Entrábamos a las tiendas y ella, de inmediato, se dirigía a las empleadas con
un tono amistoso, pero lleno de hipocresía. “A ver, mis reinas…sí, ustedes dos,
¡No se hagan las occisas!!Tienen que ayudarme a vestir a este querubín!”. De
inmediato me pusieron unos trajes de marca. Tenían para toda ocasión.
Muchas semanas me paseé
en brazos envuelto en los Dolce Gabbana y Versace de verano. Un día se acercó
un tío cachas. Con el pelo rizado y engomado, la piel muy bronceada y comenzó a
mirarle los senos a mi dueña. En unos minutos ya se estaban besando y me
relegaron a un rincón del restaurante en el que decidieron dónde ocultarse de
los mirones. “Te vienes a mi casa”—le dijo Mariana. Él no se resistió. La cogió
por el talle y nos condujo a su coche. Tenía un porche rojo. Mariana estaba muy
excitada, sudaba y me transmitía su calor. Llegué con un hedor de perfume de
Ricci salado y nauseabundo. No hubo preámbulos de ningún tipo. El regaderazo
habitual de mi ama brilló por su ausencia. Se fueron directamente al colchón.
Estuvieron casi una
hora con el dale que te pego y después oí la conversación. No fue como las
otras. Mariana tenía sus amantes, pero a este le dijo que lo tendría de planta.
“Serás el oficial. Adiós a todos esos ineptos”. Un tiempo la cosa fue bien. Al
parecer, Rubén, tenía algo que lo ponía en un lugar privilegiado dentro del
corazón de su amante, pero un día se cansaron.
“Oye, todo eso que tú
tienes está muy bien, chica, pero ya sabes que no soy adicto a la silicona y
allí abajo… ¿Cómo te lo explico, mujer? Pues, que deberías decirle al cirujano
que te lo estreche un poco…Tú me entiendes…para que se sienta más…Bueno, no te
enfades, ya nos veremos”.
Desde que Rubén dijo
aquello, las cosas empezaron a ir mal. Él llegaba borracho, se metía con ella
al cuarto y pasaba media hora de gritos y brama pura. Después volvía la calma,
los besos cariñosos y, poco a poco, esa conversación áspera que ya era un vicio,
los obligaba a beber la pócima los convertía en monstruos. A mí me tocó pagar
el pato en tres ocasiones. Una vez salí ileso, la segunda con hemorragia, la
tercera había recibido una fractura y esa vez, esa vez tenía pavor. Había
notado con gran pesar, que Mariana reaccionaba de forma más violenta cada vez.
Me estaba triturando los huesos. Rubén me veía impotente, como diciéndome:
“Mira, chico, yo no
tengo nada que ver con esto. Es esta vieja que no acepta su realidad. Debería
ir al loquero. Cómo está eso de que tiene crisis existencial. Pero si ella
misma fue quien lo decidió. Si tenía doce años, pues tenía que haber esperado a
madurar un poco, pero que necesidad tenían sus padres y los locos esos de la
organización de defensa a las minorías. No sé, chico. Es demasiado filosófico
para mí. Lo único que te puedo decir, hermano, es que ya estoy hasta las
narices de tu ama”.
Quizás he puesto
bastante de mi cosecha y una mirada no es lo suficientemente expresiva para
transmitir todo eso, pero sé que él lo pensaba así porque se lo había oído
gritar a todo pulmón, le había explicado que había sido una decisión propia,
que si no estaba en sus facultades mentales para hacerlo, lo hubiera pospuesto
para más tarde. Mariana no pudo resistir que la dejaran. Sabía que era por
hastío y por la existencia de una rival. No se podía resignar a perderlo y, sin
pensarlo, me arrojó por la ventana. Fui a chocar contra una señora que iba con
su carrito de la compra. La tiré porque el golpe la sacó de equilibrio y fue a
estamparse con un muro. Por fortuna, solo le salió un chichón. Cuando me vio,
me cogió en sus brazos, oyó mis aullidos y me llevó con el veterinario.