domingo, 4 de septiembre de 2022

El escribidor


 Bajo los portales de la plaza de Santo Domingo había un local muy concurrido. La atracción principal era la música que producía una máquina de escribir. La gente hacía filas enormes para poder obtener los servicios de Pachequito. No había fenómeno meteorológico que le impidiera a la gente esperar pacientemente su turno.  “¿Ya se la ha dado, querida Chonita? —le preguntaba la señora de la fonda a su amiga que le mandaba cartas a su hijo al otro lado del río. La amiga asentía con la cabeza, sonreía y se marchaba a paso rápido impulsada por la felicidad. Como ella, cientos de personas se levantaban a las cinco de la mañana para coger el autobús y llegar hasta ese sitio. La espera no era muy larga para los primeros, pues el escribiente era madrugador. Los que percibían el fuerte olor a café, tabaco y vaselina, sabían que se acercaba ya el hombrecito de las cartas. Era bajo, delgado y su cara se definía solo por sus grandes anteojos, sus rasgos se diseminaban según el observador. A muchos les parecía que tenía un bigote menudito, con una boca carnosa y nariz afilada; a otros, por el contrario, su cara les producía una sensación de miopía en la que se borraba todo rostro.

Pachequito era de esas personas comunes a las que les fue otorgada una cualidad. No tenía estudios ni había trabajado en ningún sitio para ganar experiencia. Sus padres lo habían mantenido hasta los veinte años y luego, al ver que ya se podía mantener solo, le dejaron crecer las alas y echó a volar. No llegó muy lejos, pues asentó su nido a unos doscientos metros de la casa paterna.

 Él era poco inquieto, muy cerrado y su única afición había sido meditar. En su análisis del mundo descubrió que la vida era complicada para unos y simple para otros. No dependía de la filosofía que tuvieran las personas, sino simplemente de las palabras. Esos sonidos que entraban por las orejas se iban a diferentes partes de la cabeza y actuaban en grupo o aisladas y luego producían cosas raras como euforia, nostalgia, amor u odio.  Chequito había descubierto un día que las palabras nocivas se podían sacar de la mente con una pequeña trampa. Era necesario pensar en ellas, decírselas a él, luego escribirlas en una hoja de papel y luego quemarlas, por el contrario, las palabras benéficas se apuntaban en un folio y se ponían en un lugar visible. Era sencillo, pero había que seguir algunos pasos con exactitud para que llegara la solución. En primer lugar, tenían que ser dictadas en secreto, luego envueltas en un sobre que se sellaba a conciencia para que la palabra no se escapara en el trayecto y, por último, se quemaban las malas en un cenicero y si eran benignas se recibían con un gran saludo y sonrisas.

Escribía hasta el anochecer. La gente le pagaba con lo que podía. Llevaban gallos de pelea, dinero de cobre, costales de maíz, sombreros de paja, huevos u hortalizas. Él aceptaba de todo y luego se lo repartía a sus familiares y amigos. Había ocasiones en que por risibles coincidencias les llegaban las cosas a las personas que habían pagado con ellas. La gente lo tomaba como algo natural, era la confirmación de que el acuerdo había funcionado bien. Las tardes más duras eran en vísperas de fiesta porque la gente acudía en grupos o parejas y casi nadie sola. La máquina de escribir se ponía al rojo vivo al darle tantos golpes al teclado, luego, la palanca de retorno que parecía un bastón, sonaba tan a menudo que salía una canción de notas sordas. Era como una balada de amor en la que se hablaba de cariño, rencor, amor y traiciones. Se componía con las palabras que le susurraban al oído, le solían cantar las más bellas como pasión, delirio, ternura y otras.

Trabajó toda su vida y ningún adelanto técnico pudo hacerle perder clientes, pues más que escribir las palabras, las materializaba o las esfumaba y eso la gente no lo podía encontrar en ningún sitio. Lo visitaron actores de cine, bellas mujeres engalanadas, secretarios de estado y un día que se tuvo que acordonar la plaza, llegó a verlo el presidente. Se bajó de su coche y caminó con seguridad hasta el portal de Pachequito. Le estrechó la mano, le dedicó un gran discurso y luego se sentó en el banquillo, se inclinó, le dijo su palabra. El país mejoró.

2 comentarios:

  1. Hola, Juan Cristóbal. Me da gusto ver que sigues escribiendo. Me ha parecido interesante el texto, aunque siento que al final te has apresurado un poco. Saludos :)

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  2. Muchas gracias por tu visita, H.G, creo que tienes razón en lo que dices sobre el final. Es que tenía el límite de las 750 palabras del café literautas y se me acabó el espacio.
    Saludos y mucha suerte.

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