martes, 29 de octubre de 2019

Cuentiembre/ Segunda semana


Cuentiembre. Un proyecto para megustaescribir

Noviembre ocho

Se acostó muerto de sueño. El silencio de la noche lo llevó por una senda desconocida. Su mente había sido un mar con tormenta en los últimos días. Ahora ya había pasado todo y se sentía vacío. Claudia Prócula apareció frente a él. Era como en su juventud. Firme de carnes, bella y misteriosa, además de complaciente. Nunca quiso estar sin ella, pero en Jerusalén la perdió para siempre. Adoptó esa costumbre judía de lavarse las manos al entregar a Jesús. Prócula se lo había pedido, su amigo Mardoqueo o Marduk, como se hacía llamar, se lo revelo todo. Hasta el mismo Judas se presentó en su casa para avisarle que representaría su papel en el juicio de Jesús. De pronto la vida lo había puesto como impostor ante los judíos, como indisciplinado ante Tiberio, como marido necio ante su mujer, como traidor frente al Mesías judío. “¿Qué podía hacer? —preguntó levantando los brazos en medio de la oscuridad—. No tenía más remedio”.

Liberó a un criminal que después quemaría Roma y no habría dudado en cortarle la garganta. La vida no tenía sentido. Estaba exiliado dentro de su patria. El mismo hombre que se había presentado ante Caifás y Anás estaba sentado a su lado. No había cambiado. Llevaba su ropa vieja, sus sandalias desgastadas, el pelo desaliñado y la mirada severa. Estaba muy viejo, no se había convertido al cristianismo, a pesar de que lo habría podido hacer en muchas ocasiones. Recordó la tumba de la que había desparecido el cuerpo de Jesús. Recordó la noche en que se encontró con Menenio y habló del asesinato de un inocente. Decidió borrar los malos recuerdos y se vio con un uniforme romano, llegando a su casa después de su campaña. Lo recibía Claudia en un sillón con reposa pies hecho de hueso. Él se despojaba de su casco, la capa y su coraza, luego tiraba su túnica y se unía, como tantas veces lo había hecho, a su mujer que estaba tibia y húmeda después del baño. Se abrazaban, pero Claudia separaba sus labios y lo miraba con frialdad. “¿Por qué lo condenaste, Poncio? — le preguntaba con ira—. Te pedí que lo salvaras. Lo necesitaba como a la vida misma. ¡Jamás te lo perdonaré!”. Se levantó de un salto y salió a la terraza. No podía respirar, sentía que algo le aprisionaba la garganta. El hombre de pelos ensortijados le preguntó si se arrepentía de lo que había hecho. Llorando contestó que sí, que toda la vida había cargado con ese pecado. Agobiado por el pesar buscó una espada. Vio una jarra con vino y se la bebió completa. Esperó a que la cabeza le diera vueltas. Reconoció la bondad y el amor del Hijo del Hombre en quien no había encontrado culpa alguna. Le mostró su respeto y le hizo un juramento de lealtad. Después se hundió el metal en el cuello y se desplomó.

Los criados lo encontraron al día siguiente. Estaba tendido boca abajo. A su lado estaba un charco de sangre. Destacaba la hoja de la espada que le había atravesado el cuello. Se ordenó que se le ofreciera una ceremonia y luego fue sepultado.

Noviembre nueve

Jerusalén se fue quedando atrás El Monte de los Olivos se redujo hasta perderse de vista. Un grupo de personas iba en dirección a Jericó. El objetivo era comenzar una nueva vida para todos. Los planes habían salido a pedir de boca y ahora la nueva concepción del amor a Dios exigía que los apóstoles predicaran y fueran hasta el último rincón de la Tierra para llevar la nueva buena. La muerte había sido derrotada. El hijo del hombre se había levantado de la tumba para demostrar que su doctrina era la correcta. Era primordial cambiar de identidad. Jesús sería un hombre habitual, viviría para su familia entregándoles su amor, trabajaría en el campo y haría muebles para mantenerse. De vez en cuando irían sus discípulos a consultarlo para orientar a la gente. Quedaba pendiente la tarea de añadirle a la Torah, la redacción moderna, había que transformarla, dividirla en los acontecimientos pasados y la nueva era. Decidieron escribir un nuevo testamento. Las largas caminatas les ayudaban a decidir qué sucesos serían los más importantes en las escrituras.

—Jesús—dijo Judas acercándose al borriquillo que llevaba a cuestas al Mesías–, quiero que me bautices y me des un nuevo nombre cuando lleguemos a Betania.
—Y ¿Cómo deseas llamarte, Judas?
—No sé, Jesús, tendré que pensarlo, ¿Tal vez Saúl?  
—No lo sé Judas. Te cambiaré a ti el nombre y tu harás lo mismo conmigo. Seremos dos hombres que atestiguarán el milagro. Por mis huellas en las manos tendré que ser prudente. Diré que fui perdonado en la cruz y que mi dueño romano pagó mi liberación.
—Está bien. Y ¿los demás?
—Los demás tendrán que irse muy lejos. Llevaran la noticia a todas las tierras de las tribus de los hijos de Abraham, luego Roma y Egipto, de allí hasta donde puedan esparcirlo como si fuera trigo. Esta doctrina es la salvación del hombre.

Jesús bajó del borrico y cogió de la mano al pequeño José. María y Magdalena iban un poco más atrás. “Cuando estuve en el desierto—comentó Jesús—pude ver el interior de los hombres, fui tentado por el mal y estuve a punto de claudicar en mi tarea. Tenía un miedo enorme. Le tememos a lo desconocido y eso nos angustia, pero si logramos tomar el control sobre nuestras emociones más fuertes, se abre un nuevo mundo. El mal estuvo a punto de destruirme, pero razoné sobre mi situación y descubrí que la gente se martiriza con ideas infundadas. Los demonios a lo que tanto tememos son solo un reflejo de nuestro instinto de conservación. El mal no existe en la naturaleza, queridos míos. Es la ausencia del bien la que nos hace culpables. Siempre que lastimamos a alguien hacemos que esa ausencia del bien provoque algo negativo. Por eso la violencia, el hurto, el abuso y las cosas que producen dolor o perjuicios es lo demoniaco, lo malo. El más allá, la nada no tiene lugar porque Dios es infinito y nosotros somos parte de esa inmensidad. Él va con nosotros en el corazón y si logramos que los demás lo vean su bondad se contagia. No hay ni pasado ni futuro. Amemos a nuestros seres queridos ahora sembremos la bondad en los corazones y recogeremos cariño y comprensión. Hay personas que son incapaces de abrir su corazón, no las juzguemos, entendamos su problema y ayudémosles a descubrir su bondad. No nos cuesta nada. Un poco de control, atención para escuchar y buena voluntad para orientarlos. Es muy sencillo. La gente enferma porque se causa daño, pero si logramos que se libere de la envidia, el rencor, la venganza y le mostramos que perdonar es más beneficioso que nada, entonces todos lo harán”.

Judas abrazó a Jesús y le pidió que jamás lo volviera a poner a prueba traicionándolo, aunque eso fuera fundamental para su doctrina. Jesús le dijo que la historia lo condenaría, pero que con su nuevo bautizo renacería y podría ir alimentando a la gente de bondad. “Pon la otra mejilla cuando te ofendan, no hay peor cosa que la violencia. Es un monstruo que no se debe despertar por que destruye poblaciones enteras. La guerra es inútil, el soldado solo defiende los intereses de su amo y nunca recibe ni la recompensa ni el perdón. Un hombre que vive con la conciencia opacada por sus crímenes nunca será libre, ni siquiera de sí mismo”. Caminaron varias semanas, pasaron las noches en el desierto, se alojaron en pesebres y agradecieron la amabilidad de algunas personas buenas que les abrieron las puertas de su casa. Se alimentaron de lo que les brindó Dios y al final llegaron a Betania. En Jerusalén empezaron a cambiar las cosas. La muerte de Cristo y su resurrección provocaron la división de los monjes del templo. Los romanos comenzaron a dudar de sus dioses y sentían curiosidad por las historias de Jesús.

Noviembre diez

Magdalena comenzó a resentir los dolores en el vientre. Se le había reventado la bolsa y el dolor comenzaba a apoderarse de ella. María trató de calmarla. Jesús estaba haciendo un encargo. Le habían pedido que hiciera una gran mesa para una familia acomodada de Jericó. Se había marchado a la ciudad con su hijo José, con uno de sus ayudantes y cinco mulas que llevaban provisiones y sus herramientas. “Acuéstate y te sentirás mejor—le indicó María guiándola hacia el lecho—, ¿Recuerdas cómo nació Josecito?”. Magdalena sonrió y dejó que María fuera a preparar agua caliente y sabanas limpias. Había otras tres mujeres que al enterarse de la noticia se pusieron manos a la obra. Era mediodía y el sol calentaba con fuerza. Primero limpiaron a Magdalena y le dieron ánimos. Le recomendaron que se pusiera un palo entre los dientes para no destrozarse la lengua. Poco a poco fueron aumentando las contracciones. La parturienta se esforzaba pujando y entre los descansos que hacía, se consolaba con la imagen de su marido animándola a seguir en su esfuerzo. Oyó que Jesús la consolaba desde la lejanía y que su sonrisa la llenaba de paz. “Será una preciosa niña—le dijo a María apretándole la mano—. Me lo ha dicho Jesús. Es la única manera de que la sangre de los hijos de Abraham se propague”. Las dos sonrieron. Una mujer le limpiaba el sudor a Magdalena, le daba instrucciones y le tocaba el vientre para adivinar lo que hacía el pequeño ser que pronto vería la luz. Pasaron cuatro horas en la que Magdalena se desgañitó y por fin asomó la coronilla. “Tiene un pelo negrísimo—apuntó María sonriendo—. Seguro que será una mujer muy linda y bondadosa”. Le pondremos Eva, dijo entre dientes Magdalena que ya casi no podía pujar más y cuando se sintió desfallecer llegó el alivió. Parecía contradictorio que para sacar a su hija tuviera que pujar con todas sus fuerzas y en el momento más importante en lugar de hacerlo con todas sus fuerzas se hubiera relajado al máximo. Salió la niña, estaba viscosa, la depositaron en una sábana para poderla sostener mejor. La hicieron llorar y la envolvieron para dársela a su madre. Al sentir el calor del cuerpo materno se quedó tranquila y pronto se durmió. Magdalena se bebió dos vasijas de agua y también se durmió. 

A medianoche Magdalena despertó. Miró con dificultad el rostro de su hija porque la Luna era incapaz de iluminarla. La cogió y se acercó a la luz. Vio una carita arrugada y tranquila, después un leve llanto. Magdalena se descubrió el seno y le dio de comer. La pequeña estaba hambrienta y succionó a su madre como tratando de absorberla por completo. Luego se volvió a dormir. Magdalena la recostó en la cama y se quedó mirando el cielo. Estaba mandándole un mensaje de amor a su esposo.

Jesús estaba acostado al lado de Josecito, abrió los ojos y se dio cuenta de que su hijo lo miraba con mirada interrogante. “¿Ya habrá nacido mi hermano? —preguntó muy bajo para no asustar a las mulas—. ¿Cómo será? Jesús le sonrió y contestó que era una niña. Miró con alegría la cara de desconcierto de su hijo. “Tendrás que cuidarla y protegerla, hijo mío, solo a través del amor maternal es como el hombre conoce ese sentimiento. Es la mujer la que nos llena de ternura, pues su amor es incondicional. Lo sabrás cuando seas grande, ya que nunca encontrarás jamás un amor más sincero y fuerte que el de tu madre Magdalena. “Pero… —le cuestionó José—¿Tú no me amas?”. Claro que sí, respondió Jesús muy alegre, pero mi amor es diferente. Mi misión es educarte para que puedas brindarle seguridad a tu madre y hermana. Debes ser fuerte y razonable. Es muy difícil vivir en paz entre los hombres, por eso necesitas sabiduría. Escucha siempre mis palabras y haz lo que te indique tu corazón. Yo no puedo dominar los demonios que te acorralaran en tu vida, pero puedo ser la luz que te indique el camino.

José se quedó dormido y al día siguiente se despertó alegre. Sabía que ocupaba un lugar importante en el corazón de su padre y que su madre lo aceptaría siempre. Tuvo un contratiempo cuando entró a lavarse en una de las bifurcaciones hechas en el río Jordán para llevar agua a Galgala. Se estaba secando el pelo cuando por accidente pisó un escorpión y este le insertó su aguijón. Por fortuna el bicho había matado a una lagartija un poco antes y su veneno no era mortal, sin embargo, José empezó a calentarse y la fiebre lo hizo delirar. Pensó que estaba próxima su muerte. Tembló por la extraña mezcla del frío y el miedo. Lloró bajo un poco angustiado y cuando le preguntó a su padre si iba a morir, este le dijo que su hora no había llegado todavía porque no había cumplido con su misión. Tuvieron que hacer una parada hasta que José se recuperó de la fiebre. En esas horas había dormido mucho. Había perdido mucha agua y se levantó con mucha sed. Bebió mucho y comió un poco de frutas, dátiles y queso. Cuando se levantó no encontró a su padre y le dijeron que se había reunido cerca de allí. Llegó al sitio con dificultad y vio con asombro la forma en que su padre hablaba de un redentor, de un salvador de la humanidad que había padecido como él la crucifixión.

“Sí, hermanos—les decía con voz potente—. Lo vi junto con sus apóstoles. Era como cualquiera de nosotros, pero sus palabras llegaban pronto al corazón. Se decía hijo del hombre e hijo de dios porque el Señor, El verdadero y real creador, estaba dentro de todos los hombres. Por eso tenía fe. Decía que, si todos sacáramos a ese dios que teníamos en el corazón, entonces seríamos hermanos y comprenderíamos a nuestro prójimo”.

José escuchó las difíciles preguntas que le hacían los hombres, pero las respuestas eran irrevocables y hasta él, que era solo un niño, las podía entender. Se acercó y abrazó a Jesús que lo abrazó y lo presentó como su hijo. Luego explicó que había llegado la hora de partir porque lo esperaban en Jericó. La gente le dio la mano a Jesús, algunos lo abrazaron y le desearon un buen viaje. Hubo hasta quien tuvo tiempo de traer un poco de provisiones. José se alejó de la multitud. Se sentía orgullosos de su padre y un pequeño halo de vanidad le dio fuerzas para emprender la marcha.  

Noviembre once

La gente superó el remordimiento y la mañana se presentó clara e iluminada. La semilla que se había sembrado en sus corazones empezó a germinar. El pequeño tallo que asomaba hacía que los saludos fueran más cordiales y que la gente se deseara paz y amor. Los padres comenzaron a dar el ejemplo a sus hijos controlando sus propias emociones. La ira, el reproche y los castigos se cambiaron por el diálogo y el compromiso. Las personas preferían hablar de sus problemas con las personas y siempre recibían apoyo y consejos sensatos. Los convenios entre los comerciantes y los clientes eran justos y se realizaban con buena voluntad para que hubiera armonía.

“Lo dijo el Señor, hermanos —les repetía Pedro Simón Cefas—. ¡Amad a vuestro prójimo como a vosotros mismos! Si vuestro corazón es tan mísero que no encuentra ni siquiera lugar para vosotros mismos, entonces seréis incapaces de amar. Muchos de ustedes me preguntan si se puede amar a los injustos y los soberbios y os digo que sí porque uno mismo debe ser el portador del cambio. Sed el cambio que queréis ver en los demás. Si trato a un soberbio con rencor él reaccionará igual, pero si soy humilde y digo la verdad, él se dará cuenta de su propio error. No se puede pagar con mal el amor, tarde o temprano triunfa el bien sobre el mal, pero hay que estar preparados para todo y mantenernos en la línea. Nos lo dijo Jesús, quien ahora está eternamente con nosotros”.

Las personas satisfechas oían los sermones de los alumnos de Cristo. Se ennoblecía su corazón. El viento tibio de las tardes llevaba a todos los hogares una canción de esperanza, la letra era sencilla y más que entenderla o interpretarla la gente la sentía. Era suficiente escuchar los primeros compases para llenarse de cariño. Las madres derramaban lágrimas de amor por sus hijos, los maridos crueles o infieles volvían a su hogar arrepentidos, el ladrón reparaba los daños causados y hasta los criminales se arrepentían y enmendaban las consecuencias de sus actos. Solo los avaros, vanidosos, ambiciosos, envidiosos y, en general quien temía perder dinero o poder, se resistían al cambio. Las mujeres embellecieron y los hombres se hicieron más responsables. Todo mundo fue comprendiendo que lo material no era para siempre y a algunos les traía más complicaciones que placer.

 “Razonad, hermanos—pregonaban los hombres de buena voluntad—el dinero satisface necesidades, pero cuando se intenta complacer con él todos los deseos, se convierte en una fiera indomable. A nadie se le prohíbe añorar riqueza, pero es más importante la del alma, que la material. Las monedas nos compran cosas temporales, en cambio los sentimientos duran más, a veces, para toda la vida. ¡Ayudemos a los pobres, a los lisiados y a los enfermos porque son incapaces de trabajar! Ellos lo agradecerán sin duda, pues no hay alma que no reconozca un buen acto. Pecadores serán aquellos que al recibir un favor no lo correspondan o abusen y engañen a quien se lo ha hecho. Abandonados en su egoísmo, los ricos morirán sin haber podido cumplir todos sus sueños y se irán del mundo con pesar aferrados a su oro”.

Las palabras de esperanza motivaron a quienes habían perdido sus sueños. Ahora lo sabían en todos los rincones del planeta, Jesús venció a la muerte, hay una vida en el más allá y aquí mismo. “Es ciego el que no quiere ver—decían los más sabios—, es sordo el que no quiere oír, es pobre el que no enriquece su alma y es desgraciado el que no quiere compartir su amor”.

De Jerusalén habían salido los hombres que llevarían el mensaje de la nueva buena. Dios mandaba a su hijo para festejar que la humanidad había madurado. Ya no habría ovejas descarriadas, los dioses paganos se habían retirado a formar parte de la mitología. Los fariseos y saduceos comprendieron que sus intereses eran jerárquicos, económicos y no religiosos. Pronto se erigiría sobre los restos de un apóstol la casa del Señor. Habría cobijo para los hombres de buen corazón. El agua del Jordán fue lavando las cabezas de los nuevos cristianos. Miles de Bautistas en nombre de Jesús convirtieron a la gente en seres nuevos. Las historias se transmitían de boca en boca. La gente buscaba a Magdalena, a María y a los discípulos para saciar su sed. La convicción de los nuevos creyentes era tan fuerte que doblegaba la necedad de algunos romanos. Los cuales, al no poder argumentar contra los milagros obrados por Jesús, inclinaban sus cabezas para ser recibidos en la nueva humanidad.

Noviembre doce

Nicodemo salió de su casa. Había donado todo a los pobres y llevaba puesta una túnica de carpintero, sus sandalias estaban desgastadas porque se las había comprado a un humilde hombre. Miró por última vez el templo y salió en busca de Jesús. Sus provisiones eran pocas, por eso las racionaba con mezquindad. En sus largas caminatas hacía el Noreste se reía recordando algunos acontecimientos importantes de su vida. Había crecido en una familia saducea. Nunca se había privado de nada y su agilidad mental y buena memoria lo habían ayudado a conseguir un lugar privilegiado en el templo. Le desagradaba recordar las caras de Caifás y Anás. Les culpaba de la tragedia de Jesús. Por suerte, se había ideado un genial plan en el que el aportó treinta kilos de aloe y mirra para embalsamar el cuerpo de Jesús. Entre él, los apóstoles y José de Arimatea habían confundido a los romanos y habían aprovechado del sábado para vaciar la tumba resguardada por los centuriones de Pilatos. Tuvo un sueño en el que vio a Tiberio condenando a Poncio. Fue testigo del juicio en el que el quinto prefecto de Judea fue perdonado por llevar la túnica de Jesús. Vio los tres intentos que hizo Tiberio por condenar a su subordinado y las reacciones que tuvo al mirar los ropajes del Mesías. No podía entender cómo un hombre tan arrogante se sobajaba a una situación como esa por su miedo a la muerte. Le faltaba dignidad, era un cobarde que se escondía bajo el atuendo del hombre que le había demostrado su inocencia. Se despertó en medio de la noche. Miró las estrellas y pensó en sus planes futuros. Se haría carpintero, dejaría las ataduras del bienestar y la riqueza para hacer con sus propias manos una cruz que se convertiría en el símbolo de la nueva religión. Vio la inmensidad del firmamento y le pareció ver a los arcángeles, el mismo Dios le mostraba una estrella, que como la de Belén, lo guiaría hacía donde estaba Jesús. Apareció de nuevo su imagen. Iba arreglado y se cruzó con el mesías, le sorprendió su aspecto sereno. Nunca había visto a alguien tan pobre con tan gran satisfacción en el alma.
 “¿Cómo puedes ser tan feliz tú, pobre galileo? —le había preguntado mirándolo con curiosidad—. No tienes ni una sola moneda y sonríes como si te perteneciera el mundo”. 

Es que mi alma ha renacido, dijo Jesús, cogiéndole las manos, cuando un espíritu se renueva y, nace otra vez, las cosas que antes no valorabas o no entendías, se aclaran. He estado en el desierto y he visto la maldad humana, he conocido todos los demonios de este mundo y he vuelto aquí. Ahora se ha hecho la luz. Las palabras de mi padre han cobrado forma. Todo lo que se había escrito hasta ahora no se había interpretado de la forma correcta. Mi misión es enseñar a la humanidad la verdad. Se cumplirán los presagios que surgieron hace cinco mil años. “¿Eso quiere decir que eres el mesías? —preguntó preocupado por negarse a aceptarlo—. ¿Cómo lo puedes saber?”. Jesús lo miró con tranquilidad y le dijo que era el hijo de los hombres y que redimiría los pecados, además que se encontrarían cuando él fuera juzgado y que él lo ayudaría a realizar un milagro.

Ahora reía con tristeza por no tener a Jesús a su lado. Pensó que lo que no había comprendido tanto tiempo antes, era obvio en ese momento. Oyó unos pasos de mulas. Se puso de pie y trató de distinguir a las personas que se le acercaban.

—¿A quién buscas en la oscuridad, buen hombre? —Nicodemo reconoció la voz y se puso a llorar en silencio.
—¿Eres tú?
—¿Quién me necesita y me llama siempre puede encontrarme?
—Pero ¿Cómo es posible que andes por aquí?
—Estamos de paso, querido Nicodemo. ¿Quieres venirte con nosotros?

Nicodemo se arrojó a los brazos de Jesús, saludó a José y vio a Magdalena que daría a luz pronto. Le dijeron que iban en dirección de Belén y que estarían allí hasta que naciera la niña. Conversaron durante una hora y se marcharon juntos. El retirado sacerdote le contó a Jesús que había regalado su casa y sus pertenencias y que había salido de Jerusalén para instalarse en alguna ciudad o pueblo en el que pudiera pregonar la palabra de dios y ejercer su oficio de carpintero. Continuaron juntos el viaje. Nicodemo buscó una carpintería y se puso a trabajar con varios hombres. Les propuso que hicieran una gran cruz con el cuerpo de tamaño real de un hombre. La elaboraron durante algunos meses. Escogieron las maderas más finas y las tallaron con devoción. Cuando llegó el momento de plasmar el rostro de Cristo, todos se sintieron incapaces de realizarlo. Cayó la noche y joven que sabía que no muy lejos estaba un experimentado maestro, lo llamó. Éste trabajó con agilidad y copió su rostro en la medra. 

“Diles que lo terminen—ordenó Jesús—. Uno de ellos me conoce muy bien y sabrá hacerlo”. 

Cuando se despertaron los carpinteros, el adolescente no se encontraba allí. Miraron con admiración y duda lo que estaba frente a ellos. Nicodemo dijo que no se explicaba cómo se había realizado tal milagro, pero aseguró conocer la cara del modelo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario