miércoles, 2 de julio de 2014

El no héroe.






I.                                     Tomando conciencia  


En definitiva es imposible que yo llegue a existir. He llegado a esa conclusión esta semana, puesto que nada de lo que era habitual se ha transformado, movido o desaparecido. Antes habían pasado cosas como esta, pero no se habían prolongado por mucho tiempo, sin embargo, esta vez me parece que es el final y que la historia a la que estaba destinado no llegará a su fin.

Fui creado como un hombre con carácter seductor y especialista en robarles el corazón a las mujeres, en cierto grado tenía que ser como don Juan Tenorio o Casanova, pero todo debía transcurrir en nuestra época, en dos ciudades modernas separadas por el océano. No eran, por supuesto, París y Buenos Aires para que no se asociaran con los trabajos de Cortázar, más bien eran dos megapolis muy diferentes como la ciudad de México y Moscú. 

Desde mi temprana juventud tenía la cualidad de agradarle a las mujeres. Podía permanecer entre ellas siendo testigo de sus confidencias sin que mi presencia las inmutara en lo más mínimo, era como si me vieran como a un hermano o a un amigo con el cual no tenían el más mínimo recato.

Esa confianza y aceptación en los círculos femeninos de la cual yo era el afortunado poseedor tendría que dejar una serie de experiencias primordiales para ser un buen seductor y yo lograba serlo en realidad. La primera prueba de lo dicho anteriormente quedó constatada cuando me hice amigo de dos compañeras de mi hermana menor, las cuales habían ido a nuestra casa para hacer un trabajo que tenían pendiente, y en el breve tiempo que tuve para relacionarme quedé ante ellas como el joven más sincero, comprensivo y atento que jamás habían conocido.

Como, al crearme, se había puesto en mis labios todo tipo de adulaciones, era muy difícil que alguien se pudiera negar a oír las cosas bellas con las que acostumbraba obnubilar a las representantes del sexo opuesto. Podía con un poco de empeño y dedicación convencer, incluso, a la chica más reacia, decente, mojigata o guapa para que se me entregara sin ninguna dificultad. Con el paso de los años mi experiencia y mi estrategia de seducción se hicieron infalibles. Podía desatar en el espíritu femenino pasiones que iban más allá de la simple necesidad de ser poseídas y satisfechas. Lo malo de todo esto, es que ese periodo duró apenas unos años porque después por algún motivo desconocido empecé a cambiar de una forma radical yendo en contra de los principios que, se suponía, debía tener muy bien arraigados. Fue cuando comencé a sospechar de la existencia de un ser exterior que me mangoneaba a su gusto sin tomar en consideración mi opinión.

II.                                  La inconformidad y crítica

Un día se tergiversó todo cuando estaba por seducir a una joven muy guapa de nombre Marina, una rusa extraordinaria, con una belleza producto de la mezcla de la sangre eslava, o en términos más exactos caucásica, con hemoglobina escita, del Oriente medio.

En el carácter de esa bella mujer estaban mezclados el gélido escepticismo siberiano con el apasionamiento de la raza árabe, era todo un reto conquistarla porque mi esencia de macho latino tenía al frente una gran prueba. 

A lo largo de mis aventuras se me había dotado del convencimiento y seguridad, cualidades que me hacían superar las deficiencias físicas, pues me habían engendrado como un hombre de estatura media, cabeza pelada a rape muy redonda, ojos saltones, moreno y fornido, lo que estaba muy lejos de semejarme a un Adonis, sin embargo, con mis dotes y mi gran inteligencia no encontraba ningún problema para obtener lo que deseara y a quién deseara.

Cuando la vi entrar a la exposición de pintura en la sala principal de la Casa del Artista en Moscú, sentí una atracción tan fuerte que no podía despegar mis ojos de su bella figura, la tela azul satinada de su vestido largo y su pelo negro de caireles recogidos le daba el toque de una diosa de la antigüedad. Alta, con gran porte y una mirada tiernamente salvaje dejaba petrificado al más atrevido de los hombres.

Vi por casualidad, un cuadro moderno en el que estaban representados Pigmalión y su estatua de Galatea y pensé que por alguna razón se había puesto en ese momento dicha obra, me vinieron a la mente esas famosas palabras de Antón Chejov que decía que si había un fusil en el escenario, entonces  tendrían que dispararlo. Lo mismo pasaba con este lienzo porque si había aparecido Galatea, yo tendría que ser como Pigmalión enamorándome de ella y deseándola hasta la muerte. Traté de recordar de qué forma le había implorado el rey de Chipre a Venus que le ayudara a convertir su sueño en realidad y cuando lo recordé los objetos habían cambiado de posición y de color.

Al acercarme a la nueva mujer azul noté que su belleza era banal y austera. Noté que mi traje, elegante hacía un momento, ahora era un poco viejo y que estaba arrugado y muy ajado. Me irritó que mi voz sonara diferente y que la tierna y maléfica mirada de mi primera desaparecida interlocutora Marina, fuera, ahora, la de un halcón hambriento mirando a su presa. No supe cómo reaccionar y me quedé parado junto a esta insípida y sosa dama con la mente en blanco. Pasó un instante demasiado largo, que sospecho sería de algunos días no de los normales sino literarios, hasta que pude articular una frase estúpida: ¿Ha notado el cambio de la luz?

No hubo respuesta, claro, y en ese instante comenzaron a desaparecer y aparecer, como por arte de magia, escenas, diálogos y personas desconocidas. Me sentía como en una presentación de diapositivas, las cuales se cambiaban a voluntad por alguien que estaba estropeando toda la secuencia de la historia. Pregunté en voz baja temiendo hacer el ridículo frente a los sujetos que me miraban en ese momento, pero no solo no hubo respuesta sino que mi voz ni siquiera se oyó.

Traté de conservar la calma y analizar la situación con más sangre fría.

Las siguientes ocasiones en que sucedían cosas incoherentes me tomé la molestia de apuntar en mi memoria todo lo que sucedía para poderlo analizar en los largos momentos en que me encontraba solo y no tenía que viajar o mantener conversaciones tontas con mujeres que carecían de atractivo tanto físico como intelectual.


III.                               El conflicto

Intenté de nuevo regresar a la sala de exposiciones y ponerle punto final a la escena con Marina y no con la mujer azulada, como la había llamado en el momento en que la vi con sus trapos baratos de tono turquesa, pero todo fue inútil porque no estaba ni Marina ni la mujer rapaz.  Luego, sucedieron infinidad de acontecimientos en los que me veía envuelto en relaciones pasionales y desengaños amorosos.

Muchas veces se repetían las escenas y las opiniones sobre una misma situación se expresaban desde diferentes puntos de vista. Por ejemplo, el encuentro que tuve en Madrid con una mujer sensual, misteriosa y desconocida en el salón de la rotonda del hotel Palace, fue criticado en principio desde la perspectiva, en primera persona, de un gran seductor en el que la experiencia con una espía de origen holandés le llevaba a descubrir los misterios eróticos de una sociedad secreta de cortesanas. Unas páginas después, el mismo suceso se apreciaba desde la perspectiva de un futuro muy lejano en el que el narrador desglosaba los sentimientos de cada uno de los partícipes de aquella ardiente noche de amor y yo, que había sido siempre un seductor de muy alta clase, comenzaba a quejarme  de mi desgracia en el amor y era presa de la depresión senil.

Hubo varios intentos más de ver ese encuentro como un designio divino, después desde el punto de vista de la mujer, luego la interpretación de un observador que había seguido con mucha atención a la pareja y había hecho sus propias deducciones  siguiendo un sistema complicado de deshilado del alma humana, otro aspecto que no dejó de admirarme fue la opinión del mismo Dalí que lucubraba con la posibilidad de pintar un cuadro que me representara de forma surrealista mostrando las partes más sensibles de mi integridad psíquica en el lecho de amor.

Todo ese proceso de alargamiento de la misma situación y las partes tan pesadas que seguían a cada capítulo me obligaron a pensar que mi creador tenía un problema físico que se reflejaba tanto en su carácter como en su forma de escribir.

Tuve la ligera sospecha de que se trataba del estreñimiento. ¿De qué tipo?- me pregunté.- No será solo físico, es probable que ese problema de atrición fuera también mental.

Comencé mis indagaciones repasando palabra por palabra las escenas que ya habían quedado escritas, entonces se encendió la luz y lo comprendí todo.

Comencé a cambiar los diálogos, los lugares de encuentro, mi aspecto exterior y mi forma de pensar. Cambié esas ideas huecas del erotismo como necesidad de reproducción y muerte para preservar la especie por algo realmente diabólico como lo que hacía el marqués de Sade o el inocente Gregorio de la Venus de las pieles, convertí a las inocentes ninfas de belleza angelical en prostitutas, mujeres de prominentes carnes apretujadas en vestidos estrechos y medias vulgares. Me esforcé por no repetir ni una sola de las palabras ya mencionadas con anterioridad, como resultado se produjo el colapso y comencé a oír su voz, su llanto y sus expresiones de desesperación.

IV.                               El final

 Con tanto escribir, reescribir, borrar y corregir el texto, mi inventor empezó a comunicarse conmigo. Fue entonces cuando le manifesté mi desacuerdo. El escuchaba con claridad mi voz y yo sentía a través de la tinta las condiciones en las que él se encontraba. Supe primero su nombre, era Cesar Martín Salomé. Tenía el hábito de fumar, tomaba mucho café, supuse que mantenía malas relaciones con la gente o simplemente era indiferente a los encuentros con las personas que lo rodeaban, comía mucha carne y nunca se negaba a ser seducido por los placeres del alcohol. Era un lector automatizado que no dejaba pasar ninguna novedad editorial. Tenía una amante que se preocupaba más por el dinero que por el placer que él le pudiera proporcionar y, bingo, padecía de estreñimiento desde hacía mucho tiempo.

Le propuse que cambiara su dieta, que se preocupara por comer más fruta, que evitara la carne y el pan en grandes cantidades, que hiciera un poco de ejercicio y que se comunicara con la gente. Todo fue inútil.

En una ocasión discutimos, un día literario entero, sobre el encuentro debajo de la vistosa rotonda del hotel madrileño con la misteriosa morena de ojos de zafiro. Le dije a Cesar que no estaba bien especular tanto con una situación tan elemental, que todo mundo tenía clarísimo que era una relación mortal por el calibre de los implicados, sin embargo a él no le interesó y por el contrario dijo que entre más se estirara el tema y se mirara como una situación imposible en el pasado, como una situación vista desde el futuro, como una situación paralela a otras relaciones que se sucedían en el mismo lugar, como la opinión del autor sobre las relaciones sentimentales de una pareja, incluso desde el punto de vista de un perro de porcelana que estaba envuelto y medio oculto entre los regalos de uno de los huéspedes que acababa de abandonar su habitación en el momento del encuentro.

No pude soportar más su negligencia y su verborrea sobre la para-literatura, la meta-literatura, la supra-literatura e infinidad de supuestos conceptos filosóficos que me terminaron por hartar.

De esa forma dejé de ser el personaje de la obra que quedó incompleta y paró en el fondo de la papelera.

No lamento lo sucedido, quizás sea mejor así. Por un lado, he tenido la fortuna de experimentar algunos sentimientos humanos y he gozado de la atención, cariño y odio de otros personajes. No saldré a la luz y me quedaré como el intento frustrado del señor Cesar Martín Salomé.

El mundo es muy pequeño y todos los caminos llevan a Roma, según dice un refrán de no sé quién, y si llego a tener suerte algún día, tal vez alguien me saque de aquí y me dé la oportunidad de convertirme en el héroe de una gran novela.


 


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martes, 1 de julio de 2014

La buena pasada

Ayer, cuando terminé de leer la novela corta  “El Caso de la Media de Seda” de Conan Doyle, tuve un pequeño ataque de risa, y no porque la novela se prestara a la diversión y comicidad, sino más bien porque la información reveladora que le abrió los ojos al doctor Watson, me los abrió también a mí. Para que me puedan entender, queridos amigos, es necesario que me remonte a tiempos pasados.
Todo comenzó hace más de un año cuando me pidieron que fuera a dar los martes y jueves un pequeño seminario sobre la enseñanza de lenguas extrajeras. Las sesiones serían veinte con duración de una hora y media cada una. Los participantes eran estudiantes de la universidad que estaban por concluir su carrera y necesitaban asesoramiento para escribir su tesis. El lugar que nos habían asignado para dicho cursillo era un auditorio no muy espacioso, con unas sillas incomodas sin paleta, la calefacción era un hornillo candente que nos hizo sudar desde la primera sesión. Había una pizarra muy blanca y pequeña, la iluminación era mala pero como nuestras clases eran por la mañana descorríamos las persianas para que entrara la luz del poco sol que salía esporádico.
Mis alumnos eran unos jóvenes muy alegres y tenían bastante interés en aprender lo poco que yo les podía enseñar. Entre los asistentes me llamó mucho la atención una jovencita muy guapa. Era menudita, llevaba siempre el pelo suelto, lo tenía castaño con unos ligeros tonos de caoba, su piel era blanquísima, lo que hacía que el carmín de su lápiz labial realzara de sobremanera sus estrechos labios. Se llamaba Zhana y, aunque no se parecía en nada, yo la asociaba con una intérprete y compositora de canciones folclóricas  rusas que me encantaba por el sentimiento con que interpretaba sus canciones y se le conocía como Yana o Zhana Bichevskaya.  Zhana, la de mi clase, se sentaba con Serguei y María, el primero tenía una memoria extraordinaria y un aspecto de chico travieso y muy pícaro, por el contario, María era una pesada que padecía de un alter ego insoportable, pero luego, después de culminar el curso, descubrí que era solo su actitud fingida para que la  percibiéramos así.
El curso fue avanzando y los temas fueron cada vez  más interesantes, al menos eso creía yo. Durante las sesiones se fue creando una serie de hábitos que nos hacían reír o sentir la pesadez del tiempo viciado y el bochorno del aula. De las cosas que no nos gustaban estaba la conducta de Masha que siempre quería tener la razón en todo, y aunque sus compañeros trataran de convencerla de lo contrario, ella no se bajaba de su burro y no daba su brazo a torcer. Había también, un chico muy introvertido que por más esfuerzos conjuntos que hiciéramos para ayudarle, no hilaba una frase completa. Hay que tomar en cuenta que el curso se daba en lengua extranjera y los conocimientos de unos y otros eran desiguales. El jovenzuelo se llamaba Pavel o Pasha, como le decíamos cariñosamente, y se trababa un poco al hablar. Nadie le faltaba al respeto pero había ocasiones en que se quedaba a media frase parloteando una silaba que alguien asociaba con algo obsceno o vulgar. Era por eso que estallaban las risas y la atmosfera del aula se volvía a refrescar. Los demás estudiantes eran bastante habituales y por su simpleza no los recuerdo tan bien como a estos que he mencionado. Los encuentros en la clase eran muy agradables porque la colaboración de todos hacia más dinámico el trabajo. Después de la tercera o cuarta clase noté algunas particularidades de Yana, una era que siempre iba con la misma ropa, el mismo calzado, el mismo peinado y el mismo bolso, a decir verdad no cambio su forma de vestir ni una sola ocasión durante todo el ciclo de sesiones. A parte de la ropa que nunca se mudaba, estaban los cambios tan notorios de personalidad, ese era el segundo aspecto y el más desconcertante de ella. Había ocasiones que llegaba de muy buen humor, sonreía, se relacionaba muy bien con todos, y sobre todo, trabajaba y hablaba muchísimo. Otras veces, era muy diferente, el cambio era tan radical que pensé que se debía a fuertes depresiones o problemas graves de índole psicológico tales como desdoblamiento de la personalidad, esquizofrenia u otro problema de ese tipo. Era sorprendente como se la podía ver un martes tan enérgica y vital, y un jueves apática e irrespetuosa. Yo me empecé a interesar por el asunto, traté de acercarme más a ella sentimentalmente, aparentando ser un consejero o un guía espiritual. Eso, por supuesto, no dio ningún resultado ya que la Yana comunicativa me hacía sentir que mi preocupación era infundada, y la Yana introvertida, burda y explosiva me rechazaba inmediatamente. La situación llegó a preocuparme tanto que me puse a leer artículos de psicología clínica que trataban sobre la doble personalidad, el desdoblamiento del alma y cosas semejantes. No obtuve ningún resultado, por el contrario fui yo el que se desconcertó más y si no hubiera sido por la brevedad del curso, tal vez hubiera sido yo el que se habría descompuesto de la cabeza y habría ido a parar al manicomio. Fui tratando de no poner atención en las transformaciones de mi alumna, empleé el artilugio de no mirarla más a los ojos, sin embargo los martes después de clase, ella misma venía hasta mi mesa a pedirme que le explicara algunos términos o que le recomendara algún artículo interesante sobre el tema que habíamos tratado en clase. Los jueves, ya se imaginaran, cuando llegaba con la lista de autores o fuentes de donde se podía obtener la información de los temas que me había pedido, Yana me los rechazaba y decía que ya no le interesaban, me miraba con rencor como si la estuviera acosando sexualmente y con una sola mirada me hacia enmudecer o palidecer y sonrojarme al mismo tiempo.
Un día se decidió hacer un pequeño festejo en el comedor del instituto, fuimos todos a celebrar el cumpleaños de dos compañeros quienes ya  habían conquistado y condicionado una mesa de la concurrida sala para nuestra celebración. Trajeron la tarta, cantamos el Cumpleaños Feliz, desentonado como es propio en estos casos, les deseamos las mejores cosas a los cumpleañeros, y cuando el ambiente se relajó un poco me vi rodeado de la compañía de Masha, Pavel y Yana, estaban los tres discutiendo sobre la influencia del inglés en otras lenguas, y sobre todo en los idiomas ruso y español. Pues aunque no lo crean, les decía yo, el ruso está de moda en todo el mundo y debería influir más en las otras lenguas, ya saben que las palabras Perestroika, Glasnost, Matrioshka, Sputnik, Chaika, Lada, Kalashnikov (aunque sea el nombre de un arma) se conocen en todos lados y no estaría mal que se conocieran otras palabras relacionadas con las aportaciones tecnológicas o de otro ámbito de la sociedad rusa. Trataba de hacerles entender que de alguna forma se debe intentar enriquecer el idioma natal con unos equivalentes de todos esos barbarismos que nos llegan de fuera. Les daba ejemplos de los que se hace en el español cuando te hieren el orgullo y te dicen que en tu lengua es imposible crear un término para chip, marketing, manager, etc. Mi argumento era que aunque resultara muy larga la palabra o la expresión que sustituía el extranjerismo, era mejor éste que dejar que se implantara la palabrota importada. Todos me echaron la bronca y por estar discutiendo en eso perdí la oportunidad de conversar más estrechamente con Yana, la cual ese día, estaba de muy buen humor y radiaba de alegría. Un poco antes de terminar la fiesta,  se habló de las bromas que le habían hecho a los profesores del instituto y, por lo que todos contaban, me di cuenta de que eran bastante traviesos y que se debía andar con los pies de plomo con ellos porque se podía caer en una situación bastante incómoda y ridícula. A parte de las jugarretas clásicas para burlarse del profe, este grupo de vándalos, incluía la tecnología o el refinamiento intelectual. Con la facilidad que se tiene ahora de obtener información sobre cualquier cosa, resulta peligroso tener una vida doble y no mantenerla completamente en el anonimato, porque si los alumnos te descubren en in fraganti,  una de estas jugarretas de mal gusto te puede costar el empleo o llevarse al traste tu buena reputación por más limpio que estés. Eso lo supe cuando se refirieron a una profesora que estaba saliendo con un alumno en plan de amigos y el muy tarado se había dejado olvidada una fotografía muy comprometedora en la que la profesora estaba en bañador y el dándole un beso en la mejilla. Alguien la escaneo y la arregló con un programa de fotografía digital de tal modo que se veían los dos desnudos, luego comenzó a enviársela por correo electrónico a todos los estudiantes de su grupo y cuando alguien decidió hacer una pancarta y pegarla en la puerta de entrada del comedor explotó la bomba, es decir, la bomba. Se destituyó a la profesora acusándola de acoso sexual de menores y se le imputaron al estudiante todo tipo de violaciones al reglamento interno de la institución, así los dos tuvieron que dejar el instituto para siempre.
Los siguientes días, y conforme me iba acercando a la culminación de mi trabajo, empecé a tener mis precauciones. Por fortuna, no pasaba nada y las cosas seguían igual que siempre.
Para terminar de una vez por todas con el misterio de Yana fui escribiendo mis observaciones y deducciones en un pequeño cuadernillo, creo que revisé y desarme la personalidad de Yana tantas veces que un psicoanalista se habría admirado de mis avances en materia de psicoanálisis, lo único era que todo eso no me decía nada a mí, y lo más lamentable era que ella lo sabía y jugaba conmigo desorientándome cada vez más. Llegó a tener verdaderos ataques de histeria y angustia que me desorientaban más de lo que ya estaba. Yo me sentía como un ratón que no sabe como escaparse de las garras del gato. Ella me ponía trampas, me envolvía con su encanto y luego me paraba de forma brutal con su rechazo, histeria y mal humor.
Cuando terminamos el penúltimo tema de nuestras prácticas, Yana me dijo que faltaría la siguiente clase y que vendría solo al final del curso para despedirse y saber la nota que le pondría. Al marcharse hizo un movimiento con la mano para acomodarse el pelo y dejó entre ver un poco su frente, como llevaba siempre un flequillo muy bien recortado era imposible verle esa parte de la cara porque tenía, además, el pelo muy espeso, por alguna razón no pude evitar mirar rápidamente esa parte de su cráneo. Ella me sonrió con mucha cordialidad y me dijo que le había gustado el tema de ese día y que iba a leer más al respecto, salió agitando la mano como los niños pequeños cuando se despiden.
Dos días después, llegué a la clase, abrí mi portafolios y dispuse el material para comenzar la proyección de unas láminas que mostraban muy bien unas estadísticas que me interesaba mucho que mis discípulos conocieran. Por pura curiosidad volteé hacia el pupitre o silla de Yana y confirmé lo que me había dicho, que no vendría- Pavel y Masha estaban muy serios y por la ausencia de su intermediaria Yana, ellos se mantenían un poco reservados simulando que todo seguía como siempre. A la hora de la pausa fui a comprar un café y me encontré por el camino a un buen amigo que hacía tiempo no veía. Comentamos los acontecimientos más importantes que nos habían acontecido en los últimos tres años y después, como ocurre regularmente en esos encuentros ocasionales, ya no sabíamos que preguntar y nos despedimos con la promesa de llamarnos o escribirnos pronto. Regresé al aula y entre, al principio no advertí que el lugar de Yana estaba ocupado, miré rápidamente y la saludé un poco sorprendido. Ahí estaba, con su pantalón a cuadros, sus botines de gamuza, su jersey de cuello alto y su bolso de cuero color rojo. Creía que no ibas a venir, Yana- le dije con una sonrisa maliciosa. Su reacción fue insólita, se acerco a mí, me miro con furia y me dijo que no había venido a clase sino que solo deseaba  dejarle un recado a María. Salió enfurecida, echando serpientes y culebras por la boca. Con mucha dificultad pude terminar la sesión de ese día, pues por un lado tenía la duda de no saber que le pasaba a Yana, y por otro, estaba de mala leche y con el deseo frustrado de no haberle gritado. Me estaba hartando de esa conducta infantil e inexplicable. Por suerte, el tiempo transcurrió más rápido de lo que yo esperaba y llegó el último día de nuestro curso. En realidad estaba cansado y un poco nervioso porque no sabía cómo reaccionaría en caso de que mi “querida” estudiante volviera a hacer alguna de sus demostraciones violentas.
En la última clase todo fue viento en popa, los alumnos participaron mucho y al final decidieron celebrar con un poco de bombones, fruta, tarta y vino tinto la culminación del “martirio” que les había implantado. Conversamos de todo, recordamos los mejores momentos de nuestro trabajo, brindamos y nos despedimos con el deseo ferviente de volver a encontrarnos en otra ocasión, aunque no fuera por causa de los estudios. Yo por mi parte prometí hacer todo lo posible para mantenerme en contacto con ellos a través del correo electrónico o alguna pagina de las redes sociales. Cuando ya tenía mis cosas preparadas para marcharme se acercó Yana sonriendo. Al verla así de animada y radiante  pensé que al menos me quedaría un buen recuerdo de ella, ya que la noche anterior había estado pensando en echarle en cara todo lo que me había desagradado de su conducta durante nuestros estudios. Me preguntó que si me gustaban las novelas policiacas. Yo le dije que sí, que era mi genero favorito. Ella sacó un pequeño objeto rectangular envuelto en papel para regalo y un listón ancho de color rojo muy intenso. Me lo entregó y me dijo que era una forma modesta de agradecer mi buen empeño durante el tiempo que habíamos compartido. Yo me sonrojé un poco y le di las gracias. Después me entregó una tarjeta firmada por todos los participantes y me aconsejó que pusiera mucha atención en el regalo. Yo le pregunté que si era un libro, ella afirmo con la cabeza, luego le insinué que si debía poner atención en algo especifico. Ella me miró con cariño y dijo que tenía que leer con atención el cuento número cuatro. Me despedí y salí muy contento por haber llevado a buen fin el trabajo que se me había encomendado.
Un día saqué el pequeño envoltorio que me había dado Yana, no lo había abierto, no sé por qué. De pronto recordé ese video de Internet que se llama “el sueño del caracol”, en el que aparece una chica que se enamora de un dependiente de una tienda  de libros viejos y usados. Me sentí un poco ridículo al pensar que me podría pasar lo mismo que a la chica del cortometraje, a la que el dependiente-enamorado le escribía recados en el libro y ella no los abría; y el día que se decidía a invitarlo a salir le decían que había muerto el día anterior en un accidente de tráfico, entonces ella descubría en su habitación todos los mensajes que le había escrito el pobre chico en las primeras páginas de los libros que ella había comprado. Por esa razón arranqué el listón y luego el papel. Abrí el libro, había una pequeña dedicatoria que no decía nada especial. Hojeé el libro y me alegré mucho de no encontrar ninguna nota o recado escritos en ninguna página. Había pasado tanto tiempo que ya no recordaba que Yana me había recomendado leer el cuento número cuatro que es precisamente el de “El caso de la media de seda”, empecé a leer y cuando llegué a la cuarta narración me detuve porque  todas las imágenes olvidadas se despertaron en mi cabeza como monigotes danzarines, primero surgieron los rostros de mis ex alumnos y luego la cara de Yana y su voz diciéndome “ponga mucha atención en el cuarto”. Me dejé llevar por los recuerdos, pospuse la lectura y me fui a tomar un café para gozar de la sensación tan agradable que en ese momento alimentaba mi imaginación. Esa noche dormí muy bien.

El domingo por la mañana después de salir a dar un paseo y comprar el diario con el suplemento que me encanta, preparé el desayuno y me dispuse a leer la historia de Conan Doyle. Al comenzar estaba un poco inquieto, seguramente saben por qué, pero lo apasionante de la historia y la forma en que lo cuenta Watson me fueron atrapando y al ser prisionero de esa prosa tan sencilla pero tan interesante, me fui dejando conducir página por página. Estaba cautivado por la aventura. Si recuerdan, hay un momento en que Watson le pregunta a Sherlock Holmes por qué cada vez que atrapa al sospechoso de los crímenes de las jóvenes adolescentes estranguladas con una media de seda, le pide al gendarme de la comisaría que se le tomen las huellas digitales al hombre. Sherlock con su paciencia habitual e inteligencia, le explica al doctor Watson que lo hace porque tiene la sospecha de que son dos los asesinos, o al menos hay un asesino y un cómplice que es su gemelo. Para mi esta información fue suficiente, lo comprendí de inmediato. Se me apareció la imagen de Yana acomodándose el pelo y su frente limpia y blanca, luego la imagen de la otra Yana el penúltimo día con su agresividad, pero al volverse rápidamente vi su frente y noté una gran verruga color marrón, era un abultamiento que semejaba a una pasa clara. Ese día no le había puesto la atención que requería porque la actitud de  ella había hecho que yo me enfureciera, también. Ahora, con la ventaja de la lejanía en el tiempo y la impresión tan marcada que había dejado esa excrecencia en mi subconsciente podía decir con seguridad total que las dos Yanas se había burlado de mi, y no solo ellas, sino toda la clase. Es que era imposible que las risas que provocaban mis malos chistes estuvieran relacionadas con lo que yo decía, creo que más bien se reían de mí. Seguramente, les hacía mucha gracia que una Yana me tratara con mucho cariño y la otra, que ahora está claro que era su copia, me rechazara e insultara. Me imagino las carcajadas que habrán soltado el día que festejamos el fin del curso. Y me imagino las veces que le habrán contado a otros profesores lo que me hicieron a mí. Y, lo peor, me recuerdo yo mismo burlándome de los profesores que antes que yo habían sido víctimas de otras burlas. Que iluso fui. Así que queridos amigos, si algún día les toca dar clases, tengan mucho cuidado y pongan atención en lo que hacen y dicen los estudiantes, no sea que ya anden rondando en boca de todo mundo por las cafeterías sus imágenes ridiculizadas, aderezadas con humor y servidas con mucha burla y sarcasmo. 

Juan Cristóbal Espinosa Hudtler