Se salió de la realidad como si lo hubieran invitado a entrar a un salón donde se cometería un delito en forma de espectáculo histriónico. Al principio no sentía su cuerpo, flotaba en algún lugar dentro de su cabeza y una habitación muy iluminada era el escenario. Las rendijas de una persiana servían de colador para el chorro de luz que venía del exterior. El suelo ardía como una plancha y del horno de la cocina salía una serpentina aromática que le provocaba un cosquilleo en el estómago. La espuma de la cerveza lo refrescó, sintió la espalda sudada.
Recordó las playas de arena fina y los balones de fútbol, girando descarapelados a manera de coles desprendiéndose de sus hojas al rodar. Reparó en la mujer que tenía enfrente, la miró por la espalda. Estaba desnuda y sólo la fina seda de la corta bata lograba ocultar la piel morena de su bien formado cuerpo. El pelo teñido le colgaba como crines de yegua palomina. Sintió apetito por la carne, le acarició el pelo con mano dócil, como si quisiera entrar en confianza antes de domar a un animal que no ha conocido montura. No hubo rechazo, pero el filo de ojo le dio un aviso de alerta. No le puso atención y entró en acción. Acortó la distancia mientras unas voces que llegaban del fondo revotaban por el iluminado espacio que se había hecho esférico. Luego, ya estaba con ella en posición fetal simulando ser una oruga que se mueve con persistencia para romper el capullo que lo apresa y convertirse en un ser alado, ligero y bello. ¡Somos unos magos! —le decían dos niños a su madre que se encontraba muy atareada desenrollándose, liberándose de otro cuerpo que la oprimía y abrazaba como un pulpo a su presa.
El silencio hizo que se bifurcara el tiempo y el espacio. La escena era rara y desconcertante. Un infante sintió arcadas y se zafó de ellas con gritos de incredulidad. Una magnífica idea lo ayudó a salir del paso. “Juguemos al ilusionismo —gritó poniendo a la madre sobre la mesa y mirando a los niños con emoción—, este serrucho lo usaremos para dividirla en dos partes”. ¡¿Ven qué fácil?!” —les dijo con alegría mientras les mostraba el instrumento que no chorreaba ni una gota de sangre—. ¿Quieren probarlo? —preguntó mientras ellos indecisos sonreían aterrados tratando de huir. “!No tengan miedo! ¡Esto es un juego, nada más!!Es magia!”. La niña fue la primera en interesarse por la argucia. Se recostó sobre una tabla y se descubrió la barriga para que el gran ilusionista prosiguiera con el espectáculo. Al niño no le quedó otra salida, enfrentó con inocencia algo que no entendió y cerró los ojos sin pensar. Terminó la sesión. Un giro estrepitoso hizo que las cosas cambiaran de color.
El sol ya no brillaba, no hacía calor y había desaparecido lo blanco. Era como si una bomba hubiera explotado dentro de la habitación. Había cuerpos desmembrados. Eran reales. Se trataba sólo de un truco—pensó—. No iba en serio. ¿Cómo fue posible hacer tal salvajada? Por la falta de una respuesta convincente escondió la evidencia del fallido truco, pero un hombre abrió la puerta y descubrió lo sucedido. No quedaba más solución que luchar por la conservación del pellejo. Cogió la afilada hoja de carnicero con mango de madera, que ya no era de mentiras, y tocó los redobles de los tambores con la boca tarareando. Repitió la estratagema y ocultó con cautela todas las pruebas que evidenciaban su acción.
Salió oculto bajo una gorra y la capucha de su sudadera. Corrió, se hizo pasar por un deportista mañanero y desapareció en el horizonte. Cuando llegó a su casa lo esperaba un inspector. Le hicieron preguntas y no supo qué contestar. No podía creer lo que le decían esos hombres. Lo llevaron de nuevo a la carpa. Recordó el juego y lo confesó todo. Lo arrestaron y le sorprendió que no lo entendieran. No tenía el poder de convencimiento para que sus aprehensores comprendieran lo que era el otro lado, ese mundo mágico donde las cosas eran diferentes y se podía lograr lo que en ese extremo de la existencia era imposible. Nadie aceptó sus excusas y explicaciones, lo metieron en una celda y lo condenaron. Ya no quiso saber nada de la realidad, prefirió vivir del otro lado, allí donde jugaba con el domador de leones, alimentaba a las fieras y veía con satisfacción los trucos de Houdini y Copperfield.
Recordó las playas de arena fina y los balones de fútbol, girando descarapelados a manera de coles desprendiéndose de sus hojas al rodar. Reparó en la mujer que tenía enfrente, la miró por la espalda. Estaba desnuda y sólo la fina seda de la corta bata lograba ocultar la piel morena de su bien formado cuerpo. El pelo teñido le colgaba como crines de yegua palomina. Sintió apetito por la carne, le acarició el pelo con mano dócil, como si quisiera entrar en confianza antes de domar a un animal que no ha conocido montura. No hubo rechazo, pero el filo de ojo le dio un aviso de alerta. No le puso atención y entró en acción. Acortó la distancia mientras unas voces que llegaban del fondo revotaban por el iluminado espacio que se había hecho esférico. Luego, ya estaba con ella en posición fetal simulando ser una oruga que se mueve con persistencia para romper el capullo que lo apresa y convertirse en un ser alado, ligero y bello. ¡Somos unos magos! —le decían dos niños a su madre que se encontraba muy atareada desenrollándose, liberándose de otro cuerpo que la oprimía y abrazaba como un pulpo a su presa.
El silencio hizo que se bifurcara el tiempo y el espacio. La escena era rara y desconcertante. Un infante sintió arcadas y se zafó de ellas con gritos de incredulidad. Una magnífica idea lo ayudó a salir del paso. “Juguemos al ilusionismo —gritó poniendo a la madre sobre la mesa y mirando a los niños con emoción—, este serrucho lo usaremos para dividirla en dos partes”. ¡¿Ven qué fácil?!” —les dijo con alegría mientras les mostraba el instrumento que no chorreaba ni una gota de sangre—. ¿Quieren probarlo? —preguntó mientras ellos indecisos sonreían aterrados tratando de huir. “!No tengan miedo! ¡Esto es un juego, nada más!!Es magia!”. La niña fue la primera en interesarse por la argucia. Se recostó sobre una tabla y se descubrió la barriga para que el gran ilusionista prosiguiera con el espectáculo. Al niño no le quedó otra salida, enfrentó con inocencia algo que no entendió y cerró los ojos sin pensar. Terminó la sesión. Un giro estrepitoso hizo que las cosas cambiaran de color.
El sol ya no brillaba, no hacía calor y había desaparecido lo blanco. Era como si una bomba hubiera explotado dentro de la habitación. Había cuerpos desmembrados. Eran reales. Se trataba sólo de un truco—pensó—. No iba en serio. ¿Cómo fue posible hacer tal salvajada? Por la falta de una respuesta convincente escondió la evidencia del fallido truco, pero un hombre abrió la puerta y descubrió lo sucedido. No quedaba más solución que luchar por la conservación del pellejo. Cogió la afilada hoja de carnicero con mango de madera, que ya no era de mentiras, y tocó los redobles de los tambores con la boca tarareando. Repitió la estratagema y ocultó con cautela todas las pruebas que evidenciaban su acción.
Salió oculto bajo una gorra y la capucha de su sudadera. Corrió, se hizo pasar por un deportista mañanero y desapareció en el horizonte. Cuando llegó a su casa lo esperaba un inspector. Le hicieron preguntas y no supo qué contestar. No podía creer lo que le decían esos hombres. Lo llevaron de nuevo a la carpa. Recordó el juego y lo confesó todo. Lo arrestaron y le sorprendió que no lo entendieran. No tenía el poder de convencimiento para que sus aprehensores comprendieran lo que era el otro lado, ese mundo mágico donde las cosas eran diferentes y se podía lograr lo que en ese extremo de la existencia era imposible. Nadie aceptó sus excusas y explicaciones, lo metieron en una celda y lo condenaron. Ya no quiso saber nada de la realidad, prefirió vivir del otro lado, allí donde jugaba con el domador de leones, alimentaba a las fieras y veía con satisfacción los trucos de Houdini y Copperfield.
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