucho hasta que su habitación empezó a llenarse de pompas de jabón. Cada vez que pinchaba una de ellas, salía una sensación, una idea o un concepto.

Cogió los otros murales que cubrían como tapices las paredes y los sacudió para que la capa frágil de los hormigueros contenidos en ellas se resquebrajase y se filtraran los hilos verbales por los canalitos del suelo. Creó con rapidez una nueva forma de comunicación que era más telepática que verbal. “Es mi nueva forma de comunicación”—exclamó con alegría dejando nacer una gran pelota de aíre—. De inmediato lo puso en práctica. Cogió las miles de burbujas esparcidas por la cama y se las puso a su novio en la cabeza, le masajeó el pelo con los dedos y salió mucha espuma. Él se despertó con una sonrisa mansa. Abrió la boca y en lugar de echar globos como ella, vómito palabras. Con gran pericia ella las atrapó al vuelo y las tiró por todos lados, matándolas como si fueran cucarachas. Se esfumaron al instante. Con el cejo arrugado, Carlos, movió las manos pidiendo una explicación. Adela le echó una bola de aire y le pidió que se la comiera. El rostro le cambió al instante y sonrió feliz. “¿Sientes el efecto de las burbujas?”—preguntó Adela con una sandía hueca—. Sí, sí que lo siento—respondió Carlos con un kilo de naranjitas chinas llenas de aíre—. Estuvieron conversando con sus bolitas cristalinas de lejía hasta que el edificio quedó cubierto por la blanca efervescencia de su imparable actividad. Pronto los vecinos se sintieron en una enorme bañera y sintieron el efecto de la transmisión de sensaciones e ideas.

Hubo quién alarmado bajó a protestar, pero ya no pudo hacerlo porque quedó desinfectado por la erupción de espuma caliente. El mundo dejó de padecer la presencia de las palabras y la gente se pasó las ideas y sensaciones con el nuevo método de interacción. Reinó la armonía mucho tiempo. Por desgracia, surgió un grupo de represión que prohibió la espuma, las frutas jabonosas y las bolsas de aire. Se implantaron de nuevo los libros, folletos y cuadernos. Se atiborraron las casas de libros. La gente volvió a usar su repertorio verbal y la industria literaria resucitó. Los rebeldes, amantes de la comunicación telepática emocional, tuvieron que ocultarse en sótanos y cuevas para practicar sus actividades ilícitas.

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