domingo, 6 de diciembre de 2015

La mesa con una pata rota en la que resulta imposible escribir.

Después de haber hecho un recorrido en un autobús de segunda clase durante ocho horas, Roberto Longuera llegó a la Academia, modesto restaurante en el estado de Guanajuato, donde la comida era pésima pero la gente se amontonaba para entrar y ocupar un sitio mientras se desocupaba la mesa principal. Había todos los días tertulias y las personas que podían pagar el elevado precio del afamado sitio desembolsaban hasta tres mil pesos por el derecho de sentarse ahí. La mesa se encontraba frente a un gran ventanal y los transeúntes que pasaban por la calle podían ver sin dificultad al afortunado embrión de escritor que en breve crearía una increíble historia.
 Roberto, como muchos otros aspirantes a escritores, había leído un cuento de autor anónimo en el que se contaba que el gran genio ruso ucraniano Nikolai Gógol había escrito una de sus más famosas obras sentado a la mesa de una famosa cafetería de la avenida Nievski y que, después, otros grandes autores habían creado obras de arte sentados en el mismo sitio.

Por alguna razón, se corrió la voz de que cualquier persona que se pusiera a trabajar en ese sitio podría sin dificultad alguna narrar las historias más increíbles jamás pensadas. Como muchos aficionados prosistas no podían darse el lujo de viajar hasta San Petersburgo para plasmar sus sueños en el papel, se habían puesto a buscar sitios en los que habían escrito otros autores. Lo anterior provocó que surgiera una estratagema de los hosteleros que ofrecían en sus locales los sitios donde había trabajado personalidades famosas en el ámbito literario. Por ejemplo, la taberna El Caballo Blanco tenía un tablón en la calle que indicaba que el dramaturgo y cuentista Dylan Thomas había estado ahí y había creado obras maestras en un sitio del bar, estaba la Cervecería Alemana en la calle Plaza Santa Ana Nº 6, elegida por Hemingway. Les Deux Magots en la que habían estado Jean Paul Sartre y su esposa, La Floridita en la Habana y muchos sitios más. Era por eso que en todo el mundo se podían encontrar sitios que habían visitado las grandes personalidades de la literatura. Los había desde Buenos Aires hasta la 5ª Avenida de Nueva York y los precios iban desde tres dólares por ocupar la mesa de Cortázar, pasando por los cien de la mesa de Borges y Casares, o los doscientos de Vargas llosa en Perú.

A veces sucedía que había coincidencias irracionales como la de encontrar en dos bares diferentes una mesa donde un célebre escritor había escrito su obra maestra, esto no impedía que hubiera creatividad en los clientes y al final el resultado era el esperado, por eso no había quejas ni críticas. Nos ocuparía mucho tiempo hablar de las particularidades de cada bar y las argucias de sus dueños por complacer a todos sus adeptos, por eso volveremos al restaurante la Academia a la que había llegado Roberto Longuera en busca de “La Mesa”, el reconocido trabajo de Marcelino Corrales Dorantes, quien, por cierto, había escrito en el empastado de su obra cumbre, una nota en la que se prohibía de manera rotunda publicar su novela, puesto que en caso de hacerlo se rompería la cadena de la cuarta dimensión en la que estaban contenidas todas las historias de la humanidad. La Mesa, contenía los secretos de la narrativa de todos los tiempos. Los afortunados lectores que tenían la suerte de sostener, el afamado bonche de papeles amarillentos en sus manos, se sumergían en un fantástico plano multidimensional en el que encontraban su sino y después redactaban su trabajo. Era un requisito indispensable traer papel y plumas con un tintero. Una particularidad del establecimiento era que en los muros había retratos de los más famosos visitantes en el proceso creativo de sus obras. Estaban Octavio Paz, Carlos Fuentes, Elena Poniatowska. Entre las fotos más recientes estaban las de Haruki Murakami, quien había llegado a este sitio por recomendación de Mo Yan, el cual se había aparecido por allí, gracias a un comentario que le hizo Gabriel García Márquez.

Sobre la mesa en lugar del menú había una hoja enmicada con unas instrucciones que había que seguir al pie de la letra. Dichos consejos se podrían transcribir de la siguiente forma:

Primero, pida una taza de café;
 Segundo, si el café le ha sabido amargo piense en un género que se asocie con dicho gusto, por el contrario si ha tenido un sabor dulzón, escoja un género adecuado; 
Tercero, cierre los ojos y pida un deseo; 
Cuarto, si al cerrar los ojos ha concebido alguna idea, no los abra durante diez minutos; 
Quinto, empiece a leer la novela “La Mesa”; 
Sexto, una vez leída la obra proceda a escribir lo que ha inventado o descubierto en su interior; Séptimo, si ha venido en colectivo a este sitio y ha leído en voz alta la obra, cada uno de sus compañeros debe escribir individualmente sin hablar ni hacer preguntas a sus colegas;
 Octavo, al término de su trabajo, pídale al mesero que traiga el libro de registros de obras imaginadas en la mesa de Marcelino Corrales Dorantes y apunte el título de su obra y su nombre o seudónimo, si es el caso.

Roberto efectuó los pasos según se indicaba en el enmicado papel y abrió la primera página del libro de hojas rancias. Experimentó algo increíble y tuvo desde el primer momento la sensación de que por sus dedos se transmitía el tacto de Rulfo, la fuerza poética de Octavio Paz, el ingenio lingüístico de José Revueltas, la fantasía de GG Márquez y fue caminando por esa cadena de eslabones plateados de belleza indescriptible y perfección poética. Pasó a otra dimensión y vio lo que jamás había imaginado, usaba sus ojos como red para cazar las palabras que tenían forma de mariposas. Sintió la tibieza y las caricias de las palabras más bellas, su rostro reflejaba la ilusión, veía paisajes maravillosos y en ocasiones un pequeño estremecimiento lo obligaba a abrir la boca que dejaba salir la sorpresa en una exhalación. Pasaron por sus venas las pasiones humanas y sintió la lucha del bien y del mal dentro de sí mismo, derramó las lágrimas más amargas y dulces de su vida. Terminó de leer la novela y la colocó a un lado de su taza de café. Tenía la vista perdida en el aire como si las imágenes del libro se hubieran escapado y estuvieran revoloteando a su alrededor. Empezó a escribir. Trabajó sin parar cuatro horas seguidas y cuando terminó, soltó la pluma exhausto y se tomó un vaso de agua con una sonrisa deslumbrante de gozo.

Llamó al encargado que le atendía y le pidió el libro de registros. El joven volvió con una fuente de plata en la que descansaba un libro gruesísimo con empastado de cuero. Tendría unas dos mil páginas y estaba lleno hasta la mitad. Roberto Longuera buscó el sitio donde le correspondía poner el título de su obra y escribió:

“Vicisitudes sufridas por un escritor novel mientras trabajaba en una incómoda mesa con una pata coja”.

Por curiosidad, Roberto leyó los títulos de las obras que le antecedían y vio los siguientes nombres: La mesa más transparente de CF, La mesa en su laberinto de soledad de OP, Cien mesas en la soledad de GGM, Hasta no verte mesa mía de EP y La mesa y la silla me están matando de MY.

Roberto se levantó, acomodó sus folios y los metió en una carpeta. Respiró con gran satisfacción y sacó el dinero y lo puso en la mesa, se dio la vuelta. Al salir le agradeció al dueño su amabilidad y se encaminó a la central de autobuses para volver a la ciudad.

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