miércoles, 4 de julio de 2018

Tchaikovski no se interpreta como Jazz, idiota


¿Le ha pasado alguna vez que oyendo una canción, se imagina una historia? ¿No? Pero qué dice ¿Se acuerda de Mariano? ¿No? ¿cómo es posible? Todo mundo lo recuerda por lo extravagante que era y…bueno, por su tragedia. Precisamente a él, las canciones le despertaban historias en la cabeza. A veces hasta las contaba en voz alta cuando escuchaba a Davis Miles, por ejemplo. Lo oíamos decir:

 “Ah, miren, miren eso. Ahí está la tarde lluviosa y triste, los coches transitan despacio y los limpiadores salpican sin cesar, la gente se oculta en los toldos y entradas de las tiendas, pero un hombre cabizbajo va sin poner atención en la lluvia. Avanza despacio, abstraído. Al parecer sufre, lo ha dejado su novia, esconde su tristeza debajo de su sombrero y su gabardina, pisa los charcos a propósito. Él camina, pero su alma está agonizante, inmóvil. Los demás no lo notan porque siguen el ritmo de sus apacibles vidas, nadie lo entiende. Habita en un infierno y sus sentimientos, tanto los buenos como los malos, son sus demonios. Su existencia suena a trompeta solitaria, un cántico en medio del desierto. Una voz solitaria que trata de llenar el aire con su amor y comprensión, pero se desvanece, no llega a los oídos de su amada, ni siquiera los que se cruzan con él o lo saludan son capaces de percibirlo. Se pregunta cosas sobre el amor y el odio, el respeto y fidelidad y la pasión y el engaño, la telaraña de la filosofía va creciendo. De nuevo ese ritmo de las gotas estrellándose contra el hormigón, es murmullo de Manhattan Transfer la melodía que escuchó Faulkner para componer su libro. Lo acompaña otro instrumento, es más bajo, más profundo, como los reproches de la conciencia, su Dios interior, castigándolo por su debilidad y sus pecados. Leyéndole los mandamientos y excomulgándolo. Condenándolo con el sermón: “Culpable, eres culpable por soñar, por amar demasiado y traicionar”. Sigue ese todopoderoso predicando desde su interior hasta que el pobre hombre revienta. Se sube el cuello de la gabardina y se baja el sombrero, clava la barbilla en el pecho y espera la salvación. Y llega, ahí está, viene en forma de teclas, las grandes blancas y las pequeñas negras. Es una ola de optimismo, hermosa baila con pasitos tan graciosos que hasta las gotas se ruborizan y se convierten en pequeños caballitos al trote. Se debilita la lluvia y aparece el sol y el hombre con canto metálico, con ese tono chillón conocido, barrita como elefante rosa”.

Así era Mariano y no sabíamos si era un músico que contaba historias o un escritor que las tocaba. El caso es que el grupo con el que tenía que interpretar estaba formado por Claudia, una mujer encantadora, pero congeniaba con Mariano sólo en la cama, en la vida cotidiana tenían muchos desacuerdos. Además, estaba Artemio, un baterista temperamental y muy meticuloso que se llevaba a las mil maravillas con Claudia. Arturo era el saxofón, esa voz interna con la que se mortificaba Mariano, eran medios hermanos y tenían un poco del temperamento de su padre, también músico. Alberto, un hombre flaco, ya entrado en años era el promotor y administrador del grupo. Participaba muy poco en los ensayos y sólo en contadas piezas ejecutaba sus interpretaciones que lo habían llevado a la gloria en décadas pasadas. Trataba de no molestar mucho y siempre encontraba un momento coyuntural para estimular la inspiración. Tenía el don de resolver el conflicto prolongado del trompetista y la vocalista. Era suficiente que hiciera una broma ingeniosa para que en los labios de Claudia se dibujara una sonrisa de Gioconda. Eso era suficiente para desencadenar una serie de temas que, por haber estado reprimidos en la cabeza de Mariano, salían como pequeños retoños y el grupo se aplicaba al cuidado y protección de cada nota. Era asombroso ver como esas carcajadas estimulaban los dedos de Néstor, el pianista que daba las primeras notas de lo que ya estaba madurado en los labios de Mariano. De esa forma, comenzaba la manifestación de la armonía de los sentimientos a través de soplidos, movimientos ágiles de los pies y la increíble voz de Claudia. Tenían éxito, aunque no eran un grupo muy popular. Tocaban en un café clase-mediero en el que pocas veces se veía personalidades. Sólo en una ocasión tuvieron la suerte de que un periodista se extraviara por allí y quedara fascinado por las ejecuciones del grupo y el cántico la espléndida cantante. Escribió, incluso, un artículo en el periódico, pero se publicó en un mal día porque otra noticia más importante la opacó demasiado. Tenían para vivir sin holguras y eran felices. Se llevaban bien y eran una pequeña familia que conservaba la cordura para poder sobrevivir.

Un día me dieron un nuevo empleo y tuve que abandonar el país. Lo último que supe de Mariano es que en una ocasión se le ocurrió proponerle a Claudia que interpretaran a Chaikovski en jazz. Ella, que tenía formación del conservatorio, puso el grito en el cielo y le dijo esa frase que nunca se nos olvidó. “Tchaikovski no se interpreta como jazz, idiota”. Se lo dijo en un ensayo en el que salió la propuesta y ni el ingenioso Alberto logró que hicieran las paces. Tal vez ese fue el momento en que surgió el verdadero conflicto porque a partir de aquel día las cosas cambiaron. Claudia era muy ordenada. A veces, como casi todas las mujeres, caprichosa. Una de sus virtudes era la de serle fiel a Mariano. Se había protegido con gran determinación de caer en los brazos de otro hombre que no fuera su odiado y, a la vez añorado, trompetista. Parecía que tenían una relación simbiótica, igual a la de una futura madre y su hijo en estado de gestación. Su amor era incondicional, pero la vida les ponía obstáculos que ocultaban ese amor que solo relucía en la cama. Tenían relaciones con frecuencia y era para ellos el paraíso. Un momento de extroversión de los sentimientos e interrupción de la música que les proporcionaba una felicidad real. Los músicos lo notaban cuando se reunían a media tarde para los ensayos. La trompeta sonaba nostálgica y alegre. Combinaba la sensación de la creación universal y la muerte. Sonaba erótica y tétrica en algunas partes. Claudia cerraba los ojos y parecía revivir los pasajes de la historia. Dejaba que se le cayera el pelo hacía el frente y dejaba la cabeza inclinada mientras sostenía una nota suave, luego levantaba el rostro, se separaba el pelo y miraba arriba del público, como si encima tuvieran una aurora boreal de color denso. Después, en la pausa que le tocaba, escuchaba con entrega los vientos, las percusiones y se movía al compás del piano mientras fumaba. De vez en cuando miraba a Néstor seductora, se alisaba el vestido, ya entallado, y hacía brillar la lentejuela con el movimiento de sus caderas. Todos sabían que se movía para motivar las notas de Mariano que de vez en cuando la miraba de reojo y sacaba las partes más ardientes. Los oyentes se derretían de compasión. La fuerza de la música removía los sentimientos y la gente se abrazaba, se besaba y se miraba con ternura. Claudia lloraba en silencio. Así, con la trompeta narrando los sufrimientos del hombre bajo la lluvia, el saxofón hablando como su conciencia, el bajo dirigiendo el paso del tiempo y el piano haciendo resurgir el optimismo; la excitación se transformaba en sudor estimulado por el calor de la voz de Claudia, el humo y el alcohol. 

Todo eso se acabó aquel fatídico día en el que apareció Chaikovski. Para Claudia era un sacrilegio pasar la composición del maestro a las vulgares y prosaicas notas de la trompeta. No sabía que Mariano lo podría hacer de forma genial. Cerró los oídos cuando él interpretó la danza de los cuatro cisnes mezclando humor y gracia a la ejecución. Ella se tapó las orejas diciendo que era un sacrilegio, pero los demás se contagiaron del ánimo fogoso y vital de la pieza, querían comenzar a interpretar y dejar que la improvisación fuera construyendo esa hermosa melodía, sin embargo, era imprescindible la autorización de Claudia. Ella se negó y con su actitud los dejó fríos. Hasta Artemio se vio en una encrucijada, ya que no podía dejar que una melodía acabara con su amor platónico para siempre. No hubo forma de convencerla. Mariano se encaprichó con su obra y tuvo que luchar contra sí mismo. No logró derrotarse porque cada encuentro en la cama terminaba al pie de ese montículo frustrado. Comenzaba a convencer a Claudia, pero ella era categórica.  Lo hacía a causa de su propia naturaleza. No podía permitirlo, durante la infancia y la adolescencia sus profesores de canto se lo habían dicho. Sabía distinguir lo que le pertenecía a la voz y lo que se les permitía a los instrumentos. No fue capaz de ceder y Mariano sintió fango en sus pies. Se fue manchando del barro que lo haría caer en un abismo sin fin. Claudia no pudo convencerlo, él aceptaba sus argumentos y seguía escapándose en otras piezas. Una noche se ahogó en una oleada de hiel y se puso a improvisar en medio del escenario, los demás creyeron que ya lo había acordado en secreto con su amante y dieron rienda suelta a la interpretación. La gente se quedó pasmada porque reconocían la pieza clásica y ésta les parecía mejor, más contemporánea, más burda e irrespetuosa como la vida misma. Aplaudieron mientras Claudia abandonaba el escenario apretando con sus dedos el cigarrillo. No fue ella quien desapareció para siempre esa noche, sino Mariano a quien nadie vio en el momento de su partida. Cegado por la demencia, furia y la falta de solidaridad de su vocalista y amante, se fue a dar un paseo sólo. Claudia lo esperó toda la noche y la siguiente. Mariano nunca se había ausentado. Un mal presagio llenó los estómagos de los componentes del grupo. Llamaron a la policía, buscaron por todos los rincones de la ciudad y Mariano no apareció.

Hoy, después de veinte años de aquel suceso he vuelto porque el grupo se ha reunido de nuevo y van a interpretar la pieza. Mire, aquí está en el programa. Se llama así, ¿lo ve? Bueno, ya han salido al escenario. ¡Cómo han cambiado! Oiga ¿será posible que Claudia no se haya refugiado en Artemio? ¿Qué cosa? ¿Usted no sabe nada de ellos? Está bien, ya me voy a callar. Ah, esa pieza la conozco. Ahí está el hombre de la gabardina, la lluvia caerá pronto, las calles son grises…

2 comentarios:

  1. ¡Qué prosa tan exquisita, Juan Cristóbal, y qué tema tan cautivante!
    Me recuerda a "El Perseguidor" de Cortázar.
    Cordial saludo.

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  2. Gracias, Carlos, este cuento, por cierto, no es el del reto del mes de literautas. El otro se llama personalidad oculta. Te agradezco mucho la visita. Un fuerte abrazo. Te comento que sí, en efecto, la música puede producir colapsos o inspiración.

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