jueves, 7 de febrero de 2019

La ofensa


Fue un golpe duro que dejó desnudos a todos los empleados ante su remordimiento. Fue tanta la vergüenza que el aire se llenó de olor a muerte. Fue así como Dorotea enfrentó la más desagradable prueba de toda su vida. Lo paradójico era que ella misma le había puesto a su jefe, en bandeja de plata, las armas para destruirla. La pobre sabía que la guillotina decapitaría todas las cabezas muy pronto. Seguía nadando a contracorriente, se mantenía a flote con todas sus fuerzas, pero se sentía desfallecer. 

Las olas de intrigas y abusos la habían dejado a la deriva en el ancho mar de la soledad y, ahora, que ya estaba tocando la orilla de la salvación, el silencio le anunciaba un estruendoso castigo mortal. Cuál era la afrenta—se preguntarán todos ustedes—qué cosa tan terrible había dicho o hecho esa pobre mujer para que una avalancha de rocas la sepultara en su empleo. Nada del otro mundo, solo le había dicho al Gorila, el encargado del almacén, que deseaba más trabajo, ni siquiera le pidió un aumento de sueldo solo mas labores para enderezar el curso del negocio que se estaba hundiendo como una enorme barcaza en medio de dos galeotas que se disparan una a otra. La niebla de la ignorancia impedía el buen curso de las ventas y Tea vio sus ilusiones desparramarse por los bordes de la cruda realidad.

«Pero si yo solo quería que me dejaran tranquila—se repetía Dorotea sin saber si era su propia voz o la de la falsa Tea—, no quería que siguieran abusando de mí, ¿qué pasó? Nada, míralos. Ahora sí, esos cabrones se sienten ofendidos porque le he dicho la verdad al inspector, pero qué querían. Que siguiera soportando sus vejaciones. Todo tiene un límite en la vida y el mío lo sobrepasaron hace mucho. Recuerdo la primera vez que se me acercó el animal. Era mi primera semana de trabajo. Estaba en el período de prueba y me faltaban tres meses para firmar el contrato. Me metió la mano bajo la falda, me bajó las pantaletas, abusó de mí lo que quiso y le dijo a sus pinches compañeros: “Mírenla nomás, cómo le gusta que se la chinguen”. Me prometí que me vengaría y el día ha llegado y ¿ahora qué? Nos vamos todos a la chingada”.

Dorotea estaba sola en el escritorio del imbécil Anguiano. Allí había pasado los peores momentos de su existencia. Las torpes y rasposas manos del depravado le seguían recorriendo la cadera y las piernas. Esta vez en silencio porque su imaginación estaba aturdida y sorda. En su cabeza las imágenes eran borrosas como si las viera a través de un plástico semitransparente. Tembló de ira como lo había hecho mil veces. Vio acercarse a los secuaces, les escupió con desprecio y los insultó. Ningún insulto la alivió de todas sus penas y comenzó a derramar sus angustias con lágrimas de salmuera. Sus muslos también se mojaron y se sacudieron temblando. Se tuvo que poner de rodillas para enfrentar el recuerdo. De pronto, se oyó una voz.

—Me imagino que fue muy duro soportar tantos años, ¿no?
—Sí, licenciada, fue un verdadero infierno.
—Bueno, ahora ya podrá descansar de eso. Le proporcionarán asesoría. Tendrá un psicólogo a su disposición para que pueda superarlo pronto.
—No lo dudo, licenciada, pero ¿quién me va a borrar las cicatrices del alma?
—No lo sé, Dorotea, debe tener fe y olvidar. Recuerde el mensaje del Padre Nuestro…
—No sé si tenga la fuerza suficiente. No he actuado por venganza, he perdonado, pero no me siento en paz. Ahora me arde peor. Me imaginaba que descansaría si delataba los abusos, pero lo único que siento es asco de mí misma.
—He visto personas en situaciones peores y lo han superado. Usted es fuerte. Saldrá de esta y se olvidará sin duda. Tenga fe.
—Lo intentaré, pero no le aseguro nada.

Se vieron rodeadas por el silencio y no les quedó ningún deseo de continuar la conversación. La licenciada cogió a Dorotea de las manos y mirándola fijamente a los ojos sonrío con resignación. Se desprendieron y Dorotea se quedó mirando los zapatos de tacón que se alejaban produciendo sonidos sordos. No pensó nada, se quedó inmóvil esperando que pasara el tiempo y su cuerpo recobrara fuerzas para levantarse y caminar. Contuvo la respiración y cerró los ojos. 

“Es hora de comenzar de nuevo, Dorotea—le dijo una voz familiar—. Sé valiente.

No hay comentarios:

Publicar un comentario