domingo, 23 de agosto de 2020

Libros inéditos

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Estábamos muy decepcionados. Los fiascos de los últimos meses nos estaban sacando de quicio. Todas las brillantes ideas que se nos habían ocurrido se habían desmoronado ante nuestros ojos llevándose el poco dinero que teníamos. Después de cada tropiezo había encontronazos. Ese día habíamos tenido la enésima riña y a Iván lo habían mandado al hospital Henry y Aníbal, Víctor y yo nos habíamos mantenido un poco al margen de la discusión, pero cuando empezaron los golpes tuvimos que intervenir, sin embargo, solo atizamos el fuego con nuestros gritos. El caso es que el silencio, provocado por el remordimiento, nos había formado un escudo de miradas de reproche que impedía cualquier intento de comunicación. Por nuestras mentes volaba un enjambre de pensamientos venenosos como el del día en que fracasó la radio porque nos salimos de presupuesto y nadie se enteró de nuestra existencia el cierre de la revista estudiantil que sirvió para exaltar el ego de Henry que era un amante incondicional de lo ajeno y nos había timado a todos, en lo material y en lo moral. También aquellas eternas discusiones en el local de libros usados que, en lugar de vender nos obligaba a recibir gente ofreciéndonos todo tipo de libros y, por último, el evento de poesía y narrativa que nos había ilusionado tanto y se estropeó por la lluvia y las impertinencias de Henry e Iván.

Fue así como nos enroscamos cada uno en nuestra madriguera. Tratábamos de convivir de la mejor forma posible. Habíamos vuelto de la visita al hospital. Nos dijeron que Iván se recuperaría muy pronto y que su conmoción cerebral por el golpe de una silla no le dejaría ningún resquicio en la cabeza. María Azalea estaba preparándose algo de cenar. Nina se había quedado dormida y Paola leía “El Obsceno pájaro de la noche”. Quería hacerle un comentario sobre el libro, pero al pensar que eso solo traería problemas seguí escuchando la sexual voz de Marilyn Monroe con su vocecita pidiendo I wanna be loved by you. Cerré los ojos e imaginé aquella fotografía en la que aparece la despampanante rubia con un vestido blanco. Los violines y la famosa película “Los hombres las prefieren rubias” me llenaron la cabeza con vientecillos de sordina y cuerdas vocales evocando la d con todas las vocales y los soplidos al micrófono de esos sex appeal labios. De pronto, me quité los audífonos para oír lo que me decía Nina.

—Oye, Carlos, se me ha ocurrido algo, pero no sé cómo explicarlo.

—Pues, dilo, pero no llames mucho la atención porque ya sabes cómo van a reaccionar estos dos—le dije señalando a Henry y a Víctor.

—Soñé que teníamos una tienda de libros…

—Vale, si fue una pesadilla, lo siento. Si quieres podemos salir a tomar un poco el aíre.

—No. No es eso. Es que la cosa marchaba bien desde el principio.

—Pues, en eso tienes razón. A nosotros solo en sueños nos puede ir bien. Formamos un grupo tan dispar que sería mejor separarnos de una vez.

—Pues, al fin creo que he encontrado algo de verdad. Mira, escúchame y si lo que te cuento no te convence, entonces lo dejamos para siempre y cada quien por su camino.

Comenzó a describirme imágenes fatuas de personas convencionales que llevaban libros de pequeñas tiradas a un lugar extraño y no solo libros, sino todo tipo de publicaciones independientes que se vendían allí. Le expliqué que había una película en la que contaban lo de los libros no publicados y que todo eso era basura publicitaria. Nina guardó silencio unos segundos, pero luego me clavó la mirada y me dijo que a pesar de que se publicaba un montón de basura y estaba de moda ser escritor emergente, se podía usar el ingenio para crear un nuevo mercado. Ella insistió en que podíamos escribir con nuestro talento muchas novelas y colecciones de poemas que llevaran el nombre de una persona desconocida. Le pregunte qué objetivo tendría perder tanto tiempo en esas banalidades. Le estuve refutando todos sus argumentos, pero ella tenía una especie de síndrome de creatividad y todo el tiempo repetía su “y si esto o y si lo otro”. Al final logró que los demás pusieran atención en lo que decía. Sus ideas se fueron metiendo como gusanos en nuestros oídos y terminaron carcomiéndonos todo el cerebro. Después de tres horas de un interrogatorio cruel, Nina nos convenció de que podíamos hacerlo. No sé cómo resistió tanto escepticismo y frialdad. El caso es que su idea sí que era brillante y nosotros unos negados para imaginarla. Su propuesta consistía en escribir en grupo obras parecidas a las grandes obras de la literatura y buscarle un autor al azar o inventarlo. Si eran personas desconocidas y de otros países, mejor. Tendríamos que combinar estilos y estructurar historias, redactarlas, corregirlas y someterlas a un severo análisis crítico. El rechazo de Henry y Aníbal nos proporcionó las herramientas que necesitábamos. Alguien dijo que se podría empezar con una historia parecida a la de Franz Kafka. “Tendrá un gran éxito, solo necesitamos cambiar algunas cosas tales como el nombre, el insecto y la relación con la familia”. Esas fueron las palabras que encendieron la mecha de la bomba que nos haría volar por los aires.

Nos pusimos a trabajar sin pausas. Las tandas eran de doce horas y si las paredes, antes de empezar ese proyecto, ya estaban manchadas de nicotina, en ese momento ya lucían de color marrón. Corrían ríos de café y las cajetillas de cigarros llenaban en un día el cubo de basura. Cuando terminamos la “Transmutación” la llevamos a una imprenta y solicitamos que imprimieran diez ejemplares. Pedimos que se usara papel viejo amarillento de poca calidad y un empastado ajado y apestoso. El autor era un tal Martín de la Fuente, estudiante universitario de la ciudad del Rosario, que había fallecido y dejado su único libro. Sabíamos que en caso de buscar al autor sería imposible identificarlo y los hilos de la relación entre nuestra novela y ese ser inexistente eran invisibles. Nos dirigimos a un periódico y hablamos con un periodista joven e inexperto y le dijimos que su artículo causaría revuelo. Fue así porque le dedicó el suplemento dominical a nuestro autor y después una editorial nos compró los derechos y la publicó. Los críticos trataron de destruirla, pero logramos que con todos los defectos que tenía pasara a la historia. Después hubo un buen tiraje y los nueve ejemplares que teníamos ocultos se los vendimos a coleccionistas.

Por primera vez estábamos todos ocupados en algo y nuestro objetivo era muy claro. Iván volvió con nuevos bríos, hizo las paces con Henry y Aníbal y sedujo a Paola un día que se pusieron a leer “Las memorias de una pulga”. Comenzamos a crear novelas y antologías de poemas que se vendían muy bien. Fuimos depurando la búsqueda de personas no localizables y les atribuimos los libros. Hicimos supuestas traducciones inéditas y en nuestra estantería contábamos con autores sudafricanos, chinos, malasios, etíopes, moldavos y húngaros entre otros. El primero en publicar un libro fue Aníbal. Le gustó tanto el tema de Fabiola de Nicholas Wiseman, publicada en el año 1854, que la leyó diez veces, se empapó del estilo narrativo y arrancó con un trabajo llamado Siria que en lugar de ocurrir en el siglo tres de nuestra era, acontece en el siglo veinte. Mientras la elaboraba nos atiborraba de preguntas y le corregíamos lo que considerábamos falto de buen gusto o con poca fuerza narrativa. Una tarde llegó con tartas y botellas de vino espumoso. Puso sobre la mesa una pila de libros, cogió una Parker y comenzó a dedicárnoslos. “Con enorme aprecio para mi mejor amigo y compañero Iván, esperando que la lectura sea de su agrado”. Al oírlo se nos hizo un nudo en el estómago, la sorpresa diluyó la furia que nos incitaba a matarlo. Nos abrazó y pronto comprendimos que teníamos un gran potencial. Vimos con claridad que podíamos seguir con los libros desconocidos y olvidados y lanzar nuestras propias obras. El sueño de convertirnos en escritores se hizo realidad y ahora somos una editorial famosa. 

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