sábado, 25 de julio de 2020

Terezinha

I

Hacía unos días que me habían dado de alta en el hospital. Era uno de los sobrevivientes que no fueron arrestados por los ingleses el 5 de octubre de 1804. Éramos en total cincuenta náufragos incluido el teniente de navío Pedro afán de Rivera. Quedé enganchado a unos maderas de la proa. La corriente me llevó en dirección Este y permanecí a la deriva varios días. Luego perdí el sentido, pero como me contaron después. Una embarcación portuguesa me rescató. Cuando me recuperé supe que habían mandado a unos soldados para que me llevaran de nuevo Castilla. En esos días había pospuesto las salidas porque el temporal era muy malo. Pasé los días bebiendo en una taberna que estaba cerca del mesón en el que, gracias a la intercesión del alcalde, me habían dejado pasar las noches con una pensión completa. Gané unos cuantos escudos de plata que obtuve por mis labores de escribiente. Aprovechando la tranquilidad de una ciudad pequeña me dejé llevar por los placeres nocturnos. Había un sitio en el que se servía buen vino por las noches y las mujeres alegraban las veladas con bailes y caricias.

Tenía una conocida que me había hecho reducir mis ganancias a la mitad, pero estaba muy agradecido de poder gozar de su compañía. Me hablaba en su portugués costeño haciendo caso omiso de mi desconocimiento de algunas palabras y expresiones. Un día, antes de partir, fui a buscarla, pero no apareció en toda la noche. No quise amansar mis necesidades con otra mujer y bebí gozando de los cánticos y las danzas. Entrada la madrugada cuando la gente se comenzó a dispersar por las habitaciones y la música se hizo más lenta, vi a un hombre que me miraba con persistencia. Llevaba una camisa de olanes con un cordón desatado. Tenía un aspecto raro y en un principio estuve arisco a sus palabras, pero al preguntarle sobre su empleo me contestó que era comerciante y amanuense. Habló sobre sus viajes y las ciudades que frecuentaba. Me quedó la impresión de que el país era muy rico en vegetación. Hablamos un poco de las mujeres que ahí trabajaban, le comenté que me encantaba la Terezinha. El dijo conocerla, que era buena hembra. Apasionada y con mezcla de esclava y reina. Sabía obedecer y subordinar según lo requiriera la ocasión. La imaginamos juntos con sus grandes escotes y su pelo rizado, con esa sonrisa de zorra que armonizaba con su perfil fino y aojado. Su mirada era la desgracia de los hombres que veían como sus glaucos ojos herían el corazón tirándose a matar. “Prendado está usted, amigo—dijo acariciándose el bigote—. Esa mujer es la condena del alma”. Era verdad porque estaba dispuesto a no volver al servicio a mi patria por aquellas piernas prietas de la aromática Terezinha que me había enseñado a pronunciar correctamente su nombre en su idioma y yo lo repetía en mis sueños.

Al final resultó mejor no verla esa noche o, al menos eso creía en aquel momento, porque después tuve un mal presentimiento y, es por eso, que muchos años después vuelvo a esta ciudad para saber su paradero. No me gustaría recibir una mala noticia y su imagen de señora envejecida, tal vez sin algunos dientes, canosa y descompuesta, es mucho mejor que la confirmación de mis miedos. He traído conmigo los cuadernillos que me dio Vitor Agostinho aquel que me diera atareada conversación. Ni siquiera llegué a sospechar lo que tramaba aquel desdichado ser. “Soy escritor de cosas de la vida, ¿sabe? —me dijo ya muy ahogado en alcohol—. Lo malo es que publicar un libro en nuestro tiempo es muy caro. Quizás usted podría ayudarme. Mis historias son para la posteridad. Es usted un hombre de bien, influyente y podrá con toda seguridad hacer que se cumpla mi ultimo deseo”. Traté de darle consuelo a sus penas y hasta lo encaminé a su casa. Nos despedimos con un abrazo sincero y me quedó grabada su mirada de crueldad que no sé si fue porque quería vomitar y se contenía o porque se imaginaba el final de la historia con mucho trecho de anterioridad. Cogí los cuadernos y me los metí en el jubón pensando seriamente en que los llevaría a la imprenta. Vi su capa alejarse. Llevaba en la mano su sombrero y su sombra parecía una serpiente avanzando dudosa. Ya compuesto de salud y espíritu volví a mis labores. Primero fui llamado a dar informe y luego asignado para viajar junto con Carlos María de Alvear, único sobreviviente de la familia de Diego de Alvear, a la Argentina. Toda la familia había naufragado conmigo y muchas veces me pregunté como había sido posible su desaparición. Mis labores y compromisos me alejaron de los cuadernos que permanecieron muchos años en un baúl, pero era mi destino leerlos finalmente y lamento mucho haberlo hecho. Esto fue lo que encontré:

II

Capitulo primero

Nací en el año 1774 en un pequeño pueblo cerca de Braganꞔa. Viajé desde pequeño a Meixedo y conocí la gran vegetación de los bosques del norte. Supe de los animales salvajes que habitaban allí. Tenía siempre miedo de los lobos que merodeaban por nuestro coche. Oía sus narices olisqueando, los mordiscos en la madera. A veces aullaban sin fuerza como amenazándonos con sarcasmo. Un día tuve la desgracia de salir por la noche a orinar. Tendría once años y al darme la vuelta, ya para volver a mi cama vi un lobo. Estaba frente a mí. Me miró sin furia, sin parpadeos. Sus brillantes ojos me comunicaron sus palabras: “Eres mi hermano gemelo. No somos dos contrarios y nos separaron para siempre, sin embargo, debes reunirte conmigo a través de un ritual. Tendrás que hacer un sacrificio en las noches sin luna. Ningún alma humana debe mirarte para que puedas retornar al bosque y yo esté en ti y tú en mí”. Me dio las instrucciones exactas de la ceremonia y me fui a dormir. A la mañana siguiente no recordaba nada. Estaba de buen humor y mi apetito fue el de un hombre mayor. Estás creciendo Víctor, me dijo mi padre limpiando los platos. Era cierto, me había salido un bigotillo de terciopelo bajo la nariz. Me sentía vigoroso y dispuesto a conquistar las tierras que veía en el horizonte.

Capitulo segundo

Habían pasado ya varios años. Me había hecho un experto en plantas medicinales. Ponía en bolsos de tela de lino mis hojas secas. Tenía clasificados los tipos de té, los ungüentos y las grasas de reptiles. Mezclaba algunas sustancias con aguardiente y se las vendía a los hombres para sanar los dolores de riñón o hígado. Tenía infusiones para los cólicos y jarabes para que las mujeres dejaran de ser lascivas. Mi padre estaba orgulloso. Recorríamos toda la costa del Atlántico, nos internábamos por los bosques. Teníamos una ruta de norte a sur que duraba un año. Hacíamos paradas en todas las poblaciones y nos relacionábamos con la gente. Nos pagaban bien y podíamos disfrutar de los espectáculos que nos ofrecían los cirqueros y magos. Mi padre siempre tenía monedas para cerveza o vino y como se desentendía del negocio sabiendo que yo podía con toda la carga, se llevaba al coche mujeres con las que reía y mugía como un buey feliz.

Capitulo tercero.

Una noche en que estábamos cerca de Vila Nova de Serveira cerca del río Minio. Mi padre llegó con una mujer gorda de unos cuarenta años. Me llamó y al acercarme vi a una joven que venía con ella. Tenía un vestido limpio y olía a aceite rancio y flores. Llevaba una diadema de metal un poco oxidada y su piel era muy pálida, sin embargo, tenía unos pechos redondos como naranjas y su rostro era el de una hembra canina en espera del ataque. Me miró con la cabeza baja. Mi padre abrió la puerta del carro y me ordenó subir. Entré y sentí que detrás venía la chica. Se cerraron las puertas y el espacio desfalleció de luz. Se me echó encima como quien quiere pelea, pero al tenerla sobre mí, me pidió que la desnudara despacio. Me ofreció su espalda y desaté los cordones que sujetaban su vestido azul. Quedó semidesnuda y se despojó del camisón amarillento. Me quité la ropa sin saber lo que hacían mis manos y, cuando estábamos en cueros, ella se echó boca arriba. Me miró retadora y me llamó. Sentí su cuerpo tibio y salado. Tenía poco bello en los sobacos y su vientre mostraba una barbita rala con unos labios rosados y regordetes. La monté con fuerza y sentí sus uñas traspasarme la piel, el placer por la unión me puso salvaje y la aferré con fuerza. Ella se retorcía debajo de mí. Reía de su ocupación pervertida, me empujaba para que tomara vuelo y después descendiera para traspasarla. No sé cuánto duramos así, pero de pronto noté los dientes más chirriantes, la piel más peluda. Me estaban poseyendo el deseo y la locura. Se me nubló la vista y sé que la mordí y me llené los pulmones con el olor de su carne fresca. Vi de nuevo al lobo que años atrás me había dicho que era mi hermano. Temblé de horror, pero ya no era yo, sino él, que aullaba con la potencia de un fuelle.

Capitulo cuarto

Los encuentros con mujeres se fueron repitiendo y mi padre fue perdiendo fuerzas. Parecía que cada vez que yo complacía mi cuerpo con un encuentro sexual, era él quien perdía el vigor que yo empleaba en el amor. Comencé a ver cada vez más cuajada la imagen de mi hermano. Una tarde de invierno muy fría tuve la revelación. Estaba con una campesina que se había ofrecido por unas cuantas medicinas para su madre. Era muy corpulenta y generosa en el amor. Se encendía como una hoguera y su calor duraba muchas horas. Parecía que tenía la fertilidad de la primavera. Habíamos quedado que primero curaría a su madre y después, para que pudiera entregarse sin recato. Haríamos el amor. No sabía entonces que se conjuntarían todos los elementos de la tragedia, pues como ya había contado antes. Mi progenitor perdía fuerzas con mis andadas y esa noche no tenía las suficientes para soportar el fuego de Fillipa que parecía una yegua en brama. La madre se recuperó a la mañana siguiente. La lusa floreció y tenía un encanto envidiable. Mi padre, por desgracia, amaneció tieso frente a las cenizas de la hoguera que había hecho. Lo sepultamos y me vi solo conduciendo el negocio familiar.

Capitulo quinto

Ya huérfano por doble partida, primero mi madre en la infancia y, ahora mi padre en la juventud, decidí seguir adelante sin mirar atrás. Los buenos consejos de mi procreador quedarían para siempre mientras él se iba integrando más a la tierra y transformándose en parte del universo. Lo eché de menos los primeros meses, incluso hablé muchas tardes con él. Así como lo solíamos hacer. Sentados frente a la hoguera hablando de nuestros planes futuros. Seguí elaborando los remedios con plantas, grasas de animales y algunas sustancias químicas. No se incrementaron mucho mis ganancias porque me faltaba el poder de convencimiento que mi padre sí tenía. Era un verdadero actor que entonaba, gesticulaba y lloraba como si de verdad estuviera convencido de lo que decía. Para mí era mucho más difícil, sin embargo, comencé a imitarlo y las cosas resultaron mejor. La gente me preguntaba por él y les contaba el triste final de su vida. Seguí haciendo mi ruta cada año, pero en uno de esos viajes pasó algo terrible.

III

Lo que Víctor Agostinho cuenta en adelante es fruto de una mente de sesos retorcidos o de la transformación, por causa de alguna pócima o un embrujo, de un hombre normal en algo bestial. Habían pasado diez años desde aquel infortunado día en que lo conocí. Era el año catorce y supongo que tendría unos cuarenta o cuarenta y cinco años. Volví a Garganta que estaba en una gran planicie árida. Busqué el Ana da Eira donde me había encontrado Terezinha. El lugar había cambiado un poco, era más pequeño de lo que lo recordaba. Por suerte estaba la encargada que ya era una anciana. Los años se le habían quedado encima y su carga era muy fastidiosa por las enfermedades que la comenzaron a afectar de forma demoledora. Andreia de Santos que sobresalía por carácter antes, ahora estaba relegada a su habitación mientras alguna de sus pupilas se encargaba de organizar las habitaciones, controlar a las mujeres y poner detrás de la línea a los hombres. No me reconoció. Le dije que había asistido a su burdel hacía diez años y que entonces era un joven marinero español muy atractivo. No podía comprobarlo y mi gruesa figura, mi calvicie prematura y mi perilla un poco canosa parecían contradecir mis palabras. La señora de Santos ya no veía muy bien y la artritis le producía un dolor tan intenso que no se podía concentrar en nada. Le pregunté por Víctor Agostinho y me contó que había sucedido una gran tragedia. No fue muy clara al contarlo y me quedaron muchas dudas. La historia que ella me había relatado era inverosímil y no pudo o, no quiso darme detalles. Lo que saque en conclusión es que había muerto mientras estaba con una de las chicas, pero su muerte había sido tan extraña y horrorosa que nadie deseaba comentarla.

Fue necesario dirigirme a la policía. No pudieron atenderme ese día y me alojé en el Flor de sal. Era muy pequeño y tenía un olor rancio. Deseé que mi estancia fuera corta y decidí que en cuanto aclarara lo de Agostinho volvería de inmediato a Argentina para no regresar jamás a Europa. Tomé una botella de vino y me venció el sueño. Era lo que necesitaba para poder estar tranquilo. La imagen de Terezinha se había ido haciendo más clara y creía verla en las mujeres morenas con vestido azul, que no faltaban. Desperté por la mañana con el estómago torcido. No pude desayunar y al mediodía fui otra vez a la comisaría. Hablé con Rui Antunes el encargado de homicidios que me atendió guiado más por la curiosidad que por la cortesía. Le manifesté mi temor de que Terezinha hubiera sido asesinada por Agostinho. Creí que Antunes me contaría todo de principio a fin sobre su muerte, pero no fue así. Me fue escrutando hasta sacarme la última referencia que tenía de Víctor. No reveló su interés de inmediato y me fue haciendo preguntas tan bien elegidas que no podía evitar hablar de Agostinho. Le conté lo de los cuadernillos, la forma en que nos conocimos y las sospechas que despertó en mi su conducta. Más tarde fui presentando la historia a partir del temor que tuve al volver a Castilla. Fue por su mirada—le dije al comisario—, por lo que sentí un escalofrío y un miedo jamás experimentado. Era como hablar con un ser de ultratumba. Me vi obligado a mostrar los cuadernos e incluso leer pasajes desagradables. Cuando hablé del segundo cuadernillo que era donde se encontraban las descripciones más aberrantes de las vejaciones de Agostinho, el comisario no se inmutó. Parecía que estaba buscando algún dato o información que le diera una respuesta a sus hipótesis. Por ratos se le iluminaban los ojos y cuando terminé de hablar salió. Volvió con una cubierta de cuero grueso y sacó unos papeles amarillentos. Eran unas actas.

“20 de noviembre de 1804. Se ha presentado el cadáver de una mujer de unos veinticinco años. Mulata con el pelo negro largo y rizado. Su cuerpo presenta fuertes mordidas en las piernas, los brazos y las nalgas. Al parecer las marcas de los dientes son humanas. Le fueron mutilados los pezones y los labios tanto de la boca como vaginales…”

No pude escuchar hasta el final lo que leía Rui Antunes. Le pregunté si había encontrado más víctimas torturadas de la misma forma. Me dijo que sí, que tenía conocimiento de unos quince casos más. Fue entonces cuando cogí el segundo cuaderno de Víctor y busqué los capítulos diez, once y doce. El comisario perdió el habla. Repasó letra por letra lo escrito y después con el rostro descompuesto me dijo:

—Tendrá que dejarme esos manuscritos, señor Samuel Castro

—Sin duda alguna, comisario. Creo que están malditos. Cójalos, por favor.

—Muchas gracias. Mire, el caso de Agostinho, es algo fuera de la lógica. ¿Sabe? Murió en el Ana de Eira. Donde conoció usted a Terezinha. Él la pudo haber matado el mismo día que usted lo conoció. Esos escritos que me ha dado son como una confesión póstuma y ahora se le podría inculpar por esos homicidios.

—Espero que así sea, comisario. Por cierto, le pregunté a la señora Andreia de Santos los detalles de la muerte de Víctor, pero como está en malas condiciones no me dijo nada. Las demás mujeres me comentaron que era tan desagradable el suceso que lo único que les producía era vómito y nadie quiso contármelo. Así que, si fuera tan amable de no dejarme ir con la duda, se lo agradecería muchísimo.

—Pues, es en verdad horrible y de ser otra persona usted, jamás se lo contaría, pero supongo que algo debe estar plasmado en estos cuadernos y lo que le narraré no le sorprenderá mucho. Vea, dicen que sucedió así:

“Víctor llegó cerca de la medianoche al burdel y pidió bebida. Se tomó media botella de aguardiente de un trago y comenzó a buscar una muchacha para acostarse con ella. Olía a perro según dice el informe, por eso nadie se le quería acercar. Eligió a una chica y ella le puso como condición que se bañara y una cuota muy alta. Agostinho dijo que el dinero no era problema y sacó un saquito con monedas de plata. A todos se les despertó la curiosidad porque era bastante y si se lo iba a gastar en una noche, bien merecía la pena prepararle un baño y una buena cama. Se limpió y quedó listo para el amor. Le dieron su habitación y empezó a revolcarse con la mujer, pero en unos minutos se oyeron unos gritos de dolor. Por el barullo y la música los clientes no oyeron nada y confundieron los alaridos con gritos de placer. Por casualidad, el guardia de la casa lo notó y entró precipitado tumbando la puerta. El espectáculo era tétrico. Había sangre esparcida por todos lados. El cuerpo de la mujer yacía inmóvil. No tenía pezones y sobre ella estaba una bestia peluda. Al notar al negro guardián se le abalanzó y comenzó a morderlo con una fuerza sobrehumana. Por suerte, pasó alguien de la cocina con utensilios. El negro pidió ayuda y le proporcionaron un cuchillo. Agostinho se enfureció y las cuchilladas parecían darle fuerza. Mordía el aire y aullaba. Fue muy difícil aplacarlo. Al final perdió tanta sangre que ya no pudo seguir moviéndose. Y aquí viene lo inverosímil, estimado don Samuel. Dicen que el cuerpo peludo de Víctor se dividió en dos partes. De un lado, quedó un cuerpo humano y, del otro, la piel de un lobo. Nadie pudo decir si eran dos cuerpos o un hombre y una piel. El caso es que desde entonces dicen que Agostinho era el hombre lobo”.

Me quedé mudo. No pude más que levantarme y salir despacio de la comisaría. Rui Antunes no reaccionó. Noté al verlo de reojo que tenía mucho interés en los cuadernillos. Sé que encontró lo que buscaba. La confesión estaba escrita de forma indirecta con letra burda y mal hilada.

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