Le habría gustado librar esa batalla en otras circunstancias, por un momento se imaginó que tenía enfrente un campo menos escabroso. Habría aceptado con gusto una planicie o un llano. Serían ideales para que el enfrentamiento fuera honesto: hombre a hombre. Pensó en el trayecto que había recorrido hasta ese momento y en lugar de salírsele las lágrimas, vomitó un grito de coraje.
Había empezado temprano con el sueño interrumpido y pocas facultades.
Primero, le tocó correr detrás del carrito de tamales junto a su padre, quien gritaba con voz potente su “Hay tamales” por todo el vecindario mientras pedaleaba enérgico.
Aprendió a envolver en hojas de periódico los calientes tamalitos que su madre había estado preparando toda la noche.
Cuando pudo sumar y restar empezó a cobrar, mientras, el pelo de su progenitor se volvía plateado. Más tarde comprendió el poder del dinero. Es la peor arma que tiene el enemigo. Es un maldito instrumento que divide a la sociedad sin importar la calidad humana. Divide a la gente, compra cualquier cosa e impone su poder sobre los demás.
Muchas veces había soñado con ser un niño bien, un pijo, un privilegiado, vestido con sus trajecitos de marinero y su pelo bien recortadito; sin embargo, le había tocado una familia austera, con dignidad sí, pero muy modesta.
Después vinieron los estudios superiores que terminó como si hubiera corrido la maratón: más muerto que vivo. A este respecto siempre había tenido la sensación de ser un impuntual porque se graduó cuando los sitios ya estaban ocupados y el número de candidatos a los puestos de trabajo era de cien a uno.
Por orden de importancia iban los palanqueados, luego los capaces, después los astutos y al final los fracasados, con buenas notas, pero con un origen social bajo. Él, aparte de ser pobre, era también feo y para los buenos puestos se requería gente de ojo verde, con apellidos extranjeros, los nacos eran para barrer. Y ¿de científico? Sí, sí, de científico habría servido, pero qué podía hacer con la ciencia jurídica en un país que no respetaba sus propias leyes.
La cruda realidad lo volvía a sentar en su banquillo del rincón, con sus orejas de burro, castigado hasta nuevo aviso y ni se le ocurra protestar—le mandaba un dedo índice extranjero— porque nos lo chingamos, ya sabe lo que dijo Francisco de Quevedo: “Poderoso caballero es don dinero”. Es el único que manda—le decían todos en la cara—, como te ven te tratan, pero tú ni vistiéndote de alquiler das el gatazo. Era verdad, pero con orgullo llevaba esa cara morena de guerrero azteca: “Es mi raza, cabrones, ellos ya estaban aquí antes de que llegaran los españoles, franceses e ingleses. Esta es nuestra tierra”.
Trató de calcular las posibilidades de triunfo. La mejor estrategia no era ni el ataque ni la defensa. Hacerse el tonto tampoco valía. La única salida era la resignación. Tenemos un batallón de frustrados—pensó— formado por varias compañías de desahuciados, todos somos de infantería y no hay caballería, ni artillería, ni aviación, en una palabra, soldaditos de madera con fusil de palo. ¿El enemigo? ¡Ah! Ese si cuenta con estrategia militar. Los mejores generales están a su servicio, los soldados más capacitados, además los abastecen de información sociólogos, politólogos, economistas, filósofos y científicos. Todos a su servicio por el bienestar de la humanidad. Nos han confrontado dirigiendo desde arriba su plan infalible.
—América para los americanos — dijo Monroe con la boca de Quincey—. ¿Pero cómo hacerlo?
—Oh, ser muy fácil—comentó George —. Hay que chingar a ellos, como decir allí.
—But, ¿cómo hacer eso, George?
—Yo explicar plan. Ellos vender a nosotros drugs y nosotros comprar mucho, eso es malo. Entonces. Nosotros hacer tratado de comercio. Ellos no tener tecnología, no tener gran producción, no tener equipo industrial. Después, surgir crisis y nosotros prestar dinero con alto interés, ellos aceptar. Luego nosotros abrir mercado en Oriente y chingarlos. Ellos tener pobreza great poverty . Ellos empezar a matar y nosotros ofrecer armas a Gobierno, a mafia vender Underground con businessman.
—¡Oh! Tú ser muy inteligente, George. Nosotros pedir control sobre los drug salesmen y pedir war on drugs. Así, ellos matar all people.
Al darse cuenta de la triste situación se persigna como si fuera a enfrentarse a su contrincante en el round decisivo.
Ve gente obsesionada con la muerte, poniéndole altares, pero no con cempasúchil, ni frutas y dulces. Fuego, agua, viento y tierra. Nos han cambiado los elementos. El fuego sale de los cañones de pistola, el agua es faraónica como la de Egipto en épocas bíblicas, el viento es gris, pues está contaminado de plomo y la tierra sirve solo para tapar la evidencia de los raptos fallidos, del asalto improvisado, de la traición o la represión.
Ya no hay personas, sino ánimas del libro de Rulfo o el Popol Vuh, moriremos aquí y no lejos, como tú nos lo dijiste, Pacheco. Pachecos o drogados todos con la ilusión de no tener las batallas en el desierto, sino en urbes monstruosas por lo sangriento, donde los cactus son de metal, las tunas explosivas, los piquetes de abeja con aguijones de plomo y los nahuales errando por el mundo sin encontrarle sentido a la serie de los muertos vivientes.
Llega al final de la senda y levanta la mirada para saber si hay esperanza, distingue a lo lejos un águila parada en un nopal, está devorando con su fuerte pico a una serpiente ya desescamada. Emprende el vuelo con alas fuertes y se enciende el sol. Le empieza a latir el corazón, sabe que todo terminará pronto. El rescate está a la vuelta de la esquina porque ahora su voz es un cántico que desvela la realidad, el semáforo aún está en rojo, pero las vendas caen de los ojos la gente recobra la vista, alguien recuerda el ensayo sobre la ceguera de Saramago, todos comprenden que un miserable puñado de billetes no vale una vida.
“Si es que allá los dibujan y los traen aquí para hacer negocio porque hacen lo que quieren con nosotros, pero se ha despertado un dragón rojo que viene volando acompañado de un águila bicéfala.
El cambio llegará”.
La gente se sale a la calle vestida de blanco en protesta contra la violencia, una viejita da la orden de no comprar nada gabacho. “Que se chinguen los cabrones, compren refresco Pascual, chicharrones, merengues y alegrías ambulantes, frutas y dulces nacionales, sopes, quesadillas y tacos; que chinguen a su madre las hamburguesas y los hot dogs, denme mejor una torta de milanesa con queso”.
Hasta la raza delicada tira en las calles sus Ray Ban y ponen cara cordial, las señoras devuelven sus alhajas y se ponen vestidos de percal, la mayoría tira por las alcantarillas su labia altanera y devuelven las sonrisas que deben. Los pétalos de las flores adornan la ciudad y la campana anuncia la misa de la religión de la paz. Quien quiera envenenarnos con violencia y le apetezca matar paisanos como si fueran gatos o perros callejeros que se vaya a los cines y centros comerciales de los artistas del terror del otro lado de la cortina de trampas.
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