martes, 3 de noviembre de 2015

Cuentiembre

La página Me gusta escribir ha organizado una actividad en la que se pide que se escriba una historia diaria o treinta capítulos a lo largo del mes de noviembre, de tal forma que para el día treinta de este mes se deben tener acumulados treinta textos que pueden ser diferentes, también cuentos o capítulos de una novela. Un reto para los aficionados a la escritura. Aquí iré poniendo los trabajos diarios, llevarán la fecha y una ilustración.




















Uno de noviembre

Verdadera amistad.


Se conocieron durante el esplendor de la dictadura del proletariado. El destino los unió e hicieron amistad, pero siendo uno discreto y el otro dicharachero, la ideología y el culto al padre de la nación los implicó en un juego de riesgo.

 “Lo más grande que tenemos es el poder de descubrir a los enemigos potenciales. Es nuestra obligación denunciarlos por el bien de nuestro país, es por eso —comentó el hombre reservado —que te mandan a Siberia. Lo siento Casimiro”.

El hombre de carácter abierto se fue en el 39 a las minas, a la rehabilitación de su destino potencialmente traidor a la patria.

 “Fue tan sólo una broma— contaba por las noches en su incomoda litera—, pero eso podía dar pauta a que surgiera en mi un espía o disidente, estoy conforme y no culpo a Slava, al contrario, le agradezco su amor ferviente y fidelidad al comunismo”.

Un día se enteró de que su viejo conocido Vladislav había participado en La Segunda Guerra y había permanecido en un campo de concentración, pero el poder soviético lo salvó de la opresión Nazi.

 “Es todo un héroe, me ha denunciado y ha sobrevivido por amor a su pueblo. Cuántas penas no habrá sufrido entre los alemanes, cuántas vejaciones habrá soportado. Ojalá y se le nombre héroe”.

No. No lo han nombrado héroe sino traidor. Bien sabido es que colaborar con el enemigo es deslealtad, está en el artículo 58, por eso como preso político viene para acá. Ya que hubo trabajado en beneficio del enemigo. Dicen que se desempeñó en una fábrica de armamento. Peor aún.

Un día soleado, en el que las hojas de los abedules danzaban como melenas de sirena y el viento fresco cantaba su himno vigoroso y fértil, llegó un tren transiberiano. Su pitido se escuchó a diez kilómetros a la redonda. Tan tranquila y tibia era la taiga. Casimiro estaba comiendo. Se guardó un trozo de pan negro, corrió a su dormitorio y sacó unas colillas de fuerte tabaco húngaro. Fue con otros curiosos a mirar el desove de discrepantes. Vio como la enorme oruga de metal dejó salir con llanto de pasos torpes una compañía de nuevos residentes. Fue imposible distinguir el rostro de su antiguo compañero en esa masa de chaquetas de albañil. Lo pudo ver al día siguiente.

 Los dos se sorprendieron al verse tan cambiados. Lo único que permanecía en ellos era aquel momento en el que con un juramento se prometieron amistad. A pesar de las traiciones que habían cometido, una cosa los unía, los ataba como hermanos gemelos. Las mismas caras secas y momificadas, la misma delgadez, la misma mirada infantil de niños abandonados y huérfanos. Se abrazaron. Contuvieron su enorme deseo de contarse sus vividas experiencias. Sabían que tenían tiempo. Fumaron en silencio y se miraron como dos chicos traviesos.


Los liberaron en el 58 el día diez del décimo mes. Volvieron juntos, anhelantes por recuperar esa primera imagen de su amistad. La encontraron.



Dos de noviembre


Calaverita erótica.

Se levantó con calentura
pero no de fiebre impura.
Una natural y fuerte turbación
le calaba el armazón.
Le hervía la médula espinal,
estaba más viva que nunca
 y demandaba con urgencia
candente relación.

Has dado tanta muerte
— le decía una voz inherente —
            y ahora la vida, ¿Quieres gozar?
Se miró ante el espejo
lustró sus verdes y mohosos
huesos.


!Hoy voy a cambiar!
— se dijo para sus adentros—
 y a la hilacha, vuelo, voy a dar
Sedujo a los incautos con
            poción de cempasúchil,
pan de muerto y olor a feromona

No hubo quien se resistiera
            a tal pasión perecedera.
Bajo las sábanas de la lujuria
eran mancilladas, con mesura,
las esqueléticas huesudas.
Le duró mucho el ardor
y a su paso, a miles de almas,
con un rico empalago complació.




Tres de noviembre



Acotación de La Alegría.


En un hermoso salón, decorado con buen gusto e iluminado con enormes candiles de cristal, está La Alegría radiante de felicidad, va ataviada con caftán y baila con los brazos extendidos. Da vueltas como rehilete y su risa alegre se estrella como una nube rosa y dulce contra los muros. Todos la miran con júbilo porque toda ella es algazara. Con ella los comensales quieren bailar y ella escoge al azar a sus apuestos chambelanes. Las notas de la bella música son como un hermoso cosquilleo que produce excitación y tremendas carcajadas. Todo el ambiente es regocijo y optimismo. Nadie se imagina que en un cuarto adjunto está un ser abandonado y desdichado. Es La Tristeza que acurrucada en un rincón le habla a La Alegría y le reprocha sus superficiales maneras.

 “Tú no siempre eres sincera, alardeas de ser felicidad, regocijo, entusiasmo y mucho más; pero tienes muchas caras falsas. Necesitas compartir tu ego, anunciarte en el éxito, en los triunfos y en las fiestas. En cambio yo siempre soy la misma: introspectiva y reflexiva. Sólo me causo daño a mi misma y no me meto con los demás. Sin embargo, a ti te pasa que cuando te manifiestas por la desgracia de otro, te llamas ironía o burla. Cuando te critican y te ríes, eres sarcasmo. No te engañes, entiende que sólo me gustas cuando eres limpia y sincera porque así es como me puedes rescatar, pero la espera se hace eterna. Hay mal en el mundo y tu alegras la cara de los tiranos, los verdugos, los soldados al matar”.

La Alegría parece escuchar el silencio de la cámara contigua, se preocupa por el exceso de sosiego.

“Pobre tristeza. Siempre empecinada. No sabe qué fácil es encontrar la felicidad. Esta no es la mejor receta pero no encuentro algo mejor. Primero, encuentra tiempo para ti misma y haz lo que te gusta de verdad, luego olvida tus temores y, por último, para que no te vayas a suicidar mejora tus relaciones con quien te quiere de verdad”.

Se paró la fiesta y la puerta de La Tristeza fueron a tocar. “¿Quién anda ahí?” preguntó con voz penosa una mujer.

“Soy tu vecina La Alegría, abre, tenemos que hablar”.

La puerta se entornó y una dama de tez gris, un poco encorvada, canosa y con marcas de aflicción en la cara agachó la cabeza.
Ven, amiga. Ven aquí— y sacándola al jardín, le dijo—, ¿Qué soy yo sin ti? ¡Me gana mi optimismo! Nunca logro ver las desgracias ni la pena, es por mi naturaleza que surgió para radiar, para poner el sol en donde falta, para entablar amistad con quien la pide, para endulzar y alegrar el alma. Sólo tú me haces recordar las tragedias de los pobres, la angustia del desamparado, la desgracia del traicionado, el dolor del preso y la fatalidad del castigado, la paz del arrepentido y la fe del solitario. Y si no fuera por ti, no podría, en su último momento, darles un instante de felicidad. Es suficiente un recuerdo, una imagen que tú ayudas a evocar. Por todo eso, te pido que no dejes de reprocharme los momentos de locura en los que no me puedo controlar.

Así las dos amigas se alejaron conversando. Fueron a los desgraciados alegrando y a los inhumanos mitigando.



Cuatro de noviembre



Veintisiete nombres de Hokusai.

Está hincado, mantiene las manos apoyadas en los muslos y espera con paciencia el momento adecuado para empezar a crear su obra. Siempre lo hace de la misma forma. Primero, coloca sus acuarelas en la escala de tonos adecuada, después pone un lienzo limpísimo perfectamente doblado sobre el que descansa el pincel, a continuación su tintero y sus pequeñas plumas de faisán afiladas con esmero. Repite en su mente los movimientos de cada línea, repasa los colores y compara las variantes de contraste que expresen mejor su estado espiritual.

Desde que ejecutó su primer trabajo se puso como objetivo principal verter un poco de su esencia en cada trozo de tela, en cada hoja de papel de arroz. Tuvo que desdoblarse en más de veinte formas. Era por eso que toda la gente se admiraba al ver los dibujos que el maestro hacía. Para él, era muy importante desplegar su alma en el trabajo:

 “Una obra sin un pedacito de espíritu, no es más que un bello cascajo. Bien adornado, quizás bello, pero al fin: cascajo”.

Ahora estaba calvo y su figura se había encorvado, la piel le colgaba como si se le hubiera holgado. Conservaba sólo el brillo intenso de sus ojos de lince y la mirada sabía, permanecía expectante de la inmortalidad. Sus ojos indagaban el horizonte, el monte Fuji lo arrastraba con una fuerza avasalladora.

Podía permanecer contemplando los detalles de los objetos para ornamentarlos en su memoria. Tenía a unos pasos su bello estanque, que había hecho con gran escrupulosidad, en el que las carpas azules y rojiblancas lo miraban con aprecio, de vez en cuando daban un fuerte coletazo para apresurarlo en su meditación, sin embargo el hombre era inmutable, seguía inmerso en sus técnicas de dibujo y los movimientos de su mano, parecía que practicaba una gimnasia mental y mientras no lograra la condición adecuada no se arriesgaría a pintar.

“Ya has llegado al límite —le dijo el dios nipón desde su atalaya—, no queda nada más que descubrir. Haz tu último dibujo con lo que te queda de alma y te descubriré los secretos de la eternidad. Verás al cortador de bambú, la luz de La Luna Kagulya y echarás retoños igual que los ancianos de la leyenda milenaria. Nacerás en las azaleas, vivirás en los crisantemos y madurarás en los cerezos”.


Cogió con determinación sus afiladas péndulas de ave y trazó dos líneas que se unían en el horizonte. Luego dibujó un monte hermoso con la nieve hasta las faldas. Decoró el cielo con un azul milagroso, las hojas de los cerezos eran blancas con polen rosa, la hierba y las piedras parecían más reales que las de verdad. El anciano maestro, al terminar su obra, se levantó y avanzó por la vereda dibujada. 

Una voz lo acompañaba en su viaje. Sentía un viento tibio, la seda de su bata le acariciaba la piel, sus pies pisaban los pétalos de las azaleas que formaban a su paso una alfombra natural, una música suave de flauta de bambú lo arrullaba con su propia meditación y se dirigió hacía el hermoso destello que lo guiaba. Vio desde arriba toda su fecunda obra. Es magnífica—Pensó—, llena de espiritualidad y armonía. Decidió que había valido la pena poner tanto amor en su trabajo, llegó a la cima de la montaña y recibió el abrazo esperado de su desperdigada alma. Sonrió y, transformado en grulla, voló hacia el sol.



Cinco de noviembre



Sin respuesta.

Hace muy buen tiempo. La temperatura ha subido y el frescor de la hierba con su rocío matutino es reconfortante. El aire alimenta el espíritu y llena de regocijo. A la sombra de un manzano descanso para recuperar las fuerzas que exige mi trabajo. El agotamiento más que físico, es psicológico. El mediodía ha quedado atrás hace poco y en este sitio el silencio es absoluto. Nadie parece moverse ni respirar y el tiempo parece que se ha detenido. Sólo las abejas y las hormigas violan esta inmovilidad, perturban esa quietud que podría ser absoluta, algunas flores se balancean como si fueran campanillas invertidas tratando de equilibrarse bajo el peso de los pesados zánganos que se ven inútiles para transportar el polen de las amapolas y azucenas, quizá por eso dan tantas vueltas y están impacientes y zumbones.

Se ha caído de pronto una manzana y en lugar de pensar en la teoría de Newton, aparece la bella espalda de mi esposa. Surge de forma milagrosa esa noche en la que conocí a Karen. Ella estaba conversando con una de sus amigas mientras yo le acariciaba la espalda con la mirada. Ella sintió el roce de mi persistencia y volteó. Sus hermosos ojos parpadeaban sin cesar y quise quedarme estático pero mis pies avanzaron solos, así que llegué hasta ella y tuve que inventar algo. ¡No sabía qué preguntar! Estaba frente a ella pero tenía la mirada todavía en su fino dorso semidesnudo.

—Me llamo Karen, ¿Y tú?— preguntó de forma natural.

A partir de ese día fuimos inseparables. Ella avanzó en el área de la medicina y yo en la metalurgia y la arquitectura. Nacieron nuestros dos hijos y el camino del patriotismo nos guió por la senda de la guerra. He podido salir avante de todas las adversidades. Ahora colaboro en la construcción de hornos, mi esposa es especialista en genética y ha obtenido excelentes resultados gracias a su empeño en una clínica experimental. Quisiera creer en un futuro más pródigo. Quizás, si nuestro ejército logra triunfar, la humanidad cambiará y habrá armonía. Las personas podrán dejar de preocuparse por las diferencias étnicas y un solo dirigente nos indicará cómo hay que vivir.

Ahora es momento de volver, me produce náuseas el olor a cenizas, a carne chamuscada. ¿Cuántos cuerpos tendremos que incinerar para acabar de una vez con este martirio? ¿Qué pasaría si los rusos lograran llegar a Berlín? ¿Cómo podríamos justificar ese odio que sentimos contra los hebreos, gitanos y personas con retraso en la evolución? ¿Será suficiente con justificarnos diciendo que sólo recibíamos órdenes? ¿Creerán alguna vez que hay una psicología de masas y que nos habían metido hasta la médula que los culpables de la desgracia económica eran los usureros y astutos mercaderes judíos?

No me corresponde a mí dar la respuesta. Es un problema filosófico. El mal es la naturaleza, el león se come a las gacelas y es lo normal, es su supervivencia. Somos nosotros los que descomponemos las cosas pensando que el bien existe, pero eso sólo es nuestra percepción propia e infundada. Acaso Dios puede detener su propia obra, por qué no lo hace. Qué lección nos quiere dar con este Holocausto. Para qué ha pedido que en lugar de corderos le ofrezcamos a su pueblo asado. Por qué se ha puesto a jugar de esta forma tan cruel. No podía buscar otra forma de exterminio, como lo hizo con Sodoma y Gomorra, por decir algo, o con un diluvio, por ejemplo.

 ¿Por qué lo puso en nuestras manos? ¿Qué pecado cometimos nosotros? Eso sólo el tiempo nos lo dirá. En este momento sólo puedo cumplir con lo que se me ha mandado. ¿No es para eso para lo que me han educado? ¿Quién juzgó a los soldados romanos por matar cristianos? ¿Quién sentenció a Israel por destruir a las tribus paganas que no lo dejaron pasar por su territorio? No tengo respuestas para esas interrogantes. Alguien podría dármelas. ¿Será posible que el hombre sea un ser tan imperfecto, que no merece la pena tratar de cambiarlo?

Por desgracia, todo se ha repetido y, sin lugar a duda, se repetirá. Ojo por ojo, diente por diente. Hoy a ti, mañana a mí.



Seis de noviembre


Fábula antique

Erase una vez un león que se propuso dominar a todos los seres existentes en su selva. Llamó a sus allegados y les propuso crear un grupo organizado que tendría el poder de acatar las decisiones más propicias para cada conflicto. Fiero y sabio por naturaleza el león decidió que lo mejor que podía hacer era reunir en el gobierno su poder felino. Por lo tanto, nombró al tigre como secretario general de la organización para repartición de recursos, a la pantera como jefe del ejército, al lince como ministro de economía, al puma como ministro de finanzas y fue poniendo en lugares estratégicos a sus compañeros afines.

Cuando se hubo organizado todo el sistema del estado y la estrategia de expansión, el león mandó llamar al gato para que hiciera una gira política. Su objetivo principal era el de convencer a todos los animales de formar una zona económica conjunta en la que habría libre tránsito de alimentos para todos. De tal forma, que el pequeño minino se vistió muy elegante y se fue a ver a los animales con un rollo de papeles bajo la pata.

“Queridos amigos y miembros de todas las secciones de la selva, les comunico que nuestro rey les envía un cordial saludo y les propone el siguiente plan”. — El gato fue tan elocuente en su discurso que todos los animales le depositaron su absoluta confianza y comenzaron a firmar los tratados que el cuerpo de elegantes micifuces les extendía con prudencia y gusto.
Pasaron algunos meses y los habitantes de la sabana comenzaron a notar ciertos aspectos anómalos porque ya no les alcanzaba el terreno para pastar, la población había empeorado en su aspecto y todos se encontraban muy ocupados buscando las mejores zonas verdes para alimentarse.

“¿Qué está sucediendo?—se preguntaban las cebras, las gacelas, los ñus y los antílopes. “Nada, Sólo que por orden del león hemos tenido que acoger a muchas ovejas, cabras, vacas y toros que antes ocupaban la región aledaña”.

Era que los felinos al tener más carne, se empezaron a reproducir con rapidez. Habían hecho un plan de cacería nocturna que les dotaba del alimento suficiente para saciarse y prosperar. Hubo protestas y mandaron llamar al gato para presentarle sus quejas. El pequeño bicho llegó, pero para sorpresa de los presentes venía con un enorme cuerpo de gatos diestros en cacería. Los más intimidados fueron los cuadrúpedos que empezaron a sudar por causa de un mal presentimiento. Los monos y los osos permanecían tranquilos porque no habían sido tan afectados y no sabían de los problemas de los demás ya que se la pasaban en los árboles, ríos y montañas.

Por casualidad pasó un perro dingo y levantó la oreja para escuchar con detalle las causas del problema. Al terminar la reunión el perro se fue a buscar a los lobos, hienas, zorros, chacales y coyotes, además de todos los chuchos domesticados.

“Amigos, hay un problema en el país vecino— les dijo preocupado—. El león y todos los gatos habidos y por haber, se están expandiendo muy rápido y vienen hacia acá”.

No pasaron ni dos días cuando se presentó frente a los lobos un vocero del león, era un leopardo que les dijo que ahora tendrían que respetar las presas de los felinos y que tenían que bajar el consumo de carne para que la gran nación gatuna pudiera prosperar y vigilar la seguridad en cualquier parte del planeta. Los caninos se preocuparon mucho porque el zorro les planteó con mucha lógica las acciones futuras de los vecinos.

“Ya los conocen, queridos amigos, primero te encandilan en un proyecto y luego te saquean, después te dejan pagar el pato y una deuda enorme. Recuerden lo que pasó cuando nos prohibieron cazar gacelas. Nos tuvimos que alimentar de conejos y nuestro territorio se redujo casi a la mitad. Vean cómo ha bajado la población de canes”.

“¿Y qué propones que hagamos?”—preguntó la hiena. “Pues, primero hay que pensar en algo que distraiga la atención de los morroños. No sé, algo de comer, o una diversión a la que no se puedan resistir”. “Ya está— exclamó el chacal. “A los gatunos les gusta jugar con los roedores, ¿No es verdad?”

“Cierto— repuso el zorro— ¿Pero cómo podemos emplear a los roedores?” “Muy fácil— bisbiseó el lobo, pero alguien lo escuchó y lo repitió en voz alta—.

“Bien, y ¿Cuál sería el plan?” “Yo diría que si reproducimos muchos roedores y ,se los infiltramos en su territorio, unos se los comerán, otros los usarán para sus juegos y al final se acostumbrarán tanto a ellos que perderán decisión y fuerza”—bramó el lobo con rabia.

Se puso en plan el ataque a los vecinos y se hicieron miles de túneles para que los roedores pasaran sin ser vistos. Fue un gran éxito la infiltración porque los mismos gatos, linces y todo tipo de felinos pequeños comenzaron a comerciar y distribuir el tráfico de ratas, ratones, cobayas, comadrejas y roedores mayores.

El leopardo volvió al país de los perros para crear unos ataques estratégicos con un ejército que pudiera terminar con el descontrolado crecimiento de roedores. El plan era usar veneno y gatos especializados en la caza de ratas que actuarían conjuntamente con los perros de caza. Cuando el mismo león visitó los campos donde se había exterminado a los roedores, mostró su satisfacción y volvió a su tierra, sin embargo las cosas no habían cambiado mucho porque entre las ratas que había fotografiado había una cantidad enorme de ratones de mentiras hechos de tela y elaborados por el cártel de perros traficantes y hienas mafiosas que se las habían ingeniado para engañar a los felinos.

El león no era tonto y se dio cuenta de que tenía sólo dos caminos para seguir con su expansión. Uno, era continuar con su política de opresión con los animales de la selva y, dos, tolerar las condiciones internas de su patria que complacían a los bichitos de los que él era responsable. Antes de dejar el poder a su hijo, le recomendó que siguiera al pie de la letra esos dos consejos. La situación no cambió por más que se emplearan recursos contra la guerra roedora, pero con otras estrategias logró desestabilizar a los cuadrúpedos que seguían recibiendo refugiados de las tierras con pocos pastizales.

 Por otro lado, el gato siempre siguió colaborando con sus socios que traficaban con ratones, el leopardo siempre creyó que las culpables del problema interno de la sociedad eran las hienas, el tigre nunca pudo llegar al poder por más campañas que hizo, la pantera siguió sometiendo los movimientos insurgentes en toda la selva y el puma llegó a pensar un sistema muy complicado de distribución de carne y pastizales que no necesitaba de acreditación real para llevarse a efecto. Así pasaron muchos años.

Moraleja para el león: Si no eres como te pintan, haz al menos un retrato muy parecido.
Moraleja para los perros: Aunque la vida es perra, hay que hacer todo lo posible para roer el hueso.
Moraleja para el gato: Sí tienes siete vidas, aprovéchalas y siempre está pendiente de quien es tu superior.
Moraleja para los ratones: la vida de rata es corta, disfrútenla mientras puedan y cuando les toque lo malo, apechúguenlo.
Moraleja para los demás animales: Cuando un pequeño y simpático ser venga a proponerles una buena idea, escúchenlo con atención y luego investiguen quién está detrás de él.



Siete de noviembre


Homicidio del revés.

En medio de un bosque, un hombre se pregunta cómo ha podido llegar hasta allí. Hace frío y no recuerda absolutamente nada. Vagamente, una imagen brilla como una pequeña chispa en su memoria. Está lleno de barro seco y, al parecer, un golpe lo dejó inconsciente por algún tiempo. Tiene una gran herida en la frente y respira con dificultad. No lleva nada que lo ayude a iluminarse, así que comienza a avanzar arrastrando los pies y estirando los brazos para no chocar contra ningún árbol.
 Hay un silencio absoluto, pero aparte del roce de sus pasos logra oír, de vez en cuando, un pequeño crujido de hojas y hierba seca, se detiene para calcular a qué distancia está el ser que produce ese ruido, pero no obtiene ningún resultado. Se resigna a seguir acompañado de esas pequeñas trituraciones de hierba seca ocasionados tal vez por una comadreja o un zorro. El olor rancio de piel sucia le indica que se trata de un animal voraz. Sigue su camino y llega hasta un lugar donde hay una pequeña cabaña.

Abre la puerta y busca con paciencia la cocina, descubre una sartén vieja, no hay fósforos y si los hay no puede verlos. Si hubiera Luna llena—piensa—, podría ver algo pero la oscuridad es absoluta. Encuentra una silla y una mesa. Se sienta y siente dolor en la nuca. Se soba y se da cuenta de que tiene un chichón bastante grande. Se queda pensativo y comienza a parecer una imagen. Es una anciana que le implora compasión, él tiene una soga en la mano y golpea el rostro de la indefensa mujer hasta desfigurárselo.

Se ríe con alegría, nota una fuerza descomunal en sus manos. Empieza a destazar el cuerpo inerte de la anciana. —No puede ser— se dice a sí mismo—, no sería capaz de hacer cosa semejante.

 “Sí que lo serías”— le responde una voz que él no sabe de dónde viene si de su cabeza o del lado donde todavía crujen alguna varitas de árbol. — ¿Quién eres? “¿No me recuerdas? Soy tu memoria. Me acabo de despertar. ¿Quieres que te cuente lo que ha pasado?—No. Es suficiente con lo que me has dicho sobre la anciana. “Pero podría estar en riesgo tu propia vida. Si no me escuchas no sabrás qué hacer o cómo actuar cuando te atrapen”. — ¿Quién? ¿A caso alguien me persigue? “Por supuesto. Mira, en cuanto enterraste los restos de la pobre vieja, unos hombres te descubrieron. Trataron de detenerte pero tú les tendiste una trampa. A uno lograste degollarlo con el machete que siempre llevas en tu mochila. Al otro lo ahorcaste pero en la lucha que mantuviste con él recibiste un golpe muy fuerte en la frente y caíste en una pendiente por la que ya habías subido, así que si no me equivoco has vuelto al lugar del crimen. Revisa la cama, ¿Lo ves? ¿Sientes la sangre coagulada? —Sí, ahora puedo orientarme. Aquí está el espejo roto de la cómoda. En el piso se siente lo resbaloso de la sangre que no se alcanzó a secar.

El hombre coge un quinqué y lo enciende. Ve un cuarto muy pequeño. Una cama manchada de rojo. Va al baño. Ve una palangana con agua y comienza a limpiarse la cara. Se lava lo mejor que puede. Cuando está más o menos listo. Sale de la cabaña con una linterna en la mano. Se va por la vereda que lo llevó hasta allí. Encuentra su mochila. La recoge y sigue su camino. Comienza amanecer. Llega a una estación de trenes, busca ropa limpia en su mochila. Sólo hay una chaqueta. Se la pone y va a la taquilla a comprar un billete a la ciudad. Se sienta en una banca a esperar el tren. Llega a su casa y tira a la basura su ropa sucia. Se ducha. Limpia sus instrumentos criminales. Los ordena en su armario y desayuna con mucha satisfacción por el éxito de su empresa del día anterior. Enciende su ordenador y se pone a leer las noticias criminales. Lee una noticia que dice:

En una cabaña del bosque ha sido asesinada brutalmente una persona. El paradero del criminal es desconocido. Se encontraron dos cadáveres más de dos hombres que intentaron impedir que el criminal escapara. La policía ha desplegado un equipo especializado en homicidios para seguirle el rastro al causante de una acción tan horrorizante.

De pronto suena el teléfono. El hombre levanta el auricular. — ¿Sí? ¿Dígame? “¿Inspector Lobera?” —Sí, soy yo, ¿En qué puedo servirle? “Mire, soy el guardabosques, estamos buscando a una vieja de unos setenta años que asesinó a un inspector de homicidios y dos hombres más en el bosque. Es una anciana muy peligrosa y sólo con su colaboración podremos detenerla. ¿Podría venir a inspeccionar los cadáveres?



 Ocho de noviembre


Nos cayó el Chahuixstle.

—Ya no llore doña Chonita, ya verá como todo se arregla. A esos pinches pitufos se los va a llevar la chingada por culeros— le dijo doña Paca a su vecina, la del quinto.
—Pues, qué más quisiera yo. Son unos malparidos que solo le hacen la barba al pinche delegado. Ah, pero, ¿Se acuerda cuando vino el muy cabrón del Solórzano, con su cara de mustio a prometernos el oro y el moro? ¿No nos dijo que tendríamos medios para vivir, escuelas, hospitales, tienditas, hasta un mercado para vender, y que se crearían fuentes de trabajo para todos?
—Cómo no me voy a acordar, si mi Pancho anduvo cargando las pinches pancartas con la jeta del candidato, las banderolas y hasta le prometieron un puesto en la delegación por chambeador. Pero, ya sabe, cuando la cosa está caliente puras promesas y a la hora de la hora, puro camote nos dieron. Y peor aún, le quedaron a deber la mitad de su lana a mi viejo. Y hasta hora no le han pagado ni un quinto. Ya ni llorar es bueno.
—Pinches vividores. ¿Hasta cuándo se va a compadecer de nosotros diosito? Mire, hoy por la mañana, cuando estaba en la esquina donde siempre me pongo a vender mis cocteles de fruta, El Pecoso y su ayudante, El Marrano, llegaron en su camioneta y me tiraron todo al suelo.

“Está infringiendo la ley, señora. Le vamos a decomisar su carrito y le vamos a poner la multa”.

Así me lo dijo el panzón. Yo le contesté: No mames pinche gordo, cómo me vas a decomisar mis frutas, si siempre he vendido aquí. Además yo conozco a tu mamá, cabrón. ¿Ya se te olvidó cuando la estuve cuidando de su hernia? !Que desagradecido eres, puto gordo cabrón!

“Lo siento, señora, son órdenes del delegado —me contestó como si fuera una desconocida—. Tenemos que limpiar la zona de ambulantes”.

¿Pero cómo voy a sobrevivir, cabrón. Mi Pedrito está terminando la primaria y apenas nos alcanza para medio comer. Si me quitas el sustento, nos vamos a morir de hambre, culero. ¡No seas hijo de la chingada!

“Pues, me vale madres lo que le pase. Yo sólo cumplo con mi trabajo. Así que se me chinga y se calla”.

—Ya le digo, doña Paca, así me trataron. Como si nunca me hubieran visto en la vida. Qué rápido se les olvidó que en los días que andaban de pinches merolicos, les fiaba los mangos y las piñas. Hasta lana me debían los dos pinches maricones. Pero la culpa la tengo yo, por ser tan buena.
—Ya déjelo por la paz. Tarde o temprano nos veremos las caras. Ya sabe que arrieros somos…
—Sí, pero cómo voy a mantener a mi Pedrito, ya ve que estudioso es. No se parece en nada al zángano de su padre, que nomás se enteró de que estaba panzona y no paró hasta que se fue al otro lado. Ahora debe andar con una pinche gringa desabrida, el muy ojete. Además, no quiero que mi chavo ande de payaso en las calles, ni que venda chicles ni nada de eso.
—Bueno, cálmese y vámonos a comer unos tacos con doña Concha. Por cierto, ya sabe que su hija Meche cumple quince años este mes. Ya tienen las invitaciones y todo. ¿No se lo han dicho?
—Sí, ayer me trajo la invitación.

Las dos ñoras se fueron  a comerse los tacos, pero qué crees, guey. ¿No sabes? ¡Uta! Pues la señora Chonita vio en el puesto de los de cochinita a los dos polis. No se pudo controlar y les metió una madriza de aquellas, les arrancó los pelos y al Marrano le estrelló un molcajete de salsa en la jeta. No mames, el cuino se puso a gritar como loco y si no hubiera sido por don Francisco, ahí mismo hubieran matado a la señora. Luego se la llevaron a la delegación y la enfrascaron. Oye, vamos a buscar al Naco para darle una lana, a ver si saca a su jefa del tambo, ¿no, guey?



Nueve de noviembre


El gouteur.

Era un hombre muy escrupuloso, tranquilo y perseverante. Se levantaba todas las mañanas a la misma hora, fuera el día que fuera y se encontrara donde se encontrara. Para él su trabajo era su vida porque, a diferencia de muchos empleos, el suyo era muy agradable y le había proporcionado las más grandes satisfacciones y un gran éxito. Era delgado y atractivo, en ocasiones se veía muy alto a causa de su inconfundible copete galliforme que él portaba con arrogancia, como si se tratara de una cresta, además caminaba con paso presuntuoso y altivo. A pesar de todo eso, una de sus características era la de ser una persona muy comunicativa y comprensiva. Más que nada le gustaba hablar de sus hábitos y sus aficiones, las cuales se remitían al profundo estudio del sabor natural de las cosas. Quien hubiera buscado en su frigorífico algún alimento estropeado, se habría llevado un chasco enorme porque el meticuloso Jean Claude Champfleury marcaba con un rotulador ecológico los envases de los productos en los que indicaba el sabor inicial del alimento y sus transformaciones en su proceso de descomposición. Así, la leche podía pasar de fresca a cortada, pero con las indicaciones de las etapas de su transformación.

 “Leche de vaca de raza Jersey o Guernesey, grasosa, ordeñada el día tal, periodo de conservación óptima, tres días, al cuarto comenzará la primera etapa de suspensión de la caseína ocasionada por el calcio, dentro de una semana el Hp cambiará y la caseína habrá unido el suero, así que este producto debe ser consumido en los próximos dos días para aprovechar sus mejores cualidades”.

Jean era un hombre que distinguía cualquier sabor y podía determinar sus características y grado de alteración conforme pasaba el tiempo. Desde muy pequeño había notado que su lengua reaccionaba a los productos estropeados y podía determinar cuándo una tarta estaba hecha con los ingredientes frescos y cuando no.

Su padre, el señor Gerard de Champfleury decidió pagarle a un tutor para que su hijo pudiera desarrollar las facultades de experto catador. “Con esa profesión, no necesitarás otra cosa que cuidar de tu lengua, digo, en sentido directo. Porque en el figurado, podrás decir lo que se te dé la gana—le comentó el padre en forma de chascarrillo—!Ah!, y además perfeccionarás la cocina de esta casa sabores selectos”.

De esa forma el señor Gerard, Jean Claude y el contratado catador Paul Baptiste se pusieron a hacer las anotaciones correspondientes cada vez que descubrían una nueva calidad en el pupilo, que por su parte encontró la tarea muy divertida y gozaba dictándoles a sus colaboradores sus conclusiones. Desde aquella época de infante se dejó crecer el basto tupé de pelo negro que lo haría tan distinguido en el mercado de productos alimenticios. La nariz de Jean Claude aparte de ser enorme provocaba curiosidad en las mujeres, así que cuando el joven catador empezó a perseguir el aroma de las jóvenes más fecundas, inventaba todo tipo de argucias para conquistarlas.
 “Es usted—decía— como una flor, amada mía, siento el sabor de sus labios como los pétalos de una flor lista para reproducirse, la bondad de la naturaleza llenaría de pimpollos los campos con sólo beso suyo, cualquiera estaría dispuesto a morir por una caricia de su tierna lengua. Me siento indefenso ante tal olor de miel, ante tanta frescura virginal”.

Las mujeres que ya por su condición sensible estaban predispuestas al amor, sentían el efecto de esas palabras en el lugar más intrínseco de su cuerpo. Cuando veían alagado su ego, se confundían pensando que el galante Jean Claude las amaba. Ninguna se negó jamás a las exigencias del talentoso perito en sabores y olores. Cuando maduró Jean y se hizo más exigente en todos los sentidos, decidió que lo mejor sería dedicarse por completo a la diferenciación de consistencias de todas las frutas, lácteos y demás alimentos. Así que se puso a trabajar día y noche. Por supuesto, ese esfuerzo le trajo un dineral inimaginable. Era asesor de las mejores fábricas de chocolate y las empresas vinateras le pagaban muchísimo por la degustación de algún nuevo y prometedor producto. Jean era casi el héroe nacional que había llevado a la industria vinícola a la gloria mundial. Jean Claude Champfleury era completamente feliz.

Un día en un laboratorio, en el que se estaba analizando un vino que él ya había catado, escuchó una conversación.

—Te lo digo en serio, Mane, estás cien pruebas se llevaron a cabo en una semana y Jean Claude Champfleury indicó los mismos parámetros de la consistencia del vino, arrojó los resultados con la misma exactitud.

—No lo puedo creer. ¿Cómo es posible que lo determine con sólo probar un pequeño sorbo?

—Pues no sé cómo lo hace, pero cuando Jean dijo que el vino tenía un alto sabor amargo ocasionado por el Hp y dijo la cantidad, la máquina echó el mismo resultado. Y cuando exclamó con gran satisfacción que el vino estaba en su punto, la máquina mostró todos los estándares ideales. Así que ese Jean Claude es un fenómeno y se merece sus millones.

El par de jóvenes se fue a otra área del laboratorio y Jean Claude vio la máquina que habían estado usando para comprobar sus resultados. Nunca se había puesto a pensar en algo semejante, pero ahora tenía un aparatejo creado por unos hombres que quizás ni siquiera pudieran distinguir el aroma de un caño. Decidió escribir el nombre de la marca del equipo y comprarse uno para usarlo en su casa.
Cuando se lo montaron los especialistas en su salón anduvo dando vueltas, mirándolo como si se tratara de un contrincante. Levantaba la cabeza con orgullo, como tratando de demostrar que él era superior en cualidades al cacharro de tubos de probeta, matraces y catalizadores. Al principio le pareció muy divertido comparar sus resultados con la máquina, pero un día hubo una confusión y los datos no checaron.

“No puede ser —Pensó— ¿Cómo puedo demostrar que la máquina está mal? —Sin embargo, una duda lo hizo temblar—. Pero, por otro lado, si he errado yo, ¿Qué pasará con mi reputación?”
Llamó a un técnico para que le regulara el aparato y se puso a hacer las pruebas con él para determinar quién estaba fallando. De nuevo estaba bien todo. El joven especialista de bata blanca le reparó el aparato y lo calibró a la perfección. El sobresalto pasó y Jean Claude siguió con sus actividades habituales, no por que necesitara dinero, sino por que toda su vida la había pasado comparando sabores y nunca dejaría de hacerlo.

Le sorprendió que en una ocasión llegó a su casa con una pequeña probeta herméticamente cerrada en la que había una prueba de vino. Sin pensarlo, se había traído el morapio para meterlo a la máquina y sacar la evaluación. Todo estaba dentro de los márgenes. Ese día adoptó la costumbre de pedir pequeñas pruebas de los productos que degustaba y en su mini salón comprobaba sus resultados cotejándolos con los del artefacto.

Un día hubo otro fallo y Jean Claude se sorprendió al oír que el técnico le decía que el aparato estaba en condiciones perfectas. Influido por sus temores se estresó tanto que ya no pudo determinar con seguridad ningún sabor. Era como si le hubieran borrado todos los registros que tenía acumulados en su memoria y cada vez que probaba algo tenía que empezar de nuevo, pero sin ningún punto de referencia. Se sentía fatal.

Jean Claude empezó a usar su consistómetro de alimentos. Primero por curiosidad, luego por hábito, después por ocio, y al final por vicio. No había un solo momento en que no quisiera comprobar el estado de sus papilas gustativas, pero como siempre, el abuso de la técnica afecta la psique de la persona y Jean se vio sumido en un dilema irresoluble porque, en ocasiones, él acertaba en cinco intentos y la máquina fallaba en uno o dos. Lo malo era cuando la máquina atinaba todas y Jean Claude no acertaba ni una sola vez. Lo acometió el terror y decidió dejar de aceptar las propuestas que le hacían a diario sus clientes. Después, perdió la razón porque hacía más de mil pruebas al día y no llegaba a un consenso con su aparato, fuera por sus propios errores o los del consistómetro.

“El problema soy yo—gritó desesperado—. ¿Es que acaso mi carrera se ha terminado? ¿Qué puedo hacer?”

Se negó definitivamente a asistir a las citas que le daban sus antiguos colaboradores, luego ya no quiso aparecer en lugares públicos donde se le pudiera proponer alguna opinión sobre un producto. Al final ya no quiso salir de su casa y por último se fue a vivir a un lugar lejano y desconocido, incluso por sus amigos y familiares. No se sabe nada de su paradero.



Diez de noviembre


19 de septiembre del 85

Eran las siete de la mañana y nos encontrábamos comprobando el funcionamiento de los trenes en el taller de Taxqueña. Como era habitual, los técnicos nos encargábamos de verificar que las puertas cerraran bien, que los asientos estuvieran sujetos, que las escobillas estuvieran en buenas condiciones, que las carretillas no tuvieran desperfectos, que las ruedas estuvieran en buen estado y que los sistemas mecánico, eléctrico y neumático funcionaran bien, ya que de ellos dependía la seguridad de los usuarios. El jefe del taller nos indicaba por los altavoces la secuencia de las operaciones que se realizaban en cada etapa. Era jueves y la fiesta de la independencia se había celebrado tres días antes, por lo que muchos compañeros todavía seguían sufriendo los estragos del festejo. Habían pasado menos de veinte minutos desde el inicio de las pruebas, cuando un balanceo comenzó a zangolotear los vagones de la oruga enorme de nueve carros. Heraclio nos recriminó que estuviéramos jugando en lugar de trabajar, pero el vaivén empezó a acelerarse y pronto quedó claro que no éramos nosotros. De pronto, una voz pronunció las palabras que causarían en muchas personas el peor trauma de su vida. “Está temblando”. Entonces como por arte de magia nos desparramamos por las puertas de los vagones y algunos salieron de los canales en los cuales se metían para revisar las barrigas de los pesados convoyes, corrían como si se tratara de ratas espantadas por una inundación o incendio.

Salimos en estampida de la nave circular, bajo la que nos encontrábamos, y en nuestra fuga se cayeron los rines de las enormes michelines que se habían cambiado el día anterior y los encargados del departamento de neumáticos habían dejado en una pila de unos cuantos metros de alto, a algunos les golpearon las piernas, pero el pánico era tanto que nadie se detuvo a lamentarse de los golpes de las ruedas metálicas. Cuando salimos a la calle nos encontramos con una vía desierta poco habitual. Había un silencio aterrador pero nadie lo notó hasta que nuestro compañero Matus, quien se había quedado dormido y había llegado corriendo al trabajo, nos dijo que la ciudad se había desmoronado en cuestión de segundos. Nadie dio crédito a sus palabras porque la ciudad siempre había sido sacudida por los temblores de tierra y nunca se había registrado una tragedia como la que quería hacernos creer. “Es verdad, si quieren vayan a ver los edificios de la avenida central, se cayeron, sin más, así porque sí”.

Poco a poco se nos fueron acercando más compañeros y uno encendió una radio para saber si se anunciaba la noticia en algún programa. No había información exacta de los daños y la intensidad del terremoto pero la gente decía que pasaba de los ocho grados en la escala de Richter. Cuando nos comunicaron que el teléfono de la oficina del ingeniero Fuentes funcionaba corrimos para hacer una llamada rápida y saber en qué condiciones estaban nuestras familias. En ese momento los que pudimos comunicarnos ni siquiera nos imaginábamos que habíamos tenido la mayor suerte del mundo.

“Madre, estoy bien, no te preocupes por mí, llego después a la casa”. Era lo único que se atrevía uno a decir, ya que los demás compañeros estaban en tensión esperando su turno.

Se formaron brigadas de ayuda. Reunimos cascos, martillos, mazos, guantes de carnaza, linternas, ropa y todo tipo de herramientas que, consideramos, podrían servir para retirar escombros y salvar a quien lo pudiera necesitar. Salimos en grupo a la avenida de Tlalpan y no vimos el hotel Finisterre, tampoco estaba un colegio de monjas de cinco plantas. Lo primero que hicimos fue dirigirnos hacia los escombros para ayudar a la gente que ya se había organizado y había formado una fila y se pasaban unos a otros trozos de ladrillos, piedras, varillas y todo lo que les impedía acercarse a los lugares de dónde salían voces. La ciudad siempre había sido muy ruidosa pero en ese momento no se notaba sonido alguno. No había ni ambulancias, ni coches de bomberos, ni patrullas, los carros habían quedado abandonados. La sonoridad se registraba con los ojos y la piel se erizaba reaccionando a cada imagen trágica. La gente trabajaba con esmero y se animaban unos a otros colaborando como si fueran hermanos. Jamás olvidaré esa sensación de solidaridad en la gente. Ese estado de emergencia nos había unido en un solo brazo, en dos manos que se apresuraban para sacar gente de las ruinas que abundaban por todos lados. Por desgracia, del cascajo salían más cadáveres que personas vivas.

Lo peor era saber a través de los familiares de los desafortunados lo que se estaba buscando bajo los demolidos edificios. “Mi hija estaba en clase de biología, ayúdenme a buscarla, por favor”—Señora —le dice alguien—, el laboratorio estaba en la planta baja, mire como se hundió todo el edificio, vamos a tardar días en llegar hasta allí.

Lágrimas, lamentos. Hay alguien que implora la ayuda del gobierno, luego la de Dios. De inmediato reviven en mi cabeza las imágenes previas al festejo de la fiesta nacional en las que se mostró al ejército mexicano por televisión aplicando el plan de emergencia DN-III, que en caso de desastre, entra en acción de inmediato. Sí, sí los había visto descendiendo de edificios, pasando ríos caudalosos con sogas, asistiendo a la gente en los incendios, todo lo recordaba de memoria pero cuando miraba hacia las moles destruidas solo había civiles, pura gente de a pie. Taxistas, estudiantes, barrenderos, electricistas, abogados, doctores, hasta las señoras de los mercados y adolescentes, casi niños, pero ni la cruz roja, ni la policía, ni los militares. Ya llegarán —me decía a mí mismo—, mientras seguía tirando piedras a los lados. Pasó mucho tiempo y nadie apareció.

La única orden de emergencia fue la que recibimos Leo y yo, que fue la de que teníamos que irnos a revisar los durmientes de las vías porque se había caído el edificio de los juzgados en la estación Pino Suarez. Supimos días después que algunos de nuestros compañeros habían muerto en el derrumbe porque se encontraban trabajando en esa área en el momento del movimiento telúrico. Más nos valdría habernos quedado a un lado del taller donde sólo había unos cuantos edificios derrumbados porque conforme íbamos avanzando por el camino de maderos y rieles, se nos presentaban las imágenes aterradoras de la magnitud de la tragedia. Era como si nos hubieran bombardeado y los edificios menos resistentes se hubieran demolido por el estruendo de los que si habían recibido impactos de bomba. Ahora la magnífica y enorme ciudad de México estaba llena de hormigas laboriosas buscando gente, pero no había uniformes, salvo los de los trabajadores del metro, los electricistas, barrenderos y los pocos rescatistas de la cruz roja que ya se estaban incorporando. Los lamentos empezaron a herir el corazón y la fortaleza que muchos habíamos mostrado al principio se empezó a condensar, se convirtió en lágrimas agrias. Fue atardeciendo y las noticias nos fueron pintando la horrible cara de la muerte. Las costureras de Viaducto, los edificios de Tlatelolco, el hotel Regis, el hospital general y una lista enorme de construcciones que no resistieron.

Las personas no paraban de trabajar, nadie pensaba en la comida, ni siquiera en el agua. Con actos de heroísmo les devolvieron la vida a niños pequeños, mujeres y ancianos. La noche de ese jueves fue una de las peores que los mexicanos hemos pasado en toda nuestra vida. Después hubo una réplica de siete grados el día veinte de septiembre, pero solo agitó las demoliciones. Los dos primeros días de la tragedia se los dejó el gobierno a los ciudadanos. No se sabe si fue porque no se pudo organizar a tiempo, o si se quedaron a la espera de una orden superior, o si simplemente no estaban preparados. No me gustaría que tuviera que ocurrir una tragedia tan grande para que los mexicanos recordemos nuestra hermandad. Sería bueno que las horribles imágenes de ese suceso aparecieran cuando muchos roban, engañan o matan en aras de algo superfluo como lo es el poder, el cual no existe ni existirá, si no hay unidad y buena voluntad.


Once de noviembre


El perrito más lindo de todos.

Hoy es el día más feliz de mi vida porque Puppy ha vuelto a casa. Mi cachorrito no es un labrador, ni un pastor, ni un cocker, es un pequeño dóberman negro y me lo regaló hace tres meses mi papá. Lo trajo para mi cumpleaños y me lo dieron después de haber apagado las velas del pastel. Me gustó tanto que me puse a llorar de alegría. Mi mamá y mi abue, también lloraron y nos abrazamos todos. Luego mis amiguitos empezaron a jugar con él y me preguntaron qué nombre le iba a poner. Yo no sabía y me quedé callado pensando en un nombre bonito, pero mi prima Flor, que siempre jugaba con sus Pet shops, empezó a gritar: “Puppy, Puppy”. A mi perrito le gustó el nombre y decidimos ponerle así. A mí también me gustaba llamarlo así, no sé por qué, pero el nombre de Puppy me parecía que significaba cachorro. Así que todos corríamos y jugábamos con él y le decíamos Puppy y reaccionaba de inmediato.

Todos los días tengo que ir a la escuela y mi cachorro me espera siempre para abrazarme con sus patitas y lamerme los cachetes. Es un perrito muy cariñoso y lo quiero mucho. En las tardes cuando mi mamá me deja salir a la placita correteo a mis amigos y Puppy siempre trata de mordernos los pantalones, bueno, pero sólo de mentiras porque es muy noble, cariñoso y se cansa rápido.

Lo que más me gusta de mi perrito es que siempre me hace olvidar las cosas malas que me pasan en la escuela. Como el Rodolfo es un gordinflón que siempre me molesta, a veces llego de mal humor a mi casa. En una ocasión, llegué lleno de las porquerías que me habían aventado el gordo y sus amigotes, olía horrible y mi mamá hasta se espantó, pero Puppy no puso atención en el olor tan feo y como siempre se me echó encima y del empujón que me dio se me volaron mis gordas gafas. Sin ellas no veo nada y las estuve buscando a gatas, luego sentí la boquita peluda de Puppy que me dio los lentes para que me los pusiera. Es un perrito muy inteligente y aprende muy rápido. En ocasiones se precipita tanto que se tropieza y se cae pero se levanta de inmediato y no es verdad lo que dice mi papá:

 “Se me hace que ese perrito anda mal del corazón, ¿No crees María?” —Mi mamá se encoge de hombros y no le hace caso nunca.


Cuando mi cachorrito cumplió tres meses un amigo de mi papá le dijo que teníamos que recortarle las orejas y la cola para que cuando creciera se viera como un perro alemán de verdad. A mí no me gustó la idea porque no quería que Puppy sufriera con la operación, pero vino el señor Álvarez y se llevó a mi perro a la clínica. Mi papá le dio dinero y al día siguiente mi mamá estaba de muy mal humor y mi papá un poco cabizbajo. Les pregunté por Puppy y me dijeron que le estaban arreglando sus orejitas y la colita para que creciera muy sano y bonito. 

Lo han traído por la mañana y se ve más alegre, creció un poquito y está más activo que nunca. Parece que la anestesia le afectó un poco porque no entiende su nombre. Tengo que llamarlo muchas veces para que venga, pero ya se está acostumbrando de nuevo a la casa.
 Parece algo asombroso, pero en la clínica le dieron unas vitaminas que lo hicieron crecer o engordar porque lo veo más fornido que antes, ahora es más atrabancado y en ocasiones me muerde con más fuerza, pero yo lo sigo queriendo como antes. Tendré que esforzarme mucho para que vuelva a ser el Puppy de antes. Por eso no quería que se lo llevaran, aunque sigue siendo muy divertido. Ahora hace cosas que antes ni soñando hacía. Salta, corretea los balones y siempre me pide que le esté lanzando cosas para traerlas. Bueno, seguiré escribiendo después porque Puppy me está jalando del pantalón para que lo lleve a pasear.


Doce de noviembre




El guardián de los recuerdos.

Tenía la mente desgastada por los recuerdos. A diferencia de Borges, quien era capaz de recordarlo todo, este modesto hombre necesitaba rescatar constantemente sus remembranzas para que no desaparecieran por completo. A su avanzada edad el hábito de reconstruir los sucesos del pasado le había mermado las fuerzas.
 Era un especialista en la clasificación y distribución de los acontecimientos más trascendentales e insignificantes de su vida. Todo empezó el día en el que lo llevaron a la clínica de natalidad para ver a su hermano menor y su madre lo llamó desde alta litera para que viera el rostro de su nuevo análogo en la familia. A Leonel le pareció un amasijo de carne rosada con dos pequeños cristales de un verde brillante y un hoyo con una lengua y chimuelo cerca del pecho, no se cayó de la escalerilla por la que había subido, por puro milagro. Su madre le preguntó si estaba bien que le pusieran el nombre de Ricardo a la bola de carne y Leo asintió con un movimiento de la cabeza. Luego dejó las flores, que su padre le había encomendado, sobre el colchón y bajó con rapidez. Cuando Ricardo cumplió un año le preguntaron a Leo si se acordaba del día en que vio por primera vez a su hermanito y éste en lugar de responder salió corriendo al jardín para esconderse. 

¡Qué niño tan tímido!- dijo la tía Lola cuando vio lo ocurrido.-Él es así, muy impredecible, nunca sabes cómo va a reaccionar.
Lo que no sabía la familia era que Leonel se había dado cuenta de que los recuerdos se podían revivir y eran tan agradables que valía la pena disfrutarlos en la intimidad dejándose llevar por esa tibia ola de la memoria que lo arrastraba a uno por el espacio y el tiempo para dejarlo en el momento en que había nacido la semilla del acontecimiento evocado. A partir de ese día se dio a la tarea de inventar un sistema que le permitiera conservar los recuerdos, así que cada vez que había algo que él consideraba digno de conservar en su memoria, cerraba los ojos y se decía en voz baja: 

“Esto es muy importante, ponlo en la balda de los recuerdos agradables”. 

Luego, aprendió a ordenar los recuerdos por su calidad: los agradables en la parte izquierda del cajón de la memoria, los desagradables en la derecha y los neutros en el centro. Sin embrago, surgieron sub clasificaciones y hubo que acrecentar el espacio de la memoria para los recuerdos individuales y colectivos, los de la infancia y la adolescencia, la juventud, la madurez y la vejez; los propios y los ajenos, los robados, los amorosos y de desengaño, hasta había una parte dedicada a los recuerdos ocultos o prohibidos. También, había una parte dedicada a los objetos que se relacionaban con alguna remembranza. 
Leo tenía una estantería muy grande llena de postales, juguetes, fotos y una gran cantidad de objetos variopintos que le permitían hacer sus viajes cotidianos al país de sus reminiscencias.
Leonel terminó la escuela, el bachillerato, la universidad y obtuvo varias especializaciones de posgrado. Tenía un buen empleo y ganaba lo suficiente para llevar una vida holgada. Cuando le preguntaban por qué un hombre con tan buena posición social y tan atractivo como él no se casaba, respondía que no quería que las obligaciones maritales le quitaran el placer de vivir para sus recuerdos. Se le ponía la piel de gallina al pensar que tendría que pasar horas enteras conversando con su mujer o cumpliendo sus caprichos, además no soportaba la idea de tener que dedicarles infinidad de tiempo a los niños cambiándoles los pañales, llevándolos a la escuela, leyéndoles libros antes de dormir, discutiendo con ellos en cuanto llegaran a la adolescencia y, sobre todo, que le quitaran el preciado tiempo que le dedicaba a sus archivos de la rememorización.   

 Un día que estaba limpiando su habitación cogió un pequeño elefante de color naranja comprado por él en Delhi y trató de encontrar en su almacén mental de carpetas de los viajes memorables, el sitio, la persona y el lugar exacto donde había adquirido dicho suvenir. El resultado lo dejó frío porque no solo no recordó lo que deseaba, sino que tuvo un problema con el espacio del pasado y la concepción del tiempo de su memoria, fue un patinazo que se conoce como deja viu. Tenía la impresión de que ese acontecimiento lo había vivido ya, pero qué instante era real, el de limpiar el elefante o el de no poder recordar con exactitud el sitio, el día y la persona a quién le había comprado el pequeño paquidermo naranja. 
Se fue a la cocina y se preparó un café. Dejo de pensar dándole oportunidad a su mente de recuperar el camino correcto. Se tomó su bebida a pequeños sorbos y miró por la ventana sin pensar ni concentrarse en las imágenes que había detrás del cristal.
 Volvió a su repisa, cogió el elefante y lo miró como si tratara de hipnotizarlo, de nuevo el resultado fue erróneo. Se sentó en su butaca y sacó de la gaveta de su escritorio una caja con algunos diarios. Hojeó un cuaderno muy viejo y encontró la fecha del viaje a la India que había hecho en 1952, hacia más de medio siglo que había ido a visitar a un amigo de su universidad. En cuanto tuvo el hilillo para seguir la guía del viaje comenzaron a aparecer algunas escenas agradables, una de ellas era la conversación sobre la divinidad de las vacas y el momento en que su amigo le había dado una estatuilla, una reproducción de la diosa Kamadhenu o Lakshmi, que según decía, le traería buena suerte en el futuro, pero Leo la olvidó en el hotel y lo único que había conservado era ese elefante naranja. 
Leonel llegó a la conclusión de que era por esa confusión por la que había olvidado ese detalle. La duda lo sobrecogió y se fue a comprobar si no habría pasado lo mismo con otros recuerdos. Empezó a comparar las escenas grabadas en su cerebro con las notas que tenía acumuladas en su gran biblioteca de memorias. Notó rápidamente que algunas cosas habían sido alteradas y que de tanto recordarlas se habían convertido en otras cosas o se habían magnificado demasiado. ¿Cómo solucionar el problema? - se preguntaba.
Pasó varios meses poniendo orden los recuerdos en su cabeza pero el trabajo fue inútil. Cuando hubo terminado de revisar el uno por ciento de todo el contenido de su bagaje memorial, tiró todos los objetos al piso. Los nervios le ahuyentaron el sueño y la desesperación arrebatadora que lo había obligado a trabajar al principio, lo sumió en una profunda apatía. Trató de liberarse poco a poco de los recuerdos. Se fue quedando sin nada qué recordar, incluso los momentos más importantes de su vida se borraron con rapidez, su cuerpo fue olvidando sus funciones y cada vez le fue más difícil realizar las tareas más elementales. Cuando se quedó completamente inmóvil, unos doctores se acercaron a él y dijeron a modo de comentario: 

“Pobre hombre cómo ha quedado, primero el Alzheimer y luego la esclerosis múltiple”. -Qué le vamos a hacer, querido colega, ¿le parecen pocos noventa años?- Y se fueron al patio a fumar un cigarrillo y comentar los chismes y bulos más importantes de los últimos días.


Trece de noviembre


Viernes trece y domingo siete

Inocencio Paw Cornejo era un actor muy arrogante. Guapo, alto, con aspecto aristocrático y con una voz excepcional. Gozaba de mucha popularidad en México y siempre que se necesitaba un actor que saliera de galán o conquistador lo llamaban para interpretar el papel. Sus padres eran españoles pero su abuelo paterno era descendiente directo de un Lord inglés y como había heredado de él, su enorme nariz, el negrísimo pelo y los ojos azules, le habían puesto el mote de La Corneja ojizarco.
Chencho era muy talentoso y poseía una memoria excepcional. Podía improvisar con una naturalidad envidiable, por eso todos los directores y dramaturgos lo amaban.

 “Si se le olvida algo, ya sabrá qué decir, además no estaría mal grabarlo porque en muchas ocasiones ya nos ha sorprendido corrigiendo los diálogos que le damos. Es todo un Eurípides”.

El único defecto que tenía era ser supersticioso. Desde pequeño tuvo cierto recelo de Moliere porque un día oyó que su padre había dicho que el famoso dramaturgo había muerto en el escenario vestido de color amarillo, por lo que Inocencio no se ponía ni de chiste ninguna prenda de ese color. Después su madre temiendo que le hicieran mal de ojo al atractivo Chenchito, le compró una semilla de Mucuna Muticiana, vulgarmente llamada Ojo de venado para prevenir que alguien se lo embrujara. Inocencio era un estudiante muy disciplinado y aventajado. Le gustaba la filosofía y la ciencia. Cuando leyó a Marx y a Engels decidió que nunca adoptaría religión alguna y que se guiaría por los principios del materialismo dialéctico. Cuando le preguntaban si creía en Dios, él contestaba que no, que gracias al Señor, era ateo y, con una sonrisa encantadora, finalizaba con una alusión a la Virgen de Guadalupe.

Conforme fue creciendo, en su inconsciente se fueron acumulando esas aberraciones que calificaba de tontas e infundadas pero que dada su profesión se veía en la necesidad de seguir porque, ciertos ritos ejecutados por sus colegas, terminaron convirtiéndolo en un habitual agorero.

Lo que más temía era entrar en el escenario con el pie izquierdo. Usaba el pie derecho sobre todo en las fechas fatídicas como el martes trece o viernes trece. “Ni te cases ni te embarques”—se decía a sí mismo para consolarse de sus temores. Había cancelado en sus contratos las presentaciones en dichas fechas. Su promotor antes de entablar conversación con las compañías de teatro y televisión era lo primero que decía: “Mi cliente no trabaja en los días martes y viernes trece” —. Afortunadamente a nadie le importaba dicho desajuste y lo consideraban como una excentricidad del fabuloso actor.

Inocencio sabía muchas cosas de física y su pensamiento lógico era insuperable. No obstante, los días de fecha fatídicas se desmoronaba como una anciana temerosa y seguía una rutina descrita a la perfección en su cuadernillo de anotaciones. En las paredes tenía pegadas listas de supersticiones y sus correspondientes remedios. Así que si se le cruzaba un gato negro, incluso si era viendo la televisión, tenía que escupir tres veces por encima del hombro izquierdo, tocar madera o sobar su pata de conejo o la herradura que siempre llevaba en el bolsillo. En sus giras había viajado por muchos países y había ido coleccionando supersticiones que después adoptó como propias.

En la cabecera de su cama había una lista de fetichismos que le servían para estar prevenido en cualquier momento. Estaban las creencias clasificadas como fatídicas y como benignas:
 derramar la sal- mala suerte, derramar el vino- buena suerte, abrir un paraguas en la casa- mala suerte, encender tres cigarrillos con la misma cerilla- mala suerte, etc.

También tenía otra lista con los fetichismos de otros países como: Brasil, dejar caer el bolso al piso- mala suerte, China, mencionar el número cuatro- mala suerte, Dinamarca, guardar los añicos de la vajilla y al final del año arrojárselos a los amigos- buena suerte, Egipto, no dejar las tijeras abiertas- mala suerte, Haití, no caminar con el pie izquierdo descalzo- mala suerte, India, no cortarse el pelo o las uñas en jueves o sábado- mala suerte.

En una ocasión fue invitado por el Ministerio ruso a participar en un festival dedicado a Anton Chejov en un teatro céntrico muy popular de nombre Chaika (Gaviota). Después de su brillante actuación lo invitaron a cenar en un restaurante de comida tradicional. Cuando empezó a brindar con sus colegas les preguntó si los rusos eran supersticiosos. Sus comensales lo miraron con los ojos muy abiertos y contestaron que no. Se alegró muchísimo y se quedó pensando si no era el momento de trasladarse a Moscú para deshacerse de sus horribles listas que ya lo tenían harto. Se relajó tanto que comenzó a verse con un gorro de piel de visón, un hermoso abrigo de mink y a su lado una de las actrices rusas más hermosas del mundo y una familia maravillosa. También pasó por su cabeza la imagen de un triunfador dirigiendo a su propia compañía teatral en el MXAT. Lo sacó de su ensueño un suceso poco habitual. A una señora que estaba comiendo ensalada se le cayó un cuchillo al piso y de inmediato gritó:

 "Va a venir un hombre".

Muy asombrado Inocencio preguntó qué significaba la frase. "Muzhina pridet". Su vecino de al lado le dijo que era una vieja creencia de los rusos. Presintiendo que esa costumbre antigua podría ser una superchería se interesó por más conductas parecidas y preguntó si había entre ellas algunas negativas que fuera necesario evitar. "Claro que si las hay. Mire, Kesha, de las malas está por ejemplo la de la mujer con dos baldes vacíos" ¿Y eso qué significa? "Significa—le dijo el hombre persignándose —que esa mujer puede llevarse la felicidad. No me lo va a creer querido amigo, pero en una ocasión vi cómo una señora entraba en el metro con un espejo bajo el brazo izquierdo y un cubo en la mano derecha. La gente se alejó lo más posible de ella”.

¡Ah! ¿Y hay algún remedio para evitar los males provocados por esas situaciones?
 “Sí, puede tocarse la cabeza, escupir tres veces por encima del hombro o tocar madera”. Seguidamente le dijo que si una persona salía de su casa y se le olvidada algo, tenía que mirarse en el espejo para que su camino fuera exitoso; que si no se sentaba, antes de viajar unos cuantos minutos, su trayecto sería más largo; que si le regalaban un monedero o un reloj tenía que dar a cambio una suma simbólica; que si silbaba en casa podía perder dinero; que si se le acababa la sal se le acabaría el dinero; que si se ponía la ropa del revés lo golpearían en la calle; y así una cantidad bastante larga de supersticiones. Se le quitó el deseo de quedarse en Rusia presintiendo que su lista podría agrandarse mucho y aprovechó para estropearle más la vida a los rusos aportando algunas creencias.
¿Saben que si estando en un bar en Brasil se les cae el bolso, correrán el riesgo de perder el dinero? "Esa la tenemos también —dijo una actriz muy vieja. Y que si te despides o saludas a alguien debajo del umbral, podrías morir? “Nosotros creemos en eso”.

Al final Inocencio quedó convencido de que los rusos eran los seres más supersticiosos que jamás había visto. No se imaginaba por qué razón los hijos de Lenin se habían dejado llevar por tantas trivialidades.

 ¿Qué raro que sean, en su mayoría, ateos y teman tanto esas tonterías?
A su regreso sus amigos le dijeron que tenía muy buen semblante pero que le notaban algo raro porque ya no saludaba a nadie debajo de un umbral, no salía a tirar la basura después de las seis de la tarde, tampoco dejaba las botellas vacías sobre la mesa y se tomaba una copa completa de alcohol en cada brindis.

Pasó el tiempo y llegó su cumpleaños cuarenta y nueve. De forma inconsciente Chencho sumó las cifras cuatro y nueve y al obtener el trece pensó que ese año tendría que ser en especial cuidadoso con todas sus decisiones, así que ordenó que en los escenarios donde actuaba no hubiera nunca escaleras en la decoración. Pidió que pusieran herraduras en el baño, la cocina, el salón, su camerino, incluso en el coche dónde su chofer lo transportaba.

El viernes trece de julio de mil novecientos setenta y nueve, a los cuarenta y nueve años de edad Inocencio Paw Corneja, no murió y se alegró mucho de que el resto del año estuviera libre de viernes trece y el calendario sólo le preparara un día martes trece en el mes de noviembre, en el que tendría que cuidarse. Tal conocimiento lo anegó de felicidad, se dejó llevar por la temeridad y parecía que nunca había sentido ningún estremecimiento por causa de las supersticiones.


Por la mañana del día sábado catorce, Inocencio se preparó su desayuno, se duchó, leyó el periódico, se puso su mejor ropa y salió a dar un paseo por el bosque. Cuando iba caminando por una vereda se le apareció un gato negro, por hábito Chencho buscó su pata de conejo en el bolsillo del pantalón y no la encontró, entonces fue hacía un árbol para tocar el tronco y al acercarse al abeto resbaló con las hojas secas de la conífera que por ser como pequeñas agujas sueltas lo arrastraron por una pendiente, para su desgracia en ese momento se quebró una rama de roble y recibió un fuerte impacto en la cabeza que lo mató.



Catorce de noviembre


Uniforme de inmigrante.

Estoy metido en una lucha absurda, cruel, en ocasiones inútil, pero es mi laberinto compartido. No soy el único que la padece porque somos miles los que luchamos en este campo de batalla injusto. No tenemos abastecimiento, cada quien se rasca con sus propias uñas y, en ocasiones, los enemigos están sentados a tu lado o a lo largo del camino. Nadie duda en quitarte el pan de la boca y en la primera oportunidad te delatan para eliminarte como competidor en el camino. 

La mayoría nacimos pobres, sin derecho al seguro social, sin posibilidad de educarnos y recibir un título profesional, sin esperanza en el futuro. A pesar de que todos somos personas estamos subvaluados, para los demás, es decir, los ricos, somos como chimpancés o gorilas que sirven sólo para el trabajo, para ellos no tenemos alma ni sufrimos dolor, no ven más allá de nuestra cara endurecida por el sufrimiento. El aspecto de nuestras manos sometidas a quebrar piedras con mazos, a conducir arados, a construir muros del tamaño de la Muralla China, sólo les dice que somos buenos para el trabajo. Son ciegos que ignoran que nuestro cuerpo está erosionado y curtido por el hambre. La vida es así. Desde siempre ha habido pobres y los habrá porque el día en que se extingan la humanidad desaparecerá.

Es la primera vez que emigro hacía los EE UU, no sé si podré llegar, estoy lejísimos y ya he pasado mi primera frontera, la de mi país. Ha sido como pasar del infierno al purgatorio para ir al paraíso. Ahora voy en el que llaman “El tren de la muerte o La Bestia” me separan de América cinco mil kilómetros. Montado en el techo de un vagón de mercancías, me siento como esos hindús que se adhieren como moscas a los trenes. En las fotografías se ve muy gracioso pero aquí puedes salir volando y ni quien se inmute. Se cayó por idiota—dirán cuando te vean volar por los aires y estrellarte contra las rocas, ni se persignarán, ni pedirán por tu alma.
 Luego, si tienes suerte te amputarán las piernas en el hospital de Tapachula. La vida nos ha hecho así con una cáscara impermeable al dolor ajeno. Eso es sólo un traje de indiferencia que traes como si fuera un jorongo, pero cuando te lo quitas aparece lo humano, los recuerdos de tus hijos esperando que les des noticias tuyas, los abrazos de tu mujer al despedirse de ti llorando con odio y amor. Odio por la maldita pobreza a la que te ha condenado el país al que te diriges, también lo ha hecho tu gobierno, tu presidente y todos los diputados que se roban la plata para darse la buena vida; y amor porque se acuerda de las tortillas calientitas y los frijoles que te preparaba cuando había para comer. Te mira como preguntándote porque es así la maldita vida.
 “No te apures —le dices—, te prometo que volveré sano y salvo, con mucho dinero, ya lo verás”. Ella sólo llora porque conserva la esperanza pero ahora se queda sola para luchar y no sabe cómo hacerlo. Tu hijo no levanta la mirada, siente el pesar de tu separación y rencor de que no sea él quien se vaya a montar en el tren para convertirse en héroe. Tu hija llora en silencio con unos lagrimones que le empapan el delantal. No dices nada, los abrazas y te vas con tu mochila que pesa más por el remordimiento que por las escasas cosas que lleva.

Llegas a coger el tren y sabes que tendrás cuatro semanas de Odisea, que habrá monstruos, sirenas y peligros de todo tipo. Los militares inmisericordes hasta con sus propios paisanos, los ladrones, los policías, todos contra ti. Te aseguras de que llevas los cuarenta dólares que cuesta la primera migra. Allí está el primer colador. Más adelante se alborota la gente. “Ahí están las señoras—dice una voz anónima—, pónganse vivos para atrapar las bolsas de comida”. Marcito, un joven de la edad de mi hijo atrapa unas bolsas, las abre, ve que hay comida suficiente para dos, me da tortillas y carne. Gracias, Marcito, —le agradezco con familiaridad, con el mismo cariño con el que se lo diría a mi hijo Valentín—.

Le empiezo a coger cariño al chamaco. Tiene dieciséis años y él solo tomó la decisión de venirse. Le dijo a su familia que se iba y se puso en marcha. “Me voy pa´ hacerme hombre”. Así nomás, sin abrazos ni despedidas. Cuando le gana el sueño lo vigilo, le ruego a Dios que no se me caiga, que no lo cojan y lo devuelvan para atrás. A mí, de adolescente, también me ayudaron a salir para adelante. El maestro Beto me enseñó todo lo que sé. “Eres muy serio y responsable. Lástima que no tengas donde estudiar por culpa de esta maldita pobreza”. Y se fue pobre, su familia no tuvo ni para el ataúd. Ahora veo a Marcio, pienso que tengo la obligación de ser como el maestro Humberto, aunque me muera pobre también. Lo único que deseo es que les digan a mis hijos que fue por ellos, por darles una vida mejor.

Ya estamos llegando a Veracruz, aquí la gente no nos quiere. Nos culpan de todo, de las violaciones, de los robos, de la basura, de las enfermedades. Cómo explicarles que vamos de paso, que se pongan en nuestro lugar. Ellos al menos tienen casa, alimento y trabajo. Nos quitan los arbustos, han dejado pelón el contorno de las vías para que nos vean los oficiales y nos atrapen rapidito. Hasta la iglesia cerró el albergue y ahora lo que menos uno desea es quedarse en Orizaba, ahora nos aguantamos el hambre.

Cada kilómetro lo hemos recorrido con más austeridad, ya no tenemos selva y nos rodea el suelo árido. Ya no hay señoras con bolsitas, aquí te aguantas el calor, la sed, te aferras al fierro para no caerte por la insolación y luego el tren se para dos o tres horas y tienes que esperar. Marcito es muy callado, demasiado serio para su edad. Es inteligente por naturaleza, muy capaz. Se adelanta a los sucesos con mucha antelación. Dice que sus amigos que han probado pasar tres veces, le han contado todo y es por eso que en cuanto sospecha de algo de inmediato me avisa.
Lo más difícil que hemos pasado es la Ciudad de México. Peligroso, inmisericorde y cruel con los extraños, no respeta al extranjero. Los polis son peor que un verdugo. Te patean, te escupen, te humillan y te extorsionan.

Nuevo Laredo ya se ve como el gabacho. Gente cantando, las canciones narran la historia del tráfico, de los buenos tiempos, de los polleros de los arriesgados y los solitarios. Hay un río que divide los dos países, del otro lado sólo está el desierto y los policías americanos. Si logras pasar y caminas las decenas de kilómetros hasta llegar a alguna región, dónde te puedan dar trabajo y no te deporten para tu país, puedes alegrarte porque has llegado al paraíso y te esperan los agricultores gringos para pagarte por tu trabajo ocho dólares la hora. Ese sueldo de una jornada en el campo será mayor que la paga de todo un mes en tu país.

“Bueno, Marcito, llegamos. Crúzate con cuidado el caudaloso Río Bravo y no te olvides que para llegar hasta aquí dejamos sin ayuda a muchos inválidos tirados en el camino. Cientos de hombres, mujeres y niños que no pudieron llegar hasta aquí. En cuanto lleguemos a la tierra prometida nos echamos a correr y nos separamos. Si no nos volvemos a ver, acuérdate de que siempre seremos amigos y si un día vuelves a Honduras, no te olvides de pasar por mi casa”. Le doy un abrazo y me echo al agua con ganas de llorar pero el agua fría me quita las ganas.


Quince de noviembre.


Mil cuerpos de la ilusión.

Siempre me había negado a creer historias callejeras, leyendas negras y todo tipo de rumores. Mi trabajo me mantenía siempre ocupado y nunca me quedaba tiempo para chismorrear. Mi profesión requiere de cuidado y escrupulosidad. No se pueden cometer errores porque las consecuencias son muy grabes. Gracias a mis veinte años de trabajo había logrado amasar una buena cantidad de dinero, no sin grandes dificultades, claro, porque en mi país la economía nunca ha sido estable y con cada cambio presidencial hay devaluaciones, el peso empieza a flotar y, al final, siempre se aplica la reforma monetaria como último remedio para quitarle ceros a los billetes de denominaciones muy grandes, en fin, el caso es que esta historia no tiene relación con eso, sino con un día que mi vida cambió por completo.

“Buenas tardes, señor Mauricio” Era la cuñada del director de nuestra empresa de contabilidad. “Le comunico que mi hermana me ha recomendado que me dirija a usted con una petición”. La señora Amalia era una mujer extraña, tenía un aspecto anticuado y su ropa parecía estar confeccionada por las manos de algún sastre de finales del siglo XIX, además le gustaban los enormes sombreros alados y los guantes largos. No era muy atractiva y su palidez, por más radiante que estuviera, delataba una enfermedad o una insulsez inexplicables. Tenía unos grandes ojos verdes y una nariz muy pequeña que contrastaba con una larga boca muy dentuda. Su pelo rizado era negro pero ya se le notaban algunas canas. No tenía encanto e inspiraba la misma repulsión que la carne cruda. Sin embargo ese rechazo se lo atribuí a su olor mohoso, y la crinolina y el almidón rancios.

Sí, señora —le dije— estoy a sus órdenes. ¿Dígame en que puedo servirle? “Mire, usted sabe que soy viuda y no tengo un marido que me aconseje para tomar decisiones en algunas cosas importantes. Además, como usted es una persona muy sensata quiero comentarle una cosa”. —Usted, dirá, señora Amalia, explíqueme su problema y le ayudaré si me es posible. “Me están proponiendo que compre una casita antigua. Es una construcción muy pequeña de finales del siglo XVIII y pertenecía a un Marqués. Según rumores e historias infundadas, en esa casa el famoso Juan Antonio U se acostaba con sus amantes. Eso no tiene la menor importancia, el famoso marqués podía hacer lo que le viniera en gana. Lo que realmente me ha despertado el deseo de adquirir esa vivienda es el hecho de que sus descendientes dicen que el hombre era muy dadivoso con sus amantes y tenía escondido en algún lugar de la casa un cofre con monedas de oro y joyas, además de títulos, que les entregaba a sus mancebas. ¿Y usted quiere comprar la casa por esa razón?¿No es cierto? “Pues, la verdad a mí me interesa más la vivienda, pero esa idea cada vez es más persistente, incluso he llegado a soñar que encuentro ese tesoro”. —Pues yo le recomendaría que se olvidara de la compra e invierta su dinero en algo menos arriesgado. ¿Sabe que si adquiere esa casa, empezará a hacerle agujeros en cuanto tenga la primera oportunidad?

Durante más de una semana mantuve una serie de conversaciones con la señora Amalia que no quiso desistir de la idea de comprar la casa del marqués de U, a pesar de todas mis predicciones. Al final mi jefe, don Octavio Alday me ordenó que acompañara a su cuñada a la ciudad de Querétaro y que me tomara un año sabático con goce de sueldo para dedicarme por entero a las exigencias de su cuñada.

Cuando la señora Amalia y yo llegamos a la ciudad para encontrarnos con el dueño del inmueble, nos recibió un hombre de unos cuarenta y cinco años que tenía un aspecto muy afectado por los nervios. Tenía un tic nervioso en los ojos y sus manos parecían estar pegadas con pegamento, era por la intensa fuerza con las que las mantenía unidas, se notaba que en su juventud había sido corpulento pero ahora estaba más seco que un pescado salado. Su voz era joven pero tartamudeaba un poco. Lo único que hizo fue extendernos un contrato de compra venta y esperar con mucha agitación y movimientos de cabeza a que lo firmáramos. El documento estaba muy bien redactado y no tenía un solo error. Cuando le comunicamos a don José de Anjou que nos mostrara las escrituras, sacó unos títulos de una caja de madera y nos mostró los pergaminos sellados con el escudo de la Corona Española. La señora Amalia tenía los ojos de un lince porque no podía creer que con sólo una firma se haría poseedora de un monumento histórico tan preciado para ella.

Al final cerramos la transacción con éxito y nos fuimos a ver los aposentos del famoso marqués Juan Antonio U. La casa era, en efecto pequeña y el jardín estaba muy descuidado. La fachada estaba pintada de rosa y tenía un escudo de la famosa familia U y era de estilo barroco. Tenía dos plantas y balcones. Abrimos la pesada puerta de madera barnizada y oímos rechinar un poco las bisagras sujetas con enormes clavos de hierro. Recibimos el abrazo de la humedad. Estaba muy oscura y tuvimos que buscar lámparas, o mejor dicho, quinqués y candelabros porque no había luz eléctrica. Para mi asombro no había hoyos en las paredes ni polvo, parecía un museo por el orden con el que se habían ordenado las cosas.
 Me imaginé que mi estancia sería muy breve en ese lugar y que pronto podría volver a mi trabajo y anular el año de descanso que me había otorgado mi jefe. En realidad, quería alejarme lo más pronto posible de la señora Amalia que comenzaba a inquietarme mucho. Salimos a cenar a la ciudad y al volver mi anfitriona me dio una bata anticuada de terciopelo azul celeste y me asignó una habitación del ala derecha. El silencio era absoluto, sólo el viento interrumpía la quietud agitando de vez en cuando las ramas de los álamos del jardín. Me dormí rápido. En la madrugada me levanté y fui a orinar. Seguí la ruta habitual de mi casa pero al no encontrar el baño donde se suponía que debería estar, giré y me encontré, sin esperarlo, en la habitación de la señora Amalia que tenía una pequeña y débil luz a su lado, la cual emergía de una vela a punto de extinguirse. 
“Yo tampoco puedo dormir” —exclamó—. Entonces se descubrió retirando la manta que tenía encima y se levantó. Sentí que una llamarada me calentaba la sangre, me inundó un aroma delicioso de miel y flores. “Ven aquí”—susurró—. Sus brazos y su piel eran completamente diferentes, parecía una moza de los cuadros de Goya, quizás la misma Maja. Esto no puede ser cierto. “Calla y siénteme”. Me vi envuelto en dos muslos eróticamente suaves, acaricié su piel y besé sus labios, de pulpa de melocotón desflorado, que me envenenaron de placer. No sé cuántas veces desfallecí escurrido por la pasión.

Cuando amaneció encontré en mi lecho a la señora Amalia que ya no era la misma. Estaba descaradamente desnuda, paseándose por la habitación con su cuerpo fecundo y fresco de rocío matinal. “Ven, te voy a mostrar algo”. Bajamos por la escalera de peldaños estridentes entramos en el estudio y vi unas enormes baldas que tenían libros encuadernados con pastas de cuero. Amalia quedó iluminada por la luz del sol y no pude evitar el deseo de poseerla. Se volvió y me dijo que la podía amar, pero sólo por las noches. A continuación retiró un cuadro que estaba en el piso y apareció un enorme baúl. Lo abrió y me dijo que cogiera una moneda de oro. Tomé una moneda y se la puse en la palma de la mano sin que la oprimiera, como si su mano fuera una pequeña bandeja de plata. “Bien, mañana regresaremos por otro ducado”. Cerró la tapa y nos fuimos. Los encuentros nocturnos me fueron sumiendo en un ciclo de gozo indescriptible. Se me olvidó todo, ya no quería ni trabajar, ni comer, ni beber, lo único que me animaba era la noche porque Amalia había encontrado la forma de transformar su nombre y su cuerpo, de tal modo que su metamorfosis iba de una esclava negra a una emperatriz egipcia y de una sirvienta modosa a la más arpía de las artistas de cine para adultos. No sé cuánto tiempo pasó y cuantas veces pagué por las vaginas desnudas que me mostraba Amalia, el caso es que el maldito baúl se vaciaba y se llenaba de nuevo con monedas y joyas del siglo XVI. En toda la casa no había un solo espejo pero esta mañana apareció uno. No me debí acercar a él, pero la curiosidad me ganó. Cuando llegué hasta él, me busqué en el reflejo, pero no pude verme porque había un mensaje escrito que decía:

Tu misión ha terminado. Vende esta casa. En la biblioteca está una caja con el contrato y las escrituras y títulos. Recuerda que en cuanto transfieras los poderes que se te han encomendado, olvidarás todo lo que aquí ha sucedido. Adiós. Te ama Amalia.


 Ahora voy a encontrarme con los compradores de esta deliciosa casa. Hay una mujer de aspecto muy anticuado y está muy pálida. Me tiemblan las manos sin poderlo evitar. El traje que llevo, antes era de mi medida, pero ahora me parece dos o tres tallas más grande. Mis clientes me miran con lástima y compasión, valga la redundancia. El asesor de la mujer me despierta la envidia porque es muy guapo y fornido, tiene clase y elegancia, hasta podría decir que tiene aspecto de marqués. Me recuerda a mí mismo antes de probar los mil cuerpos de Amalia.


Dieciséis de noviembre

La mour

En un hotel de La Costa Brava, en Blanes se ha encontrado un cadáver. Los encargados del hotel ya han identificado a la víctima y en la habitación donde se cometió el crimen, están un policía y dos agentes de homicidios.
— ¿Qué piensas de esto, James?
—Horrible, inspector. ¿Cuánto odio debe sentir una persona para hacer algo así?
—No lo sé, pero debe haber un móvil muy fuerte que volvió loco al asesino.
—Creo, Bob, que sólo el odio podría llevar a una persona a realizar una aberración de este tipo, ¿no crees?
—Martin, ¿has investigado sobre el paradero del marido?
—Sí, inspector. El recepcionista que tuvo su turno ayer, dice que lo vio salir a las ocho de la tarde aproximadamente.
—Pues, que empiecen a buscarlo. No debe estar muy lejos. Al parecer el motivo que lo orilló a cometer este asesinato lo cegó porque no cogió absolutamente nada. Sus pertenencias están aquí, incluso su reloj, su cartera y su pasaporte.
—Una camarera dice que lo vio salir. Tenía un aspecto muy alterado y llevaba una bolsita en la mano. Cuando le pregunté a la muchacha qué pensaba sobre el contenido de la bolsa me dijo que llevaba un poco de carne, que lo había deducido por el color carmesí.
—Gracias, Bob, eso explica la desaparición de los pezones, los labios vaginales, los labios bucales, las orejas y la nariz, a parte de los trocitos de muslo y nalgas, claro.
— ¿Cómo se imagina que sucedió esto, inspector?
—Creo que el hombre le propuso jugar a algo erótico. La ató a la cama con cinta adhesiva y la empezó a complacer, pero pasado un momento empezó a golpearla, le tapó la boca con un pañuelo, el cual se llevó de aquí no sé por qué razón, y después empezó a morderle las partes más sensibles de su cuerpo.
— ¿Quiere decir que le arrancó con los dientes sus partes?
—Sí, Martin, creo que la ató y la golpeó, ¿Ves esa enorme cantidad de moretones? Es probable que quería ensañarse con su cuerpo. ¿Qué razón tendría?
—Celos, inspector, o la antropofagia, pero en ese caso habría usado el cuchillo. Sólo un hombre celoso actuaría así. Además él es veinte años mayor y quizás sea impotente o esté a punto de serlo. En su pasaporte dice que nació en el año de 1960, o sea que tiene 55 años y ella sólo treinta y cinco.
—Sí, Bob, creo que tienes razón. A ver, supongamos que un hombre tiene una mujer de origen latino. Él es alemán, frio, calculador, trabajador, responsable y se preocupa por ella. La mujer es alegre. Por el aspecto, parece que tenía mucho éxito con los hombres. La cara está irreconocible pero en el pasaporte no está mal, era guapa. Un poquito pasada de peso, es cierto, pero es así como les gustan a los caribeños, ¿no?
—Efectivamente, inspector. O sea que él estaba en el trabajo y ella salía con alguien, luego se descubre el pastel sin que ella lo sepa. Él la invita a venir a la playa, aquí en Blanes y ¡Saz!
—Sí, sí, creo que podría ser así. ¿Tú qué opinas Martin?
—Pues, que el tipo la engañó trayéndola a descansar en este puente de mayo y aquí la asesinó.
—Alguien ha preguntado si los notó raros, si discutieron o riñeron. ¿Qué dice el personal del hotel?
—Nada, inspector, el barman dice que llegaron anteayer y que estuvieron bebiendo margaritas en el bar, luego bailaron y se fueron a continuar la noche a la habitación. El chico del bar dice que la mujer era muy alegre y coqueta.
—Esa es una buena información porque nos indica que él ya había planeado todo y ocultaba su odio y rencor, aunque eso sólo aumentó su sed de venganza. Bueno, vayamos a los hechos. Bob, escribe por favor. El reporte. Martin y yo iremos a buscar al tal Friedrich Boom.
—Como usted mande, jefe.
El inspector Smith y Martin salen del hotel y se dirigen a la playa. Llevan una fotografía a color del sospechoso y caminan con lentitud buscando al hombre. Uno ochenta de estatura, fornido, medio calvo, tal vez con la ropa manchada, expresión melancólica y poco sociable.
— ¿No será aquel tipo que está sentado mirando el mar?
—Sí, Martin, tiene pinta de ser él. Vamos a acercarnos con cuidado.
—Hay, ¿Es usted Friedrich Boom?
—Sí. Soy yo.
—Queda arrestado por sospecha de asesinato.
—La maté yo. No hay nada que investigar, confesaré todo.
—Tendrá que venir con nosotros a comisaría. Martin, llama a los patrulleros y avísale a Bob que ya tenemos al asesino.
Cuando llegó a la comisaría, el inspector Smith interrogó a Friedrich.
—Dígame, Friedrich, ¿A qué se dedica?
—Soy ingeniero en sistemas.
— ¿Está satisfecho con su empleo? ¿Tiene algún conflicto laboral?
—No, en absoluto, pero quizás quiera saber por qué he cometido un acto como el de ayer.
—Pues, cuéntemelo.
—Mire, soy una persona normal. Al menos hasta que conocí a Adela, lo era. Ella había llegado a Berlín procedente de Venezuela. Se ganaba la vida haciendo la limpieza y faenas en los pisos. Era una criada y trabajaba muy bien. No hablaba muy bien alemán, pero se hacía entender.
—Entonces usted, un día la contrató para que le hiciera la limpieza y se enamoró de ella.
—Sí, en efecto. Un día ella estaba limpiando los cristales y se cayó de una escalera en la que se había montado, se lastimó la pierna y cuando me ofrecí a ayudarla, por alguna razón comencé a sobarle la pierna. Después todo sucedió muy rápido.
—Le pidió que se quedara con usted y comenzaron a hacer planes, ¿verdad?
—Sí. Yo quería darle un estatus y quería que fuera la madre de mis hijos. Soy una persona un poco cerrada y me cuesta mucho relacionarme con las mujeres, así que esa era una buena oportunidad. Además Adela era guapa y muy ardiente.
—Siga, le escucho con atención.
—Pues, pasó el tiempo. Al principio ella era muy abnegada y conforme fue aprendiendo el idioma cambió, yo no hablo español muy bien, por eso preferíamos el alemán, pero resultó que ella empezó a manifestarme su desacuerdo en muchas cosas. No le gustaba mi olor a tabaco, no aceptaba que le dedicara mucho tiempo al ordenador y mis asuntos personales. Creo que finalmente fue por eso que empezó a salir con un tal Ernesto, un paisano suyo.
—Ah, quiere decir que le ponía los cuernos y usted se enfadó.
—No exactamente. Ellos al principio se ponían a conversar en su idioma. Yo contraté a Ernesto para que reparara unos enchufes y nos instalara un aparato de sonido, pero él comenzó a venir con más frecuencia con la excusa de revisar no sé que cosa de la instalación.
—Estaba claro que se encontraban para algo más que conversar.
—Sí. Yo sospecho que en mi ausencia ellos tenían relaciones. En realidad eso no me importaba, yo amaba a Adela y estaba dispuesto a soportar el engaño.
— ¿Entonces por qué la mató?
—Pues, porque ella tuvo la culpa.
—Explíquemelo.
—Es que comenzó a quejarse de mis atenciones, de mi persistencia, de mi olor, de mis caricias. Me sentía como si fuera un monstruo y la empecé a odiar. Me prometí que un día la mataría. Ella seguía encontrándose con Ernesto y creo que antes de venir aquí ya tenía planeado fugarse con él.
— ¿Y cómo la convenció de venir?
—A Amalia le encanta el mar, le recuerda, bueno, le recordaba su tierra. Siempre me decía que extrañaba las playas, el sol, las frutas de su país. Decidí que si le ofrecía un viaje aquí, no podría negarse, así que fui a la agencia con la esperanza de que resurgiera el amor entre nosotros y casi lo logré, pero su inconsciente y el mío nos traicionaron porque anteayer cuando ella estaba dormida, a ella le gustaba dormir desnuda, la comencé a acariciar y le besé todo el cuerpo. Ella reaccionó cuando yo estaba en su entrepierna y me agarró muy fuerte de la cabeza y comenzó a masturbarse, luego pronunció con mucha pasión el nombre de Ernesto. ¡Me quedé frío! En mi cabeza se mezclaron las ideas y en mi corazón los sentimientos. Por un lado, yo quería mucho a Amalia, estaba realmente enamorado, pero por el otro, ella confesaba dormida que me había visto la cara de idiota. Me salió el orgullo y el rencor. No me pude controlar. Recordé las ocasiones en que me rechazaba diciendo que no le gustaba mi forma de besarla, que odiaba mis manos, mi perfume, mi piel y ya no me pude contener. Siempre llevo una cinta adhesiva para empaquetar cosas. Ahí estaba el scotch, lo cogí y enrolle las manos de Amelia, le di un fuerte bofetón y se despertó espantada, le metí un calcetín en la boca, me miró con odio, le enrolle la cabeza para que no escupiera el calcetín. Le dije: “Ah, maldita, me traicionas, te quieres ir con tu paisano, ¿No? Odias mis besos, ¿no es verdad? Pues, ahora tendrás que soportarme, maldita. Imagínate a tu estúpido Ernesto ahora”.
No sé qué monstruo surgió de mi interior. El caso es que me gustó hacerle daño. Le mordí el cuerpo hasta arrancarle los pezones y los labios vaginales, los muslos y todo lo demás. El sabor de la sangre me despertó un instinto desconocido. Quería cada vez más, no tenía control y le arranque lo que pude hasta que se me cansó la quijada. Quedé exhausto, ella perdió el conocimiento y la ahorque con mucha dificultad. Cuando murió me dormí. Desperté ensangrentado, sin entender lo que había sucedido. Incluso quise llamar a la policía pero recordé que había sido yo el culpable de su muerte. Me duché, cogí una bolsita que había por ahí y metí los pedazos de sus pechos y vagina, la nariz, las orejas y los labios. Tiré todo en un contenedor. Me vine a la playa y enterré en la arena las tarjetas de la habitación. Descubrí que tenía una botella de whisky y me la tomé toda. El sol me produjo un estado de sopor y luego me desconecté. Al despertar estaba peor. Estaba tratando de pensar en un lugar al que pudiera huir, pero me atraparon usted y su ayudante. Ahora estoy aquí indefenso ante usted.
— ¿Sabe que habrá un juicio y que seguramente será condenado a veinte años de cárcel?
—Sí. Lo entiendo, pero me he convertido en un monstruo, hice algo horrible y ni siquiera puedo decir que lo disfruté porque no soy un psicópata. Sólo soy un hombre que perdió el control por causa de los celos, ¿Cómo explicarle a la gente eso?
—Creo que nadie lo entendería, Friedrich.
—Tengo la misma impresión, inspector.
—Bueno. Ahora se lo llevarán y sólo volveremos a vernos en el juicio.


Diecisiete de noviembre


Respuesta a Juan

Se lo oí decir a Mario Benedetti en una presentación de sus poemas, hasta ese momento yo había sido un romántico bobalicón, muy inexperto y tímido, pero Mario dijo de pronto:

 “¿Y si Dios fuera mujer?”—pregunta Juan sin inmutarse—. ¿Pero cómo lo supo? Primero, mi nombre y, luego, mi pregunta. Sí, sí, dígamelo gran maestro, ¿Qué pasaría si Dios fuera mujer?

Antes de contestar—dice de forma solemne, Mario—, aclaro que lo que dice otro Juan, no tú, sino el de apellido Gelman, no es exactamente sobre divinidad porque se refiere sólo a un erotismo pasajero de seis enfermeras muy cachondas que en un lugar llamado Pickapoon se acuestan con los hombres que se encuentran, las supuestas enfermeras. No, el problema que planteas, querido amigo Juan, es filosófico y concierne a la teología.

¿Quién negaría a Dios? ¿Podrían resistir los ateos y agnósticos su existencia siendo hijos de su madre? Y nos enfrentamos a otra cuestión en caso de negarla, el hecho de que se nos acercara desnuda y pura la divinidad. Despertaría el deseo y, el pecado, sería no hacerlo con ella, es decir, no abrazarla, no poseerla y entregarse en cuerpo y alma a la religión. Por eso, tu pregunta, amigo Juan, me resulta de suma importancia.

Entonces no moriríamos jamás, querido Mario. “Exacto mi estimado, si fuera mujer Dios, nadie temería morir porque con la muerte encontrarías todo lo que has buscado en vida, además con la promesa de esa existencia imperecedera después de la muerte, habría miles de suicidas dispuestos a unirse eternamente al Señor”.

¿Y qué hay del amor, maestro? “Eso mi adorado Juan, es lo más hermoso que a un ser le podría pasar. Siendo en conjunto el amor maternal y carnal que nos proporcionaría dicha divinidad. Se experimentaría en su regazo el amor incondicional de madre y el amor carnal de una hembra en celo, que te ofrecería morir para llegar a su reino. Feliz aquel que pudiera disponer de un cariño tan placentero”.

¿Y las blasfemias? “Eso lo haría todo ser que se considerara verdadero hombre”. No le entiendo maestro, explíquemelo mejor. “Es sencillo, si cada vez que blasfemaras encontraras el arrepentimiento, habría reconciliación y la consecuencia, creo que te la imaginas ya. Por eso, el hombre viviría de la blasfemia y se acercaría a Dios para hacer eternamente las paces”.


“Ve tranquilo, ahora, alumno mío y diles a los demás que tienen la mala suerte de que Dios no sea mujer, pero hay muchas mujeres en la tierra para divinizarlas”. 


Dieciocho de noviembre



Si no hubiera sido por el granizo.

Cuando era un adolescente me gustaba pasear en compañía de mi hermano. Una de nuestras diversiones era la de ir caminando por un camellón hasta llegar a unas ruinas que se habían conservado de la época de los aztecas en la Ciudad de México. El lugar se llama Cuicuilco y en la actualidad cuenta con una pequeña pirámide porque todo lo demás fue destruido por el tiempo. Hasta el día de hoy no sabía que la palabra Cuicuilco quería decir “Lugar donde se hacen cantos y danzas” y que se construyó más o menos en el año 700 a.C.  Como no es mi intención contar la historia de ese lugar, más bien diré que era un pequeño refugio al que nos íbamos mi hermano y yo cuando en la casa había riñas entre mis padres o faltaba la comida. Quizás sentíamos la necesidad de irnos lo más lejos posible para no oír los gritos y reproches que se intercambiaban mis padres.

En una ocasión Roberto llegó de la secundaria, era un viernes y no teníamos tareas que realizar el fin de semana, así que en cuanto terminamos de comernos lo poco que había preparado mi madre acordamos, con una sola mirada, salir a hacer la habitual caminata. La distancia que nos separaba del lugar eran unos tres kilómetros y la aprovechábamos para hablar de nuestras inquietudes. En esa época pensábamos un poco en las chicas, en el deporte y la amistad verdadera; los estudios los veíamos como una obligación inevitable y sólo le encontrábamos gusto a la literatura, yo, y mi hermano a la biología.

 A menudo era yo quien empezaba a hablar de las muchachas que me gustaban. En cierto grado, mi hermano estaba harto de mis conversaciones sobre Patricia, la vecina más hermosa del barrio, que según decía, ni loca se fijaría en mí. Le conté a Roberto que había ido a comprar un helado y que me había chocado con ella, que la había saludado y le había invitado a un helado. “¿Y crees que con un simple helado te la vas a enamorar?” No, por supuesto— le dije—, pero por algo hay que empezar.

Creo que de tanto hablar de mis sentimientos, él, ya ni ponía atención y seguía acompañándome con mucha resignación dándome por mi lado. En relación a las mujeres mi hermano era muy práctico. No le importaba la belleza, a pesar de que era un soñador romántico para ciertas cosas, para él la mujer era una mitad indispensable del hombre y había que conseguirla, aunque fuera la más fea de todas. Tal vez por eso era tan popular, porque no le ponía peros a nadie y no sólo sus compañeras del grupo lo perseguían con acoso, sino hasta las que estudiaban conmigo. Por supuesto, él, no se hacía del rogar y salía con quien quisiera.

Yo, por el contrario buscaba un amor diferente. Quería pasión pero también solidaridad y un poco de refinamiento estético o literario en la relación. Creo que era muy iluso y demasiado idealista. Tuve que sufrir muchos desengaños y traiciones para que se me quitara lo apasionado. Muchísimos años después, cuando salió el libro de García Márquez, “El amor en los tiempos del cólera”, me vi identificado con Florentino Ariza, claro que no empecé a buscar mujeres como el personaje del libro, pues por fortuna encontré el amor pero en otro continente y veinte años después.


El caso es que esa tarde después de haber pasado muchas horas conversando echados en el césped que cubría la cima de la pirámide, decidimos volver a nuestra casa porque se avecinaba una tormenta. Decidimos regresar por el camellón. De pronto, el cielo se puso gris y se enfrió el viento. Empezaron a caer enormes gotas de lluvia que parecían esferas de cristal que se reventaban al caer. Aceleramos el paso y el aguacero se apresuró como si siguiera nuestra carrera. Pensamos que llegaríamos empapados a la casa y que tendríamos que ducharnos de inmediato para no pescar un resfriado. El aviso de lo que nos esperaba fue una bolita blanca que se resquebrajó con un sonido seco. 
“Es granizo”—gritó Roberto. Al principio lo tomé como algo sin importancia pero pasados tres minutos la caída de las municiones blancas era tan tupida que nos empezó a doler la cabeza. “Nos va a descalabrar este maldito granizo”—le dije a mi hermano. Entonces él se quitó los zapatos y se los puso en las orejas. Queríamos cruzarnos a la acera para buscar un refugio inexistente y para colmo el tráfico aumentó en ese instante, era imposible ver a qué distancia estaban los coches porque una neblina gris con pedriscos blancos nos lo impedía. Por fortuna la lluvia pasó, pero llegamos descalzos con los calcetines agujereados, los brazos llenos de moretones y la cabeza con chichones y bolas de hielo enredadas en los mechones.
 Por un lado nos alegraba no haber recibido los golpes más dolorosos en las orejas, pero tuvimos que sacrificar la mollera. Lo peor de todo es que cuando íbamos llegando a nuestra casa se cruzó con nosotros Patricia y su madre. No pude evitarla porque estábamos demasiado cerca. Ella me vio muy sorprendida y después de ese encuentro jamás me volvió a hablar.


Diecinueve de noviembre


El escarabajo.

Despertó casi convertido en coleóptero. Al principio se alegró porque era casi como Gregorio Samsa, personaje de la novela corta de Franz Kafka, la cual se había escrito hacía tres siglos. ¿Cómo es posible que un escritor judío atormentado por la presión de su estricto padre, pudiera predecir el futuro?—se preguntó el asombrado Jorge frente al espejo. En realidad no había leído la novela ni otros de los trabajos del talentoso escritor checo. Era por su profesión por lo que no le dedicaba ni un minuto a la literatura, la cual ya era considerada como una actividad muy antigua y caducada. El leer historias escritas era como hablar en latín en el siglo XXI.

Todas las mañanas se sentaba en una habitación de su casa en la que, de forma virtual, se proyectaba un laboratorio médico y se hacía pruebas para saber cuál era el estado de su salud. Por un error en la programación de las partículas de recuperación muscular contenida en un medicamento, Jorge, se había transformado en insecto. Depositó las muestras de orina en una probeta especial que era como aquellas viejas tiritas automatizadas que mostraban la cantidad de glóbulos blancos, proteínas y glucosa, pero ésta tenía miles de funciones más, ya que registraba en una pantalla inmersiva virtual, toda una lista de sustancias nocivas con sus porcentajes correspondientes, además indicaba las anomalías que cada sustancia causaba en el cuerpo humano. Como no contaba con los aparatos de fisioterapia para solucionar su insignificante deformación decidió ir al hospital más cercano. Sabía bien que podría haber pedido que le enviaran a su domicilio un aparato nuevo, pero en realidad sentía una fuerte necesidad de ponerse en contacto con un ser no virtual y seguramente en el hospital encontraría por lo menos uno.

Salió de su casa y se subió a un aparato que un hombre del siglo XX habría llamado coche, sin embargo este medio de transporte era mucho más rápido y tenía un sencillo sistema de regulación de fuerzas magnéticas que le permitía desplazarse por el aire sin ninguna dificultad, a gran velocidad y sin riesgo de accidentes.

Llegó al hospital y al pasar por el umbral de la puerta principal apareció en el piso una luz de color anaranjado que le indicó la dirección en la que debería avanzar para llegar a la sección de tratamiento terapéutico. Durante los breves minutos que duró su trayecto, las imágenes tridimensionales parecidas a las reales le mostraron los espacios por los que un escarabajo como él frecuentaría en caso de encontrarse en la naturaleza. Al llegar a su destino le mostraron los aburridos anuncios publicitarios que lo trataban de persuadir, sin resultado alguno, de que se fuera a vivir a Marte en una zona residencial habitada por las personas más exitosas de clase.

“Buenos, días, señor Jorge, haga el favor de esperar un momento, Ahora le atenderemos”. Era un androide con aspecto de enfermera que lo condujo a una sala de espera donde sólo había dos personas.
Jorge se alegró mucho de encontrar a un matrimonio que había tenido un problema similar al suyo, pero que en lugar de transformarse en escarabajos habían desarrollado características de reptiles.

Hola —le dijeron con una gran sonrisa—, mire nada más lo que está provocando la alteración de algunos medicamentos por falta de control en las empresas farmacéuticas. A pesar de que tenemos un avance tecnológico envidiable, siguen sucediendo cosas tan absurdas como esta.

Sí—contestó, Jorge—, imagínense que ayer cené y para dormir a pierna suelta me tomé una cápsula hipnótica y hoy al despertarme amanecí con este aspecto.  
A nosotros nos pasó lo mismo, pero fue después de una noche de farra. No quisimos venir ayer, al tratamiento y, sólo hoy, hemos decidido atendernos.

Jorge se mostró muy satisfecho por la compañía de sus compañeros de desgracia. Les contó las últimas bromas y chascarrillos que se sabía y oyó con gusto lo que ellos le contaron. No paraban de reír y cuando se tranquilizaron un poco, una luz amarilla les indicó que había llegado su turno para entrar en el cubículo dónde recibirían su tratamiento revertido. Se despidieron con la promesa de volverse a encontrar y en cuanto Jorge se dio la vuelta, el matrimonio, una lagartija y un camaleón hembra, se lo engulleron con violencia.


Veinte de noviembre


Crónica de una democracia anunciada.

En medio del Océano Pacífico se encuentra un archipiélago habitado por mulatos, negros y un bajo porcentaje de blancos. La isla mayor fue descubierta en el siglo XV por unos marinos que llegaron por equivocación, pues buscaban una ruta más corta para llegar al país de las especias, pero por una equivocación sus embarcaciones llegaron allí. El almirante que iba al frente de la caravana les dijo a los marineros que habían llegado a Especinda. Todos, convencidos de que habían llegado al continente que buscaban, decidieron conquistar el territorio para su Imperio. Volvieron los tres barcos con los aborígenes y una gran variedad de plantas y animales al puerto de donde habían salido. El rey de Peñíscola decidió que sería bueno mandar navíos bien dotados de armamento y un ejército completo para asentarse en el área.

Después de la colonización se estableció un Virreinato que duró tres siglos. En ese periodo tan largo de tiempo otro imperio, Rockola, que tenía colindancia con Peñascola decidió invadir una isla mucho más grande ubicada al noroeste de Salcola, el virreinato de Peñascola, y fundaron una nación independiente que se autodenominó Provincia Unidas de Rockola (PUR). En un periodo muy difícil de la historia mundial, tanto Salcola como PUR se independizaron anulando las leyes de sus correspondientes reinados.

Las dos naciones independientes vivieron bajo un régimen de buena vecindad, pero un día el Presidente de PUR decidió que se debía proclamar una ley de territorio marítimo. Los especialistas en geología y océanos decidieron que la ley debía señalar con exactitud la proporción de sus aguas e indicar las fronteras. Después de elaborar cuidadosos cálculos se llegó a la conclusión de que Salcola quedaba dentro del territorio marítimo de PUR, con gran alegría se promulgó una nueva constitución en la que se le concedía a todos los purianos  trasladarse a la isla vecina, la cual se convirtió en la provincia número quince de PUR.

Los habitantes de Salcola tenían una economía estable y su gobierno había establecido relaciones diplomáticas con todas las naciones del planeta. En una reunión anual de la Organización de las Comunidades Mundiales, el presidente de la PUR leyó su declaración de guerra en contra de Salcola por su falta de obediencia y le comunicó a los representantes de relaciones exteriores de todas las naciones que rompieran sus vínculos económicos y políticos con el país insurgente porque violaban el derecho internacional.

Los salcoleses opusieron resistencia a la invasión de PUR, pero como no contaban con un ejército fuerte y organizado perdieron rápidamente la guerra. El nuevo gobierno puriano, simulando que quería establecer la democracia, convocó a elecciones para elegir al gobernador de la isla, por lo que se formaron tres partidos:

 El Partido Revolucionario Salcolés (PRS), partido que se regía por los principios de la no propiedad privada, El Partido Progresista Burgués (PPB), apoyado por el gobierno de PUR y representado por sus empresarios más influyentes, y El Partido Anárquico Independiente (PAI), constituido por ancianos y enfermos que se encontraban en estado terminal.

Al llevarse a cabo las elecciones, el PPB realizó el fraude que tenía previsto desde la campaña electoral, pero los miembros activos del PRS repartieron, a la hora de las elecciones, una boina y un fusil con tres cananas llenas de balas y un par de granadas. Como de un día para otro el país salcolés se encontró en condiciones de oponer resistencia a PUR, se mandó fusilar al candidato que había ganado las elecciones y se expulsó a todos los ciudadanos que no tuvieran nacionalidad salcolés. 

Como era imposible empezar una guerra en ese momento, se decidió que lo más propio sería anunciar un embargo de la isla, de tal modo que la mayoría de naciones, animados e influidos por el presidente de PUR, rompieron sus relaciones con el país insurgente y se privó a los salcoleses de la petición de asilo político y apoyo económico. El plan era que nadie pudiera salir de la isla y con el tiempo perecieran de inanición ya que las condiciones agrícolas del terreno salcoles no eran las más óptimas para alimentar a toda la población. Había minerales pero como se había prohibido todo tipo de transacciones con Salcola, la economía nacional se vino abajo. Por fortuna, algunos países que compartían sus principios de no aceptar la propiedad privada se unieron al PRS y los abastecieron de petróleo, armamento, comida y servicios sanitarios.

El presidente del PRS aprovechó la unión del pueblo para crear un frente de resistencia que duró sesenta años. Durante esas décadas hubo mucha emigración clandestina y los últimos veinte años fueron los más duros para los habitantes de Salcola, sin embargo esto no impidió que en la isla hubiera un desarrollo humano sostenido y la medicina progresara, incluso más que en otras naciones mucho más desarrolladas. En los sesenta años de aislamiento, muchos países que en un principio se habían solidarizado con el jefe del gobierno salcolés, cambiaron el rumbo de su política y suspendieron el apoyo económico a esta pequeña isla. Los salcoleses resistieron hasta el último momento y siguieron fieles a sus principios de no reconocer la propiedad privada.

Un día, sesenta y dos años después del levantamiento del embargo, un presidente de PUR anunció que era hora de cambiar la política internacional y que era necesario evitar una tragedia en la isla de Salcola, por lo tanto oficialmente levantó el embargo.

La esperada ovación de la comunidad internacional se hizo esperar demasiado y ni siquiera hubo repercusión en la prensa. Todas las personas sabían perfectamente que PUR había perdido sus posiciones en el Oriente Medio y que su oponente, el archipiélago de Stolichnj, le estaba haciendo la vida imposible en su intento por expandir  el plan global de compromiso económico, por lo que se había visto obligado a infiltrarse de nuevo en la isla Salcola.

El plan que se ideó esta vez fue el de proponer un plan económico de desarrollo emergente. Los salcoleses cansados de ver la comodidad y lujo con la que otros países cercanos vivían, votaron en contra del PRS y llamaron a nuevas elecciones. Esta vez se decidió mandar a los más ricos emigrantes salcoleses asentados en PUR para hacerse con poder. No fue una tarea muy difícil, puesto que le cegaron los ojos a la población con una cantidad de innovaciones en la isla que nunca jamás habían visto. En tres meses se construyó una planta de armado de tractores, se crearon miles de fuentes de trabajo, se comenzó a producir soja genéticamente modificada, maíz g.m, lentejas g.m, frijoles g.m y apareció la carne de vaca g.m y la de cerdo g.m.

Los salcoleses no salían de su asombro. Se empezaron a restaurar las construcciones viejas de los barrios más pobres, se construyeron rascacielos y hoteles de lujo, apareció la financiación para comprar todo tipo de cosas, la educación se subvencionó, las universidades se llenaron y los nuevos salcoleses empezaron a viajar por todos los continentes. El turismo aumentó en cantidades desmesudas.
Cuando Salcola era ya un país desarrollado llegó a la casa blanca de la isla, una carta del presidente PUR dirigido al primer mandatario salcolés. Hubo un informe presidencial urgente en el que se anunció la deuda externa del país.

“Queridos ciudadanos:

 Me dirijo a ustedes para comunicarles que nuestro país está en la senda luminosa del progreso y que seremos de los países más fuertes en nuestro entorno. Trabajaremos con ahínco porque tenemos una deuda de cien mil quinientos millones de oros que tendremos que devolver al Cofre Mundial de Dinero (CMD) como porcentaje de las obligaciones que adquirimos al pactar el tratado de libre transacción con PUR”.

Nadie comprendió lo que decía el presidente y se siguieron realizando las actividades habituales con la creencia de que todo saldría bien.
Cinco años después, hubo una devolución, la riqueza se fue repartiendo entre los más influyentes y la clase media comenzó a desaparecer, el pueblo quedó oprimido por los dirigentes gubernamentales que ya no eran ni mulatos ni negros como lo habían sido siempre, incluso ya ni siquiera hablaban en su idioma, cada vez se fueron sintiendo más extraños hasta que no quedó un solo salcoles.


Veintiuno de noviembre


Lágrima acibarada

Comienza el invierno y para muchos la lenta caída de los copos de nieve es una fiesta del alma. En el corazón resurgen los buenos deseos y el ambiente navideño aniega los pulmones de ilusión, sobre todo los niños se regocijan por la próxima llegada de Papá Noel, Santa Claus o Died Maroz, para los infantes no hay nacionalidades y les da igual de qué país venga y cómo se llame el emisario con su trineo, siempre y cuando, deje los deseados regalos debajo del árbol. De cualquier forma, su barba será siempre blanca y su risa rebosante de satisfacción, el abuelo jocoso es siempre el mismo, aunque cambie de traje y de nombre.

 Bajo por las escaleras del paso de peatones y me mezclo con los transeúntes que muy apurados caminan tratando de esquivar y adelantar a los demás en el estrecho corredor subterráneo. Trotan al trabajo con sus bolsos, maletas y portafolios, van como si se tratara de una competición, nadie quiere llegar el último y por eso me retiran con el brazo sin dirigirme la palabra o me meten la zancadilla para distraerme y poder pasarme. Esa costumbre de llevar prisa siempre y adelantar a los otros, que se repite día a día por las mañanas y las tardes, se ve interrumpida por un momento. Los culpables de tal desaceleración son dos músicos muy jóvenes que no tocan música moderna sino clásica. Se han esmerado tanto en ejecutar su melodía que las bolas, do-re-mi-fa-sol-la-sí, rebotan por todas partes, además como las soplan con un violín y un chelo, como si se tratara de pompas de jabón, la gente se hace más prudente y desliza con suavidad sus pies, como si quisieran bailar un vals, pero como la composición es un aria triste que en vida interpretaba el magnífico Pavarotti, la gente sigue su trayecto con nostalgia y un poco cabizbaja. El chico del violín que debería parecerse a Paganini tiene el rostro de Nicolás, no el santo sino el escritor Gógol; el del violonchelo es idéntico a Gorki y no a Puccini como se podría suponer. Se mueven con armonía, como si estuvieran echando el alma en cada roce del arco y las notas fueran flechas musicales, hirientes, dulces y mortales que se esparcen por el iluminado túnel.

Es entonces cuando la veo. Está parada, su cuerpo delgado y pequeño semeja el de una niña de diez años, pero viéndola bien, descubro que es una mujer de unos treinta. Lleva un gorro viejo de estambre color negro, su pelliza está desgastada del cuello y el peluche tiene partes pelonas. Veo su cara marcada por un gesto de dolor que le ha dejado una expresión de mártir, sin embargo, ahora la música ha entrado primero a su alma por las orejas y después ella ha comprendido lo que es. No sé sí sepa que letra tiene la Nessun Dorma, pero ni falta hace porque el sentimiento de la princesa de la canción, en su cuarto frío, ya la ha hecho llorar. Sus lágrimas son amargas, conmovedoras por causa del alma que se destila, en ese momento, en cristales líquidos, ¿Cuánto dolor lleva cada una? ¿Cuántas imágenes de sufrimiento y hambre hay en cada gota? Imposible saberlo.

Sus zapatos rotos y manchados están estáticos y parecen pertenecer a una limpiadora incansable de la ciudad. Debería tener las manos entrelazadas en actitud de rezo pero esta como un soldadito de plomo, inmóvil, el único movimiento que le noto es el de la secreción espiritual estrellándose en el suelo, haciéndose añicos, desprendiendo cachitos transparentes y diminutos lamentos. Su pecho permanece estático. Los ojos ven otro mundo, otra dimensión, un lugar inimaginable que tal vez exista en los cuentos de hadas porque aquí la vida continúa. Nadie creerá en las lágrimas, mucho menos en estas que pertenecen sólo a una mujer desafortunada que no nació en tiempos de guerra, ni de depresiones económicas. No se debería quejar—piensan los pocos que la ven.
Tal vez un católico o un ortodoxo podrían compadecerse de ella y ayudarla en su padecer, que no ha sido causado por la nostalgia, sino por la lucha injusta y perdida a la que se enfrenta a cada minuto. Y ahora, esta melodía que entra en su espíritu sin avisar, se derrite por dentro y no se puede oponer, le flaquean las piernas. De pronto, una pregunta me mete en un embrollo porque no sé cómo responderla. ¿Dónde está la bondad?

No hay, todo es un teatro de conveniencias. La mayoría de nosotros ayudamos por vanidad, por algún reconocimiento, queremos ser buenos ante los ojos de los demás pero Dios nos hizo defectuosos. Debido a los escándalos de los violadores de la iglesia católica, la Santa Inquisición, la quema de brujas y los rumores sobre la gran vida que se dan los monarcas ortodoxos, nadie cree en la religión. Los ateos se apoyan en la humildad del hombre y su razonamiento, pero no tienen una palanca que sea adecuada para mover a la humanidad. En cambio los religiosos se jactan de poner su palanca y apoyarse en Dios. ¿Quién podría encontrar algo mejor? Tal vez sea el culpable Arquímides, quien con su frase les dio las armas. La divisa mundial lo lleva escrito con letras claras. “Creemos en Dios”.


Me alejo con pesar porque la enfática decisión del Venceré, venceré, es sólo parte de una canción, en la vida real esta pobre desgraciada necesita amor, unas cuantas monedas no le servirán de nada. La gente se apresura a alejarse de ella porque los músicos terminan su interpretación. Ya no hay esferas maravillosas que nos iluminen el camino, vuelve el frío, la indiferencia, el silencio y el mal humor de todos los días. Solo algunos han podido conservar unas cuantas notas en su corazón y sonríen con ojos ilusionados.


Veintidós de noviembre


Dominó

—Pero esa historia es un plagio. Claro que sí, pero aquí no importa.
— ¿Cómo que no importa?
—Mire, si voltea hacía arriba verá a unas personas curiosas mirándonos. En cualquier momento pueden aparecer, ¿Lo ve?
—Sí, era una mujer, luego un hombre barbudo y un joven con lentes. ¿Pero cómo sabe usted todo eso?
—Lo descubrí hace poco.
— ¿El qué?
—Pues, que usted y yo no existimos más que en forma unidimensional, somos planos, casi como unas manchas de tinta. Usted se llama Rodrigo y yo Jaime.
— ¿Y siempre estaremos así?
— No lo sé, no me lo pregunte porque sólo ayer me di cuenta de que nos espían, pero para eso estamos aquí.
— Ah, y ¿cuál es nuestro objetivo o fin en la vida?
— Esa es una pregunta filosófica, aquí, usted y yo, sólo contamos unas historias que vienen de allí.
— ¿De dónde?
—De allí atrás. Mire, ponga la mano aquí. ¿Qué siente?
—Algo tibio, es una hoja como salida de una fotocopiadora.
—A ver, léala.
—Erase una vez una chica que conoció… Ah, ¿a esto se refiere?
—Sí, si a eso, siga, por favor.
—…una chica que conoció a dos hermanos gemelos y cometió adulterio, ja ja ja, eso es muy cómico. ¿Usted lo haría?
—¿Qué cosa?
—Equivocarse a posta para acostarse con su cuñada.
—Pues ahora que lo dice suena divertido y un poco seductor, sobre todo porque me gusta más mi cuñada que mi mujer
—¿Pero son gemelas?
—No.
—Mire nada más, cómo es usted de insolente. Shh, ¿hay alguien allí?
—No, no, siga con la historia.
—Pues ante el juez la mujer argumentó que se había acostado con su cuñado porque era exactamente igual a su marido. Sí, dijo el juez, pero mírelos bien, ¿nota algo extraño? ¿No? ¿Nada?—contestó la mujer—. Cómo que nada, cómo que nada. ¿No ve que son de distinto color?  Sí señor juez—parloteó ella— pero yo me acosté con mi cuñado cuando era de noche y como estaba oscuro no lo vi. Pensé que era mi marido con un pijama nuevo. Que insolencia, señora, mire a su marido, y dígame cómo es. Blanco— contesta ella—. ¿Ve?!Es blanco! Más blanco que la leche y usted dice que no lo notó. No, señor juez, estábamos completamente a oscuras—responde sollozando, la mujer.
—¿Qué piensa usted Rodrigo, de esto?
—Pues, creo que es imposible que algo así suceda en la vida real. ¿Cómo puede haber dos gemelos, uno blanco y otro negro?
—Yo tampoco me lo explico, pero es real.
—¿Cómo saberlo?
 —Pues mire, déjeme sacar otra hoja de papel. Ah, sí aquí esta. Día diecisiete de abril por la noche, en las escaleras eléctricas del metro, mientras descienden Juan Cristóbal E Hudtler e Hilda Guzmán. Hilda le comenta a su interlocutor. ¿Sabes que cuando estudiaba tenía dos compañeros gemelos? Y eso qué tiene de interesante—le imputó, Juan. Pues que eran iguales, igualitos, con la única diferencia, de que uno era negro y el otro blanco. ¿Lo ve don Rodrigo? Es verdad.
—Pues qué interesante pero ¿en que terminó la historia?
—¿Cuál? La de Hilda o la de la mujer infiel.
—La de la mujer infiel. Pues usted debe saberlo, ahí tiene la hoja, siga leyendo.
—La condenaron a la cárcel pero luego dio a luz.
—Ah, con eso se aclaró el problema y la liberaron ¿No es así?
—No. Me temo que no, porque, aquí dice que la mujer fue castigada, con una multa y el divorcio.
—¿Y luego que sucedió? Lea más rápido, por favor.
—Pues que nacieron de nuevo gemelos.
— Aja, ahí está la clave. Déjeme adivinar. ¡Eran de distinto color ¿no?!
—De distinto sexo.
—Ah, pero del mismo color ¿no?
—No, una era amarilla y la otra pelirroja. Esto es una burla, ¿quién nos ha metido en esto?
—Ya le digo que no depende de nosotros. Deje de coger folios de ahí, y pinte un punto final.
—Adiós, don Jaime, fue un placer.
—Hasta la próxima, don Rodrigo, no se vaya muy lejos porque pronto saldrán más historia de esa pared.


Veintitrés de noviembre.


La confusión.

Un ser como mi tío Alejo sólo podía haber nacido en México porque, de haber llegado al mundo por otra salida, digamos en algún país de Europa, se habría convertido en un talentoso doctor. A menudo, he pensado que, tal vez, la única causa de su alarmante situación fuera el haber nacido lejos de su época o en una familia demasiado pobre. Era originario del estado de Morelos y a los trece años se había escapado con un charlatán que le enseñaría todas las argucias de los merolicos y las increíbles cualidades persuasivas de la oratoria. Cansado de tener que sufrir las inclemencias de un campo infértil en temporada de siembra, lluvioso en las cosechas y gélido en primavera y verano; Alejo decidió abandonar a sus padres. Cuando lo hizo, nadie lo echó en falta y, primero, pensaron que era una de sus habituales formas de expresar su desacuerdo con las normas de la familia Rosas, pero pasada una semana, todos se olvidaron de él. Un mes después, se sintió la ausencia de Alejo por un aumento mínimo de comida. Todos se encogieron de hombros, se persignaron en señal de que deseaban que le fuera bien y siguieron con su vida diaria.

Desde que lo vio “El Milagroso don Joselo”, merolico embaucador, supo de inmediato que el chamaco prometía. Le fue necesario sólo hacerle una pregunta para entrever la facilidad de expresión que tenía el adolescente. Se lo llevó y desde el primer día compaginaron. Le enseñó a mezclar pociones de hierbas, a alimentar lagartos y serpientes, a obtener el veneno de las víboras y alacranes para usarlos con fines terapéuticos. Le mostró los milagros del tepezcohuite, un día que el pobre Alejo se había caído en una hoguera y se le estaba asando la espalda le dijo:  

“No te preocupes, mijo, con esto no va a quedar ni una marca”.

 Precisamente después de esa curación, Alejo le prometió fidelidad eterna a su maestro. Por desgracia, el tiempo y la surte se le acabaron a don Joselo y un día estiró la pata por causa de la venganza de dos hombres, que vieron morir a una de sus parientas por la ingesta de los mejunjes del famoso curandero y, al consultar a un galeno con título, se dieron cuenta de que les habían envenenado a su querida prima con un exceso de alcanfor, menta y azúcar. Esa lección, sobre todo, le advirtió a Alejo que debía apuntar en una libreta las proporciones de los milagrosos brebajes que inventaba.

Pasó el tiempo y su interés por la medicina lo condujo a las bibliotecas de las ciudades por las que hacía sus recorridos. En ocasiones se dibujaba partes del cuerpo, órganos y huesos. Guardaba animales en formol para mostrarlos como bichos extraídos del cuerpo humano. Alejo tuvo mucho éxito en sus empresas y logró incluso conquistar a una mujer muy guapa, casarse con ella y mantenerla para que llevara una vida holgada. Tenían tres hijas y un varón, Mateo, quien desde muy joven mostró también cualidades para la oratoria, pero mucho más para la medicina, de tal modo que se convirtió en un cirujano muy capaz.

Lo que ha dado pauta a esta historia es que con el progreso, pues les hablo de los años setentas del siglo veinte, Alejo tuvo que irse retirando a poblaciones menos desarrolladas, a sitios recónditos donde la gente era más supersticiosa y crédula, así que por azares, no de la vida, sino de la economía, se fue apartando cada vez más de la ciudad de México y fue tragado por la Selva Maya del estado de Chiapas. En una ocasión, lo echaron de un poblado y tuvo que cruzar de forma ilegal la frontera con Guatemala. Su pesado y viejo Cadillac del año 1950 de milagro pudo llegar, ya que tuvo que pasar una zona muy montañosa. La huida lo sumergió en El Salvador. Esa tierra inhóspita fue como el purgatorio o quizás el infierno para el pobre Alejo. La familia tenía meses sin recibir noticias del célebre merolico que se había ido en una expedición buscando el éxito comercial de su oficio.

Volvió un año después. Su esposa estaba esperándolo sólo para comunicarle que se iba con un dentista muy prestigioso, las hijas le echaron sus cosas a la calle y lo amenazaron con llamar a la policía si volvía. El único que se apiadó de él fue Mateo, quien subió al coche a su padre y llegó a nuestra casa. Los recibimos con agrado pero el gusto duró muy poco. Mandamos llamar a un doctor y bastó sólo una mirada del terapeuta para que saliéramos disparados al hospital. En el trayecto, mi tío nos contó que había caído preso porque las fuerzas del Frente Nacional Farabundo Martí, lo habían confundido con Ernesto Regalado Dueñas, a quien ya habían matado y pensaban que se habían equivocado y el verdadero Dueñas estaba camuflándose, haciéndose pasar por un charlatán callejero con el fin de fugarse del país. De no haber sido por uno de los ejecutores de Dueñas, que fue llamado especialmente para atestiguar, mi tío habría muerto ultimado por un tiro de gracia en la cabeza. Así que mi pobre pariente soportó que le quemaran los pies, lo golpearan, lo mataran de hambre y finalmente lo liberaran en un poblado abandonado donde contrajo el mal de Changas Mazza y, cuando llegó a la capital, ya tenía avanzada la fase aguda.

 Lo curaron, pero la experiencia fue tan horrible que las cicatrices de sus palabras se nos quedaron en el corazón para siempre. De nada sirvieron las lágrimas que derramó suplicándole a su esposa que no lo dejara. Fue el golpe más duro que pudo haber recibido después del vía crucis que le había tocado pasar en Centroamérica. Se casó de nuevo y fue feliz con una mujer que sintió conmovido el corazón por su tragedia, también lo protegió su hijo, quien llegó a sobresalir en la medicina y lo cuidó hasta sus últimos días.


Veinticuatro de noviembre


Mi mejor amigo.

Francisco era delgado y fuerte. Llevaba un bigote no muy espeso que marcaba ya su camino hacia la adultez y sus raíces jarochas le daban un aspecto híbrido de color café oscuro. Era muy comunicativo y no tenía pelos en la lengua. No era un estudiante muy brillante pero sabía cómo lidiar con las fórmulas de química, física y matemáticas, no se le daba bien el dibujo. Le encantaba llevar anillos gruesos en las manos y por eso algunos le temían, pues al cerrar los puños, estos le brillaban como si llevara una manopla metálica de esas con las que los proxenetas golpean a las personas y se conocían con el nombre vulgar de bóxer. Tenía algunos amigos que se habían allegado a él, más por precaución que por amistad. En particular yo, no ponía mucha atención en él porque teníamos aficiones diferentes y pocas veces nos cruzábamos, a pesar de que estudiábamos en la misma aula.

Un día mi amigo Jacinto se empezó a jalonar con Paco y traté de interceder para separarlos. Nuestra profesora de historia estaba rodeada por algunos estudiantes que querían recibir sus trabajos escritos y por eso no intervino en la trifulca, de tal modo que en lugar de resolver el problema lo empeoré provocando un reto que no pude evitar. “Nos vemos a la salida”—me dijo con su voz de tenor.
Terminaron las clases como siempre y salimos a un descampado que no estaba muy lejos de la secundaria. A mi lado iba Eduardo, otro amigo cercano, porque Jacinto había puesto pies en polvorosa. Quizás había pensado que el mulato después de ponerme una golpiza iría a aclarar cuentas con él. Lalo me dio algunos consejos para enfrentar al horrible negro, como llamaban a Francisco. En realidad, no lo oía porque tenía ocupada la cabeza pensando en alguna estrategia que me liberara de los amenazantes puños de mi contrincante. Llegamos a nuestro destino y se hizo un círculo para que empezáramos a pelear. Mi hermano Beto y yo practicábamos un poco de boxeo, mi padre siempre había insistido en que practicáramos deporte y, por esa razón, los fines de semana no salíamos de la sala de deporte. Nos encantaba el atletismo pero a mi padre le interesaba que supiéramos defendernos por si llegaba la ocasión.

Paco se arremangó las mangas de la camisola del uniforme, hice lo propio mientras alguien me decía que no tuviera miedo, que el negro era pura fachada. Empecé a golpear a Paco con la izquierda tirándole unos jabs certeros que en poco tiempo le inflamaron el ojo derecho. Él trataba de acorralarme pero como sabía esquivarlo no lograba atraparme, de pronto pisé un hoyo y caí al suelo. Paco aprovechó la ocasión para saltar sobre mi como un tigre, traté de liberarme de él pero era más pesado que yo, pensé que estaba perdido y que me rompería la cara, pero para mi sorpresa el temido negro no sabía golpear, así que sus puñetazos eran débiles y no le procuraron ninguna ventaja. Me levanté y volví a poner la guardia en alto, observé a Paco y me di cuenta de que estaba un poco desilusionado porque sabía que ahora arremetería contra él con más fuerza y recibiría, aparte de la izquierda, ganchos y derechazos. Entonces decidí bajar las manos y dar por terminada la riña.

Todos se alegraron mucho de que el mito del monstruo destructor desapareciera de una forma tan inesperada. Nos dispersamos y Paco se fue a su casa con el ojo muy inflamado y el peso de la decepción, que seguramente, era más incómoda que los daños en la cara. Al pasar por el pasillo de un centro comercial donde mi hermano y yo trabajábamos de vez en cuando porque el señor Humberto nos había dejado ganarnos unos pesos en su nevería, Paco entró para pedir un trozo de hielo. Roberto que es menor que yo y de carácter acomedido le preguntó la causa de su infortunio. “Ah, esto me lo hizo un cabrón de mi clase. El maldito sabe boxeo y mira cómo me ha dejado, pero lo bueno es que yo le di su merecido”. ¿Y cómo se llama ese hijo de su madre?—le preguntó mi hermano con curiosidad, “Rubén García”.

Beto lo miró con mucho cuidado tratando de calcular el daño que me había ocasionado el negro, pues dedujo de inmediato de que el susodicho contrincante era yo. No pudo evitar verle las manos y pensar que mi condición sería lamentable. Paco le agradeció que le hubiera dado el trozo de hielo seco y se fue. Minutos más tarde entré a la nevería y saludé con una esplendorosa sonrisa a mi carnal. Oye, ¿no te había dejado medio muerto ese cabrón mulato del ojo morado?—No. Le contesté. ¿Te imaginas que no sabe pelear?—. ¿Pues creerás que ya te veía en el hospital todo vendado? Comenzamos a reírnos y nos comimos un helado.

Al día siguiente hablé con Paco para disculparme y descubrí que teníamos muchas cosas en común y que compaginábamos bien. En Francisco encontré a una persona desenvuelta y decidida, cosa que me faltaba a mí, porque era un poco tímido con las mujeres, en cambio él, sabía cómo engatusarlas con rapidez. Desde ese día comenzamos a salir juntos a todos lados, me presentó a su padre que era policía, su madre trabajaba en un cine y tenía dos hermanas. Lo mejor que tenía Paco es que sus padres lo dejaban organizar fiestas en su casa y por lo regular iban chicas muy guapas. Francisco era muy astuto y ahora que contaba con mi amistad me usaba como anzuelo para rodearse de las chicas más lindas de su barrio. “Mira, léete este libro”—me ordenó extendiéndome un grueso ejemplar de Los signos del Zodiaco de Linda Goodman.

Descubrí su objetivo después de leer las primeras páginas de mi signo. Quería que estudiara las cualidades de los otros hados para amoldarme a las características de las muchachas. Así que, en cuanto conocíamos a una nueva amiga, le preguntábamos su nombre e, inmediatamente después, su signo. Sabiendo las compatibilidades de memoria, en cuanto una joven decía: soy Cáncer, por ejemplo, nuestra conducta cambiaba a Piscis o Virgo. La mejor experiencia que tuve fue cuando nos acercamos a Bernardette, una chica de origen francés que traía de cabeza a todos los jóvenes de la secundaria, y le preguntamos su nombre y signo del zodiaco. “Acuario”—dijo. De inmediato pensé que tenía que aprenderme de memoria la conducta de Aries, y como mi hermano era de ese signo, no me costó mucho trabajo imitarlo.

 !Resultó! Después de una semana, gozaba no sólo de las caricias y deliciosos labios de la francesa, sino también de un grupo de admiradoras, que por pura envidia, deseaban que yo las cambiara por la deseada mademoiselle y me fuera con ellas. La argucia cumplía a la perfección mis deseos hasta que un día se me olvidó que tenía que conducirme como Aries y salió mi naturaleza de Tauro. Fue el peor día de mi vida. Primero porque perdí a mi novia, segundo porque ella lo descubrió con esa maldita intuición femenina que lo estropea todo, y por último, que descubrió a mi hermano que era, en una palabra, su media naranja.

Evité a Roberto siempre que estaba con ella, me acerqué más a Paco, pero él había sido descubierto también, así que no nos quedó otro remedio que refugiarnos en el estudio. Terminamos la secundaria y entré en un instituto técnico que requería de mucho tiempo para el estudio, por eso perdí el contacto con todos mis amigos y me vi encerrado en una habitación deduciendo fórmulas y aprendiendo cálculo diferencial e integral, además del cálculo vectorial que me quitaba el sueño.

Muchos años después encontré a mi contrincante de la escuela casado y con hijos y descubrí que había sido mi mejor amigo, gracias al cual había vivido mis mejores momentos de la adolescencia. Pues él no sólo me recomendó a Linda Goodman para seducir a las chicas, sino que puso en mis manos Fanny Hill, el primer ejemplar de literatura erótica que leí, los libros del Marqués de Sade, las escandalosas obras de Xaviera Hollander, Anaïs Nin, Las ninfómanas y otras maniacas de Irving Wallace y una lista interminable de literatura tanto erótica como de ficción. Pensé que no por nada dicen por allí, que del odio al amor hay sólo un paso.


Veinticinco de noviembre

El Morralito

Le habían puesto el apodo porque en lugar de llevar una mochila como todos los niños, llevaba un morral de ixtle idéntico al que usan los campesinos en el campo para llevar las semillas. Además, en lugar de zapatos usaba unos huaraches y su ropa era en exceso modesta. Crescencio vivía muy lejos de la escuela y cada día caminaba por las mañanas un kilómetro para llegar al colegio para instruirse. Tenía talento pero no era muy brillante y en algunas disciplinas tenía problemas porque no lograba entender hasta el final lo que estaba escrito o lo que decía la maestra. Fue por eso que me acerqué a él. Es que me daba mucho coraje que los demás niños se burlaran del modesto “indito” y lo calificaran de naco.

Con toda seguridad, comía mal y tenía que ayudarle a su padre con el trabajo. Era cierto que vivíamos en la ciudad pero en la zona de Xochimilco, por aquella época, quedaban zonas de sembradío, era allí dónde Chencho pasaba las tardes recogiendo la cosecha, limpiando el terreno, vendiendo maíz o sembrando alguna legumbre. Era muy moreno y se había ganado a consciencia el odio de nuestra profesora Lorenza, quien en primer lugar odiaba a los niños muy morenos y, en segundo, se ensañaba con los burros que no estudiaban bien.

De alguna forma Chencho le recordaba a nuestra instructora su origen humilde de campesina y ella trataba de expulsarlo de la clase para que repitiera el curso y estudiara en otro grupo con la maestra Magdalena. A mí, la maestra tampoco me quería por mi color, aunque mi origen no era africano o totalmente indígena ni pobre y mi padre era un brillante abogado. La razón era que un socio de mi papá vivía en Acapulco y cada semana íbamos a verlo y, mientras ellos trataban sus asuntos, mi madre, mis hermanos y yo nos íbamos a la playa y regresábamos a la capital quemadísimos de la piel, para mis hermanos no había ningún problema porque eran mucho más blancos que yo, pero a mí me afectaba mucho permanecer bajo los rayos del Sol. Yo estaba más moreno que Crescencio, pero me vestía bien y no iba tan mal en la escuela, lo que me daba ciertas ventajas, así que decidí protegerlo y brindarle el apoyo.

 Cuando comencé a estrechar nuestra relación él era muy recatado y casi no hablaba, pero conforme fue cogiendo confianza me fue revelando detalles de su vida. Así supe que era el mayor de sus hermanos y que su padre era muy duro con él, que eran originarios del estado de Michoacán y habían escapado de su pueblo por un problema con el cacique de su pueblo. Me dio mucha pena que a su corta edad hubiera sufrido tantos maltratos por parte de la vida. Ese aspecto fue el que más me motivo porque, en cierto modo, mi padre había pasado por lo mismo. Un día lo lleve a mi casa por primera vez se sintió muy incómodo y no quería ni comer ni hablar, así que para que hubiera cierta reciprocidad le pedí que me invitara a la suya. Vivía en una casita de adobe y tenían una yegua vieja que era la encargada de labrar el pequeño terreno de tierra que poseían.

Terminamos el cuarto de primaria sin ningún contratiempo, pero teníamos una oreja más grande que la otra debido a los castigos injustificados que nos suministraba a diario la maestra. Cuando pasamos a quinto, yo ya había soportado todas las burlas de mis compañeros, el desprecio y las ofensas de parte de todos me habían forjado el carácter. Era como si a mí me consideraran un traidor por estar al lado de Chencho y, a él, como a un impostor que debía irse a otro lugar con su pestilencia, piojos y mugre. El sexto grado, Chencho lo terminó con buenas notas pero me confesó que no iría a la secundaria porque su familia no tenía los medios para estudiar. Me dio mucha lástima porque mi amigo había desarrollado una cierta facilidad para las ciencias exactas y con un poco de esfuerzo habría podido llegar a ser físico o matemático. Me dolió mucho que la vida fuera tan injusta, pues muchos de mis compañeros eran menos capaces que El Morralito y no se merecían lo que tenían.

Sucedieron dos cosas que cambiaron nuestra situación en la clase, tal vez sucedieron un poco tarde, pero era mejor que se hubieran realizado a que nunca sucedieran. La primera fue que mi padre hizo una donación para que al finalizar el año nos dieran unos juguetes y premios y recuperara el respeto de todos los compañeros, y la segunda, que la maestra Lorenza había dado a luz a un niño casi negro pues ella siendo originaria de Veracruz llevaba en la sangre la herencia de los esclavos negros que se había traído a la Nueva España para los trabajos forzados.


Pasó el tiempo y le perdí la pista a mi amigo El Morralito, pero un día que andaba por la calle cinco de mayo en el centro de la ciudad, vi que andaba por ahí un joven muy delgado y con estilo de corredor de fondo. Se me acercó y pronunció mi nombre. De inmediato comprendí que se trataba de Crescencio. Me comentó que se había clasificado como finalista en las competiciones nacionales de marcha y que si tenía suerte pasaría a formar parte de la escuadra nacional para los juegos Panamericanos. Le di mis datos y le comenté que estaba estudiando en un instituto técnico. Quedamos de encontrarnos en otra ocasión, pero el destino lo llevó por el sendero del triunfo y sólo lo pude volver a verlo en las noticias deportivas del periódico. De todos los demás compañeros de la primaria jamás volví a tener noticias.


Veintiséis de noviembre


Juegos dimensionales.

Cuando le sucedió por primera vez estuvo a punto de desfallecer, pero la curiosidad se lo impidió. Se había levantado un poco tarde y al sentarse a tomar la habitual tacita de café con pastas, notó que las cosas habían sufrido una increíble transformación. Su taza no era de porcelana sino de un material plástico idéntico a la loza inglesa, más fina, pero irrompible y a prueba de cualquier golpe, además el café era más espeso y con un sabor muy concentrado. Las pastas no tenían las almendras en la parte superior y se sacaban de una cajita de metal. Para cerciorarse de que no estaba soñando se fue a echar un duchazo. En el cuarto de baño también se sorprendió mucho porque el agua salía de las paredes y se regulaba de acuerdo a la temperatura del cuerpo. No era necesario girar grifos, ni siquiera oprimir botones ni nada por el estilo porque con sólo decir qué intensidad de chorro se quería era suficiente. Salió sin toalla porque la cabina para bañarse tenía secadora automática. Caminó por un pasillo con una iluminación poco habitual y sin focos, es decir que las luces, que estaban dentro de la pared, alumbraban sólo la sección que fuera necesaria y con la intensidad requerida para orientar al caminante lo mejor posible. Por fin pudo verse en un espejo. Estaba hecho una tripa arrugad y su aspecto era la de un hombre de setenta y cinco años. Le palpitó con fuerza el corazón y cuando se disponía a caerse desmayado una voz le dijo:

 “No se preocupe, su tensión arterial está dentro de la norma y su mareo ha sido ocasionado por la sorpresa, le recomiendo que lea el periódico de ayer y aclare sus dudas”.

Se fue directamente a su estudio y encontró una mesa con un aparato raro que realizaba infinidad de funciones. Vio un ejemplar del diario El País del año 2015, que estaba amarillento y arrugado. Superada la conmoción que le estorbaba mantenerse firmemente en pie, leyó el artículo de la sección de tecnología.

Según el profesor John Wine de la Universidad de Massachusett, el hombre ha vivido intrigado por los fenómenos paranormales pero esto se debe a la falta de conocimiento de la realidad. El emérito profesor de física ha determinado la forma más sencilla de transportarse en el tiempo y en el espacio en condiciones absolutamente caseras. Según el destacado científico existen cuatro dimensiones básicas y cuatro secundarias, cada una cuenta además con otras cuatro, de tal forma, que en un total de dieciséis planos el hombre puede ver los acontecimientos de su vida. En caso de lograr poner los cristales en la línea adecuada cualquier persona puede recorrer los pasillos del tiempo y el espacio sin ninguna dificultad. En los experimentos realizados se comprobó que no se corre el riesgo de extraviarse porque es suficiente conservar un objeto de un tiempo pasado para volver a transportarse a la fase anterior o inmediata posterior.

Futurino Roca observó con atención la habitación en la que se encontraba y descubrió que los espejos estaban colocados según el croquis publicado en el diario español. Recordó que el día en que había leído la nota científica era sábado y que el domingo había ocurrido el fenómeno presagiado por el brillante doctor en ciencias. Decidió volver al pasado. Cuando llegó su cuerpo ya no estaba arrugado y habían desaparecido sus dolencias y la curvatura de su cuerpo. Tenía unos treinta y cinco años de edad y su mujer se encontraba arreglando unos arbustos en el jardín, el perro jugaba con Marcelo y su hija Alina estaba durmiendo. Se acercó a su esposa y esta le preguntó si ya había terminado de jugar con sus espejos. No me lo vas a creer, Estela—dijo con cara de satisfacción—, he descubierto la forma de ver nuestro futuro. Ella rio incrédula, pero él la obligó a subir a la habitación y transportarse por el tiempo. Por casualidad volvieron a la época de estudiantes cuando estaban en el último año de la carrera y se decidieron a casarse. De pronto se vieron enredados en los brazos de la persona amada, con las sensaciones de placer que eso conllevaba. Estela le dijo que le agradecía que se hubiera acordado de ese momento y al volver a su jardín, esperaron que cayera la noche para retirarse al aposento marital y disfrutar de los recuerdos. Hicieron el amor con mucha pasión.

Poco a poco se les fue haciendo habitual transportarse en el tiempo y cada vez que surgía una duda o un problema se iban a la habitación de los cristales y elegían las fechas de sus destinos para saber en qué habían terminado las complicaciones. Pronto se dieron cuenta de que no podían alterar ningún acontecimiento y sólo debían aceptar las cosas como eran. Vieron la muerte de los suegros, el accidente que le había quitado la vida a Puppy. Presenciaron la graduación y la boda de sus hijos, conocieron a sus nietos y disfrutaron al máximo las repeticiones de sus viajes. Un día surgió un pequeño percance porque Futurino había tenido una aventurilla con una chica en un bar y de eso se había enterado Estela. Él le dijo con mucha determinación que fuera a ver si realmente se habían acostado como ella suponía. Estela volvió con cara de alegría y se disculpó con su esposo por ser tan desconfiada.

 Tal vez una mala colocación de los espejos o un descuido del ama de llaves, ocasionó que se escaparan algunos acontecimientos importantes y se borraran de la memoria de la familia. ¿En verdad no te acuerdas de lo que hicimos en la casa de tu tío, cerca del río?—le preguntó Futurino a Estela—. Te juro que no, además ya hemos buscado cientos de veces el acontecimiento y no está, lo que demuestra que es producto de tu imaginación. Por desgracia, Futurino no pudo demostrar lo contrario pero en su mente seguía el suceso trágico de la muerte accidental de una mujer mientras nadaba en un lago.
¿Cómo es posible que se haya perdido ese recuerdo? ¿Será posible que en este laberinto de espejos se puedan olvidar algunos recuerdos y desaparezcan solos? Hizo la prueba para comprobarlo pero no le resultó, quiso olvidar el día en que un niño gordo le rompió la nariz. Pero por más esfuerzo que hizo no obtuvo ningún resultado.

Pasó el tiempo y se colaron acontecimientos desconocidos que habían ocurrido en otras familias, así que Futurino fue a ver a los vecinos y les pidió de favor que tuvieran cuidado de no meter sus recuerdos en la vida de los Roca. Futurino tuvo la oportunidad de ver a sus hijos progresar, logró esconder los detalles más picantes de su vida para que Estela no lo molestara con sus celos y, al final, se habituó a este recorrido interminable de saltos del pasado al futuro y del futuro al presente como si fuera igual que respirar.

La descuidada sirvienta que no tenía permiso para usar los espejos, se enfadó un día con la señora Estela y cambió de posición un cristal; esto ocasionó que la vida de la familia Roca se conectara con la de otras personas y ya no pudieron volver a poner las cosas en orden. Se quedaron atrapados en un laberinto de sucesos desordenados y nadie los pudo persuadir de dejar esa inútil tarea de ponerle orden.

Veintisiete de noviembre

La canción que evoca un beso.

Llevaba el pecho hinchado de felicidad. En los labios se me había quedado el sabor tierno y primaveral de su miel adolescente. En la piel llevaba la sensación de sus caricias y en mis oídos resonaba esa canción de “Fiebre de sábado por la noche” de los Bee Gees, que me revivía la imagen de su cara, de su expresión expectante, de sus ojos glaucos semi cerrados y su olor de melocotón con agua de rosas que había inventado sola. Su tibia respiración y la agitación de su cuerpo cuando la rodeé con los brazos. Llevaba un vestido de algodón con peto y una blusa rosa. Su pelo castaño y liso iba atado con una liga. Era la primera vez que nos besábamos y antes no habíamos tenido ninguna experiencia parecida, era por coincidencia, sábado y las insistentes cuerdas de una guitarra y las percusiones nos transmitían la fiebre del baile, nos sumergían en el ritmo de la unión belfa. Ella era la chica más guapa de nuestro barrio y yo el tonto más modesto y vergonzoso que se había ganado su amor. No existía nada, lo único que deseaba era guardar ese momento para toda mi vida. A un lado de nosotros estaba Laura haciendo guardia para que la señora Blanca no nos descubriera en esa situación in fraganti. Pero se nos olvidó el mundo. No sabíamos que el pacto del amor sellado con un beso puede ser tan milagroso. Me hizo retar la inmortalidad y no existía más deseo que el de permanecer con ella para siempre. En ese momento no sabía que después habría una canción que me sumiría en el recuerdo y me serviría, aunque parezca ridículo, de túnel del tiempo para revivir ese instante en el que se pudo haber acabado el planeta y no lo habría notado.

Me enamoré de ella porque era guapa, porque fue la primera mujer a la que besé y porque gracias a ella desafié los retos más duros de esa época. Perdí en las batallas más duras. La primera fue nuestra separación que me marchitó el amor y me arrimó a un rincón solitario en el que mi único medio de escape eran los libros. No podía escuchar esa canción sin que me saltaran las lágrimas. No era cobarde, pero ante los efectos del recuerdo el alma se derramaba por los ojos, sola. Maduré pero conservé la esperanza de volverla a ver y conquistar su amor.

 Llegué tarde al reencuentro. Fue un día en el que había salido del campo militar después de hacer el servicio. Pasé por una calle que nunca había atravesado y entré en una tienda. Estaba ahí. Recordé nuestra primera cita. La maldita melodía salió y se me humedecieron los ojos, pero las lágrimas eran ácidas, salían hirviendo, me quemaban por dentro. Habían pasado cuatro años de claustro espiritual. No había pensado en nadie que no fuera ella. Me habló con cordialidad, estaba embarazada y tenía una expresión de felicidad en el rostro. Entendió con seguridad mi dolor, por eso, me contó sólo sus proyectos futuros y habló de su marido y no se interesó por lo que pudiera decirle. Ella lo sabía a la perfección, mi aspecto de joven deportista y estudioso resaltaba como prueba de que no me interesaba más que aquel recuerdo doloroso y agradable de tenerla en mis brazos, por eso luchaba con trabajo físico e intelectual.

Pasó el tiempo y me titulé de técnico a los diecinueve años, empecé a trabajar como mecánico, después empecé la carrera de ingeniería, pero la maldita canción hacia que renaciera el recuerdo en cualquier lugar y a cualquier hora. No sé si haya en la mitología un castigo como el que yo soportaba. A qué mortal los dioses le habrían reservado una condena de ese tipo. Era tal vez necedad de mi parte.

 En una ocasión pasó a mi lado una chica en la facultad con ese anhelado olor de melocotones con agua de rosas. La seguí creyendo que era Patricia pero no se realizó el milagro por más que deseé que estuviera ahí, lo único que había era una joven morena que me pedía que la transformara en Paty, pero no tuve la suficiente fuerza.

Al final, mis compañeros del trabajo, que eran intrépidos en el amor y conquistadores por naturaleza, me mostraron los secretos para conseguir otros labios, pero yo sólo buscaba aquellos y el ritmo de la canción que me encadenó a ella la primera vez que la sentí en mi regazo. Vinieron en mi auxilio más mujeres que elogiaban mi sensibilidad sin saber que cuando las besaba mi pensamiento las engañaba. Las amaba de verdad, pero si por casualidad saltaban aquellas notas, las imágenes se transformaban por la influencia de ese recuerdo que con el tiempo se fue mitificando.


Pasaron diez años y sólo en ese momento pude olvidarme conscientemente de sus labios. Encontré a una mujer que me dio la tranquilidad que pedía a gritos. Por desgracia o por fortuna era muy parecida a mi primer amor y empezó la confusión de no saber si el recuperar esa sensación de antaño era lo que intensificaba mi amor presente o era por ese recuerdo el que mi amor se fortalecía. No quise resolver la pregunta y me dediqué a amar e idolatrar a mi pareja, pero en cuanto llegaba la canción otra vez volvían las lágrimas. He practicado el atletismo, el boxeo y las artes marciales, he recibido infinidad de castigo y me he recuperado del dolor con optimismo, pero esa maldita canción me hace parecer cobarde y sentimental. Por más resistencia que pongo, no logro evitarlo y si mi voz tiembla, no hablo y me cubro la cara. Han pasado muchos años desde nuestra separación, me he convertido en un hombre maduro, pero las notas, de una canción cursi en nuestro tiempo, me devuelven a ese momento y se anegan mis ojos de lágrimas y me pregunto qué habrá sido de ella. Habrá sentido lo mismo que yo o sólo habrá guardado el nerviosismo de aquella tarde temiendo que la sorprendiera su madre.


Veintiocho de noviembre


Primer vuelo

El sol tiende un manto tibio de luz sobre la hierba y los tonos del campo se realzan. No sopla el viento pero cuando lo hace, el susurro de las hojas emite un sonido de cántico suave, aterciopelado. No pasa absolutamente nada y la quietud del paisaje es el de una fotografía. Las nubes permanecen como algodones colgados en el cielo.
No hay ni libélulas ni avispas o abejas que interrumpan el estatismo de este momento. Incluso las moscas han respetado este insignificante minuto que parece prolongarse por una eternidad. Los pensamientos también se han detenido y la vida entera parece resumirse a sesenta segundos. No hay ni un alma cerca. Las incansables hormigas son las únicas que violan la paz, pero caminan resignadas, mudas y obedientes. Ha desparecido el bien y el mal. No hay discusiones sobre el objetivo del hombre en la vida.
No hay ni recriminaciones ni esperanza. Solo la imagen de una gran creación de un Dios que nos dio albedrío para razonar, recapacitar y cómo no, equivocarnos. Ni las huellas de las guerras ni la de las más horribles tragedias ocasionadas por el hombre se ven aquí. Por desgracia o por fortuna este no es el paraíso prometido en la Biblia, es solo un campo de trigo peinado con sus espigas doradas, exento de alas de ángel, aureolas y colas repugnantes o cuernos.
Tampoco hay fusiles ni dinero, los conflictos de la raza humana ocupan otro espacio, aquí se centra la inmensidad del Universo en su punto de inicio y hasta lo indescriptible. La soledad es la compañía más placentera y no se escolta ni con la nostalgia ni con el aburrimiento. No es que se haya acabado la vida, sino que simplemente comienza de nuevo. Los combates cotidianos de la riqueza y la pobreza se tratan en otro sitio. Es el momento de abandonar el sosiego. Las alas se despliegan y la cascara del capullo de saliva de seda seca es una envoltura vieja. El cuerpo de gusano que tenías antes se ha transformado, ya no te arrastraras por el suelo, ni te esconderás de los depredadores tienes que volver a tu lugar de origen.

 Cuando encuentres pareja te reproducirás de nuevo en este sitio y así será por los siglos de los siglos mientras permanezca esta regla. Te espera el espacio abierto, los estampados de tus alas están planchados. Tus antenas se mueven buscando la orientación de los puntos cardinales. Mueves de abajo hacía arriba tus remos y emprendes la navegación chocando contra las olas de viento. La marea te guía y despareces pronto. Ya eres un punto insignificante. Aquí sigue la calma inmutable de esta escena y se abre una página para escribir tu historia.


Veintinueve de noviembre


Un bicho raptado.

Nació en San Juan Teposcolula, un pequeño pueblo en el estado de Oaxaca. Llegó junto con seis hermanos, tres machos y tres hembras, pero el hermano que nació antes que él, no pudo sobrevivir. Fue alimentado las primeras semanas por su madre y sus dueños, pero muy pronto su destino cambiaría. Los responsables de que su vida diera un giro tan estrepitoso fueron unos niños que se encontraban de visita en el pueblo y lo raptaron. No supo cómo sucedió exactamente porque por la mañana andaba jugando con sus hermanos y de pronto una niña lo metió en una maleta de tela y lo subió a un coche. Empezó a maullar y pasada media hora hoyó algo que no entendió pero que podía recordar con exactitud:

“Si siguen maullando como gatos los bajo a los tres y los dejo en medio de la carretera”.

Fue así como se descubrió el lugar en el que lo habían escondido. Después de una larga discusión lo liberaron de la bolsa y lo pusieron en un lugar más amplio pero el movimiento del coche era tan poco habitual para él que siguió maullando hasta que se le acabaron las fuerzas y se durmió.
Cuando despertó estaba a trescientos cincuenta kilómetros de su casa. Le asignaron un rincón en el que se suponía que debería dormir y hacer sus necesidades, pero él encontró sitios mejores. Se habituó rápido a su nueva vida y al escuchar que con tanta insistencia que lo llamaban Bicho, decidió que ese sería su nombre de pila. Un día supo que era de color gris y tenía los ojos verdes porque se chocó con un espejo. Primero, pensó que le habían conseguido un amigo, pero como el otro hacía los mismos movimientos, maullaba de la misma forma y pensaba igual que él, se dijo que sería un fenómeno natural de ese sitio tan lejano de su hogar.

Gracias a la buena alimentación que recibía, creció sano y fuerte. Su carácter era impetuoso y su ánimo le exigía salir por las noches a parrandear. El único inconveniente de sus aventuras nocturnas era la confrontación con Miel, un gato vecino que era más pesado y mal encarado. Mal viviente y agresivo por su origen bajo, Miel, no perdía la ocasión para retar al nuevo residente. Desde el primer día tuvieron riñas y nunca llegaron a ponerse de acuerdo para marcar los limítrofes de su área de dominio.

El Bichito, como le llamaban regularmente, llegaba cada mañana con las orejas arañadas o con fuertes mordidas. Todo el barrio sabía que entre él y Miel, había una lucha campal a muerte. Los conflictos vecinales no eran lo único que mortificaban al gato. En una ocasión llegó agotado por la mañana y cuando se disponía a dormir, como era habitual, vio dos seres raros que lo observaban desde una jaula colgada cerca de la ventana. Era una pareja de loros. En realidad ya conocía a ese tipo de aves y sabía que era muy astutas porque tenían la facultad de imitar a la gente y repetir sonidos similares a la voz humana. Durmió mal y estuvo de malhumorado porque presentía que esas aves le harían la vida imposible muy pronto.

 No tardó mucho en cumplirse el presagio porque siendo tan traviesos los niños de la casa era lógico pensar que pronto pondrían a los loros en libertad y habría que procurar que no invadieran mucho territorio. Salieron muy campantes los dos seres verdes con sus cabezas rojas. Andaban sin prisa y picaban todo lo que les despertaba su curiosidad. Se le acercaron y hubo que ponerse erizado para prevenirlos del peligro, pero o eran demasiado despiadadas las aves o, simplemente no tenían cerebro, pues llegaron hasta el sofá donde él descansaba y se subieron para reconocerlo y revisarlo de cerca. No hubo forma de persuadirlos de que se alejaran y en el momento en que se disponía a darle un zarpazo al macho, la hembra le mordió la cola; giró con rapidez y levanto las para descargar un golpe contra la atrevida pajarraca, sin embargo se repitió el dolor en la cola. Así empezó su relación con esos seres que desde el principio declararon que toda la cocina era de ellos y que podían andar por el salón cuando se les pegara la gana. Siempre que el Bicho quiso limitar los paseos de los cotorros, éstos le mordieron la cola para demostrarle que no recibirían órdenes de nadie. Por fortuna había mucho más espacio y en las habitaciones lejanas nunca se corría el riesgo de ver a los desastrosos animales verdes.

Un día entro a la casa una rata gorda que tenía un aspecto muy altanero. Se requirió de su ayuda y cuando lo colocaron frente al roedor, se detuvo un momento para escoger la mejor estrategia para echar al desagradable invitado. Cuando ya estaba a punto de entrar en acción vio que se le adelantaban los dos horribles pericos. Iban con paso firme, desplegando las alas y emitiendo sonidos horrendos. La rata quiso atacarlos pero en cuanto se movió, el aleteo de las dos fierecitas, que se había transformado en águilas, la detuvo y le causó tanto pánico que decidió salir por piernas. Luego los dos calamitosos personajes barrieron el piso con las patas y echaron un grito de victoria.

Después de ese suceso las relaciones bilaterales se definieron y conservaron la cordialidad en su trato. Por desgracia un día los loros tuvieron que marcharse ya que su relación había llegado al límite. La hembra deseaba tener descendencia y colonizar el territorio total del departamento, pero el macho era impotente y recibía como castigo los picotazos de su pareja. Era tanto el rencor con que ella lo lastimaba que el pobre cotorro parecía un pequeño cóndor pelón de la cabeza. La dueña de la casa no pudo soportar las continuas trifulcas y los regaló. El bicho los echó de menos y en alguna ocasión hasta deseó que estuvieran junto a él en los momentos difíciles, pues en lugar de ellos había llegado un enorme gallo blanco que no permitía ninguna falta de respeto a su persona. El martirio con el gallo duró poco pero fue suficiente para traumarlo con los cantos de madrugada y uno que otro picotazo que le dejó marcada la cabeza con un agujero.

Una de las mejores experiencias que tuvo el Bicho, fue el triunfo en la disputa por una gata blanca muy modosita y delicada. Tuvo que enfrentarse varias veces con Miel para ganar el derecho de reproducirse con la hermosa y aristocrática minina. Fuero semanas de gruñidos, maullidos y sobre todo chillidos. La pérdida mayor la tuvo el gato beige que quedó tuerto en la última pelea en la que el Bicho se jugó el pellejo dejando que lo embistiera su enemigo con todo su peso. Apenas pudo levantar la pata trasera y golpear el hocico del enemigo, con tanta suerte que las garras rozaron el ojo derecho del otro para quitarle la visión para siempre. Los amos del Bicho se enteraron porque la vecina llegó a darles la buena nueva.

La última aventura que tuvo el gato antes de marcharse para siempre fue, el intento de exiliarlo. Un día lo metieron en un saco y se lo llevaron a un lugar que estaba a unos veinte kilómetros de su piso. De alguna forma los gatos saben orientarse y, gracias a ese don, pudo volver al cabo de un mes. Fue una mañana en la que después de haber caminado tanto se encontró en la entrada del edificio a un perro callejero que lo atacó, el Bicho subió con rapidez hasta la segunda planta y comenzó a arañar la puerta. Los niños lo notaron pero no abrieron de inmediato y el Bicho tuvo que repetir su hazaña de sacaojos con este contrincante más fuerte y peligroso. Tuvo suerte y los fuertes aullidos del perro alertaron a la niña que se lo había robado de su casa y con el tiempo había desarrollado un instinto de madre. Le abrió exactamente en el momento en que estaba a punto de ser mordido por un costado.

Después de ese grave caso no hubo nada trascendental, lo único memorable fue que un día le dieron anginas y empezó a babear. Despertó sospechas y la gente creyó que tenía rabia. Casi lo linchan a escobazos pero un alma de dios le dio tratamiento y luego lo llevó de nuevo ante sus dueños para hacerle justicia.

“Señora— dijo su salvadora—, aquí le traigo a su gato que estaba mal de la garganta y padecía de anginas”.

No hubo más conflictos ni sucesos contraproducentes porque Miel falleció y se hizo la calma. Después el mismo Bicho tomó la decisión de marcharse y se fue sin dejar rastro.


Treinta de noviembre.


La venganza de los fetos.

Tito era un obrero común y corriente. Tenía treinta y cinco años y estaba soltero. Vivía solo, no porque no le gustaran las mujeres, sino porque era un hombre solitario por naturaleza. Desde pequeño había tratado de evitar los compromisos morales o sentimentales porque en lo más profundo de su ser había un nómada inconstante que luchaba día a día por mantenerse en un lugar. Su enemigo número uno era la rutina del trabajo. Todos los días entraba a un taller eléctrico donde realizaba todo tipo de reparaciones tanto de equipo eléctrico industrial como de cacharros domésticos. Trataba sin éxito alguno de variar sus comidas o los sitios del almuerzo, pero dada la variedad que tenía a mano, al final todo se hacía rutinario. Por las tardes del viernes se encontraba con sus amigos y jugaba unas partidas de dominó. Cuando las repetitivas conversaciones de sus compañeros de juego lo aburrían, se ausentaba diciendo que tenía cosas importantes que hacer. En sus relaciones amorosas era igual, en cuanto una mujer empezaba a repetir sus exigencias o complacencias se aburría y buscaba la forma de cortar con ellas. Nunca había tenido mujeres guapas y soñaba con encontrar una mujer a la que pudiera soportar gracias a su belleza. Por desgracia, nunca la encontró, así que seguía en la lucha diaria por cambiar aunque fuera un solo detalle en las personas, las actividades o las cosas que encontraba a su paso.

Un día que fue a un centro comercial a conseguir unas herramientas y se cruzó con una mujer que lo llamó por su nombre. Muy desconcertado la saludó y, en cuanto supo que se trataba de una compañera del colegio de quien había estado perdidamente enamorado en la infancia, no dio crédito a los que veían sus ojos. Elizabeth, aquella niña blanquísima de ojos azules y pelo rizado que era para él como Alicia en el país de las maravillas, se había transformado en una mujer delgada, con el pelo liso y ralo, con los dientes alineados pero muy separados uno de otro y con una voz demasiado aguda que estaba a años mil de aquella preciosidad de vocecita tierna y alegre que recordaba en su memoria. Ella por el contrario, lo trató con mucha cordialidad porque veía al mismo niño, un poco más alto, más gordo y con barba, pero con la misma mirada de becerro sorprendido. Conversaron unos quince minutos y quedaron de volver a encontrarse en la primera oportunidad.

Una tarde de domingo en la que Tito no sabía qué hacer para variar la secuencia de sus fines de semana, llamó a Liza y quedó con ella para tomar un café. Cuando se encontraron, ella iba más arreglada que la primera vez y su apariencia era mejor, no obstante el arreglo, no era lo suficientemente bueno como para cambiar la opinión de Tito sobre lo demacrada que se había puesto su compañerita de la escuela. Al principio su conversación trató sólo de los recuerdos, pero en cuanto se hubo terminado su pasado, no supieron qué decir del presente, así que se saltaron al futuro. Tito habló de su deseo de cambiar algunas cosas que se habían conservado durante mucho tiempo en su aburrida existencia, entonces fue cuando Liza aprovechó el momento para pedirle que la acompañara la próxima vez a su reunión con los feligreses de su congregación. “Así no más, para variar”—le dijo Elizabeth con su voz de flauta. Él aceptó y quedaron de verse el próximo fin de semana.

Era un día muy bonito y Tito se sentía rebosante de salud y ánimo, habría querido ir a otro sitio, pero como ya había prometido que iría a la reunión de La Hermandad de los Justos Visionarios para conocer a los compañeros de su amiga Liza, se resignó. La encontró pronto. Ella iba modestamente ataviada y su vestido largo con estampados le daba un aspecto de anciana prematura, además sus piernas se veían como si fueran de origen avícola. En la iglesia conoció a mucha gente de personalidad opaca y actitud lúgubre, sin embargo eso no le impidió relacionarse con sinceridad.

El sermón estuvo a cargo de un sacerdote muy enérgico que hizo un urgente llamado a la recapacitación sobre la conducta moderna de la sociedad. Habló sobre las familias y sus relaciones, la fe, la voluntad y el pecado en el que se había sumido la sociedad actual. A pesar de que Tito no era muy religioso, el mensaje del reconocido pastor le despertó una idea que no pudo definir en aquel momento, pero que se manifestó muy claramente un lunes por la mañana cuando estaba en la ducha y salió materializada en las siguientes palabras que le dijo su misma voz.

 “Tu insistente deseo de cambio es debido a la inconformidad. Debes buscar cuáles son las cosas que no te gustan para cambiarlas”.

Desde ese día, Tito, fue otro ser. Hablaba más, recogía las opiniones de sus compañeros sobre temas sociales. Pasaba mucho tiempo con Liza alegando sobre la justicia y lo más apropiado para las personas. Iba con regularidad a escuchar las conferencias dominicales del padre James y, al final, decidió que encontraría la paz si se unía a la organización de forma oficial. Su bautizo fue un sábado por la tarde y anunció que se casaría con su amada amiga. Los hermanos de la comunidad se alegraron mucho. Tres meses después, la vida de Tito era completamente diferente. Incluso, él mismo parecía otro. Se había afeitado la barba, su mirada había cobrado un aspecto rígido y su arreglo aunque limpio, parecía anticuado. Dejó de beber refrescos, evitaba la cerveza y tomaba sólo una copa de champagne en Año Nuevo.

Un día tuvo una conversación con Liza y le sorprendió que ella se hubiera hecho miembro de la organización religiosa después de un problema con una organización, que de forma clandestina vendía vísceras de fetos abortados, encubriéndose con el nombre de Clínica de Asistencia Social para Embarazos no Deseados (CASED). Con la intensión de descubrir si era verdad lo que le decía su esposa, se fue a tratar de convencer a los representantes de dicha organización para que le vendieran las sustancias milagrosas de la fuente de la juventud. En cuanto lo comentó Tito, una secretaria lo hizo pasar a una sala y veinte minutos después tuvo una conversación con un representante que le propuso todo tipo de órganos para el embellecimiento. Tito pidió un presupuesto, fingiendo que quería un tratamiento completo para su mujer, y se retiró con la promesa de llamar la siguiente semana.
Elizabeth lo estaba esperando para saber el resultado de las pesquisas de su marido. “Es horrible, apocalíptico”—dijo Tito, azotando la puerta. Toda la tarde discutieron sobre el problema y a la mañana siguiente, después de haberse mantenido en vela toda la noche, Tito, salió de su casa con una escopeta corta escondida en una maleta. Tito iba a paso apresurado, sus ojos estaban desorbitados y todo el tiempo repetía:

 “El juicio final ha llegado, arrepiéntanse”.

Esa misma frase fue la que oyeron las enfermeras encargadas de llevarse a un congelador los cuerpos de los niños frustrados y que ya estaban destinados a convertirse en sustancias rejuvenecedoras para los ricos. En total, Tito, mató a veinte personas y en el momento en que lo detuvo la policía dijo que la avaricia humana estaba provocando el nuevo apocalipsis. Fue condenado a la inyección letal y se despidió de este mundo implorando el perdón de Dios.


FIN.








1 comentario:

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    Kike

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