lunes, 31 de octubre de 2022

La dueña

¿Por qué no puedo ser una mujer como todas? —le preguntaba Mariana a su novio, mientras él me miraba desconcertado y ella me apretaba muy fuerte. Nunca me habían gustado sus discusiones porque siempre terminaban mal. Comencé a sofocarme, era la presión de los brazos de mi ama que, ya casi fuera de sí, escuchaba con escepticismo a Rubén. Sé que él quería soltarle la verdad, pero el recuerdo de la última vez lo contenía. No crean que todo ha sido así siempre, no, de ninguna manera. Hace un año, cuando me trajo de la tienda, estaba encantada. Me llevó de compras por todo el centro comercial. Me llenó todo un cajón de su armario y se pavoneaba conmigo en brazos por doquier.


Entrábamos a las tiendas y ella, de inmediato, se dirigía a las empleadas con un tono amistoso, pero lleno de hipocresía. “A ver, mis reinas…sí, ustedes dos, ¡No se hagan las occisas!!Tienen que ayudarme a vestir a este querubín!”. De inmediato me pusieron unos trajes de marca. Tenían para toda ocasión.

Muchas semanas me paseé en brazos envuelto en los Dolce Gabbana y Versace de verano. Un día se acercó un tío cachas. Con el pelo rizado y engomado, la piel muy bronceada y comenzó a mirarle los senos a mi dueña. En unos minutos ya se estaban besando y me relegaron a un rincón del restaurante en el que decidieron dónde ocultarse de los mirones. “Te vienes a mi casa”—le dijo Mariana. Él no se resistió. La cogió por el talle y nos condujo a su coche. Tenía un porche rojo. Mariana estaba muy excitada, sudaba y me transmitía su calor. Llegué con un hedor de perfume de Ricci salado y nauseabundo. No hubo preámbulos de ningún tipo. El regaderazo habitual de mi ama brilló por su ausencia. Se fueron directamente al colchón.

Estuvieron casi una hora con el dale que te pego y después oí la conversación. No fue como las otras. Mariana tenía sus amantes, pero a este le dijo que lo tendría de planta. “Serás el oficial. Adiós a todos esos ineptos”. Un tiempo la cosa fue bien. Al parecer, Rubén, tenía algo que lo ponía en un lugar privilegiado dentro del corazón de su amante, pero un día se cansaron.

“Oye, todo eso que tú tienes está muy bien, chica, pero ya sabes que no soy adicto a la silicona y allí abajo… ¿Cómo te lo explico, mujer? Pues, que deberías decirle al cirujano que te lo estreche un poco…Tú me entiendes…para que se sienta más…Bueno, no te enfades, ya nos veremos”.

Desde que Rubén dijo aquello, las cosas empezaron a ir mal. Él llegaba borracho, se metía con ella al cuarto y pasaba media hora de gritos y brama pura. Después volvía la calma, los besos cariñosos y, poco a poco, esa conversación áspera que ya era un vicio, los obligaba a beber la pócima los convertía en monstruos. A mí me tocó pagar el pato en tres ocasiones. Una vez salí ileso, la segunda con hemorragia, la tercera había recibido una fractura y esa vez, esa vez tenía pavor. Había notado con gran pesar, que Mariana reaccionaba de forma más violenta cada vez. Me estaba triturando los huesos. Rubén me veía impotente, como diciéndome:

“Mira, chico, yo no tengo nada que ver con esto. Es esta vieja que no acepta su realidad. Debería ir al loquero. Cómo está eso de que tiene crisis existencial. Pero si ella misma fue quien lo decidió. Si tenía doce años, pues tenía que haber esperado a madurar un poco, pero que necesidad tenían sus padres y los locos esos de la organización de defensa a las minorías. No sé, chico. Es demasiado filosófico para mí. Lo único que te puedo decir, hermano, es que ya estoy hasta las narices de tu ama”.

Quizás he puesto bastante de mi cosecha y una mirada no es lo suficientemente expresiva para transmitir todo eso, pero sé que él lo pensaba así porque se lo había oído gritar a todo pulmón, le había explicado que había sido una decisión propia, que si no estaba en sus facultades mentales para hacerlo, lo hubiera pospuesto para más tarde. Mariana no pudo resistir que la dejaran. Sabía que era por hastío y por la existencia de una rival. No se podía resignar a perderlo y, sin pensarlo, me arrojó por la ventana. Fui a chocar contra una señora que iba con su carrito de la compra. La tiré porque el golpe la sacó de equilibrio y fue a estamparse con un muro. Por fortuna, solo le salió un chichón. Cuando me vio, me cogió en sus brazos, oyó mis aullidos y me llevó con el veterinario.