viernes, 30 de octubre de 2020

Charcutera

Su despertar fue peor que la pesadilla.  El sueño se le había cortado desde el primer día de su matrimonio. Un fantasma la había seguido, acosándola y humillándola en cualquier situación. En ocasiones era su esposo Mauricio, en otras sus suegros o los colegas del reconocido arquitecto Esparza. El monstruo surgió de la nada. Una sola palabra le dio la libertad a esa bestia que la derrotó desde el más allá. Había pensado en superar la imagen de la ex esposa de Mauricio, pero estaba en desventaja, tenía menos clase y belleza y, aunque lo hubiera intentado, jamás habría podido compararse con ella. No tenía sangre inglesa, ni era descendiente de aristócratas, no llevaba en la sangre ese sentido del lujo y buen gusto. Lamentó mucho ser humilde, haber nacido en una familia de obreros. Su padre le transmitió el olor de la grasa de cigüeñal y su madre el olor a pollo crudo. No le habían inculcado ese código de buenas maneras y la vanidad del poder. Creció con limitaciones, hambre y trabajos duros. Solo su capacidad para aprender idiomas la sacó de la pobreza, pero no llegó muy alto. Se tuvo que conformar con el trabajo de secretaria en una empresa multinacional, pero no muy importante.

Conoció a su marido cuando trabajaba de interina en las oficinas de la filial de su empresa. El gran edificio albergaba todo tipo de representaciones. El arquitecto Esparza solía comer en un pequeño restaurante de comida mexicana. Celia también comía en ese sitio y observaba con curiosidad al diseñador de casas y edificios. Lo veía disimulando, o llamando a la camarera, o repasando con ojo crítico la decoración, o mirando en el interior de su vaso de agua para comprobar que no hubiera alguna migaja o mancha. Entablaron conversación un día en el que entraron juntos. Él le cedió el paso y la siguió por inercia. Había solo una mesa libre y Mauricio se la ofreció y ella para corresponder la amabilidad le pidió que le hiciera compañía. Hablaron sobre los platillos tradicionales de la cocina del país. No hicieron ninguna confidencia y la charla se fue hilando con temas sin importancia. Cuando terminaron de comer Mauricio pagó y salió acompañado de su nueva amiga. Ella esperaba que con el tiempo el arquitecto le ofreciera trabajo en su gabinete, pero eso no sucedió. Se les hizo costumbre almorzar juntos. En un mes ya se habían convertido en verdaderos confidentes y pronto el encanto de Celia le fue despertando un deseo de vanidad a Mauricio. Él la miraba como a una mujer con quien podría conversar de todo sin tapujos y hacer el amor sin muchas ceremonias. Era una mujer simple que iba directamente al grano, no se mordía la lengua y sus reacciones eran tan instintivas como las de un gato o un perro.

A Mauricio le atrajo la sencillez con que se conducía y vivía su amiga. Le comenzó a decir cumplidos, luego le regaló algunas baratijas y, al final, la emborrachó un poco para poder liberarle sus deseos. Fue así como se la llevó a vivir a su casa. Pasaron seis meses conviviendo sin roces y decidieron casarse. Ninguno de los dos había descorrido el telón del escenario de su pasado y se dejaban llevar por la confianza. Mauricio pensó que una mujer de veintiocho años de esa condición no habría tenido demasiadas relaciones con los hombres, además estaba su eterno estatus de pobre que le habría obligado a trabajar y conservar su dignidad hasta el final. Él, por el contrario, se había dejado consentir por las ventajas que le daba la condición de su familia. Dinero, fama, mujeres guapas e influencia y reconocimiento en cualquier sitio. Se sentía realizado y solo el recuerdo de su divorcio le ensombrecía un poco el ego. Ya se había curado de espanto y había decidido vivir a su gusto y mostrar una imagen de hombre serio que ha sentado cabeza. Celia no era una gran belleza, pero bien arreglada podía ser aceptada en el circulo social que él frecuentaba. Era cuestión de cultivarla un poco y domesticarla para que pudiera controlar sus emociones.

No fue muy difícil transformarla. Era dócil y obediente, aprendía rápido y el amor, que le había prendido como una enfermedad después de una vacuna, le ayudó a superar las dificultades. Al principio todo fue bien, pero un día su suegra tuvo la impertinencia de llamarla con otro nombre. Fue una simple distracción. Una de esas situaciones en la que se dice algo por costumbre. “Céline, por favor, cuando termines con los postres, ve a hacerle compañía a tu marido que parece que es el único anfitrión de la fiesta”. La señora Elizabet siguió con toda naturalidad hablándole de nimiedades, pero Celia se alejó con una puñalada en el alma y, a partir de ese momento comenzó a notar la presencia de Céline. Las damas no la saludaban por su nombre y la trataban como si fuera una criada de la casa. Lo peor es que se comenzó a cruzar con los retratos de una mujer guapa con personalidad de estrella de cine. Eran dos polos muy opuestos. Céline era alta, de pelo rizado y rubio cenizo, de ojos azules y sonrisa encantadora. Celia descubrió sus cualidades gracias a los comentarios de las invitadas que no paraban de resaltar los cambios de la casa. “¿Te acuerdas cómo decoraba para estas paredes Céline? —se preguntaban unas a otras—. Era maravillosa y qué gusto tenía para elegir los menús…Es una lástima que ya no esté aquí”. Por más que trató de disimular su enfado, Celia, terminó escondiéndose en el dormitorio de Mauricio. Pasó mucho tiempo sentada en su cama sin atreverse a fisgonear en la gaveta del escritorio o el armario para no pincharse el alma con algún recuerdo de la ex. Soportó la impertinencia d ellos invitados hasta el final y decidió fraguar su venganza.

Lo primero que hizo fue conseguirse un empleo. Tenía algunos conocimientos de publicidad y fue aceptada en una empresa de diseño de carteles para vallas en exteriores. Su trabajo era muy simple y tenía unos compañeros bastante sociables. Hizo amistad con un chofer del departamento de logística. Era un tipo romántico y tímido que hablaba con una voz de adolescente. Celia sintió una fuerte agitación en su interior cuando habló con él por primera vez. Eduardo enrojeció como un tomate y tartamudeó su nombre. Celia comenzó a intimar con él. Le contaba cosas de su pasado. Los sufrimientos que había superado a fuerza de sacrificio, le parecían a Lalo los mismos que él había tenido que superar. Sintió que se encontraba con su alma gemela. Pronto empezó a recibir cartas con poemas y declaraciones de amor. Eduardo no lo podía creer. Era imposible que una mujer tan bella se fijara en él y, peor aún, que le manifestara su amor en pequeñas hojitas blancas de papel perfumado. Eduardo estaba embelesado, trabajaba con buen ánimo y no dejaba pasar ninguna oportunidad que lo acercara a Celia. Ella le prometió mucho y le dijo que lo amaba, pero que había un obstáculo. “Estoy casada, pero no amo a mi marido”. Para Edu la noticia fue como un bofetón y un tierno beso. Le prometió a su amada que haría hasta lo imposible porque ella se fuera a vivir con él. Le comentó que quería casarse con ella y tener hijos. Ser feliz de una vez por todas en esta injusta vida.

La segunda parte del plan fue fingir pasión en la intimidad con Mauricio. Se concentró en las cosas que más disfrutaba su marido en el lecho. Se convirtió en una experta cortesana y logró que su cónyuge la adorara y sintiera una especie de adicción. El plan se iba desarrollando muy bien, pero Celia decidió que ya había sufrido mucho con esas noches en las que su marido pronunciaba el nombre de la otra, así que se buscó una amiga y la convenció para que le buscara algunos amigos para pasar el rato. Ester no tardó en presentarle a los hombres atractivos que conocía en las discotecas. Celia se dejó llevar por el deseo y concertaba citas con ellos en habitaciones de hotel.

Pasaron los meses y la desesperación en Eduardo le hizo perder el control. “Dime, ¿cuándo quieres que lo mate? —le preguntaba susurrándoselo al oído—. ¡Te juro que lo haría ahora mismo!”. Celia ya no pudo darle más largas y le dijo que el domingo por la tarde, Mauricio, volvería de Paris de un viaje de comisión. Que por lo regular volvía a la oficina para entregar su reporte y luego se ausentaba el lunes. Era una costumbre que databa desde los tiempos en que se quedaba acurrucado con Céline y solo el martes se sentía en condiciones de volver a concentrarse en sus tareas. Decidieron esperarlo en la camioneta frente al edificio de la empresa. Cuando vieron llegar el mercedes, Celia se lo mostró y Lalo bajó de prisa. Mauricio no tuvo tiempo de nada porque al bajar de su coche le arremetieron con un cuchillo. Eduardo volvió agitado como un apache que acaba de cortarle a un hombre blanco su cabellera. Arrancó la camioneta. Dejó a Celia en su casa. Ya habían urdido con anticipación su coartada. Nadie estaba al tanto de su romance. Actuarían como siempre. Celia velaría tristemente a su esposo, dejaría de trabajar. Llevaría unos meses de luto y después se reunirían para unirse en matrimonio ante dios y el hombre. Todo fue bien hasta antes de la investigación del crimen. Los astutos investigadores engatusaron al pobre Eduardo y, al descubrir su respeto y devoción por Celia, le echaron el guante. No tardó mucho en confesar. Celia trató de escaparse de la red que les habían tendido los jefes de la policía y, al no tener la suficiente convicción para suicidarse, se escapó. Estuvo prófuga unos meses, pero al final la hallaron. No alcanzó fianza y fue condenada a prisión de por vida. Luego, por culpa de los titulares que la llamaban carnicera, perdió el control y no pudiendo acallar la voz pública decidió enmudecer la suya para siempre.

domingo, 18 de octubre de 2020

Trashumancia

Laura no se quiso ir del pueblo cuando se lo propuse. Fue una madrugada muy extraña. La luna estaba reluciente como una enorme bola de cristal. El frío me recorrió los tuétanos y me eché el sarape. Se oía un canto de cigarras agonizantes. Mis pies no hacían crujir la hierba porque la sequía se había terminado y una semana de aguaceros había encharcado todas las zanjas creando un pantano. Las milpas se empezaban a llenar de musgo y no sabíamos qué hacer con el maíz enmohecido. Caminé despacio hacía mis terrenos y vi algo que parecía escarcha sobre la superficie del agua lodosa. “Vámonos de aquí vieja, ¿que no ves que se está pudriendo el pueblo?”—le dije a Laura cogiéndola de la mano con violencia. Se negó y me sorprendió que ella, que siempre presentía las catástrofes, no viera con su sexto sentido el peligro que se avecinaba. Algo le había mermado la intuición, quizás la gran cantidad de agua diluviana que cayó por semanas le había obstruido los sentidos. La llevé esa misma noche para que viera los lodazales, pero su necedad era una gran muralla. Me dijo que ya le habíamos invertido muchos años a la tierra y que no nos podía fallar por unas semanas de tormenta.

Se refugió en sus rezos mudos cada mañana. Miraba todas las ciénagas y luego se ponía a cocinar sopas de grano como si no hubiera pasado nada. A mí me tocó el trabajo absurdo de rescatar los elotes. No había sitio para conservarlos, no hallaba la manera de protegerlos de la humedad. Nos fuimos acostumbrando a comer podrido. La poca carne y el pan, que a pesar de estar recién horneado ya tenía un tufo purulento, no nos llenaban. Lo peor sucedió cuando, eso que yo confundí una noche con escarcha, se convirtió en una plaga de ranas. Fue, como dicen los sabiondos, por emancipación espontanea. Sucedió al atardecer cuando empezaron a brincar como impulsadas por resortes. Lo más desagradable era su croar ininterrumpido. Nos entraba el ruido por las orejas como golpes de cincel. Al tercer día nos estábamos volviendo locos de remate. Nos reunimos en un monte para fraguar el combate contra esos malditos anfibios que no paraban sus chirriar. Intentamos quemarlos, pero esquivaban el fuego saltando en montones. Se nos terminó pronto el combustible. Las empezamos a cazar con redes, pero matábamos diez y aparecían veinte. Se reproducían con una velocidad desorbitada. Al final se nos acabaron las fuerzas y nos resignamos a tenerlas metidas en nuestra cama. Ya ni siquiera nos molestábamos por quitárnoslas de la cabeza o la cara.

Una mañana se murieron todas de sopetón. Entonces fue Laura quien me trató de convencer para que nos largáramos. No sé si lo que hice fue por rencor, por estupidez o por venganza, el caso es que le dije que no; que no solo le habíamos invertido tiempo a la tierra, sino que hasta le habíamos ganado la batalla a las ranas. Fue lo peor que pude haber hecho porque los cientos de miles de cuerpecitos verdes se comenzaron a pudrir. Despedían un vaho verde que se impregnaba como baba. Pronto nuestros brazos, cara y piernas se pusieron corrugados, fríos y verdes. Teníamos que salir a tomar el sol y hasta nuestra forma de hablar cambió, se nos hinchaba el cuello al conversar. Nos pareció que comenzábamos a groar igual que ellas. No pudimos ni enterrarlas, ni quemarlas, ni nada. Se quedaron allí amontonadas por todo el pueblo. Llegó en nuestra ayuda el astro sol. Se comenzaron a desecar y pronto su piel crujiente se hizo volátil. Parecían hojas de los árboles en otoño. Cubrieron todas las laderas, las mesetas y las faldas de las montañas. Era ya tiempo de trabajar el campo para la siembra, pero no queríamos ponerlas como abono. Ya bastante daño nos había hecho la plaga para que sus restos nutrieran las lentejas y frijoles. No teníamos animales y estábamos anémicos. Seguimos esperando un milagro, pero llegaron las moscas. Eso nadie estuvo dispuesto a soportarlo y decidimos abandonarlo todo. Esta vez en silencio y complicidad. No teníamos mucho que llevarnos, más que la pestilencia de sapo y los huesos propios. No pudimos asentarnos en ningún sitio. Se nos persiguió como a los herejes y huían de nosotros como si fuéramos la peste. Nos fuimos quedando encajados por el camino, clavados como cercas. Pasamos a ser ánimas vivientes buscando el más allá en el inmediato más acá. No supimos en qué momento nos quedamos completamente solos. Laura y yo decidimos olvidar los reproches, estábamos vaciados, carentes de sensaciones. Nos desencadenamos del pasado y nos sentamos debajo de un pero. Nos dimos un fuerte abrazo y nos dejamos llevar por el sonido del viento que era un canto de libertad, una melodía de reencuentro. Se nos fue erosionando el cuerpo hasta que de ellos no quedó nada.