miércoles, 19 de octubre de 2016

El juego de los anillos

Nunca había sentido tanto el peso del sacrificio. La masa de una piedra colosal lo oprimía, pero tenía que resistirlo, era su obligación, había sido elegido junto con su compañera para atravesar el círculo mágico y milagroso de la conservación del todo, el universo pendía de un hilo en ese momento. Sonó la voz de un quetzal, la agitación de sus plumas le llevó el agradable aroma del incienso, mientras los golpes de los tambores le recordaban una danza de figuras abstractas que solo dejaban una polvareda a su alrededor. Unas mujeres ataviadas con túnicas blancas y el pelo embalsamado pusieron una ofrenda en el centro del campo y las nubes de humo del ocote se unieron retorciéndose en el aire como serpientes en guerra. La envidiable ligereza del vapor lo hizo sentir más la presión de su compromiso.

 En la precisión de sus manos, brazos y muslos estaba la conservación de la tierra. De pronto todas las miradas de los dioses se habían depositado en él, expectantes, sentados en sus tronos de piedra y con gesto severo le pedían que no fallara. Él habría preferido darse la vuelta y retirarse con su pareja para que dejara de llorar con el corazón. La miró de reojo y sintió sus lágrimas, a él también le corroían por dentro, pero le salían en forma de sudor. Se encontraron sus pensamientos, los dominó la imagen de dos cuerpos desnudos cubiertos por la luz plateada de la luna. Experimentaron la suavidad de la piel y los hizo temblar el contacto de sus carnosos labios. Ya no había tiempo para el recuerdo. Un hombre se le paró enfrente y con su presencia el cuero de las rodilleras, las coderas y el taparrabos se le endureció tanto que más bien parecía madera. Sintió el reflejo de la luz del fuego en su cara pintada con líneas de yeso y carbón. Las líneas marcadas en el suelo lo apartaron en el tiempo y retrocedió más de mil quinientos años.

Ya no era el modesto José Sarmiento llevando en su cartera los documentos para las sentencias, apelaciones, instancias y amparos ante el juez de lo civil y penal, era simplemente Ixbalanque, el sol jaguar. Recordó a su hermano gemelo luchando contra un gran murciélago, desangrándose y pidiéndole ayuda. Perecieron los dos para yacer en el fondo de la tierra como todos sus antepasados hasta que su madre Ixquic se acercó al árbol Hun Hunaphú en el reino de los Xibalbá y quedó embarazada al tocar la savia en la corteza del rugoso palo. Su pelo con brillantina estaba atado con una cinta de cuero de venado, sus orejas estaban decoradas con huesos de jabalí y su cuerpo se había tensado marcándole los músculos. La pintura de arcilla en su cuerpo se agrietó y sintió que la aplastante responsabilidad que había estado soportando en los hombros se aligeraba. A su lado estaban con penachos y máscaras de jade: Quetzalcóatl, Tláloc, Mictlantecuhtli, Chihuacóatl— esta última extendió su pie para que Ixbalanque se lo besara. Él levantó la mirada y su campo visual quedó encerrado en dos paredes inclinadas por las que descendían las serpientes de luz y sombra.

Este y Oeste confrontados con el nacimiento y muerte del sol. “Eres la luz y pronto serás dios”—pensó cuando la pelota de caucho voló en el aire para sumergirse en el vientre carnoso de la diosa—. La savia divina empezó a hervirle. Entró rápido en trance, ya no pisaba la tierra, iba flotando por las galaxias, tenía el poder de manejar al astro divino, el contacto con su cuerpo era placentero, con cada impacto las carnes emitían un alarido meloso, grito lácteo dulce que anegaba el cielo. Al igual que Tláloc, Teresa, transformada en divinidad, tiene una vasija entre las piernas, está recostada y lo invita a recorrer todo su cuerpo. Él, empleando toda su fuerza la maneja con destreza, apoya las rodillas y tensa el vientre, jala aire y lo contiene mientras sube por los empinados pechos de la vasta cancha y embiste, endurece los brazos, atraviesa el estrecho círculo con su masa de fuego que llega hasta la vasija para llenarla, entonces se desborda de lava el hondo recipiente. Hay gritos, los instrumentos musicales vernáculos claman victoria. Se salva el mundo.

La victoria está tendida frente a él con las piernas cansadas, el pecho agitado y una sonrisa en los labios. Le hubiera gustado que el encuentro hubiera sido en algún gran coloso moderno, de los que tienen cavidad para miles de espectadores, sin embargo, aquí sólo están los personajes más importantes. Sacerdotes, reyes y dioses unidos en un grito eufórico festejan su triunfo. Una gran hoja cubierta de escamas relucientes se levanta silbando en el aíre. Su corazón se estremece y el flujo carmesí de su sangre lo baña. Ya no está nadie, sólo Teresita, su amor, lo sostiene en los brazos. Le acerca sus labios carnosos embadurnados de cera de panal y se despide con voz fugas y el aliento tibio.

 Ixbalanque deja de ser parte de la mitología, se sale de las páginas del Popol Vuh y se despierta en una cama, convertido en un abogadillo a medio sueldo. Las sábanas están enrolladas y dentro está un cuerpo moreno de pies pequeños, parece el Iztaccihuatl. En la almohada hay un sol de rayos negros y un anafe despide vapor. José abraza a Teresa y le da los buenos días. Encamorrada, ella farfulla algo ininteligible. José se levanta y recibe al sol con el cuerpo pleno. En la calle se eleva el humo pardo de los escapes de los coches, la música es el ruido de los motores y el griterío. La tierra recuerda que ha sido rescatada del desastre y soporta el caos de todos los días con resignación, soñando con el nuevo ciclo de cincuenta y dos años para ver renacer de nuevo el sol. Se sienta tranquila y tira dos dados de hueso sobre una piedra plana donde giran el jaguar, el viento, las nubes y el agua de los ríos.

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