martes, 29 de octubre de 2019

Cuentiembre/ Segunda semana


Cuentiembre. Un proyecto para megustaescribir

Noviembre ocho

Se acostó muerto de sueño. El silencio de la noche lo llevó por una senda desconocida. Su mente había sido un mar con tormenta en los últimos días. Ahora ya había pasado todo y se sentía vacío. Claudia Prócula apareció frente a él. Era como en su juventud. Firme de carnes, bella y misteriosa, además de complaciente. Nunca quiso estar sin ella, pero en Jerusalén la perdió para siempre. Adoptó esa costumbre judía de lavarse las manos al entregar a Jesús. Prócula se lo había pedido, su amigo Mardoqueo o Marduk, como se hacía llamar, se lo revelo todo. Hasta el mismo Judas se presentó en su casa para avisarle que representaría su papel en el juicio de Jesús. De pronto la vida lo había puesto como impostor ante los judíos, como indisciplinado ante Tiberio, como marido necio ante su mujer, como traidor frente al Mesías judío. “¿Qué podía hacer? —preguntó levantando los brazos en medio de la oscuridad—. No tenía más remedio”.

Liberó a un criminal que después quemaría Roma y no habría dudado en cortarle la garganta. La vida no tenía sentido. Estaba exiliado dentro de su patria. El mismo hombre que se había presentado ante Caifás y Anás estaba sentado a su lado. No había cambiado. Llevaba su ropa vieja, sus sandalias desgastadas, el pelo desaliñado y la mirada severa. Estaba muy viejo, no se había convertido al cristianismo, a pesar de que lo habría podido hacer en muchas ocasiones. Recordó la tumba de la que había desparecido el cuerpo de Jesús. Recordó la noche en que se encontró con Menenio y habló del asesinato de un inocente. Decidió borrar los malos recuerdos y se vio con un uniforme romano, llegando a su casa después de su campaña. Lo recibía Claudia en un sillón con reposa pies hecho de hueso. Él se despojaba de su casco, la capa y su coraza, luego tiraba su túnica y se unía, como tantas veces lo había hecho, a su mujer que estaba tibia y húmeda después del baño. Se abrazaban, pero Claudia separaba sus labios y lo miraba con frialdad. “¿Por qué lo condenaste, Poncio? — le preguntaba con ira—. Te pedí que lo salvaras. Lo necesitaba como a la vida misma. ¡Jamás te lo perdonaré!”. Se levantó de un salto y salió a la terraza. No podía respirar, sentía que algo le aprisionaba la garganta. El hombre de pelos ensortijados le preguntó si se arrepentía de lo que había hecho. Llorando contestó que sí, que toda la vida había cargado con ese pecado. Agobiado por el pesar buscó una espada. Vio una jarra con vino y se la bebió completa. Esperó a que la cabeza le diera vueltas. Reconoció la bondad y el amor del Hijo del Hombre en quien no había encontrado culpa alguna. Le mostró su respeto y le hizo un juramento de lealtad. Después se hundió el metal en el cuello y se desplomó.

Los criados lo encontraron al día siguiente. Estaba tendido boca abajo. A su lado estaba un charco de sangre. Destacaba la hoja de la espada que le había atravesado el cuello. Se ordenó que se le ofreciera una ceremonia y luego fue sepultado.

Noviembre nueve

Jerusalén se fue quedando atrás El Monte de los Olivos se redujo hasta perderse de vista. Un grupo de personas iba en dirección a Jericó. El objetivo era comenzar una nueva vida para todos. Los planes habían salido a pedir de boca y ahora la nueva concepción del amor a Dios exigía que los apóstoles predicaran y fueran hasta el último rincón de la Tierra para llevar la nueva buena. La muerte había sido derrotada. El hijo del hombre se había levantado de la tumba para demostrar que su doctrina era la correcta. Era primordial cambiar de identidad. Jesús sería un hombre habitual, viviría para su familia entregándoles su amor, trabajaría en el campo y haría muebles para mantenerse. De vez en cuando irían sus discípulos a consultarlo para orientar a la gente. Quedaba pendiente la tarea de añadirle a la Torah, la redacción moderna, había que transformarla, dividirla en los acontecimientos pasados y la nueva era. Decidieron escribir un nuevo testamento. Las largas caminatas les ayudaban a decidir qué sucesos serían los más importantes en las escrituras.

—Jesús—dijo Judas acercándose al borriquillo que llevaba a cuestas al Mesías–, quiero que me bautices y me des un nuevo nombre cuando lleguemos a Betania.
—Y ¿Cómo deseas llamarte, Judas?
—No sé, Jesús, tendré que pensarlo, ¿Tal vez Saúl?  
—No lo sé Judas. Te cambiaré a ti el nombre y tu harás lo mismo conmigo. Seremos dos hombres que atestiguarán el milagro. Por mis huellas en las manos tendré que ser prudente. Diré que fui perdonado en la cruz y que mi dueño romano pagó mi liberación.
—Está bien. Y ¿los demás?
—Los demás tendrán que irse muy lejos. Llevaran la noticia a todas las tierras de las tribus de los hijos de Abraham, luego Roma y Egipto, de allí hasta donde puedan esparcirlo como si fuera trigo. Esta doctrina es la salvación del hombre.

Jesús bajó del borrico y cogió de la mano al pequeño José. María y Magdalena iban un poco más atrás. “Cuando estuve en el desierto—comentó Jesús—pude ver el interior de los hombres, fui tentado por el mal y estuve a punto de claudicar en mi tarea. Tenía un miedo enorme. Le tememos a lo desconocido y eso nos angustia, pero si logramos tomar el control sobre nuestras emociones más fuertes, se abre un nuevo mundo. El mal estuvo a punto de destruirme, pero razoné sobre mi situación y descubrí que la gente se martiriza con ideas infundadas. Los demonios a lo que tanto tememos son solo un reflejo de nuestro instinto de conservación. El mal no existe en la naturaleza, queridos míos. Es la ausencia del bien la que nos hace culpables. Siempre que lastimamos a alguien hacemos que esa ausencia del bien provoque algo negativo. Por eso la violencia, el hurto, el abuso y las cosas que producen dolor o perjuicios es lo demoniaco, lo malo. El más allá, la nada no tiene lugar porque Dios es infinito y nosotros somos parte de esa inmensidad. Él va con nosotros en el corazón y si logramos que los demás lo vean su bondad se contagia. No hay ni pasado ni futuro. Amemos a nuestros seres queridos ahora sembremos la bondad en los corazones y recogeremos cariño y comprensión. Hay personas que son incapaces de abrir su corazón, no las juzguemos, entendamos su problema y ayudémosles a descubrir su bondad. No nos cuesta nada. Un poco de control, atención para escuchar y buena voluntad para orientarlos. Es muy sencillo. La gente enferma porque se causa daño, pero si logramos que se libere de la envidia, el rencor, la venganza y le mostramos que perdonar es más beneficioso que nada, entonces todos lo harán”.

Judas abrazó a Jesús y le pidió que jamás lo volviera a poner a prueba traicionándolo, aunque eso fuera fundamental para su doctrina. Jesús le dijo que la historia lo condenaría, pero que con su nuevo bautizo renacería y podría ir alimentando a la gente de bondad. “Pon la otra mejilla cuando te ofendan, no hay peor cosa que la violencia. Es un monstruo que no se debe despertar por que destruye poblaciones enteras. La guerra es inútil, el soldado solo defiende los intereses de su amo y nunca recibe ni la recompensa ni el perdón. Un hombre que vive con la conciencia opacada por sus crímenes nunca será libre, ni siquiera de sí mismo”. Caminaron varias semanas, pasaron las noches en el desierto, se alojaron en pesebres y agradecieron la amabilidad de algunas personas buenas que les abrieron las puertas de su casa. Se alimentaron de lo que les brindó Dios y al final llegaron a Betania. En Jerusalén empezaron a cambiar las cosas. La muerte de Cristo y su resurrección provocaron la división de los monjes del templo. Los romanos comenzaron a dudar de sus dioses y sentían curiosidad por las historias de Jesús.

Noviembre diez

Magdalena comenzó a resentir los dolores en el vientre. Se le había reventado la bolsa y el dolor comenzaba a apoderarse de ella. María trató de calmarla. Jesús estaba haciendo un encargo. Le habían pedido que hiciera una gran mesa para una familia acomodada de Jericó. Se había marchado a la ciudad con su hijo José, con uno de sus ayudantes y cinco mulas que llevaban provisiones y sus herramientas. “Acuéstate y te sentirás mejor—le indicó María guiándola hacia el lecho—, ¿Recuerdas cómo nació Josecito?”. Magdalena sonrió y dejó que María fuera a preparar agua caliente y sabanas limpias. Había otras tres mujeres que al enterarse de la noticia se pusieron manos a la obra. Era mediodía y el sol calentaba con fuerza. Primero limpiaron a Magdalena y le dieron ánimos. Le recomendaron que se pusiera un palo entre los dientes para no destrozarse la lengua. Poco a poco fueron aumentando las contracciones. La parturienta se esforzaba pujando y entre los descansos que hacía, se consolaba con la imagen de su marido animándola a seguir en su esfuerzo. Oyó que Jesús la consolaba desde la lejanía y que su sonrisa la llenaba de paz. “Será una preciosa niña—le dijo a María apretándole la mano—. Me lo ha dicho Jesús. Es la única manera de que la sangre de los hijos de Abraham se propague”. Las dos sonrieron. Una mujer le limpiaba el sudor a Magdalena, le daba instrucciones y le tocaba el vientre para adivinar lo que hacía el pequeño ser que pronto vería la luz. Pasaron cuatro horas en la que Magdalena se desgañitó y por fin asomó la coronilla. “Tiene un pelo negrísimo—apuntó María sonriendo—. Seguro que será una mujer muy linda y bondadosa”. Le pondremos Eva, dijo entre dientes Magdalena que ya casi no podía pujar más y cuando se sintió desfallecer llegó el alivió. Parecía contradictorio que para sacar a su hija tuviera que pujar con todas sus fuerzas y en el momento más importante en lugar de hacerlo con todas sus fuerzas se hubiera relajado al máximo. Salió la niña, estaba viscosa, la depositaron en una sábana para poderla sostener mejor. La hicieron llorar y la envolvieron para dársela a su madre. Al sentir el calor del cuerpo materno se quedó tranquila y pronto se durmió. Magdalena se bebió dos vasijas de agua y también se durmió. 

A medianoche Magdalena despertó. Miró con dificultad el rostro de su hija porque la Luna era incapaz de iluminarla. La cogió y se acercó a la luz. Vio una carita arrugada y tranquila, después un leve llanto. Magdalena se descubrió el seno y le dio de comer. La pequeña estaba hambrienta y succionó a su madre como tratando de absorberla por completo. Luego se volvió a dormir. Magdalena la recostó en la cama y se quedó mirando el cielo. Estaba mandándole un mensaje de amor a su esposo.

Jesús estaba acostado al lado de Josecito, abrió los ojos y se dio cuenta de que su hijo lo miraba con mirada interrogante. “¿Ya habrá nacido mi hermano? —preguntó muy bajo para no asustar a las mulas—. ¿Cómo será? Jesús le sonrió y contestó que era una niña. Miró con alegría la cara de desconcierto de su hijo. “Tendrás que cuidarla y protegerla, hijo mío, solo a través del amor maternal es como el hombre conoce ese sentimiento. Es la mujer la que nos llena de ternura, pues su amor es incondicional. Lo sabrás cuando seas grande, ya que nunca encontrarás jamás un amor más sincero y fuerte que el de tu madre Magdalena. “Pero… —le cuestionó José—¿Tú no me amas?”. Claro que sí, respondió Jesús muy alegre, pero mi amor es diferente. Mi misión es educarte para que puedas brindarle seguridad a tu madre y hermana. Debes ser fuerte y razonable. Es muy difícil vivir en paz entre los hombres, por eso necesitas sabiduría. Escucha siempre mis palabras y haz lo que te indique tu corazón. Yo no puedo dominar los demonios que te acorralaran en tu vida, pero puedo ser la luz que te indique el camino.

José se quedó dormido y al día siguiente se despertó alegre. Sabía que ocupaba un lugar importante en el corazón de su padre y que su madre lo aceptaría siempre. Tuvo un contratiempo cuando entró a lavarse en una de las bifurcaciones hechas en el río Jordán para llevar agua a Galgala. Se estaba secando el pelo cuando por accidente pisó un escorpión y este le insertó su aguijón. Por fortuna el bicho había matado a una lagartija un poco antes y su veneno no era mortal, sin embargo, José empezó a calentarse y la fiebre lo hizo delirar. Pensó que estaba próxima su muerte. Tembló por la extraña mezcla del frío y el miedo. Lloró bajo un poco angustiado y cuando le preguntó a su padre si iba a morir, este le dijo que su hora no había llegado todavía porque no había cumplido con su misión. Tuvieron que hacer una parada hasta que José se recuperó de la fiebre. En esas horas había dormido mucho. Había perdido mucha agua y se levantó con mucha sed. Bebió mucho y comió un poco de frutas, dátiles y queso. Cuando se levantó no encontró a su padre y le dijeron que se había reunido cerca de allí. Llegó al sitio con dificultad y vio con asombro la forma en que su padre hablaba de un redentor, de un salvador de la humanidad que había padecido como él la crucifixión.

“Sí, hermanos—les decía con voz potente—. Lo vi junto con sus apóstoles. Era como cualquiera de nosotros, pero sus palabras llegaban pronto al corazón. Se decía hijo del hombre e hijo de dios porque el Señor, El verdadero y real creador, estaba dentro de todos los hombres. Por eso tenía fe. Decía que, si todos sacáramos a ese dios que teníamos en el corazón, entonces seríamos hermanos y comprenderíamos a nuestro prójimo”.

José escuchó las difíciles preguntas que le hacían los hombres, pero las respuestas eran irrevocables y hasta él, que era solo un niño, las podía entender. Se acercó y abrazó a Jesús que lo abrazó y lo presentó como su hijo. Luego explicó que había llegado la hora de partir porque lo esperaban en Jericó. La gente le dio la mano a Jesús, algunos lo abrazaron y le desearon un buen viaje. Hubo hasta quien tuvo tiempo de traer un poco de provisiones. José se alejó de la multitud. Se sentía orgullosos de su padre y un pequeño halo de vanidad le dio fuerzas para emprender la marcha.  

Noviembre once

La gente superó el remordimiento y la mañana se presentó clara e iluminada. La semilla que se había sembrado en sus corazones empezó a germinar. El pequeño tallo que asomaba hacía que los saludos fueran más cordiales y que la gente se deseara paz y amor. Los padres comenzaron a dar el ejemplo a sus hijos controlando sus propias emociones. La ira, el reproche y los castigos se cambiaron por el diálogo y el compromiso. Las personas preferían hablar de sus problemas con las personas y siempre recibían apoyo y consejos sensatos. Los convenios entre los comerciantes y los clientes eran justos y se realizaban con buena voluntad para que hubiera armonía.

“Lo dijo el Señor, hermanos —les repetía Pedro Simón Cefas—. ¡Amad a vuestro prójimo como a vosotros mismos! Si vuestro corazón es tan mísero que no encuentra ni siquiera lugar para vosotros mismos, entonces seréis incapaces de amar. Muchos de ustedes me preguntan si se puede amar a los injustos y los soberbios y os digo que sí porque uno mismo debe ser el portador del cambio. Sed el cambio que queréis ver en los demás. Si trato a un soberbio con rencor él reaccionará igual, pero si soy humilde y digo la verdad, él se dará cuenta de su propio error. No se puede pagar con mal el amor, tarde o temprano triunfa el bien sobre el mal, pero hay que estar preparados para todo y mantenernos en la línea. Nos lo dijo Jesús, quien ahora está eternamente con nosotros”.

Las personas satisfechas oían los sermones de los alumnos de Cristo. Se ennoblecía su corazón. El viento tibio de las tardes llevaba a todos los hogares una canción de esperanza, la letra era sencilla y más que entenderla o interpretarla la gente la sentía. Era suficiente escuchar los primeros compases para llenarse de cariño. Las madres derramaban lágrimas de amor por sus hijos, los maridos crueles o infieles volvían a su hogar arrepentidos, el ladrón reparaba los daños causados y hasta los criminales se arrepentían y enmendaban las consecuencias de sus actos. Solo los avaros, vanidosos, ambiciosos, envidiosos y, en general quien temía perder dinero o poder, se resistían al cambio. Las mujeres embellecieron y los hombres se hicieron más responsables. Todo mundo fue comprendiendo que lo material no era para siempre y a algunos les traía más complicaciones que placer.

 “Razonad, hermanos—pregonaban los hombres de buena voluntad—el dinero satisface necesidades, pero cuando se intenta complacer con él todos los deseos, se convierte en una fiera indomable. A nadie se le prohíbe añorar riqueza, pero es más importante la del alma, que la material. Las monedas nos compran cosas temporales, en cambio los sentimientos duran más, a veces, para toda la vida. ¡Ayudemos a los pobres, a los lisiados y a los enfermos porque son incapaces de trabajar! Ellos lo agradecerán sin duda, pues no hay alma que no reconozca un buen acto. Pecadores serán aquellos que al recibir un favor no lo correspondan o abusen y engañen a quien se lo ha hecho. Abandonados en su egoísmo, los ricos morirán sin haber podido cumplir todos sus sueños y se irán del mundo con pesar aferrados a su oro”.

Las palabras de esperanza motivaron a quienes habían perdido sus sueños. Ahora lo sabían en todos los rincones del planeta, Jesús venció a la muerte, hay una vida en el más allá y aquí mismo. “Es ciego el que no quiere ver—decían los más sabios—, es sordo el que no quiere oír, es pobre el que no enriquece su alma y es desgraciado el que no quiere compartir su amor”.

De Jerusalén habían salido los hombres que llevarían el mensaje de la nueva buena. Dios mandaba a su hijo para festejar que la humanidad había madurado. Ya no habría ovejas descarriadas, los dioses paganos se habían retirado a formar parte de la mitología. Los fariseos y saduceos comprendieron que sus intereses eran jerárquicos, económicos y no religiosos. Pronto se erigiría sobre los restos de un apóstol la casa del Señor. Habría cobijo para los hombres de buen corazón. El agua del Jordán fue lavando las cabezas de los nuevos cristianos. Miles de Bautistas en nombre de Jesús convirtieron a la gente en seres nuevos. Las historias se transmitían de boca en boca. La gente buscaba a Magdalena, a María y a los discípulos para saciar su sed. La convicción de los nuevos creyentes era tan fuerte que doblegaba la necedad de algunos romanos. Los cuales, al no poder argumentar contra los milagros obrados por Jesús, inclinaban sus cabezas para ser recibidos en la nueva humanidad.

Noviembre doce

Nicodemo salió de su casa. Había donado todo a los pobres y llevaba puesta una túnica de carpintero, sus sandalias estaban desgastadas porque se las había comprado a un humilde hombre. Miró por última vez el templo y salió en busca de Jesús. Sus provisiones eran pocas, por eso las racionaba con mezquindad. En sus largas caminatas hacía el Noreste se reía recordando algunos acontecimientos importantes de su vida. Había crecido en una familia saducea. Nunca se había privado de nada y su agilidad mental y buena memoria lo habían ayudado a conseguir un lugar privilegiado en el templo. Le desagradaba recordar las caras de Caifás y Anás. Les culpaba de la tragedia de Jesús. Por suerte, se había ideado un genial plan en el que el aportó treinta kilos de aloe y mirra para embalsamar el cuerpo de Jesús. Entre él, los apóstoles y José de Arimatea habían confundido a los romanos y habían aprovechado del sábado para vaciar la tumba resguardada por los centuriones de Pilatos. Tuvo un sueño en el que vio a Tiberio condenando a Poncio. Fue testigo del juicio en el que el quinto prefecto de Judea fue perdonado por llevar la túnica de Jesús. Vio los tres intentos que hizo Tiberio por condenar a su subordinado y las reacciones que tuvo al mirar los ropajes del Mesías. No podía entender cómo un hombre tan arrogante se sobajaba a una situación como esa por su miedo a la muerte. Le faltaba dignidad, era un cobarde que se escondía bajo el atuendo del hombre que le había demostrado su inocencia. Se despertó en medio de la noche. Miró las estrellas y pensó en sus planes futuros. Se haría carpintero, dejaría las ataduras del bienestar y la riqueza para hacer con sus propias manos una cruz que se convertiría en el símbolo de la nueva religión. Vio la inmensidad del firmamento y le pareció ver a los arcángeles, el mismo Dios le mostraba una estrella, que como la de Belén, lo guiaría hacía donde estaba Jesús. Apareció de nuevo su imagen. Iba arreglado y se cruzó con el mesías, le sorprendió su aspecto sereno. Nunca había visto a alguien tan pobre con tan gran satisfacción en el alma.
 “¿Cómo puedes ser tan feliz tú, pobre galileo? —le había preguntado mirándolo con curiosidad—. No tienes ni una sola moneda y sonríes como si te perteneciera el mundo”. 

Es que mi alma ha renacido, dijo Jesús, cogiéndole las manos, cuando un espíritu se renueva y, nace otra vez, las cosas que antes no valorabas o no entendías, se aclaran. He estado en el desierto y he visto la maldad humana, he conocido todos los demonios de este mundo y he vuelto aquí. Ahora se ha hecho la luz. Las palabras de mi padre han cobrado forma. Todo lo que se había escrito hasta ahora no se había interpretado de la forma correcta. Mi misión es enseñar a la humanidad la verdad. Se cumplirán los presagios que surgieron hace cinco mil años. “¿Eso quiere decir que eres el mesías? —preguntó preocupado por negarse a aceptarlo—. ¿Cómo lo puedes saber?”. Jesús lo miró con tranquilidad y le dijo que era el hijo de los hombres y que redimiría los pecados, además que se encontrarían cuando él fuera juzgado y que él lo ayudaría a realizar un milagro.

Ahora reía con tristeza por no tener a Jesús a su lado. Pensó que lo que no había comprendido tanto tiempo antes, era obvio en ese momento. Oyó unos pasos de mulas. Se puso de pie y trató de distinguir a las personas que se le acercaban.

—¿A quién buscas en la oscuridad, buen hombre? —Nicodemo reconoció la voz y se puso a llorar en silencio.
—¿Eres tú?
—¿Quién me necesita y me llama siempre puede encontrarme?
—Pero ¿Cómo es posible que andes por aquí?
—Estamos de paso, querido Nicodemo. ¿Quieres venirte con nosotros?

Nicodemo se arrojó a los brazos de Jesús, saludó a José y vio a Magdalena que daría a luz pronto. Le dijeron que iban en dirección de Belén y que estarían allí hasta que naciera la niña. Conversaron durante una hora y se marcharon juntos. El retirado sacerdote le contó a Jesús que había regalado su casa y sus pertenencias y que había salido de Jerusalén para instalarse en alguna ciudad o pueblo en el que pudiera pregonar la palabra de dios y ejercer su oficio de carpintero. Continuaron juntos el viaje. Nicodemo buscó una carpintería y se puso a trabajar con varios hombres. Les propuso que hicieran una gran cruz con el cuerpo de tamaño real de un hombre. La elaboraron durante algunos meses. Escogieron las maderas más finas y las tallaron con devoción. Cuando llegó el momento de plasmar el rostro de Cristo, todos se sintieron incapaces de realizarlo. Cayó la noche y joven que sabía que no muy lejos estaba un experimentado maestro, lo llamó. Éste trabajó con agilidad y copió su rostro en la medra. 

“Diles que lo terminen—ordenó Jesús—. Uno de ellos me conoce muy bien y sabrá hacerlo”. 

Cuando se despertaron los carpinteros, el adolescente no se encontraba allí. Miraron con admiración y duda lo que estaba frente a ellos. Nicodemo dijo que no se explicaba cómo se había realizado tal milagro, pero aseguró conocer la cara del modelo.

domingo, 20 de octubre de 2019


Noviembre/ Primera semana

Cuentiembre proyecto de escritura diaria para Me gusta escribir.

Noviembre uno

«Esto es solo un sueño—se dijo a sí mismo al ver el rostro de María Magdalena acostada a su lado—. No durará mucho». Se iba a levantar, pero un niño pequeño con pelo rizado se acercó con timidez. Lo llamó y le dijo que abrazara a su madre. Ella se despertó y la habitación quedó iluminada por el amor maternal que experimentó hacía el pequeño José. Es hora de levantarnos, dijo Jesús, estirando los brazos. Su casa era modesta, pero bastante grande. Le habían ayudado a construirla sus discípulos. Se miró las manos y notó que sus cicatrices comenzaban a sanar. Le había costado más de seis meses recuperar la carne, pero le quedaron dos pequeños orificios. En algunas ocasiones, el pequeño José se acercaba para tocar las palmas de su padre, entonces Jesús se las ponía frente a la cara y lo miraba a través de las manos. Era una forma de enseñarle a su hijo la filosofía de la vida. “Aunque tengo los ojos ocultos, te puedo ver”. José entendía la broma, pero María Magdalena decía que eso era una verdad asombrosa, pues había gente que tenía los ojos ciegos, pero podía ver más que las personas normales. Eran las seis de la mañana, pero el sol ya estaba calentando la arena y los plantíos de trigo. María ya estaba en la cocina y cuando oyó los pasos de Jesús se volvió para mirarlo. Le dio los buenos días y se abrazó a él cerrando los ojos. “Gracias a Dios que te has levantado, Jesús, hay mucha gente esperándote afuera”. La noticia le creo un poco de pesadumbre y se sentó en la mesa. Le sirvieron un poco de leche de cabra y pan con higos. A su lado ya estaba su familia.

—Madre—dijo un poco desconsolado—¿No habría sido mejor morir en la cruz?
—Pero ¡Qué dices! ¡Por dios! Si hubieras muerto en la cruz nos habrías dejado el dolor más grande del mundo, hijo mío, además no serías feliz con tu familia. Mira a José, qué sería de él sin ti.
—No sé, madre. Es que cada vez soy menos convincente. La gente espera milagros y recibe de mí solo esperanza y parábolas. No todos lo entienden.
—No te apures, hijo. Todo irá bien. Tu haz lo que te ordene el corazón.

Jesús terminó de desayunar y salió al encuentro de sus discípulos. El primero en acercarse fue Juan, le comentó que había leprosos, ciegos, inválidos y gente muy enferma esperándolo. También había espías de los romanos y de los saduceos. “Tendrás que pensar algo verdaderamente asombroso porque la gente empieza a dudar de ti, dijo el apóstol preocupado y arrastrando las palabras como si la conciencia quisiera devolverlas a su lengua, algunos ya empiezan a maldecirte, maestro”. Jesús miró a los chismosos, y se dirigió hacia donde se encontraba la gente pobre.

“Hermanos, míos. Muchas veces les he dicho que resucité para mostrarles que la muerte no puede gobernar sobre el hombre, sobre todo si está vivo. Dios me ha dado más tiempo para decirles que el universo es muy grande, pero la creación más perfecta es el ser humano. No hay en todo lo que conocemos de, espacio y tiempo, otro ser que pueda razonar, inventar o curar como nosotros. Eso quiere decir que somos parte de Dios, una pieza pequeña y muy importante de la creación. A Dios lo llevamos dentro y lo único que debemos hacer es abrir nuestro pecho para que se vea su presencia. Les he repetido mil veces que es ciego quien se niega a ver, que es más infeliz quien se niega a disfrutar la vida y más pobre quien anhela la riqueza sobre todas las cosas. El valor monetario es relativo. No os dejéis engañar por la falsa ilusión de la riqueza. Uníos a vuestros familiares, formad una comunidad y compartir el trabajo, el amor y las ganancias. No deseéis el oro porque lo tendréis amontonado y cuando lo gastéis querréis recuperarlo y eso os obligará a hacer cosas malas. Gozad de lo que no tiene precio. Ved a vuestros hijos y seres queridos con amor y, sobre todo, ved la realidad como es y no como la imagináis. Quiero predicar con el ejemplo y no con el sermón, así que coged las palas y sembremos hoy la semilla del trigo que no alimentará. Los enfermos tomad la medicina y ordenarle a vuestro Todopoderoso interno que os cure. No os lamenteis los doctores harán todo lo que puedan”.

La gente se quedó quieta y no se decidió a hablar. Empezaron los rumores y los más intrigantes comenzaron a levantar falsos testimonios de Jesús y acusarlo de embustero. Él seguido de sus discípulos comenzó a hacer surcos en la tierra, José le llevó las semillas y Magdalena comenzó a acarrear cubos de agua. Muchos se pusieron tristes y se fueron. Los Fariseos escupieron y se alejaron vociferando. Sólo los pobres siguieron el ejemplo de Jesús. Por la noche, los apóstoles organizaron una cena. Asaron unos corderos y sirvieron vino. Le preguntaron a Jesús si su doctrina duraría mucho tiempo. Él les contestó que mientras no hubiera una iglesia, las cosas irían bien, pero en cuanto se centralizara la religión y se dejara a los sacerdotes decidir por Dios empezarían los problemas. Les recomendó que jamás creyeran en charlatanes y que no se implantaran reglas sobre ceremonias, pagos, penitencias o pecados. Cerca de la media noche, Jesús se retiró a su lecho y se durmió. Al día siguiente comprobó que no estaba viviendo dentro de sus sueños.

Noviembre dos

Lo descolgaron y lo pusieron al lado de unas rocas para comprobar si estaba vivo. Pedro se acercó a su pecho y se dio cuenta de que el pobre Judas todavía respiraba. Tenía una marca roja en el cuello y un gesto recio en la cara. “!Está vivo! —gritó el más noble e inocente de los apóstoles— ¡Hay que traer agua!”. De inmediato Andrés corrió hasta donde estaba una mujer con una vasija y le pidió que se la diera. La mujer lo miró con asombro y se la entregó. Con un trapo comenzaron a limpiar el rostro de Iscariote. Por fin, comenzó a respirar y volvió en sí. «¿Qué ha pasado? —les preguntó sorprendido—. Le dijeron que Jesús estaba vivo. Las cosas salieron de otra forma, Judas. Estuvimos a punto de perderlo a él y a ti. “¿Dónde está? —preguntó incorporándose —Necesito hablar con él”. Le dijeron que no podía verlo, que tenían que esperar a que las cosas se enfriaran para luego encontrarse con él. Los fariseos estaban por todos lados haciendo guardia y en la tumba de Jesús no habían logrado escarbar lo suficiente para sacarlo. El soldado que les había cobrado unas monedas de oro por hacer una herida inofensiva y darle la pócima a Jesús había sido arrestado y la gente pensaba que se iba a descubrir el plan. Juan y Mateo seguían trabajando camuflados. María Magdalena tenía que darle un somnífero a los soldados que hacían guardia. La Luna comenzó a salir y Pedro dio la orden de marcharse. Nos vamos a la casa de mi hermano Andrés. Se echaron unas mantas encima y se fueron caminando despacio. La ciudad seguía vida normal. La gente que había seguido a Jesús y sus discípulos estaba de luto, pero los sacerdotes del templo, los romanos y los comerciantes, así como las prostitutas seguían su vida habitual. Nadie se interesaba por el destino del Mesías.

Judas entró y lo recostaron en una cama dura. Se le acercó María y le preguntó si estaba bien. El asintió con la mirada y después le dieron de comer, pero no aceptó. Pronto se quedó dormido. Durante la noche gritó e hizo ladrar a los perros. Solo Jacobo levantó un momento la cabeza para ver qué sucedía. A la mañana siguiente llegaron Juan y Mateo. Abrazaron a Judas y le dijeron que el túnel ya estaba hecho, que debían esperar a que Jesús se recobrara. Mateo lo había visto bajo la luz de una vela. “Estaba dormido o inconsciente–dijo Mateo—. Le limpié la sangre y entreabrió los ojos, le dije que no se moviera, que el domingo por la noche lo sacaríamos”. Todos se quedaron callados y desayunaron hablando con las miradas. Tenían muchas dudas sobre lo que vendría, pero la fe los animaba. Judas quiso salir, pero le recomendaron que no lo hiciera. Magdalena le propuso afeitarle la barba y arreglarle el pelo. Iscariote se bañó se puso una túnica limpia y conversó con sus compañeros.

—Tendremos que irnos lejos, Judas—le dijo Pedro—. Ahora seremos nómadas, pero iremos con él.
—Pero nuestro plan era acabar con Caifás y su suegro Anás para establecer una nueva religión.
—Sí, así es exactamente, pero Jesús se dio cuenta en la cruz que debíamos cambiar de estrategia.
—Y ¿cuál es esa estrategia, Pedro?
—Será sencillo, Judas, no te preocupes. Ya está todo organizado. Mira, mañana por la noche sacaremos a Jesús de su tumba, luego correremos la voz de que ha resucitado lo cual irá contra los principios del Sanedrín y se dividirán los fariseos, luego, Jesús hará varias apariciones y nos iremos lejos de aquí. Por el camino sembraremos la semilla de la esperanza. ¡Ten paciencia!

Judas se resignó a la espera, les pidió a Juan y Mateo que le contaran pasajes de la vida del Mesías. Oyó de nuevo las historias del milagro del mar. Cuando no había peces y gracias a Jesús sacaron las redes llenas. “Él lo sabía mejor que nadie—comentó María—había estado hablando con los pescadores viejos y ellos le dieron la solución, le indicaron las zonas de aguas tibias, luego los llamó a todos y se hizo a la alta mar, ¿recuerdan?”. Todos se alegraron y siguieron comentando las hazañas del hijo del hombre. Llegó la noche del domingo y María Magdalena se preparó para la escenificación. Jesús ya estaba en una de las casas de las orillas de la ciudad. Cuando se corrió la voz de la resurrección los fariseos se reunieron y fueron todos a buscar al crucificado. Judas habló con Caifás y le dijo que moriría por el filo de un puñal. Los saduceos no podían ir a pedirle ayuda a los romanos y se resignaron a callar. Más tarde Judas vio a su amigo Jesús. Se abrazaron como dos hermanos y se contaron sus experiencias. Judas le mostró su cuello y Jesús las heridas de las manos. “Nos iremos propagando la palabra de Dios. Enseñaremos la nueva filosofía, Judas, ya lo habíamos comentado varios días. El reino del Señor está dentro de nosotros y no hay imagen ni profeta que se vanaglorie de hablar con nuestro padre.

Todos partieron hacia el desierto. Los primeros cuarenta días redactaron la historia verdadera de Jesús, establecieron los principios de tolerancia, respeto y amor que servirían de nueva buena a la humanidad. Judas quería destacar hablando de los riesgos de sentir envidia, de lo inútil de la traición o la venganza, incluso escribió su propio evangelio. Las cosas iban muy bien porque Jesús era un gran orador. La gente lo seguía guiada por la dulzura de un hombre tan sencillo. Todo iba viento en popa, pero una mañana, Judas, no encontró a sus compañeros, se vio de nuevo junto a un enorme árbol, tenía amarrado a la cintura una pequeña bolsa con monedas. Quería aclarar si estaba soñando, pero le fue imposible saberlo porque resbaló y cayó a un precipicio enrollado en una soga.

Noviembre tres

Se levantó en la madrugada. Hacía bastante calor y decidió salir a respirar el aire fresco. Salió sin hacer ruido y caminó un poco, luego miró el cielo y se quedó inmóvil. Ante ella había un espectáculo muy raro. Dos redondas lunas la miraban desde lo más alto del firmamento. Era imposible que hubiera una luna anaranjada y otra amarilla, pero estaba allí. “Es una anunciación—pensó tocándose el vientre—. ¡Es lo mismo que le pasó a María!!¿Y el arcángel?! ¿Quién me anunciará la llegada de mi hija? Dime, Dios santo, ¿es verdad?”. Un pequeño estremecimiento del vientre le confirmó sus sospechas. Tendría una hija, la hermanita de José. Era maravilloso. Eso quería decir que entre los judíos había una nueva estirpe. Josecito y… ¿Eva? ¿Así la llamaría? No estaba mal. Si Adán había sido el primer hombre, Eva la mujer. Empezó a recordar su vida. Se levantaron como una torre imaginaria sus recuerdos. Su difícil vida en la infancia. La ausencia de su padre y la muerte prematura de su madre. Los ultrajes que sufrió cuando fue vendida como esclava. Los abusos que sufría con el mercader que la alquilaba a los hombres que le pagaran bien. Luego, su liberación y su deseo por sobresalir. Reunió dinero, engañó a las mujeres y hombres que se cruzaban en su camino. ¿De qué se había ido conformando su riqueza? De angustia y dolor ajenos. Era por eso que había dejado todo por irse con Jesús. Él le había mostrado la maldad de sus actos. Le había dicho que nunca podría descansar en paz mientras explotara a las mujeres, le mintiera a la gente y se engañara a sí misma pensando que su estatus era privilegiado. “¿De qué te enorgulleces, mujer? —le había preguntado Jesús—. Si todo lo que tienes está manchado por el pecado. Dime, ¿puedes dormir tranquila sabiendo que con cada moneda tu espíritu se pudre sin remedio. Nadie te querrá en tu vejez y quien pueda humillarte lo hará y ¿qué pensarás ante la muerte? Tu alma jamás podrá descansar y tu viaje por el universo será el más tortuoso. Estás a tiempo de enderezar tu vida. Rectifica tu camino y sé aquella mujer que soñaste ser. Sé libre y vive tu presente, te estás condenando con algo que ni siquiera te brinda felicidad”. Era cierto todo. Si tenía una insatisfacción era precisamente eso. Ella quería ser libre, amar por completo a un hombre que la entendiera. Trae a tus seguidores y ante ellos mostraré mi arrepentimiento. Así lo hizo Jesús, entró con sus compañeros y se sentaron al lado de un hombre que se presentó como mercader y, en realidad era un criado de la casa, ataviado con ropa cara. Los apóstoles renegaron de la falsa humildad de Jesús y le recriminaron que comiera alimentos caros, que se comunicara con el negociante y, cuando entró Magdalena a lavarle los pies, estuvieron a punto de salirse escandalizados, pero él los detuvo y les dijo que había una diferencia enorme entre lo que es un hombre noble y un hombre equivocado. El noble siempre oirá su corazón y hará lo que él le dicte, en cambio un hombre equivocado escuchará la voz de la avaricia, la conveniencia, en una palabra, se dejará llevar por los malos sentimientos que tiene dentro, es decir, sus peores demonios y jamás podrá vivir en armonía. Por eso, Magdalena le ungió los pies con el aceite más caro que tenía, y muchos se asombraron más por el despilfarro que por la acción. “Ninguno de ustedes me ha lavado los pies—dijo Jesús mirando a Magdalena—ni siquiera con agua”. La conciencia dejó mudos a los presentes. Jesús comió los manjares que le ofrecieron y al terminar dio las gracias y le comentó al hombre de las ropas caras. “Si quieres hallar el camino al reino de Dios despréndete de tus bienes y vive feliz”. María Magdalena sabía que esas frases iban dirigidas a ella. Se levantó y se acomodó al lado de Jesús. Le susurró al oído que lo dejaría todo por irse con él. Jesús le cogió la mano y le dijo que sería feliz, pero que ya jamás volvería a tener riqueza material.

Al salir, Jesús les informó a sus discípulos que Magdalena se iría con ellos y pregonaría como todos los demás. “No tiene derecho a hacerlo, dijo Pedro Simón un poco enfadado, es mujer y ellas lo tienen prohibido”. Si para propagar el mensaje de Dios ella necesita ser hombre, entonces lo será. Magdalena con las manos en el vientre se rió, recordó que al día siguiente de su renuncia a la vida pagana Jesús le cortó el pelo y le puso una túnica suya. Nadie se opuso a que la nueva Magdalena hablara de Dios y se alegraron por el sentido del humor de Jesús. Ya iba amanecer. Volvió a su casa despacio y rezó. Se acostó con Jesús y lo abrazó con fuerza.

Noviembre cuatro

No sabía si la libertad le iba a servir de mucho. Tenía demasiados enemigos y cuando se enteraron de que el peor de los asesinos estaba libre, los malhechores formaron sus bandas para buscarlo y asesinarlo. No salía mucho y cuando se decidía a ir a algún lugar se ponía una capucha como si fuera un leproso. Le costaba trabajo pasar desapercibido porque era muy fuerte y ancho. La gente no se le acercaba y cuando notaba algún indicio de que era Barrabás y se lo decían en su cara. Él gritaba como retrasado y salía corriendo. Tuvo que dejar que su madre fuera la encargada de hacer los mandados. Se sentía vacío. Los remordimientos lo asaltaban durante el día. Una voz en el interior le repetía que por su culpa había muerto un hombre inocente. Una tarde se quedó dormido frente al fuego y se vio en un monte. El cielo estaba despejado y un pastor iba a su encuentro. El hombre le preguntó si había visto una oveja extraviada. Respondió que no sabía nada, que no la había visto, entonces el anciano lo miraba detrás de sus cataratas y le decía que la oveja perdida era él. “Tienes que actuar con el corazón, hijo mío, tus pecados serán perdonados si logras restituir todo lo que robaste”. Lo entendió de inmediato. Decidió visitar las familias a las que les había robado para ofrecerse de esclavo, a los que había vedado de la existencia les pidió perdón, a los que había ofendido y golpeado les ayudó en su trabajo. Con cada acto bueno que hacía su alma se iba limpiando. Pasó el tiempo y un día se encontró a Jesús.

—Pensaba que estabas muerto.
—Ya ves que no es así. Ahora tengo familia y llevó la palabra del señor a todos los rincones de la tierra.
—Y ¿podrás perdonarme alguna vez?
—De nada te servirá mi perdón si tu corazón está bañado de hiel. Endúlzalo y verás que no necesitarás el perdón de nadie. Esa será tu penitencia.
—Gracias, Jesús, te prometo que así lo haré.
—No prometas, Barrabás, porque el futuro es incierto y no lo adivinarás. Recuerda que tu salvación está en el día a día. Haz el bien y no te fijes a quien.

Jesús se alejó y Barrabás lloró de felicidad y se dijo que siempre amaría a su prójimo, que nunca más volvería a usar la fuerza. Buscó una mujer joven y construyó una casa, comenzó a criar animales y sembrar la tierra. La tercera parte de lo que producía se lo daba a los pobres. Defendía a los débiles y hablaba de la paz interior. Su rostro grotesco se había ennoblecido y su voz, antes amenazadora, sonaba cordial. Su esposa le dio hijos y vivió feliz, sin embargo, su pasado se le volvió encima y lo comenzó a perseguir la tragedia. Soportó lo más que pudo, pero la opresión romana lo obligó a rebelarse. Sabía que faltaría a su promesa y que ya jamás podría obtener el perdón. “Desde antes ya estaba condenado—se dijo para sus adentros—no puedo luchar contra los designios del Señor”. Reunió a unos ladrones, busco la peor escoria de Jerusalén y se marchó a Roma para quemar la ciudad. No pudo entender el significado de sus sueños. El anciano le había dicho que era una oveja perdida, Jesús le había hablado de la paz y la tolerancia y Dios le había ordenado atentar contra los romanos. ¿Qué debía hacer? Pensó que lo mejor sería seguir solo y terminar su vida ocultándose de las personas. No lo puso hacer porque su madre llegó con una mujer morena. “Esta será tu mujer, sentarás cabeza y formarás una familia”. No se opuso a la orden de su madre. Se transformó en otro hombre. El trabajo lo fue ennobleciendo. Se dedicó toda la vida a sembrar, criar ovejas y comerciar con quesos. Fue feliz con su mujer que le llenó la casa de hijos.

Noviembre cinco

José estaba sentado debajo de una higuera. Miró a Jesús y recordó todo lo que había tenido que sufrir para salvarlo de los romanos. Ahora tenía un hijo entrando a la adolescencia y ya no le quedaban fuerzas para seguir educándolo. Le había transmitido los mejores principios. Le había mostrado todo lo que sabía y sentía que la vida lo abandonaba. Pensó que en su larga existencia había elaborado tantos objetos artesanales que no habría ninguna casa de Nazareth donde no se hallara una. Entrecerró los ojos y volvió a aquella tarde en la que le propusieron que se casara con la pequeña María. No sabía qué responder, entonces. Llevaba cuarenta años solo, tenía nietos y quizás bisnietos, pero algo lo convenció de que debía aceptar. Sabía que se lo había ordenado un ángel, quizá la imagen tierna y cándida de la pequeña muchacha pidiéndole clemencia. Él descendía de una de las grandes tribus de Israel y era pariente de David el sucesor de Saúl. Recordó que había pasado algunas noches en vela pensando que María sería lapidada porque nadie creería que un viejo de más de noventa años pudiera embarazar a una mujer tan joven. Él era el único que podía ofrecerle protección y recibió el mensaje divino. Aceptó los mandatos del cielo y vio llegar al pequeño Jesús. Decidió que lo encaminaría y le entregaría el mayor tesoro que le había entregado la vida: su experiencia. Todos los días tuvo la paciencia de explicarle cosas. Le contó la historia de su pueblo y los problemas por los que habían pasado los judíos desde su salida de Egipto. Jesús lo asimiló todo con rapidez y a los doce años ya estaba listo para formarse solo. José soñó que veía a su último hijo razonando en la soledad de una cueva del desierto. Luchando contra todos sus miedos y expulsándolos de su cuerpo. Lo vio rodeado por un aura azul, hablando con sabiduría, guiando a los hombres hacia la verdad. “Querido hijo mío—le decía suavemente—ha llegado la hora de la rebeldía, te opondrás a mí y las tradiciones pasadas porque han caducado. Contigo la humanidad da un paso hacia su madurez. No pongas atención en lo superficial, en lo pagano, dedícate a reformar el mundo. Haz lo que desearon hacer Adán, Job, David y todos los profetas, eres el Mesías. Los conocimientos te llegarán a través de la razón. Evalúa lo justo y comunícate con Dios, sin duda lo encontrarás”.

Le costaba mucho trabajo mantenerse sentado. El cúmulo de años lo sumía un poco en la tierra. Lloró de alegría y tristeza cuando recordó la imagen de su hijo llorando en sus brazos mientras en Belén cientos de recién nacidos eran sacrificados. Recordó la muerte de Herodes, su travesía con el censo. Un soldado le había dicho: “Eh, tú anciano, no estás registrado en Nazaret, llévate a tu familia a registrar a tu ciudad natal”. Todos los pasos que dio por el mundo, de repente se le empezaron a descontar, como si el tiempo en lugar de darle esperanza, se la quitaran. Su última visión fue increíble. Le pareció ver a Jesús iluminando La Tierra con una nueva luz, con un destello de armonía, fe y sentimientos nobles. Su corazón se llenó de gozo. Rezó por la salvación de la humanidad, por el éxito de su hijo y se quedó allí inmóvil. Sus palabras, si es que se pudieron escuchar, quedaron revoloteando como pequeñas mariposas invisibles. “Hágase tu voluntad, Señor y no la mía, ayuda a mi hijo a cambiar el mundo para que todos puedan llegar a ti a través de él, a través del amor y la tolerancia”.

Noviembre seis

Prócula se levantó sin saber en dónde estaba. Había visto varias ocasiones los muros con peces y ovejas. Sabía que era un mensaje importante, pero no podía descifrarlo, ni siquiera el caldeo Marduk fue capaz de hacerlo. ¿Significaban acaso los peces que estaban en la era de acuario? ¿Eran las ovejas los creyentes que conocerían el reino de Dios? Desde que había visto a Jesús pregonar cerca del templo, una excitación le impedía conservar la calma. “Tú eres una gran señora—le había dicho El Mesías al verla mezclada entre la multitud—. Tienes el mismo derecho que todos los demás a escuchar sin avergonzarte de tu cara”. Al verse descubierta pidió aceptación, se descubrió el rostro y Jesús le pidió que se sentara a su lado. Ella sintió la tranquilidad del hijo del hombre. Escuchó con atención sus palabras y llegó a la conclusión de que el objetivo del sermón había sido descubrir el amor. Con palabras muy simples la había dejado prendada de bondad. Nunca se había cuestionado la vida. Estaba a costumbrada a los lujos y las atenciones de su marido, tenía poder, era más influyente que el mismo Menenio, pero un humilde carpintero la había tocado con un estoque en el corazón. Deseó con toda el alma descubrir los encantos de un cuerpo acostumbrado al trabajo. Se imaginó las manos firmes de Jesús tallándola como una escultura de madera. Se balanceaba encantada como si le contaran una bella historia infantil mientras se columpiaba al borde de un precipicio. La sensación de armonía y peligro la excitaron. Trató de apagar el juego entre los brazos de su marido, pero fue inútil. 

La desesperación que le producía la duda y lo desconocido eran insoportables. Salía todos los días oculta bajo un pañuelo y se deleitaba con las palabras de optimismo. Una tarde escuchó las parábolas sobre los pobres que entrarían en el cielo y los ricos que se condenarían por su ambición. Oyó por boca de magdalena que un día habían multiplicado los peces, como si hubieran caído del cielo, y el pan había llegado hasta el último peregrino, que los demonios habían sido expulsados del cuerpo de los malos hombres, que Lázaro había resucitado y que un día reinaría la paz y el amor. Prócula quiso correr a los brazos de Jesús, deseaba estar con él para transportarse al cielo y ser tan feliz como Magdalena, pero se encontró con los apóstoles, con María y con la mirada inquisitiva de Judas. Ella le pidió ayuda. Le ofreció un estatus a cambio de que le concertara una cita en la intimidad. La prudencia le aconsejó a Prócula no asistir más a las reuniones. Esperó que Judas le diera una buena noticia, pero una tarde se encontró con su marido que tenía el destino de El Mesías en sus manos.
 “No puedes hacerlo—le dijo temerosa de perder lo que tanto deseaba—. Es un pobre carpintero que no mataría una mosca. Sus palabras no hieren a nadie y ha dicho que lo que es del César, al César y lo que es de Dios, a Dios. ¿No es suficiente para demostrar su inocencia?”. 

Su marido trató de complacerla. Llevaba varios días gozando de su nueva forma de amar y quiso que fuera otro quien se quedara con la culpa. Se lavó las manos, pero las circunstancias lo llevaron al salón donde sucedería la tragedia. Prócula se revolcaba en la cama. Todos esos acontecimientos la bañaban de sudor. Lloraba al saber que no se salvarían las ovejas y que el Sanedrín, con sus estúpidos sacerdotes la privaría de lo único que había llegado a desear hasta la muerte. Se levantó de la cama y quiso comprobar que sus pesadillas eran solo incomodidades de un mal sueño. Vio a su marido derrotado. Lloraba como un niño. Se acercó a ella y se aferró a su cuerpo. Se convirtieron en piedra con ese abrazo. La conciencia les había entregado una cesta con un pecado divino que crecería hasta aplastarlos.

Noviembre siete


Se levantó con dificultad. Tenía dolor en todo el cuerpo y la depresión comenzaba a ganar terreno. La culpa estaba devastando su alma, sabía que debía presentarse ante Caifás y Anás. Tenía que convencerlos. Era necesario que recapacitaran. La historia no los perdonaría jamás y tenían en sus manos el poder de cambiar las cosas. Pasarían de la condena eterna al heroísmo y, sobre todo, no dejarían germinar el cáncer dentro de la casa de Dios en la tierra. Salió a la calle con el pelo desaliñado, sus sandalias desgastadas de tanto trajinar iban dejando una huella dispareja. Vio a sus peores enemigos tirados por el suelo, estaba la soberbia envalentonada y medio borracha, la peor era la ignorancia que reía como estúpida después de haber hecho un gran mal sin haberlo notado siquiera. El abatimiento colgaba de un árbol. Estaba derrotado, era una figura de pelo rojo y cuerpo flácido, parecía una gota de cera escurriendo consumida por un fuego eterno. Unos niños le tiraban piedras y unos hombres se acercaron para bajarlo.

 “!Dejad de atormentar a ese pobre desgraciado! —les gritaron a los niños traviesos—¡Ya ha pagado su traición!”. 

Salieron corriendo y no vieron como descolgaban el cuerpo del hombre. Más adelante estaba la gente organizando su vendimia, pronto llegaría los compradores a regatear por las mercancías y el lustre en las frutas era primordial, por eso unas mujeres frotaban sin cesar las manzanas y ponían las mantas más limpias sobre las mesas aparentando ser honestas y pulcras. No le dirigieron la mirada por temor a quemarse los ojos. Él siguió su camino hasta la casa de Caifás que sobresalía de las otras y tenía una gran puerta de madera labrada. Llamó durante quince minutos y nadie la abrió. Tuvo la suerte de que una de las criadas salió a hacer un mandado y aprovechó para colarse. La servidumbre no lo vio, solo los más allegados a Caifás lo reconocieron y dejaron de comer. Uno que otro criado fue a vomitar por la impresión. Caifás estaba en su habitación preparándose para realizar sus labores. Sería un día muy agitado. Se le veía muy satisfecho. Cogió un rollo de pergamino que era el Torah y lo besó.

“Dios Padre, tu honor está restituido—dijo acariciándose la barba—. ¡Jamás nadie volverá a mancillarte!!Hemos hecho justicia!”. De pronto se dio cuenta de que no estaba solo. Caifás dejó el valioso pergamino en su mesa y preguntó en voz muy baja qué hacía ese ser allí. “He venido a pedirte que razones sobre tus actos. Si lo haces jamás tendrás que sufrir las humillaciones que vendrán. Serás siempre un falso líder, un asesino de tu raza y un traidor de la religión. Condenarás a tus descendientes por los siglos de los siglos”.

Caifás no lo miró a los ojos, se ocultó bajo una máscara de indiferencia. Se veía muy seguro, pero una pequeña duda lo comenzó a inquietar era como sentir una pequeña comezón en un lugar difícil de alcanzar por la obstrucción de la ropa. Pensó que había actuado defendiendo los principios divinos, que nadie tenía el poder para declararse hijo de Dios o del hombre o de la divinidad o de lo que fuera. Era una blasfemia y él, que había sido educado por uno de los más brillantes pensadores, tenía que cuidar el orden y no permitir la rebeldía. Estaba convencido de que esa era su misión, pero esa comezón desagradable y la presencia del ajado con sandalias gastadas le restiraron el estómago creándole un enorme vació. Siempre había encontrado respuestas lógicas y se vanagloriaba de escuchar a Dios en sus consejos, pero esta vez algo le decía que se había dejado llevar por el egoísmo y la soberbia. 

No debía permitir que un mísero carpintero acabara con todo lo que se había construido. Las diligencias en política habían llevado a una encrucijada a los romanos, la gente estaba sometida y él se enriquecía poco a poco. Le importaba más el poder que cualquier otra cosa y solo lo aceptaba en la intimidad de su cuarto. En los demás sitios escondía sus verdaderas intenciones. Sabía que pronto tendría que organizar su ataque contra los rebeldes. Sería muy fácil acallar las bocas de los acompañantes del impostor. Ya había comprobado que eran unos cobardes. Uno había traicionado, otro había negado su relación con el grupo, otros se habían escondido como ratas y el cabecilla moriría en la cruz. Le esperaba el éxito, pues había impuesto el orden y su tarea futura sería elogiar las actividades de los templos. Se sentó un momento y repasó sus planes del día, luego murmuró para sí mismo que Dios recompensaba en vida a sus hijos predilectos y que él era uno de ellos. 

martes, 8 de octubre de 2019

El taller del mago


Al verla entrar se quedó muy desorientado. Le habían avisado que tenía una nueva alumna, pero cuando supo su nombre se la imaginó diferente. Ella se presentó como Josefina Delgadillo. Llevaba un sombrero con grandes alas y plumas, una verde y otra roja. Miraba con dos ojillos maliciosos y tenía una voz de niña. Su vestido negro era largo y tenía adornos de encaje gris. Su atuendo era más adecuado para una ceremonia fúnebre. José Joaquín Fernández, tenía el seudónimo de “El mago”. Así lo habían bautizado, le habían puesto ese apelativo muchos años antes porque tenía la cualidad de transformar cualquier noticia de periódico en una gran historia. 
Él la miró analizándola con cuidado y le indicó que se sentara. Ya estaba el grupo del taller de narrativa completo. Lucía que miraba de reojo a su nueva compañera, mientras pasaban por su mente muchas ideas relacionadas con los circos. A ella le encantaba escribir sobre sexo y lo hacía sin recato y sin erotismo. Por su cara, se podía adivinar que no podía imaginarse más que cosas horrorosas y crueles. Fernando, el escéptico, no le puso atención y se revolvió el pelo como era habitual en él. Lo hacía siempre que quería despejar su mente de los malos pensamientos. Adriana, la más realista, fue la única que le habló. “Bienvenida, compañera—le dijo agitando la mano—¿Cómo te llamas?”. Resonó su nombre con voz metálica. Ofrecía un cuadro muy especial. Josefina parecía una niña del colegio. Estaba sentada y sus pies, muy alejados del piso, se balanceaban despacio. De perfil parecía una niña de unos ocho o nueve años. Había sacado un cuaderno y un bolígrafo y con las manos entrelazadas esperaba a que empezara la clase. Recibió los saludos con magnificencia y Lucía le pidió que contara algo sobre ella.

“Soy aficionada a la escritura—comentó sin ni siquiera moverse y con el aspecto de una muñeca en un aparador—. Deseo aprender mucho en este taller. No tengo mucha experiencia ni publicaciones y espero me perdonen si hago preguntas tontas o pido que me expliquen algún término o palabra relacionados con la narrativa”.

Adriana la animó a que comentara alguna de sus historias. Se negó a hacerlo y José Joaquín dijo que el tema de ese día estaba relacionado con los libros misteriosos, los escritos inéditos, las historias anónimas y los libros secretos. ¿Alguien conoce historias en las que se habla de un libro escondido, prohibido, desaparecido, inédito o póstumo? —preguntó José Joaquín—. Nadie respondió, pero el silencio que siguió era un buen signo, pues cada uno de los presentes se encontraba en un proceso activo hurgando en su memoria. “Bueno —dijo Adriana—, seguro que todos se acuerdan de “El nombre de la rosa”, en el que…”. Sí, sí— la interrumpió Fernando sin dejar de acariciarse la barba —siempre salís con las cartas más grandes, ¿por qué no hablás de obras más modestas? Algo de Quiroga, un cuento, o de Cortázar. Adriana lo miró con desprecio y con una seña le cedió la palabra a Ricardo que estaba entrando y pedía disculpas por su retraso. Entró con prisa se quitó la chaqueta y se sentó en su rincón preferido. Ricardo tenía tipo de intelectual, pero era solo su aspecto. Carecía de aptitudes para la escritura, sin embargo, su crítica era como un sable de Cosaco. En media hora de discusión no se llegó a nada concreto. La gente se mantuvo a la expectativa. José Joaquín tuvo que hacer un recuento de algunas obras para excitar los recuerdos. Ricardo mencionó una obra del americano Sellinger que estaba por publicarse. Algo inédito—comentó mostrando un periódico—, lo había leído esa misma mañana. Se habló de películas y narraciones sobre impostores, de ladrones de libros, de usurpadores, de estafadores, incluso de asesinos que había robado obras literarias.

“Entonces, ya tenemos algo para empezar—dijo Joaquín con una gran sonrisa—¿Quién comienza?”. Adriana comentó que se podría escribir la historia de un reportero de guerra que cuenta sus experiencias en el campo de batalla, luego muere y uno de sus compañeros descubre el manuscrito y lo publica. Planteó la estructura del cuento y si no hubiera sido por Fernando, que empezó a criticarla por usar un tópico, ella habría podido narrar una buena historia. También contribuyó a que desistiera el brillante Ricardo, que comentó haber visto unas películas, todas malas, con un tema parecido. Fue cuando Lucía dijo que, si se iba a escribir sobre suplantaciones de autorías o hurtos de obras, que el profesor fuera dando las pautas como se hacía siempre. “Bueno—dijo José Joaquín—para que la cosa vaya avanzando decidiremos primero si el robo será del manuscrito o la historia o si los dos son posibles”. Cuando José Joaquín se quedó esperando a que alguien opinara, se oyó la voz de Josefina.
–A mí me gustaría escribir algo no muy embrollado sobre un hombre que se roba las ideas de sus amigos para redactar sus obras. Luego, se enriquece y se va a vivir muy lejos, pero no logra escapar de un destino trágico, el cual comienza con la aparición de un individuo que le propone que le ayude a corregir una obra, después van apareciendo los recuerdos de una novela robada y, al final, el tipo le revela su identidad y lo mata por impostor.

Fernando la miraba con desprecio y ni siquiera bajó su mirada del techo para decirle que ya lo habían escrito cientos de veces y que se podrían encontrar muchas cintas y novelas con la misma trama.
—Un momento—aclaró Ricardo—el hecho de que haya muchas obras con ese “cliché”, como dices tú, no nos impide escribir a nuestro modo, ¿no? ¿Acaso estamos tontos de la cabeza o qué?
—En eso tienes razón—le secundaron Adriana y Lucía.
—Bueno, entonces imaginemos a los personajes y luego comenzaremos a desarrollar la historia—dijo José Joaquín sonriente.

Empezamos a trabajar como era habitual. Ricardo no aportó más que unas tijeras bien afiladas para ir recortándole a las propuestas los cabos sueltos o las ideas confusas. Fernando acentuó su forma de hablar porteña y cada vez que se aceptaba algún recurso original para la trama siseaba como una víbora de cascabel. El día fue productivo y después de unas horas de tomar apuntes, hacer aclaraciones, limitar aspectos y elegir el género, todos nos fuimos a trabajar. Sabíamos que unos días después tendríamos que leer nuestros cuentos. A mí me quedó la impresión de que Josefina era una falsa principiante. La razón es que había citado, sin especificar el nombre de los autores, a Vladimir Propp y Raymond Chandler, lo raro era que de este último había repetido una de las frases de la película La Dalia azul. En aquel momento no sabía lo que habían significado sus palabras, pero unos días más tarde se comenzó a despertar en mí un gusanillo que me hizo sentir horror después. Como estaba pasando por una de esas rachas en las que es imposible hilar una idea en toda una tarde o un día, decidí mejor despejar la mente. Llamé a mi amiga Araceli a quien había rechazado durante tres semanas para terminar una novela corta de ciencia ficción que, al final, no cuajó como lo había planificado y quedó en una simple repetición de las ideas rancias de muchos de mis cuentos. Tenía que disculparme con ella por ser tan impertinente y creí que comprándole unas flores sería suficiente para reconciliarla. No conseguí nada y pasé tres días en la absoluta inopia, parecía un autómata. Salía por las tardes a dar paseos y me sentaba en una banca del parque para recobrar la imagen de la vida. No recibí nada que me pudiera alentar. Ni siquiera el alcohol logró despertarme el más mínimo deseo de escribir.

Llegué al aula donde se organizaba el taller. El edificio era viejo y no tenía una buena calefacción por eso en la temporada de lluvias se sentía un aire con moho. Por fortuna, estábamos todavía en verano y hacía calor, era mediodía. Me senté en mi sitio a un lado de la puerta. No había llegado nadie. Por el corredor pasó José Joaquín y me saludó con una seña. Estuve solo unos quince minutos más y por primera vez noté la tristeza en el mobiliario. Las sillas estaban raídas del forro, la mesa de José Joaquín tenía un libro debajo de una pata, la pizarra tenía manchas que revelaban el uso excesivo. Lo único bueno era la luz que entraba en pleno por la ventana.
Llegó Fernando y se sentó. Me preguntó si había preparado algún escrito y negué con la cabeza. “Pues, yo—dijo silbando su ese fricativa—me he roto la cabeza para escribir esto”. Me mostró unos folios que sacó de su bolso y los puso sobre la paleta. Aparecieron Lucía y Adriana que se habían encontrado en el corredor. Entró José Joaquín y miró el sitio vacío de Josefina. «Supongo que no vendrá más— dijo con una expresión rara—. Mejor así. Es una mujer muy extraña». Como sabíamos que Ricardo llegaría tarde decidimos empezar. Lucía que todo lo que escribía estaba relacionado con el sexo duro, le cedió la palabra a Adriana, quien bien habría podido ser más convincente en cuestiones eróticas, ya que tenía buenas piernas y se ponía vestidos entallados. Lo único malo era que le faltaba todo lo demás. Su cadera era estrecha y su cintura gruesa, el pecho grande, pero sin encanto y su cara sosa. Comenzó a leer.

“Hace muchos años en una ciudad cualquiera, apareció un hombre que revelaría un gran secreto…”. No pudo continuar porque en ese momento entró Josefina. La miramos con asombro, aunque era la misma que había aparecido hacía una semana, parecía diferente. Se acomodó en su silla, puso su cuadernillo en la paleta y cruzó los brazos.
—¿Por qué no lees vos? —le preguntó Fernando y dio a entender que no tenía ganas de que Adriana continuara.
—No sé si deba. He llegado la última y no es justo que me salte la fila.
—No pasa nada, mujer. Vos sos también importante, ¡Animate!!Sos nueva y tenés derecho!
Josefina pidió autorización con la mirada y al sentir la aprobación general abrió su cuaderno y comenzó a leer.

“La había engañado la persona en quien tenía depositada su confianza. Era su fin, no le había quedado nada después de tanto esfuerzo. Se quedó parada en una esquina poniendo en una balanza los motivos que tenía para vivir. Los coches pasaban rápido, el sonido de un camión de carga se fue aproximando. Los platillos de la romana le mostraron la imparcialidad de la justicia. Justicia era lo que no existía en este mundo. Se lo merecía por tonta. Dio un paso hacia su final…”.

Josefina levantó la vista y esperó las observaciones de sus compañeros. Ricardo que ya había llegado y se había acomodado en su sitio dijo que no le gustaba la palabra romana, que iría mejor balanza para no confundir al lector. Agregó que el inicio cumplía con los trucs recomendados por Quiroga y que se le había despertado el interés. «No sé qué pretendas con eso—dijo Fernando—, pero ya lo presiento brutal y trágico, ¡felicidades!». José Joaquín miró con asombro a la mujercita que había dejado de balancear sus pies y miraba por debajo de su ridículo sombrero con dos ojos de roedor. Le pidió que continuara.

“Un año antes había llegado a un club de bohemios o escritores, como quieran llamarlos, y conoció a sus compañeros. Entre ellos había uno que se distinguía por su buen porte e inteligencia. Se llamaba Rosendo Avilés. Se identificaron y se convirtieron, muy pronto, en uña y carne. Escribían los ejercicios en una cafetería que se encontraba cerca. Gloria era fea y sabía que él no se interesaba por su ausente belleza, sino por el talento que había descubierto en ella. «Quizá—pensaba, mientras trataba de dormirse por las noches—algún día me confiese que me aprecia y luego se quede conmigo». Esa pequeña llama era lo que la ayudada a esmerarse cada día. Las sesiones del club se fueron transformando en una sustancia vital de la que ella obtenía confianza en sí misma. Se fue llenando de esperanza…”. Hizo una pausa y esperó los comentarios.

Me tiré al ruedo diciendo que eso de los bohemios estaba de más y que el “como quieran llamarlos” entorpecía la fluidez. Quería decir que me parecía un cliché todo lo que seguía a continuación, pero José Joaquín subrayó que lo importante era abrirle camino a la historia y que si nos deteníamos en nimiedades entorpeceríamos el flujo, ese valioso torrente de ideas que nuestra amiga Josefina nos estaba compartiendo. Fernando lo apoyó y Adriana y Lucia aplaudieron mostrando su aprobación. ¡Continúa! —dijo Ricardo que ya había puesto su cuadernillo sobre su paleta para ir apuntando sus críticas—. No tenemos todo el día. Algunos de nosotros debemos ir a trabajar. Fernando se estiró a todo lo largo y se puso las manos en la barriga como si se dispusiera a ver una película.

“…Rosendo y Gloria intimaron y su amistad no dio lugar a un romance, es decir, del tipo sexual. Más bien los conjuntó como un dúo de escritores capaces de inventar mundos y personajes inolvidables. Su trabajo comenzó a dejar colecciones de cuentos fantásticos, luego les dio por la novela y su ritmo incansable parió tres volúmenes, es decir, una saga. Eran historias de la vida real, pero tan bien contadas que no se les asociaba con los personajes a los que hacía referencia…”.

Adriana que tenía la mano levantada interrumpió a Josefina. Ella la miró en silencio y esperó a que hablara. Volteamos todos a verla. “Solo quiero comentar que hay frases muy directas. Hay que hacer lo que dice uVe-Llosa cuando se refiere a Flaubert, la elección del vocabulario es fundamental. Por lo demás, me parece una buena historia que habrá que pulir mucho. «¿Puedo continuar?»—preguntó Josefina con un tono amable—. Le respondimos que sí.

“Su labor era admirable. Leían artículos de crítica literaria, se ponían a analizar noches enteras las novelas de los escritores que más les gustaban. Se decían uno al otro que era importante no copiar el estilo, sino entender su esencia, lograr imaginar la forma de sentir del autor. Comentaban a Balzac, Flaubert y Víctor Hugo, luego a Dostoievski, Tolstoi y Chejov, más tarde a Tom Wolf, Faulkner y Fitzgerald, por último, Borges, Cortázar y Márquez. De esa ensalada de intelectuales, decían, se había formado su estilo. En realidad, era Gloria quien estaba creando los trabajos y Rosendo se limitaba a las adulaciones y observaciones certeras, pero insignificantes para las obras. Un día se presentaron juntos con todo el arsenal con el que contaban y le preguntaron a su tutor o, responsable del taller, si sería posible llevarlos a la editorial para saber qué posibilidades había de sacarlos a la luz. El señor Octavio Sastre los miró a través de los cristales de sus gordas gafas y se acarició la barba. Pensó unos minutos y hasta se fumó un cigarrillo…”.

—¡Vos sos muy buena! —dijo Fernando admirado por el talento de Josefina—. ¿Por qué no habías llegado antes? En serio, nos habrías evitado la somnolencia que provocan estas dos—lo dijo señalando a Adriana y Lucía.
—Gracias, Fernando, en realidad tengo la historia casi lista. La he trabajado mucho tiempo, pero como no tengo quien me la critique he decidido venir a este taller.
—Pues, sábete que eres bienvenida—le dije mientras mis compañeros me veían como a un bicho raro—. Al menos para mí eres una buena escritora.

Después de lo que dije nos mantuvimos en silencio para que Josefina pudiera continuar. Ricardo seguía anotando en su cuaderno y presentí un ataque feroz que vendría al final de la sesión. José Joaquín estaba intrigado porque presentía algo. Bajó la mirada y Josefina siguió.

“…Octavio Sastre no podía dejar de moverse como un autómata, por fin se detuvo, los miró echándoles el humo del cigarrillo en la cara y dijo que sí, que era una buena idea, pero que debían antes corregir el estilo y atar los cabos sueltos. Se pusieron muy contentos y le preguntaron si él conocía a un buen corrector de estilo. Para qué buscar —dijo con tono muy amable—, si yo mismo lo podría hacer, es decir, si es que ustedes me lo permiten. Aceptaron y le propusieron ir a tomar unas copas, pero les comentó que quería dejar el cigarro y que no le apetecía mucho beber. Además, había cosas pendientes que requerían de su tiempo y atención. Muy ilusionados Gloria y Rosendo salieron y, antes de que se fueran, Octavio les pidió todo el material que llevaban. ¿Qué les parece si empiezo, ya? —les preguntó como si fuera una simple formalidad empleada para desearles suerte—. Se fueron con una gran sonrisa”.

—¿Qué les parece? —preguntó Josefina mirando a las chicas.
—¡Muy bien! —contestaron la dos con cara muy alegre—¡Solo que nosotras le pondríamos más sexo!!Sí! ¡Le quitaríamos la ropa a los dos y los meteríamos en la cama!

José Joaquín estaba un poco pálido porque la imagen de Octavio era casi como la suya, además había dejado de fumar hacía muy poco y para no reincidir se ponía en los labios un cigarrillo apagado que movía con si fuera un balancín. Lo miramos esperando que dijera algo, pero fingía estar concentrado en algo de la narración para hablar largo y tendido sobre algunas formas de hacer las descripciones o desarrollar la historia. Yo no deseaba hablar y esperé a que Ricardo lo hiciera.

—Creo que es suficiente y se puede adivinar la historia. Seguro que el idiota de Rosendo se quedará con los derechos de las obras. Urdirá algo para que no se reconozca a la pobre Gloria y ella decepcionada se suicidará. ¿Es así?
—No del todo—comentó Josefina—de suceder así, no tendría sentido haber venido aquí.
—¡Qué raro! ¿Qué relación puede tener tu historia con nosotros? —le pregunté sin imaginar que se trataba de una historia real.
—Nada, nada. Ya lo sabrás pronto y no te va a gustar en absoluto.

Pensé que me estaba amenazando. Quise mediar un poco la situación, pero su mirada penetrante me obligó a desistir. Luego se quedó inmóvil esperando que José Joaquín dijera algo, pero solo nos comentó que se sentía un poco indispuesto, que la presión atmosférica o una tormenta solar le habían producido un dolor intenso de cabeza. Recogimos nuestras cosas y salimos. La siguiente sesión sería el jueves y yo seguía sin poder imaginar una historia.

Traté de distraerme con mis actividades habituales. Tenía que entregar unas mercancías y la ruta que me había planificado resultó muy buena, pero algunos atascos me impidieron economizar tiempo, así que trabajé todos los cinco días sin poder liberar unas cuantas horas para dedicárselas a la escritura. El martes por la noche las palabras de Josefina me empezaron a torturar la cabeza. Sentía que me repetían con gran insistencia eso del suicidio del personaje de su cuento y la relación que eso tenía con nuestro taller. Llamé a Araceli para hacer las paces y tratar de encontrar en sus brazos un poco de cordura. Ella tenía un sentido común increíble, pero su intuición iba más allá de lo real, por eso pensé que, si quería acomodar todas las ideas en mi cabeza y, sobre todo, salir de dudas, tenía que encontrarme con ella. Fui hasta su casa y hasta me puse de rodillas para que me perdonara. A ella le causó mucha risa mi ridícula conducta y me dejó entrar a su casa.

—¿Qué te pasa, Carlos?
—No sé, es que han pasado cosas, ¿sabes?
—Eso quiere decir que no has podido con tu novelucha, ¿no?
—Sí, tienes razón, pero esto va más allá. Se trata del taller.
—Ya sabes que tu club de amiguitos me tiene sin cuidado.
—¡No! ¡No!!No me entiendes! Mira, hace unos días llegó una mujer. Se llama Josefina. Es rarísima. Es enana, lleva un vestido negro con encaje gris en el pecho y los hombros. También, un sombrero con plumas. Parece del siglo XIX y casi no se le ve la cara, su voz es de ultratumba, imagínate una niñita hablando desde el fondo de un pozo. ¿Lo ves? Hasta te ha dado escalofrío.
—Y ¿qué tiene que ver esa mujer con nuestra relación?
—Nada, por supuesto, pero dijo algo que no puedo interpretar.
—Pues, eso es porque eres tonto y no sabes mucho de literatura, seguro que ella sí.
—No te burles. Lo que pasa es que llevó un cuento y empezó a leerlo. Se trata de una joven que se suicida porque un amigo la ha traicionado y...
–Bueno, eso está claro. La chica se suicida por una decepción y después vendrá la explicación o ¿no?
—Sí, sí, pero no es tan sencillo. Resulta que leyó un pasaje en el que describió a José Joaquín.
—¿Y eso qué? Se puede coger gente real para escribir cuentos, ¿no? ¿O está prohibido?
—Claro que no está prohibido, pero al presentar así al profesor del taller en el cuento nos da a entender que hay algo misterioso relacionado con Joaquín.
—Tú ya estás mal de la cabeza, no creí que, si te daba calabazas, te pondrías como una cabra…
—¿Por qué no me escuchas primero? Es que lo que trato de decirte es que le pregunté. Y ¿sabes qué me contestó?
–No, por supuesto que no lo sé.
–Pues me soltó en la cara que era una historia real y que de haberse tratado de alguna invención no se habría tomado la molestia de apuntarse al taller.

Seguí tratando de que Araceli me comprendiera, pero ya tenía otros planes. Me fue cortando las palabras y me condujo a su habitación. Luego me olvidé de todo y sentí de nuevo su calor. Ella tiene muchas cualidades y una de ellas es manifestar su amor maternal cuando uno se siente mal. Me refugié en su pecho y estuve a punto de llorar como un mocoso. En fin. Nos reconciliamos y se vino a vivir conmigo unas semanas. En todo ese periodo descubrimos cosas aterradoras y la causante fue la mujercita endemoniada.

En la siguiente sesión notamos que José Joaquín había desmejorado un poco y no comentó nada de la reseña que había hecho de una novela famosa. Al principio, creí que había bebido y debía sentirse un poco indispuesto, sin embargo, se notaba a leguas que su problema no era la resaca, sino otro. Íbamos a comenzar la clase cuando apareció Josefina. Entró caminando de forma diferente. Su postura recta y su mentón alto indicaban que venía en plan de guerra. Nadie le había dado motivos, nos hizo temblar un poco. Se sentó como siempre y esperó a que le indicáramos que podía empezar.

“En el momento en que salieron, se arrojó ávido sobre los escritos. Se encendió un cigarrillo y cogió el tocho de hojas que era el primer capítulo de la novela “Perdidos”. Era una historia de intriga con una trama muy interesante, el lector se veía absorbido desde las primeras líneas porque se identificaba de inmediato con los personajes y sufría con ellos sus desgracias. Octavio evaluó las posibilidades de publicarla y se dio cuenta de que tenía más que un simple best seller en sus manos, era casi como una de las mejores obras de cualquier escritor europeo del siglo XX. Le temblaron los labios y lloró, pero no fue de alegría. Sentía una envidia terrible. Había estado media vida buscando argumentos para sus propias novelas y siempre se había quedado frustrado. Jamás había pasado de la mitad de sus historias y por más esfuerzo que hiciera se perdía en un mundo imaginario donde reinaba el caos y los compases arrítmicos. Leyó toda la noche, se fumó una cajetilla completa y al día siguiente se fue a su casa derrotado. Caminaba como un soldado desertor que se había espantado ante la muerte, con la enorme desgracia de despertarse al día siguiente con la noticia de que se había ganado la guerra. No quería hablar con nadie. Se tomó media botella de vodka y se metió en la cama. Cuando despertó tenía el cuerpo acartonado y la boca torcida. Se levantó y se duchó. Pensó en llevar a la editorial el manuscrito que tenía sobre la mesa, pero una idea maléfica lo sedujo. Una voz proveniente de algún rincón del infierno le dijo que debía apoderarse de la autoría. Era sencillo. Solo debía registrar la obra con un seudónimo, debía deshacerse de los tortolos y después llevar una vida de doble identidad. Por el día sería un simple escritorzuelo de taller y por las noches un gran representante de las letras. La idea le pareció fantástica y sucumbió a la tentación…”.

Josefina dejó de leer y nos le quedamos viendo con ojos de sapo. Nadie se atrevió a hablar. Volví a oír lo que me había dicho la sesión anterior y sus palabras resonaron dentro de mi desangrándome. No sé si ella me miró o me habló porque me disculpé y salí con prisa guardado mis cosas en mi vieja mochila que se rompió de la cremallera. Decidí no volver a ese taller jamás. No quería saber nada más del ejercicio de la escritura. No volví a ver a Fernando, ni a Ricardo, ni supe nada de Adriana y Lucia. A quien sí encontré fue a Josefina.

Salimos a pasear por el centro. Araceli estaba feliz ese día porque teníamos entradas para el teatro. Íbamos hacia la entrada de El Nacional cuando noté que un ser pequeño se acercaba llamándome por mi nombre. La reconocí y la saludé sin emoción. Llevaba el mismo vestido y el ridículo sombrero. Me miró, luego repasó a Araceli y con un gesto aprobatorio comenzó a hablar.

—Es un placer verle de nuevo Carlos.
—Buenas noches, Josefina, ¿qué tal está?
—Bien, muy bien. ¿Puedo preguntarle por qué dejo de ir al taller?
–No sé, exactamente. Sería que descubrí que no tengo talento para la narrativa, no sé. —Me sentí acorralado y no se me ocurrió peor excusa que esa.
—Es una lástima. ¿Sabe? Al final me publicaron mi libro.
—Oh, la felicito de verdad. Era muy interesante—Recordé esas palabras que me habían martillado la cabeza y comencé a sudar un poco.
–¿Nunca le dije que Rosendo y Gloria eran personas reales y que Gloria se suicidó por culpa de su maestro Octavio?
—No, nunca me lo dijo. Usted se acuerda de cómo se trabajaba en ese taller. –En realidad tenía todos los recuerdos frescos y temía que me revelara algo horrible.
—Pues, Gloria en realidad se llamaba Rosalía y era mi hija.
No podía creerlo. Me habría imaginado cualquier cosa menos eso. Ella sacó un pañuelo de su pequeño bolso y se secó las lágrimas.
—No sabe cuánto lo lamento. En verdad. — No sabía cómo escabullirme. No tenía ninguna excusa para marcharme. Entonces ella me dijo algo sorprendente y se alejó sonándose la nariz.

Araceli dejó de sonreír y me temblaron las piernas. Me negué a ir al teatro, pero Araceli dijo que si no me distraía un poco perdería, sin duda, la razón. Era cierto. Necesitaba ocupar mi mente en algo. No disfruté el espectáculo y con mucha dificultad logré dejar de pensar en Josefina y Rosalía.
Con el paso de los meses fui descubriendo aspectos desconocidos de la vida de José Joaquín Fernández que no me gustaron nada.