martes, 24 de marzo de 2020

La pandemia terminó


Teníamos una cuarentena impuesta por el gobierno debido a un virus que se había esparcido por todo el Mundo y no había un remedio efectivo contra él. Las estadísticas eran alarmantes hasta cierto grado, pues se habían muerto solo personas muy mayores, pero eran demasiadas. La preocupación llevó a las naciones a declarar un estado de alerta y cerraron todas las fronteras. Le recomendaron a toda la gente no salir de sus casas y usar una máscara al visitar cualquier lugar público. Por alguna razón inexplicable, no había pánico, al menos en nuestra ciudad. Las empresas decidieron mandar a sus empleados a trabajar desde su casa, les dieron acceso a las redes empresariales y les proporcionaron un ordenador. Las instrucciones fueron muy claras. Tenían que quedarse anclados a sus aparatos durante las horas de trabajo o administrar sus actividades de tal forma que las horas laboradas sumaran ocho. Los periódicos se encargaron de darle a la gente la fórmula perfecta para realizarlo en casa. “No se ponga a trabajar en pijama, imagine que se va al empleo, péinese, perfúmese y preséntese ante sus compañeros de la forma habitual. Además, haga las pausas de comida, del té o café, del bocadillo y para fumar. Llegada la hora de salida, despídase de sus compañeros y desconecte. Aproveche los momentos muertos para levantarse de la silla y hacer estiramientos o sentadillas, es muy útil”.

Yo hubiera seguido todos esos consejos, pero mi trabajo era diferente, lo hacía por lo regular de manera presencial. Ofrecía un servicio y mis aptitudes eran excelentes para persuadir a la gente cuando me encontraba con ella. Ahora, no sabía cómo organizarme y realizar mi trabajo de forma óptima. Necesitaba un equipo potente, una cámara muy buena y algún programa que me indicara si mi cliente me estaba poniendo atención o solo me escuchaba mientras preparaba la comida o hacía cualquier cosa que le gustara más que estarse comunicando conmigo. En mi casa todo fue bien los primeros días, incluso nos reunimos cada noche en la cena y conversamos hasta la madrugada, pero la situación cambió pronto. Como mis compromisos se fueron posponiendo poco a poco decidí volver a mis aficiones abandonadas. Hacía años que no pintaba un cuadro. Pensé que mi talento se había evaporado como el alcohol en una botella sin tapa, o que se había secado como una pintura vieja, pero no, la fortuna quiso que mi sentido artístico se sofisticara y desde el primer trazo noté que no solo había mejorado, sino que mi visión del mundo y de las cosas era completamente diferente.

Hice, según me pareció, tres cuadros dignos de un museo. Como las noticias de la pandemia eran las mismas todos los días y no se preveía ningún cambio en un mes, decidí ponerme a estudiar libros con las técnicas de los grandes maestros. Comencé con el renacimiento y me quedé con los métodos y conceptos estéticos de Botticelli. Cogí el carboncillo, luego lienzos, después elaboré mis propias pinturas y compré pinceles de cerdas naturales. Al principio todo me salía mal. Quien más me criticaba era la sirvienta que también estaba atrapada con nosotros en la casa. Como la necesitábamos en todas partes, la pobre Ausencia María, se sacrificó para que pudiéramos sobrevivir en nuestro encierro. “Esa mujer tiene las piernas muy flacas, Don Genaro—me decía a mansalva”. Encontraba miles de defectos en mis trazos, contrastes de color y efectos de fondo. Llegué a pensar que era una crítica de arte natural, pero en cuanto la detenía y le rogaba que me indicara algún defecto más, fruncía el ceño y se encogía de hombros, sin embargo, en cuanto se alejaba a hacer otra tarea, volvía y me soltaba una crítica por la espalda que parecía más una puñalada.

Me fui acostumbrando a las nuevas circunstancias. Me parecía que todos los días eran de reunión familiar, pero no estaba tomando en consideración que todo mundo estaba trabajando. Las consecuencias de mi error no se hicieron esperar. Nadie estaba dispuesto a salir al jardín un rato a tomar el sol, todo mundo comía a deshoras y siempre me interrumpían cuando empezaba a trabajar. Tuve que hacer una gráfica con los horarios más adecuados para estar con la familia en son de paz. Tuve que aprender un poco de probabilidades y estadística para marcar una franja horaria adecuada para todos. La que se puso de muy mal humos fue la señora Ausencia que aprovechó una de sus críticas sobre mis cuadros para decirme que ella no estaba incluida en el gráfico y, que como ser humano, se merecía algo de consideración. “Óigame, Don Genaro, si usted piensa que yo soy una máquina que no necesita ir al baño a hacer sus necesidades, está muy equivocado. A ver si me encuentra un hueco en su tablita para bañarme, desayunar, almorzar, cenar e ir al baño, ¿eh? Y no le pinte la cara a esa mujer con ese color, que parece que está anémica”.

Hice de tripas corazón y me volví resistente a todos los insultos de mis hijos, a los reproches de mi mujer que, por alguna complicación emocional, se había acordado de todos los momentos malos de nuestra vida y me acribillaba con preguntas del pasado. “Oye, Genaro, ese 24 de abril de 1998, cuando no llegaste por mí a casa de mi madre ¿con quién te fuiste?”. Ya le había respondido mil veces a esa pregunta y creía que se le había pasado su período de historiadora de nuestra relación matrimonial, pero otra vez comenzaba a sacar sus largos interrogatorios y me era muy difícil recordar todas las respuestas que, aunque se habían repetido mil veces, para mí habían perdido importancia y las había borrado de mis recuerdos y me daba pánico. Tres veces fallé en mis respuestas y mi esposa estuvo a punto de echarme a la calle, así que cogí un cuadernillo y empecé a escribir todo hasta el último detalle. Me dirán que pude haber aplicado la misma estrategia, pero no era posible porque mi encantadora mujer no solo tenía las respuestas, sino que incluso adivinaba lo que le iba a preguntar. Así que comencé a ser más prudente y le di gracias a dios el haberme puesto a hacer la dichosa gráfica, pues ya podía evitarla. Busqué todas las casillas donde era imposible cruzarme con Dolores y me dedicaba a hacer mis cosas.

Pasaron las primeras semanas y mis progresos en la pintura, ante mis ojos, eran evidentes, pero Ausencia había encrudecido la crítica y comenzaba a darme consejos. “Esas piernas están bien proporcionadas, Don Genaro, pero el color que les ha puesto las hace verse muy sosas. Ningún hombre en la calle le diría a esa mujer un piropo. Deles más volumen”. Pensé que mi sirvienta no sabía nada de arte y ni siquiera se imaginaba quién era el Greco. ¡Qué sabrá esta pobre inculta de lo que es el arte! Me decía yo después de cada uno de nuestros encuentros. Mis hijos eran indiferentes a mi obra. Pues, no está tan mal, papá, me decían los dos con prisa o mientras se robaban algo de la cocina para volverse a esconder en sus madrigueras. Me resigné a seguir como un invitado en mi propia casa. Todos se habían apropiado de un territorio y me había quedado sólo el salón donde mi caballete le estorbaba a todos. Quítalo de ahí, me decía mi mujer, no deja entrar la luz. Papá, aquí me tapa el paso, por qué no lo pones más a la izquierda. ¿Cómo quiere que pase por aquí con la fregona y el cubo? Decía Ausencia y además me volvía a criticar.

Al final me fui forjando una coraza para que no me cambiara el humor por las críticas, las llamadas de atención, las preguntas sistemáticas de mi mujer y la desatención de mis hijos. Creo que logré progresar bastante y ya estaba listo para elaborar una exposición. Había planeado en un mes pintar treinta cuadros y pedirles a unos amigos que me permitiera hacer una muestra en su galería. Pensé en el tema principal que sería el encierro y sus consecuencias. Pintaría con el estilo renacentista los dilemas de permanecer tanto tiempo enclaustrado en una pequeña casa. Hice los borradores y saqué hasta mi último lienzo para completar la cifra que me había propuesto. Había encontrado telas viejas de lino grueso y había hecho bastidores con los palos de las escobas viejas. La base con yeso y algo de pintura de acrílico.

Pasé la noche dibujando con carboncillo y ensombreciendo las telas con betún de zapatos y aceite de girasol. Estaban listas diez telas. Cogí las pinturas y comencé con el primero. Le daría el efecto de fondo con poca pintura, laca y varias capas de aceite. Al final del día logré terminar mis tareas. Me veía como un gran pintor, ganando mucha pasta y rodeado de admiradores. Sueña, sueña, me decía mi vanidad, mientras que el sentido común agregaba: “Sí, sí, que soñar no cuesta nada y cuando te despiertes tampoco encontrarás nada”. A la mañana siguiente me despertó el teléfono. Eran las siete y esa hora, que antes era la habitual para levantarme, me parecía más de madrugada. “Oye, Genaro, ¿ya oíste las noticias? —me preguntó Raúl, mi jefe—¿No? Pues, te las doy yo. Acaban de levantar el toque de queda, es decir, ya se puede salir a la calle. Comenzamos a trabajar hoy mismo. Preséntate en la oficina a las nueve. Hay mucha gente a la que necesitas atender. Llegué asombrado de ver tanta gente alegre. Parecía que el encierro los había hastiado y volvían a las calles, al metro y sus oficinas con mucha alegría. Muchos estaban más gordos, otros más pálidos y pocos se habían mantenido sin muchos cambios. Seguramente yo era un de esos porque en la oficina me lo dijeron casi todos. ¡Hombre, Genaro, pero si estás igual! Tal vez fuera verdad, tal vez fuera mi afición a la pintura la que me había ayudado a mantenerme entero en el duro período de la pandemia. Empecé a visitar de nuevo a los clientes. Todos me recibían con ánimo y me despedían con la esperanza de volver a verme pronto. A pesar de la alegría y buen humor de las personas, el primer día fue muy duro. Llegué a las diez de la noche sin fuerzas. Ausencia volvió a ser la misma. Lo noté cuando le mostré un cuadro y ni siquiera abrió la boca. Me fui a la cama con la esperanza de volver a la pintura, pero pasaron los días y la posibilidad era cada vez más remota.

Cada noche trataba de continuar con mi proyecto y, aunque ya podía ir a las tiendas a comprar lo necesario para pintar, no tenía ni fuerzas ni tiempo. La imagen de la exposición se fue alejando tan rápido como las preguntas del pasado de mi mujer que, por estar igual de ocupada que yo, ni siquiera me daba las buenas noches cuando nos acostábamos. Por un lado, esa tranquilidad era perfecta y mis nervios se relajaron. Lo malo es que el tiempo comenzó a coger velocidad y mis planes se desvanecieron como una leve neblina al salir el sol.

Ahora han pasado seis meses y espero con toda el alma que surja una nueva epidemia de lo que sea para que la gente se vuelva a enclaustrar en sus casas y se dedique a las cosas que realmente le gustan, pero si alguien me oye, seguro que me matará por blasfemar. ¿Qué se le va a hacer? Esta es la preciosa vida que nos toca vivir.


lunes, 16 de marzo de 2020

Lucrecia

Se acomodó las copas de su sostén y se miró el vestido de satén azul celeste. Se puso la peluca y se miró el rostro con atención. Llevaba dos horas arreglándose lo mejor que podía, sin embargo, una ola de emociones desbordante lo obligaba a repetir algunas frases y gesticulaciones. Se había cambiado de vestido tres veces y no lograba decidir qué combinación sería la mejor. Tenía que dar una buena impresión, sobre todo por causa de la desagradable Araceli, la consentida de los jefes. Sabía que era mejor que esa lambiscona, pero su condición de toda la vida era un obstáculo en su trabajo y en la vida social. Le quedaba muy poco tiempo para ir a traducir al congreso.
Ya se le había olvidado cuándo había sucedido el cambio. Desde pequeño le había atraído el aspecto femenino. No era deseo sexual, sino admiración. Una especie de idolatría hacía su madre y sus amigas que siempre tenían mejor aspecto que sus maridos. Se dio cuenta muy pronto de que en el arreglo había seducción y llegó a adivinar cuales eran las maneras y movimientos femeninos que más intrigaban a los hombres. Lo descubrió en la mejor amiga de su madre. Teresa se llamaba. Era joven y de pelo castaño, no era nada atractiva, pues su nariz era demasiado afilada, tenía la boca fina en exceso y sus ojos, que podían haber destacado por las enormes pestañas, estaban apagados. Todos esos rasgos no armonizaban en su cara. El secreto radicaba en la forma de mirar, de llamar la atención, de moverse y de hablar. Cualquiera hubiera dicho que Teresita era un hombre encantador vestido de mujer. Sí, en efecto lo parecía, pero estaba casada y con dos hijas.
Él estudiaba su estrategia y la repetía mentalmente. En las ocasiones en las que lo dejaban solo, se ponía frente al espejo y actuaba como ella. Pronto logró repetir con exactitud los movimientos, logró darle a su voz la entonación adecuada y aprendió a montarse en unas zapatillas altas de su madre. Después, le resultó imposible dejar su afición y cada vez era más violenta la necesidad de actuar disfrazado. Fue por eso que se independizó pronto. Encontró un trabajo de dependiente en un almacén y en su tiempo libre ensayaba y les dedicaba muchas horas a las lenguas. Los fines de semana visitaba a sus padres y jugaba al fútbol con sus amigos. Se pasaba las tardes charlando con ellos y contando chistes, pero en la intimidad de su pequeño cuarto, un estudio que le había dejado en su casa Don Amaro, era donde de verdad se realizaba.
Una tarde de sábado, la fiebre de la experimentación invadió a Marcelo y se afeitó por completo, se puso un vestido rojo de encaje, sacó una peluca, se pintó los labios y los párpados y salió a dar una vuelta meneándose despacio. Tenía la intención de ir a una cafetería que tenía cerca, permanecer una media hora y descubrir si sus conocidos eran tan audaces para descubrirlo. Su camuflaje resultó más que exitoso y hasta recibió los cumplidos de unos jóvenes que le echaron los tejos pensando que era una nueva chica del barrio. Volvió pavoneándose y, después de desnudarse, la vecina de quinto, que era la casera, le tocó para preguntarle si estaba invitando mujeres a su habitación. Le advirtió que no lo hiciera o que ya podía irse buscando otra vivienda.
No tardó en marcharse allí. La causa fue una entrevista de trabajo. Se había presentado a una vacante de traductor en una empresa internacional. Hizo bien todo lo que le pidieron, pero en el momento decisivo le confesaron que si fuera mujer lo habrían contratado. Salió muy enfadado, pero al día siguiente volvió cuando iban a firmar el contrato con una joven con cara de ratón, no muy abierta, pero que traducía de forma automática. “Yo lo puedo hacer mejor que ella—dijo con desprecio—. ¡Póngannos a prueba!”.  La apariencia de mujer de mundo, que les mostró, le ayudó para que el jefe del departamento de traducción se decidiera. Llamaron a varios empleados y empezó el duelo. Fue muy duro, pero al final, después de un empate muy prolongado, el gerente salió a consultar a su ayudante y volvieron para decir que la traductora Lucrecia era la elegida.
Marcelo empezó a trabajar con mucha dedicación. Por un lado, tenía la oportunidad de realizar su afición y, por otro, trabajar con lo que le gustaba de verdad. En cierto grado era feliz. Llevaba un año y seis meses de empleada y ya era de oro. Lo malo es que con su eficiencia dejó a sus compañeros libres de compromisos y con mucho tiempo de ocio. El jefe del departamento no dudaba en asignarle las tareas más difíciles a Lucre, como le habían puesto sus compañeros a Marcelo, y los demás se dedicaban a pasear o estudiar algunos textos técnicos que se les imponía para que no perdieran su cualificación.
Todo habría ido bien si no hubiera renunciado Margarita. Una mujer de cincuenta años que ya estaba muy agotada y tenía los ahorros suficientes para irse a disfrutar de la vida. En su lugar cogieron a Araceli. Una joven muy atractiva, negada por completo para razonar de forma lógica, pero que gozaba de buena memoria y podía repetir todo como un loro si se le pedía. El jefe pensó que podría hacerla su amante y llevarla a los viajes de comisión para pasar el rato con ella. Decidió que Lucrecia haría el trabajo pesado y Araceli se relacionaría con los altos mandos. Le gustaba mucho, pero sabía que, si alguien se la robaba, eso le atraería un ascenso, lo cual le aseguraba su futuro.
Araceli resultó muy complaciente. Tenía predisposición al sexo. Cuando Doroteo Martínez le propuso ir a un hotel después de un día largo de trabajo, ella no respondió, pero su silencio y actitud dejaron todo en claro. El jefe se aferró a ella como una bestia rapaz. Pronto se notó en la oficina el progreso económico de Araceli. También hubo momentos muy difíciles para Doroteo, quien se había comenzado a enamorar y estaba pensando seriamente en el divorcio. Por fortuna, el director general les llamó y les comunicó que Araceli se encargaría de viajar con él a todas las reuniones de accionistas que se celebraban en el extranjero unas veces al año. 
Con su favorable estatus, Araceli, comenzó a mostrar su lado oscuro. Se volvió caprichosa y después soberbia. Tenía aterrorizados a todos los empleados y hasta el mismo director se callaba ante las críticas y represalias de la arpía traductora que ya era todo un dictador.
Doroteo le avisó a Lucrecia que tendría que ir al congreso de la empresa y que dejarían bajo su responsabilidad todo el trabajo de interpretación, puesto que a Araceli solo interesaba conocer a la esposa del empresario Tadeusz Ford, a quien buscaba desbancar para quedarse con su marido y fortuna. La mayoría de empleados estaba al tanto del plan de Araceli, pero nadie se habría atrevido a contradecirla o denunciarla porque sabían bien que eso era firmar una sentencia de muerte.
El 21 de marzo en la tarde, era el congreso en Austria. Llegaron al palacio de Hetzendorf en el que verían un desfile de modas después de las correspondientes presentaciones del programa de accionistas. Araceli se había comprado un vestido muy caro para la ocasión y desde el principio buscó a Jessica Ford, pero no la pudo encontrar por ningún lado. Se presentaron los diseños de ropa de los grandes diseñadores austriacos e internacionales. El mismo Hermann Frank hizo de maestro de ceremonias y le guiñó un ojo a Lucrecia, en señal de aprobación por su elegante vestido de satén. Hubo una mirada de complicidad y una hora después el famoso diseñador fue directamente a llamarla para que se reuniera con Jessica.
Lucrecia quedó encantada porque supo que la esposa de Tadeusz era semejante a ella. De hecho, no era la esposa del afamado diseñador, sino un hermano menor que había llegado a dominar la técnica de la ilusión óptica casi a la perfección. Desde que se vieron experimentaron una gran satisfacción. Se obsequiaron una gran sonrisa, pues para ellas una simple mirada desvelaba las intimidades más secretas. “Te he estado siguiendo por toda la sala—le dijo Jessica—. Eres muy talentosa y creo que podríamos ser muy buenas amigas”. Se abrazaron, se contaron sus historias que tenían muchas cosas en común y quedaron para cenar juntas.
Al salir del salón, Araceli se acercó a Lucrecia y con ojos de pistola le preguntó si allí estaba Jessica Ford. “Sí, sí. ¡Pasa, querida Araceli! Te está esperando. Te sorprenderá conocerla”. Araceli se enderezó y con decisión abrió la puerta. Nadie más la vio después. Lucrecia se quedó en Austria y fue una excelente amiga de las conocidas de Jessica.

viernes, 6 de marzo de 2020

Emigrante


¿Ya podemos detenernos? —le pregunta mi padre a Moisés que nos guía por el sendero—. Es un viejo testarudo que ha librado mil batallas y ha visto morir un millar de hombres por el trayecto. Los ve caer como muñecos de arcilla desmembrados y continúa la marcha. Las nubes de polvo, que levanta su caminata, huelen a ampollas rancias. No ha hecho caso de los ruegos que le hace la gente y sigue obstinado arrastrando los pies. No falta mucho para que pare y se tumbe en el suelo. No sabemos de dónde saca energía. Aguanta más que un toro y reza mientras anda. Su aspecto es abominable porque no se afeita la barba y su pelo está enmarañado. La ropa que lleva tiene su misma edad y lo único que conserva limpio son los dientes.

“No desfallezcáis nunca, hermanos—nos dice con la mirada nublada puesta en el cielo—. Algún rincón de este planeta nos acogerá como una madre y la convertiremos en nuestra tierra prometida”.
Le creemos y, por eso, gastamos hasta la última reserva de nuestro cuerpo. Nos ha tocado deambular por el lado oscuro de la vida. No somos ladrones, ni estafamos a los gobiernos, jamás tomaríamos los bienes ajenos, ni mataríamos al prójimo. Nos han denominado como la escoria de la sociedad. En nuestras filas no hay sitio para burguesitos delicados, ni empresarios bañados en agua de colonia. Ellos aquí sucumbirían ante los radicales cambios de estrato social. Su voluntad férrea de emprendedores se gasificaría al momento. Caerían pisoteados por su desprecio a la realidad.

El sol quema y la gente avanza como una tribu infrahumana. Vamos encorvados, oprimidos por el peso del progreso. La calamidad nos ha dejado así. No se ha detenido ante los niños, los ancianos o los minusválidos como yo. A mi lado está Jesús que también tuvo que vagar por el desierto con mi padre. Fue él quien le dio ánimos para que soportara esas pendientes en las que mi silla de ruedas se atascaba con la arena. Tengo la mitad del cuerpo insensible, pero eso no impide que mi corazón palpite con fuerza cuando veo las lágrimas de impotencia en las mejillas de mis seres queridos. Sé que haría lo mismo por ellos y nunca los abandonaría. Lo único que podría separarnos es la muerte. La acataría con todo gusto. Sería la culminación de su penitencia.

Federico, el de los bigotes de morsa, nunca se ha cambiado de traje. Parece un abogado del siglo XIX. Nos habla del poder del ser humano. “Jamás te rindas ante la adversidad y encuentra las fuerzas para seguir—grita con las manos en alto, mirando a Santiago—. La vida es para los fuertes. No lloriqueéis porque no os han comprado un juguete, ni os quejéis de la comida que os dan porque los juegos no están hechos para vosotros y el alimento os lo ha dejado alguien que tuvo que separarse del camino. Os nutrís de la vida de otros, pero eso lo hacéis solo para que vuestra estirpe no desaparezca. Os prohíben la entrada a las ciudades de rascacielos, a las comunidades fascistas, a las metrópolis religiosas y a todo tipo de población que defienda su credo y os encuentre infieles. Os quemarían con gusto por ser diferentes. No ven lo humano en vuestras caras, pero lo sois más”.

Mi hermano Job es el que más empuje tiene. No sé de quién heredó esa convicción que lo hace levantar a la gente cuando la nieve nos ha convertido en hielo o cuando el sol nos ha transformado en sal. Son sus ojos de esperanza los que nos animan a seguir. Dice que es el diablo quien le ha dado la riqueza y el bienestar a los reyes, a los presidentes, a los zares, a los condes, a los magnates. Son ellos los verdaderos demonios, lo sabemos porque pasemos donde pasemos allí está Dios recordándonos que primero fue la palabra. Carecemos de modos hipotéticos. Nuestra lengua es aseverativa y simple, con imperativos y mensajes concretos. Los ladinos usurpan el poder y las ideas para explotar a los demás. Se dejan seducir y se les escurre de las manos el bien. Aseguran que el mal es lo habitual en la naturaleza y que es por consecuencia el bien lo que nos hace humanos. Cada quien tiene su concepto moral y ético de lo justo. Para nosotros el bien es una pequeña luz en esta penumbra. Para ellos el bien es un favor, una inversión o una muestra de buena voluntad para embellecerse ante la iglesia o el estado. Nuestra vida depende de los valores y acciones de la bolsa. Wall Street es la casa de Satanás. Allí sí que se hierven los menjurjes diabólicos. Allí los encantamientos del niñito Harry Potter aniquilan a media humanidad.

Sin nosotros sería imposible la economía global. Si desapareciéramos, crearían más desheredados. Se inventarían excusas para echar a los sobrantes, a los residuales de aquellas comunidades que no otorgan el derecho a seguro social, ni a la justicia, ni la educación. Se les vería igual que hoy. Navegando en barcas improvisadas tratando de cruzar El Mediterráneo, El Golfo de México, o cualquier frontera. Se les hallaría excavando túneles debajo de las cortinas de acero del desierto.

El viejo Moisés está cansado y se ha tumbado en el piso. Es la hora en que nos contará las historias del mundo o la del judío errante que no nos atañe. Las ancianas han quedado tiradas por el camino. Los pequeños están disecados. Los jóvenes levantan orgullosos la cara, pero saben cuál es su final destino. No lloran, aceptan la situación con valor. La vida es simple. No hay espacio para nosotros, jamás lo vamos a encontrar. Mi madre con una expresión tiesa acepta la derrota. Lamenta la pérdida de sus hijos y le martiriza el aspecto etéreo de mi padre, que en los últimos tramos se ha ido convirtiendo en una frágil sombra.