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La cura

No solo había perdido la concepción del tiempo, también había desaparecido su voz de barítono que desde la adolescencia lo había torturado tanto. El problema era que las palabras ahora se distorsionaban y lejos de entenderlas, las imaginaba. Los verdes bosques y transparentes ríos se dibujaban como verdes bosqueados y transparencias ríantes. Lo entendía, pero no era capaz de imaginarlo, era como si la lógica se hubiera retorcido. Caminó hacia el lago donde se había encontrado la primera vez con Olivia y el esmeralda de sus ojos lo había obsesionado locamente.

El camino era recto, pero al caminar las agitaciones se hojeaban, los trinos se pajareaban y las parvadas de acantistidos, la especie de aves más bella, giraban como esferas de plumas siguiendo las trayectorias de las bolas de beisbol. El aire estaba tibio y su roce con las afiladas piedras se convertía en silbidos terrosos. En lo profundo del bosque distinguió las luces celestes que emitían rayos fosforescentes como cerillas mojadas en la noche. Lo que más lo asombró fue que al bajar la vista buscando los pétalos de las flores silvestres, se encontró con unos helechos felpudos como caracoles. Una lluvia de polen le nubló la vista. 

Algo no andaba bien. Esos efectos de quimioluminiscencia, esos caracoles peludos y la voz muda nunca se habían incluido antes. Siguió adelante sin sentir los pies, sin ser consciente de su cuerpo. Era guiado por la inercia. Se acercó a la orilla ocre de la albufera y la vio. Olivia caminaba despacio. Llevaba un maorí nuevo que hacía destacar su figura. John se estremeció un poco y se detuvo para apreciarla mejor. La había perdido hacía unos años y no quería dejarla ir de nuevo. Ella lo reconoció y fue a su encuentro. Su pelo largo se agitaba con el viento, sus hermosas piernas iban dejando un camino dorado de granos. De pronto, ella comenzó a hacer muecas y lo llamó Ariki. “Mi jefe, piedad, mi jefe, piedad”—gritaba ella acercándose si dar crédito a sus ojos.

El encuentro no fue placentero. Los arroyó una avalancha de amor acre y enfermo que despertó el brillo del sol y los destellos de las estrellas acuáticas que danzaban como pequeñas bailarinas. En un abrazo permanente se quedaron en la hierba hasta que se retiró el sol. No intercambiaron palabras, pero John sabía que le había concedido el perdón. Podría estar tranquilo en el futuro, aquel acto noble lo redimiría.

Se sentó y miró el horizonte. Reinaba la calma y sentía la felicidad. No podía entender cómo había sido capaz de cometer un acto tan brutal en el pasado. De pronto, su vista se apagó. En un breve espacio de tiempo fue teletransportado a una cama. Estaba de nuevo en el consultorio. No quiso abrir los ojos y escuchó la voz del hombre que estaba junto a él.

—Lo siento, estimado John—dijo con voz tranquila—, el tiempo se ha terminado, pero hemos podido llegar a ese lugar y librarnos de ese suceso traumático. Es un gran logro, ha puesto mucho de su parte.

—Sí, Dr. Es verdad, ya no siento el remordimiento.

—Sí, John. He de decirle que hubo un pequeño problema con el programa. Por un momento hubo una interferencia que afectó el envío de datos y es posible que haya escuchado cosas raras e ilógicas.

—Lo noté, si que lo noté, pero me vi imposibilitado totalmente, aunque no fue desagradable. Fue una sensación extraña.

—Le prometo que no volverá a pasar, aunque tal vez…Bueno, usted me entiende John…

—Sí es verdad, Dr. Creo que no tendría sentido someterme a más viajes de estos.

—Pues, bien, querido amigo. Le agradezco que haya tenido tanto valor y paciencia.

—Era el deseo de olvidar aquel suceso tan triste. Ahora, por cierto, no siento nada al recordarlo, incluso creo que poco a poco lo olvidaré.

—Eso es una muy buena noticia, además podrá estar seguro de que ya no cometerá más asesinatos. Vaya en paz.

John sonrió, esperó pacientemente a que le desconectaran el casco con los electrodos. Se incorporó, se quitó la bata, se vistió, le estrechó la mano al doctor. Salió tranquilo, sus pasos se aligeraron y no pudo echar a correr. Dos guardias lo estaban esperando. Lo esposaron y lo subieron a una camioneta. En el trayecto John llevaba la vista fija en sus manos. Respiraba tranquilo y pensó que por fin podría cumplir su condena en paz.

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