jueves, 31 de enero de 2019

Misterios de una vida-finalista en el V concurso de historias de familia FTJA


La foto que ven es la única prueba contundente de mi existencia. Nadie conoce mi historia porque llevé una vida licenciosa e inmoral.  No por gusto, sino por decisión de mis padres y una broma de la naturaleza. Sabemos bien que en todas las familias siempre hay un hijo pródigo, una oveja negra, un loco, un genio o un patito feo. En la mía siempre se evitó hablar del tema de la locura porque iba directamente relacionado con algo así como una posesión diabólica. Yo era una mujer de buena estirpe, pero antes de llegar a la mayoría de edad me rebelé contra todos los principios y empecé a conducirme de una forma muy inadecuada, es decir, vulgar y pecadora. Tenía la costumbre de acostarme a las once de la noche y gritar desesperadamente. La razón no era el dolor del alma o los sufrimientos físicos, lo que me pasaba era que me autocomplacía sin recato y, al sentir que se acercaba el placer celestial, gritaba como si me estuvieran torturando en el potro.

Los vecinos se quejaban, los hombres se paseaban todas las noches bajo mi balcón con la esperanza de que en un momento de desesperación me arrojara en brazos de alguno de los mirones o le pidiera a un buen mozo que subiera para complacerme. Nunca sucedió, pero la situación se volvió tan incómoda para mi familia que mandaron llamar a un padre para ver si podía exorcizarme, pobres tontos, no sabían que los demonios que tenía dentro sólo se podían ahuyentar masajeándome la entrepierna, por eso el clérigo puso pies en polvorosa y me excomulgó cuando se lo dije. Las mujeres le daban todo tipo de consejos a mi madre, esas tonterías iban desde ponerme un cinturón de castidad hasta la ablación, ¡imagínense! Quien sí dio un consejo sensato fue el doctor, les aconsejó que me buscaran un esposo, así podrá—dijo el inteligente galeno— mitigar su pasión como lo manda la fe cristiana. No hubo pretendientes serios que se interesaran por el matrimonio y la mayoría llegó sólo con la esperanza de poder pasar una noche conmigo o con “La ninfómana”, como me llamaban todos.

Decepcionados mis padres decidieron dar un paso peligroso, pues dejaron en manos de Dios mi curación. Me hicieron las maletas y me enviaron con una mujer que era la dueña de un burdel. Los primeros meses no recibieron ninguna noticia mía, pero después les comenzaron a llegar sumas de dinero bastante jugosas. Los fajos de billetes llegaban por conducto de un mensajero que se los entregaba en mano. Al tenerme lejos y gozar de los beneficios que les dejaba mi trabajo, mis padres, les dedicaron más tiempo a mis hermanos menores. La plata alcanzó para pagarles buenos colegios, comprar una casa nueva y organizar fiestas los fines de semana. Diez largos años la fortuna les sonrió. Todo habría salido bien si no se me hubiera acabado la pasión un día. Fue como si de pronto se me hubiera adormecido el vientre. Estaba vacía y, de ser la mujer más ardiente de toda la ciudad, me transformé en una frígida detestable. A mi familia le dejó de llegar el dinero, luego empezaron a lloverle demandas y amenazas por escrito y, al final, dos hombres fornidos me abandonaron esquelética y seca frente a la puerta de la casa. Parecía una momia, me movía con lentitud y no hablaba. Llevaba un vestido negro y un gorro que ocultaba mi pelo sucio y descuidado. No hubo más remedio que llevarme a mi habitación. Me quitaron la ropa, me metieron a la tina y me enjugaron con todo tipo de paños suaves y aromatizados, me pusieron un camisón y me dejaron dormir.

Una mañana me encontraron más tiesa que nunca. No movía las articulaciones y tenía la mirada perdida en el infinito. Fue inútil tratar de darme alimentos porque mi boca no se abría. Respiraba con mucha dificultad y todos temían que en pocos días falleciera, sin embargo, duré más; incluso hubo unas semanas en las que todos creyeron oír aullidos, parecidos a los que echaba cuando era joven. Al final no me pudieron salvar y una mañana de primavera descubrieron mi cuerpo inerte. Estaba sonriendo, tenía los ojos alegres y brillantes como estrellas. Me llevaron a enterrar y mientras las mujeres lloraban, una extraña con cara larga y expresión dura se acercó a mi madre y le entregó unos cuadernos con pastas de cuero. Ella los guardó en un armario y no los abrió nunca.

Muchos años después los tiraron a la basura sin ni siquiera leerlos porque se consideraban escritos satánicos. De esa forma terminó en la basura un trabajo que elaboré con devoción durante varios años. Escribí muchos poemas, cuentos y una o dos novelas, la más importante era la que estaba escrita en aquellos cuadernos que tiraron a la basura. En cientos de folios quedaron las caricias que moldearon mi cuerpo, también iban los besos y los abrazos, igual que los chorros de sudor y lágrimas que mojaron mi pecho. Además de sangre de los abortos, de los golpes, de la pluma y las menstruaciones. Mi corazón quedó plasmado en esas historias, conmovido por las confesiones de hombres que sufrían por la conciencia, el desengaño y el pecado. Yo misma dejé mis gritos de placer y los enamoramientos en imágenes falsificadas para que quien leyera esas historias las pudiera digerir sin volverse loco.

No quedó nada. Me lo llevé todo en mi cofre de recuerdos. Nadie podrá jamás deleitarse con las narraciones que nacieron de la entrega, la pasión y el intenso deseo de morir de placer y renacer en un mundo soso, lleno de prejuicios, enemigo de la voluptuosidad y la liberación que da el amor carnal.
¿Y mi máquina de escribir? Sé que terminó en una tienda de antigüedades y fue adquirida por una mujer que luego se hizo famosa escribiendo novelas eróticas. ¡Qué ironía! ¡Tanto teclear! ¡Tanto narrar! ¡Para que la inspiración animara los dedos de otra mujer!

jueves, 24 de enero de 2019

Aplicación del móvil para aprender historia


Se llamaba Eric, pero cuando le preguntaban decía que en su familia siempre le habían dicho Heródoto, su padre le había inculcado el amor por la lectura y la historia. Cuando llegó a la mayoría de edad le pidió que estudiara algo lucrativo como gestión de empresas, contabilidad o ingeniería. Eric lo habría podido hacer sin muchas dificultades, sin embargo, los conflictos y las disparidades que lo alejaron de su padre después de la niñez lo llevaron a adoptar su férrea posición. “Seré historiador—le dijo a su padre con cara muy seria— y si protestas, sábete que tú tienes la culpa por meterme la historia en la cabeza y decirme Heródoto, siempre”. La discusión terminó con la huida de Eric, se fue a vivir con sus primos a otra ciudad. El primer año de su vida independiente le puso algunos obstáculos que logró superar gracias a la capacidad de adaptación que tuvo frente a las recriminaciones de sus tíos, la envidia de sus primos y el hambre diaria. Se puso a dar clases y se hizo tutor de varios niñitos ricos que le pedían que les escribiera sus trabajos de la secundaria y algunos del bachillerato. Eric se puso a ordenar sus materiales y pensó que tal vez podría inventarse un pequeño programa con algoritmos sencillos que ayudaran a los estudiantes a recordar las fechas y sucesos de la humanidad. Buscó jóvenes ingenieros en computación que lo aconsejaran. Encontró a un programador Jean La Page que estudiaba en la facultad de informática y tenía fama de ser genial, pero solitario. En realidad, Jean, era muy comunicativo, pero sus tareas, ideas y proyectos no le permitían derrochar su tiempo en conversaciones poco útiles para su ámbito, por eso, cuando Eric le comentó que quería un pequeño programa para los móviles, Jean se puso feliz. En unas cuantas frases con términos técnicos le dejó claro a Heródoto que sería juego de niños. “¿Cómo sabes mi apodo?”—le preguntó sorprendido Eric. No obtuvo más que un ceño fruncido y una sonrisa pícara. Le explicó al técnico en informática las cosas que deseaba: “Tendrá que definir el período de la historia en el que existió el personaje, deberá explicar cosas como su origen, formación y papel en dicha época, además, de ser posible, alguna característica que deje claro qué tipo de héroe o villano fue”. Jean afirmó con la cabeza, habló de lo poco que sabía de historia y le preguntó a Eric sobre el renacimiento y la Edad Media. Conversaron con mucha sencillez y descubrieron que podrían trabajar juntos por mucho tiempo. Se complementaban bastante porque Jane era muy inquieto y locuaz, en cambio Eric había tenido que aprender a ser sistemático y limitado en algunas cosas. Sabían que aprenderían mutuamente y se despidieron para verse dos días después.

Para Jean el descubrimiento de cosas nuevas era un reto que le atizaba la curiosidad, por eso, se puso de inmediato a husmear en la historia y definió con rapidez lo que nunca había estudiado en la secundaria y el bachillerato. Primero separó la historia moderna de la prehistoria, acotó el punto de inicio, unos dos millones y medio de años con un embrión del hombre actual con atributos de recolector; luego, doce mil años antes de Cristo, el agricultor y ganadero primitivo; le seguía el herrero dominando los metales, unos siete mil años antes de Cristo y el gran paso con el invento de la escritura para dividir la historia en antes y después; a continuación acomodó el imperio romano y su caída en el siglo V, seguidamente, otro parte aguas: El descubrimiento de América y la modernidad con la Revolución francesas. Finalizó con los tres siglos de la edad contemporánea: el diecinueve, el veinte y el veintiuno. Se sentó frente a su potente ordenador y comenzó a elaborar los algoritmos para la aplicación de los móviles. Por su gran experiencia en ese tipo de tareas, Jean, terminó su trabajo en tres días. Llamó a Eric y estuvieron probando las búsquedas sencillas de personajes, datos biográficos y período histórico. El programa tenía la característica de localizar la información en las páginas oficiales en las que se ofrecían los datos. Así, al poner el nombre de Julio Cesar, aparecía el resumen de Wikipedia y se complementaba con las páginas de las revistas más reconocidas de historia, también se señalaban las tesis, los artículos y libros conservados en las bibliotecas más importantes del mundo. Eric quedó maravillado porque con un servicio de búsqueda de ese tipo podría mejorar los resultados de sus alumnos y él mismo podría repasar con rapidez los temas de las lecciones. Decidió agradecerle a Jean su amabilidad y lo invitó a una cafetería, pero el brillante La Page le refutó que tendrían que hablar sobre las ganancias que generaría el servicio al hacerse público. Calcularon el monto de los beneficios aproximados que recibirían y quedaron en dividirlo todo al cincuenta por ciento. Eric argumentó que no merecía tal proporción y se negó a aceptarla pues todo el trabajo lo había hecho su amigo; sin embargo, Jean fue muy claro: “Sin tu idea esto no habría surgido, así que acéptalo”. Se estrecharon la mano y conversaron haciéndose confesiones de sus planes futuros, frustraciones pasadas, de los proyectos y otras cosas que podrían realizar juntos. Eric se fue contento con la intención de aprender más sobre la programación. Ya tenía un amigo brillante que no dudaría en revelarle los más grandes secretos de la informática y, por qué no, enseñarle a programar.

 Heródoto se sentía muy contento. Las primeras clases fueron iguales a las de siempre, pero en cuanto los chicos comenzaron a dominar la aplicación, se notó un cambio enorme tanto en la forma de aprender como la de enseñar. Eric ya no llenaba el aula con sus discursos y análisis de los sucesos, sino que se armaban grandes discusiones. Los estudiantes descubrían características de la época y cualidades y defectos de los personajes históricos, hacían sus propias conclusiones y discutían especulando con Eric sobre el cambio que habría generado la toma de una decisión diferente en algún momento de la vida de la humanidad. Eric estaba eufórico porque esos rostros de palo que lo miraban somnolientos por las mañanas, ahora lo tildaban de suave e indeciso y le trataban de demostrar cosas que él ni siquiera había pensado en toda su trayectoria de profesor. Le gustaba el cambio y apuntaba las preguntas que le hacían los pupilos para mostrárselas a La Page. Jean se alegraba mucho al recibir esos cuestionarios porque aprovechaba para aprender un poco más. De inmediato se ponía a resolver las dudas metiendo datos y preguntas al programa. “Mañana mismo encontrarán tus nenes respuestas sorprendentes—decía con una cara de director de orquesta en su momento álgido—.No se lo van a creer, incluso tú te quedarás frío”. Eric no tenía más que dedicarse a sus lecturas y sus aficiones. La Page le mandaba unos mensajes al móvil, entonces con prontitud Eric abría la aplicación y hacía las búsquedas. La información lo dejaba atónito porque sentía que la respuesta era dada por un gran experto no solo en historia, sino en filosofía también.

Las clases se fueron haciendo cada vez más analíticas, pero eso les daba una calidad de inexorables, pues si bien era cierto que los alumnos aprendían muchas cosas, las respuestas daban pauta a razonamientos más profundos. Era muy común que no se respetara el horario y en muchas ocasiones algunos estudiantes permanecían hasta la madrugada tomando apuntes, haciendo diagramas visuales y contrastando los hechos reales con su entorno social y el actual. Lo que no sabían es que por esa impetuosa curiosidad el programa se desarrollaba solo. Había ocasiones en las que aparecían respuestas a preguntas que no había introducido Jean y de las que Eric no tenía ni idea. Los dos amigos se quedaban sorprendidos sin saber hasta dónde llegaría el programa. Decidieron hacer un seguimiento con un análisis general y esperaron con paciencia alguna señal que lo guiara en su laberinto. Por otro lado, los estudiantes de bachillerato ya era unos expertos en historia y debatían públicamente los hechos descritos en los manuales y libros de texto. Surgieron problemas en los ministerios de educación y se prohibió el uso del programa para la enseñanza de la disciplina social. A Jean no le molestó que se cancelara su invención y al encontrarse con su amigo le dijo que eso era la menor parte del mal porque había algo peor.

—Ese programa se convertirá en un monstruo incontrolable— dijo Jean revolviéndose el pelo con desesperación—. Jamás podremos pararlo y quién sabe si llegue a destruirnos.
—Pero ¿por qué dices eso, La Page?
—Mira, para no dedicarle tanto tiempo al Valquiria, le hice modificaciones que lo convirtieron en un ser de intelecto medio, es decir, una inteligencia artificial que puede tomar decisiones simples; sin embargo, lo empezamos a llenar de información y fue tanta la insistencia que el mismo programa fue diseñando pasos más complicados cada vez y ahora…
—Y ahora…¿Ahora qué, La Page? ¡Dime de una vez por todas lo que sucede!
—Pues que está analizando a la humanidad como si se tratara de una rata de laboratorio y pronto comenzará a experimentar.
—¿Experimentar? ¡Pero que idioteces dices!!Eso es imposible!
—No, por desgracia, no, querido Eric. ¿Sabes que tiene toda la información de nuestro desarrollo? Podría aplicar sus conocimientos para cambiar el curso de la humanidad. Primero, empezará a publicar libros sorprendentes que nos darán una visión clara de lo que somos, luego influirá en nuestro punto de vista y, al final, nos guiará por donde crea que es más apropiado.
—Pero, eso tal vez no sea tan trágico.
—Eso dices porque no sabes que la tendencia es darle prioridad a la tecnología.
—¿Y eso qué?
—Pues, que…Valquiria es tecnología y sabiendo que tiene prioridad sobre nosotros se dejará llevar por su ego.
—¿Por su ego?
—Bueno, no lo tomes tan literal. Me refiero a que preferirá cualquier tipo de lenguaje de su tipo y nos doblegará sin duda.
—Y ¿cómo podríamos impedirlo?
—No lo sé, querido Eric, el programa ya está trabajando de forma independiente en la red, sigue acumulando información y está inmerso en su proyecto. En cuanto se publique un libro sobre el hombre, sus orígenes o naturaleza firmado por algún desconocido, estaremos perdidos.

No pudieron llegar a ninguna conclusión, les avisaron a los ministerios de educación, a los grupos clandestinos de hackers, a los especialistas más destacados en los institutos tecnológicos y a la población del gran peligro. Eric perdió el sueño y Jean no dejaba de trabajar. Pasaron los días y una mañana un estudiante de bachillerato abrazó con fuerza a Eric y le dijo que lo felicitaba por su gran obra. “Mire, maestro—le dijo empuñando un libro grueso con un empastado llamativo—. Ha salido su libro. Le quedó súper”. Eric cogió el ejemplar y leyó el título. Decía:

Teoría de la historia del hombre. El subtítulo hacía referencia a una recopilación de artículos preparados por Eric La Page, alias Heródoto.


sábado, 19 de enero de 2019

El palpador


Habían pasado varios años de duros sufrimientos. Lo peor era el aislamiento al que se le había condenado al brillante, pero ignorado artista. Dorín no tenía idea del tiempo que había pasado trabajando porque no se había fijado en los calendarios ni en los relojes, se había sumergido en un largo túnel elaborando su obra y los únicos bienes con que contaba eran un montón de hombres célebres y mujeres guapas y excitantes de mármol. Casi no le quedaban figuras de barro, ya las tenía todas inmortalizadas en piedra nívea, las había conducido con maestría, usando su cincel y su martillo, al cuerpo bruto de la piedra. Lo más asombroso era que los escritores, filósofos y músicos no se parecían a los que conocía la gente en los cuadros o en los libros. Gestau les había logrado quitar su galvanoplastia social o cultural y los había dejado en carne viva ante los ojos de los espectadores. Al tocarlos, la gente habría podido decir que a las personas a las que habían pertenecido los cuerpos de Dostoievski, Zola, Víctor Hugo, Maupassant o Tolstoi se les notaba su temperamento real. Fiodor, por ejemplo, irradiaba unas ondas que afectaban a las personas sensibles y les producía epilepsia, también el contacto con su rostro o sus manos transmitía sensaciones completamente inesperadas para los curiosos. Era necesario sólo rosar un poco a la estatua para que los sufrimientos de los pobres campesinos rusos del siglo XIX se les desplazaran como hielo por la espina dorsal. Dostoievski también podía hacerles sentir que eran avasallados por la locura, pero no de una demencia habitual, más bien se proyectaba como un rayo de luz tan placentero y luminoso que lo único que se podía hacer era implorara a dios. Con Tolstoi era muy diferente porque quienes iban con la intención de complacerse con la prosa melódica y sabia del maestro se encontraban con una sola frase dándoles vueltas dentro de la cabeza:

 “El reino de Dios está en ti y vosotros”.

Le preguntaban a Gestau cómo lograba capturar esas impresionantes características y él contestaba que sentía con las palmas y el tacto desarrollaba en su imaginación al personaje con todas sus virtudes y defectos. «Cuando estaba haciendo la escultura de Víctor Hugo, él no me permitía tocarlo, por eso debía limitarme a observarlo de cerca y para poder enganchar sus palabras con su cuerpo, tocaba el aire tibio que dejaba en sus recorridos y una muchacha joven me leía en voz baja los mejores fragmentos de sus obras, pero fue solo un pasaje de “El hombre que ríe” el que me dio la solución, es decir que me llenó la cabeza con una hermosa composición que producía con los dedos un chico que interpretaba música recorriendo con las yemas de los dedos los bordes de unas copas con agua. Fui capaz de trasladar al escritor gracias a las notas que me traían una parte del cuerpo y el espíritu del creador de “Los miserables”. Todo él era una fuerte sinfonía de rugidos y ronroneos de animal salvaje que, a ratos era dócil y después peligroso. Me iba con esas notas a mi taller y modelaba el barro, luego al hacer los moldes se venía toda la inspiración y mientras los pequeños trozos de piedra se iban desprendiendo con los golpes del metal, en la esencia de la materia bruta se filtraban los sufrimientos, congojas y deleites del maestro narrador. Llegó un momento en que el mármol parecía plastilina y terminé el trabajo con pericia. Con las mujeres era otra cosa porque a diferencia de los hombres vivos o muertos, ellas sí dejaban que las tocara y que les arrancara con ternura la más hermosa sensibilidad de su ser. Compartían conmigo su carne para que la probara y la guardara enjugada en nuestros sudores. Así pude representar a afrodita en diferentes posturas, incluso ella me decía cómo deseaba que fuera su Adonis y yo se lo creaba en agradecimiento. Todas mis modelos me decían que era un perfecto obrero con experiencia, que mi arte era el de desfigurar la piedra y vituperarla hasta convertirla en algo tibio, sensual y ligero».

Un día Gestau se quedó atrapado en su sueño, no murió, más bien se quedó como un extraño en una nación de imágenes irreales para su mundo. La primera vez que se dio cuenta de que estaba ahí fue cuando en un concurso de escultura le rechazaron su obra que representaba a un hombre con la nariz rota. Invitó a los críticos a recorrer no solo con los ojos la pieza, sino tocarla y sentir los bordes, les pidió que se imaginaran cada rasgo en la oscuridad o a la luz de una vela, pero nadie le hizo caso y lo echaron con el horroroso busto. Se encontró con personas que no lo entendían, les suplicaba que acariciaran sus obras, pero todos le dijeron que estaba loco, que la escultura es solo piedra bien trabajada y es hermosa cuando es estética, además era imposible que irradiara energía y mucho menos que estuviera tibia. Decepcionado se fue a buscar a sus modelos, las dibujó en hojas ardientes de papel grueso, sacó la arcilla y comenzó a crear su magia y decantó sus pasiones en la maleable arcilla. Las chicas se levantaron de su aposento y se pusieron sus batas, Dorín les pidió que pasaran la palma de la mano por encima de las figuras y que dijeran cuáles eran sus sensaciones. Respondieron que era solo barro frío y que se endurecía al perder humedad. Todos los intentos por convencerlas fueron inútiles y se quedó perplejo cuando las abrazó y quiso desnudarlas para extraerles la pasión y ellas se negaron amenazándolo con llamar a las autoridades. Enfadado se fue directamente a ver a su concubina. Ella estaba trabajando en una estatuilla. “Se llama los bailarines—dijo ella con una sonrisa de creador satisfecho— y será presentada en los mejores museos, junto a tus obras, por supuesto”. Gestau pasó las yemas de los dedos encima de los enamorados y no sintió la música, ni percibió los latidos del corazón de los amantes y se le formó un rostro de hiel, abrazó a Licama y trató de desvestirla como lo hacía en la vida real, pero ella sacó una hojita con unos garabatos dibujados a lápiz. “Lee—le ordenó acomodándose la ropa—y si cumples tus promesas seré tuya”. No hubo lectura en voz alta, se quedó Dorín apretando los dientes, farfullando su rencor. No recordaba cuándo había escrito tales estupideces. No tenía planeado casarse, ni ir a Italia y, mucho menos, presentar a su amante en sociedad. No tenía el valor de romper las estatuillas porque una vez había sentido la agonía, el dolor y la muerte de un pájaro que tiró al piso. El ave quebrada despertó en él la sensación del vértigo, luego una presión inmensa en la cabeza y al final el desprendimiento de los brazos o alas que, arrancados por una mano enorme, lo dejaron inconsciente. Desde esa ocasión era cuidadoso y evitaba cualquier distracción para que sus figuras, fueran de barro o piedra, nunca se resquebrajaran o se hicieran añicos. No quería desprender a la pareja ni suspenderles el baile, de ser otro hombre lo habría hecho arrojando todo por la ventana, pero le temblaban las manos. Decidió ir a tocar los árboles y cuando los tuvo a su alcance notó que su corteza era otra. No transmitía nada, era solo la curtida piel de tronco que no le inspiraba más que aspereza.

Empezó a buscar su capacidad perdida trabajando sin descanso. Se concentraba con todas sus fuerzas para destilar lo poco que le ofrecían ahora los objetos y las personas. Ni siquiera los niños con su ternura e inocencia le pudieron dar un poco de la milagrosa pócima que producían sus voces y sonrisas. No paró en muchos años. Logró el reconocimiento, cambió los conceptos del arte, ganó premios y dinero, siguió espulgando en los objetos y las personas para encontrar ese don perdido y logró obtener unas cuantas gotas del elixir. En esa tierra onírica las pequeñas menudencias cristalinas eran suficientes para mostrar la belleza, la pasión, el deseo y el sufrimiento, pero no eran suficientes para el artista que envejeció de forma prematura y una noche vio las estrellas y pensó que era el momento de despertar de elevarse al espacio sideral. Lo pudo hacer y volvió a su lugar de origen en el que todo era cálido y bello.       

domingo, 6 de enero de 2019

Tus novelas a la medida


Era uno de los afortunados que iban a viajar en el tren rápido de la ciudad de México a Monterrey. Estaba muy contento porque ya se imaginaba la cara de sus amigos cuando les contara su gran experiencia. El vagón no se diferenciaba mucho de los otros, en general Miguel Ángel ya había hecho ese viaje en los mismos trenes, pero ahora gozaría del servicio de inteligencia artificial (IA) que le haría más ameno el viaje. Se acomodó en su asiento, tenía sitio de ventana. Vio a las personas empujándose para entrar y ocupar sus respectivos sitios. Había gente de todo tipo, familias enteras, ejecutivos, matrimonios y jóvenes. Una encargada muy guapa le entregó una Tablet y le pidió que se hiciera una fotografía. Luego apareció un breve cuestionario referente a su estado de ánimo, sus preferencias de música, literatura, teatro, deportes y cocina, entre otros aspectos. La atractiva joven le sonrió y le dijo que si necesitaba algo sólo tendría que pedírselo al cacharro y ella lo atendería. Miguel Ángel le agradeció su amabilidad, se puso las pantuflas que tenía debajo del asiento, se abrochó el cinturón de seguridad y cerró los ojos. Se concentró en su bebida con hielo y al mirar la pantalla recibió la indicación de ponerse los audífonos. Obedeció y se quedó esperando que aparecieran las imágenes de una película. Se le iluminó la cara cuando oyó su composición favorita en la presentación del reparto. El director era él mismo. La historia se llamaba “Lo que no fui”. Un pequeño escalofrío le recorrió la espalda porque esa pregunta o idea lo había perseguido toda su vida y no la había materializado en un libro, en un poema, en una obra de teatro o en cualquier otra forma artística.

Apareció una familia. El padre era un abogado respetable y su madre ama de casa. Tenía dos hermanos menores con los que hacía travesuras y el parecido de los supuestos actores con los reales era asombrosa. Entendió que todo lo que vería sería lo ideal para él. Vio a sus compañeros y amigos de la adolescencia, revivió los momentos más agradables de su juventud. Sintió el primer beso de su primera novia que era exactamente igual a la que había besado hacía cuarenta años, mentalmente se preguntó qué habría sido de ella y la pantalla se lo mostró todo. Se le salieron las lágrimas al enterarse de que ella también había sufrido por la separación y que lo seguía amando, que a pesar de estar casada y tener una vida feliz, seguía recordándolo como aquel tímido adolescente que le robó el corazón y lo invocaba en las noches solitarias que pasaba cuando su marido se ausentaba en sus viajes de negocios. Vio cómo era rechazado para realizar los estudios de bachillerato, lloró cuando miró de nuevo a su padre reprochándole su fracaso y se tuvo que sonar la nariz cuando no abrazó a su padre, quién le pidió perdón por no haber creído en él cuando estaba a punto de irse a estudiar al extranjero. Luego desfilaron ante él las vidas de las personas que fue amando y dejando en su camino, permaneció inmóvil al enterarse de lo desconocido. Supo que sus amigos comunistas habían tenido muchos problemas cuando él les negó su ayuda, también supo que todas sus hipótesis eran falsas y que la mayoría de las cosas que había interpretado como afortunadas, en realidad, habían sido fatídicas. Se quedó mudo al saber el daño que le había hecho a mucha gente, también perdió el aliento cuando se le reveló el final de las personas a las que había odiado. Conforme avanzaba la película y veía las cosas que desconocía, iba valorando sus actos con muecas desagradables. Notó que no era tan buena persona como pensaba. Hizo una pausa y se fue al baño. Se preguntó si a los demás pasajeros les estaba sucediendo lo mismo, pero no le pareció que alguien tuviera una experiencia como la suya.

 La inteligencia artificial había ido demasiado lejos. Cuando volvió del aseo se sentó y continuó con el visionado. Llegó al desenlace de la historia. Se preguntó si se le habría mostrado toda la verdad, pero oyó que la voz en off de la película le decía que se habían reservado el derecho de mostrarle los sucesos que podrían afectarle psicológicamente y que sólo con la asesoría de un especialista se los enseñarían. Supo que su matrimonio podía haber sido mejor si hubiera hecho algunas rectificaciones a tiempo, se enteró de las consecuencias reales de su infidelidad y de la infidelidad de su pareja. Le mostraron las malas decisiones que había tomado en su trabajo y la forma de mejorar su eficiencia. Precisamente, realizar ese viaje era uno de los errores que había cometido porque parte de la información que se había almacenado en la base de datos de la IA podría serle accesible, en parte, a las personas que iba a visitar. No les mostraremos lo que nos indique usted, señor Miguel Ángel, pero en caso de que el programa les dé alguna pista ellos lo adivinarán. Pensó que lo más sensato sería no encontrarse con sus familiares lejanos para exigirles los pagos de sus deudas y regresar excusándose con la invención de un imprevisto. Así lo hizo y sin bajar del tren emprendió la vuelta. Pensó mucho si pedir que le mostraran una película o novela de su pareja o no. Decidió no arriesgarse y se contentó con que le mostraran la segunda parte de su propia novela. 

Esta vez apareció el título “Un futuro eludible”. En la primera imagen apareció una leyenda que decía que la película estaba basada en hechos pasados y que un programa de probabilidades había calculado la consecución de algunos actos, pero que, si había algún cambio desde ese momento, entonces muchas de las cosas mostradas no se cumplirían.

En la pantalla apareció Miguel Ángel en un tren, estaba mirando una película. Llevaba un traje azul marino y una corbata roja. Iba con su peinado de siempre, acomodado con gel muy firme, su barriga prominente y su gesto malhumorado de hombre impaciente, algunas gotas de sudor caían por su cara morena y se las secaba con un pañuelo. Se tomaba otra coca cola y seguía atento a las imágenes de la pantalla, de pronto sonaba su móvil, conversaba con una enfermera que le daba los resultados de unos análisis y le hacía unas recomendaciones. Al llegar a la estación se despedía de la encargada que lo había atendido, pedía un taxi y se iba a su casa. En el trayecto le hacía una llamada a su mujer y le explicaba la razón de su precipitada vuelta. Ella con monosílabos le hacía saber que lo entendía y que lo esperaba para cenar. Luego, iniciaba una conversación con el taxista en la que le preguntaba qué pensaría si le hicieran una novela o película a su medida con ayuda de la inteligencia artificial. El hombre dijo que no tenía nada de que arrepentirse y que había llevado una vida tan rutinaria que ni la inteligencia artificial encontraría información adicional para sorprenderlo. “Cuénteme su vida—le dijo impaciente Miguel Ángel—, ya verá que sí es posible encontrar cosas de interés”. Por más esfuerzos que hizo, fue incapaz de sorprender a su interlocutor. Lo atiborró de preguntas y le planteó infinidad de hipótesis sobre lo que habría pasado de no haber ido las cosas como se las contaba, pero el tipo no cedía y se mostraba muy escéptico. Al final, llegaron a su destino y se despidieron de mala gana. Miguel Ángel entró a su casa y abrazó a su mujer, hacía mucho que no lo hacía con tanta añoranza. Ella recibió sus brazos con frialdad. María Dolores notó que su marido estaba muy cambiado, que su mal carácter de siempre se había amainado y descendido a un segundo plano. Él habló mucho de los cambios que tenía en mente y decidió tomar unas vacaciones para descansar con su familia. ¿Cuánto tiempo hacía que no les dedicaba una simple hora para hablar e intercambiar impresiones? Era un buen momento para salvar lo que había descuidado por tantos años. Cenó y esperó a que sus hijos volvieran de la universidad. Los abrazó con cariño y les dio la noticia. A ellos se les estropeó el ánimo porque se habían arruinado todos los planes que tenían. María Dolores con gran sentido común les explicaba que era necesario que aceptaran. Después de una gran discusión aceptaban la propuesta y fijaban la fecha de salida. Llegaba el día de la partida, se iban a la playa, recordaban los viejos tiempos cuando se metían al mar y nadaban juntos, cuando hacían los paseos nocturnos por el malecón y se deseaban las buenas noches antes de irse a dormir.

De pronto, se interrumpió la película y apareció un letrero que decía que estaban sucediendo cambios trascendentales en el país. Que iba a cambiar la política y la economía y que existía la posibilidad de que los funcionarios como él perderían su empleo. La película mostró, entonces a un hombre desesperado con grandes deudas y muy envejecido. Lo habían abandonado sus amigos y seres queridos. Su esposa le pedía el divorcio y sus hijos se afiliaban a los partidos de oposición. Empezaba en su vida un descenso como las enormes pendientes de la montaña rusa. Miguel Ángel no lo pudo resistir, se sintió mal y necesitó la ayuda de la empleada que le midió la tensión, le administró un calmante y se quedó dormido. Cuando despertó estaba entrando el tren a la estación. Vio el rostro agradable de la mujer joven que le sonreía. “¿Ya se siente mejor?—le preguntó con cara de real interés—. Hemos llegado. La empresa VALM le agradece su preferencia”. Miguel Ángel se puso de pie, cogió su equipaje y salió para buscar un diario, luego consultó las noticias por internet, pero no encontró nada de lo que le había mostrado la IA. Trató de calmarse pensando que todo había sido un error de programación. Hizo todo como lo había visto al inicio de la segunda parte de su novela. Cogió el taxi, conversó con el taxista escéptico, llegó a su casa, abrazó a su mujer, esperó a sus hijos y les propuso que se fueran de vacaciones y les preguntó por sus ideas políticas, se calmó al saber que eran sus partidarios, le preguntó a su mujer si lo quería, ella afirmó moviendo la cabeza. Miguel Ángel estableció la fecha de la salida al mar y se fue de viaje con su familia. Unas semanas después se cumplieron las predicciones de la IA.
Fin.

jueves, 3 de enero de 2019

La muerte del dragón


Se reunió el consejo de los animales para decidir cómo se resolvería el problema del dragón. Hacía unos meses que la enorme bestia padecía de una enfermedad rara. Los más inconformes eran los castores que habían visto reducida la cantidad de árboles y les era muy difícil construir sus presas: “Es imposible seguir así—decían enfurecidos—. Tenemos que arrastrar los árboles desde sitios muy lejanos porque la mayoría de los que hay aquí están quemados”.  No había muchos partidarios del exótico reptil y hasta los parientes más cercanos como los lagartos y las serpientes lo veían como un problema mayor. “A grandes problemas, grandes soluciones—dijo con aspecto sabio la culebra pitón más anciana”. Es verdad, le secundaron todos, el dragón debe ser sacrificado en beneficio de la comunidad. A los pequeños roedores les preocupaba su participación en la matanza, pues si bien era cierto que eran muchos, sus fuerzas resultaban inútiles para cometer tal heroísmo, por eso preguntaron de qué forma se le mataría. Hubo un silencio muy largo porque la sombra de su conciencia les reprochaba su ingratitud, ya que gracias a las características del dragón los hombres no habían podido invadir el bosque y, en cierto grado, Leviatán, como erróneamente le llamaban, era el protector de su reino salvaje. A pesar de saberlo, la zorra dijo que lo mejor sería pedir la ayuda de un valiente caballero. Conozco uno de nombre Sigfrido, agregó frunciendo el entrecejo, si lo desean le puedo proponer la empresa. “Pero ¿cómo le pagaremos el favor?”—preguntaron todos los participantes al unísono. Le daremos una parte del territorio, contestó la zorra, exigiremos que nos firme con sangre el acuerdo.

Se terminó la reunión y los animales se fueron alejando. Se les oía quejarse de todo mientras jugaban a la baraja. Mira nada más cuánta ceniza, decían. Sí, sí, y esos nidos incinerados, los conejos achicharrados, también los ciervos, esas liebres y los tejones. Se merece la muerte ese ingrato monstruo. Solo una vieja zarigüeya defendía al dragón. “Deberían preguntarle cómo se siente el pobre—gritaba la, medio ciega, zarigüeya—, recapaciten un poco. No es justo que le impidan descansar en su cueva y le exijan guardias permanentes día y noche, además nadie se preocupa mucho por su alimentación”. No la escucharon y sólo le recriminaron que fuera tan estrecha y que estorbara en la realización del plan.

Sigfrido, un general ambicioso que no había podido obtener del rey el poder y riqueza que deseaba, era muy rencoroso y oportunista, por eso se alegró cuando la zorra le propuso un gran territorio a cambio de unos cuantos rebaños de ovejas y un trozo de tierra. Reunió a su ejército y se fue directamente al bosque. Les pidió a sus soldados que abrieran brechas para que pasaran las carretas con barricas de agua y fuelles, la artillería y al final los soldados de infantería que, en lugar de llevar armaduras, tenían trajes de cuero muy gruesos. Se mojaban cada media hora para mantenerse húmedos y cuando se enfrentaron al dragón ninguno fue víctima de las quemaduras. La campaña fue exitosa. El dragón había tenido un ataque de estornudos cuando apareció el ejército, se acercaron a él, le llenaron de agua la boca y con lanzas y picas lo desangraron hasta que murió. Sigfrido se despidió de la zorra y le señaló el territorio que le correspondía. Se retiraron muy alegres los dos. El primero porque sabía que destronaría al rey y la segunda porque tenía hambre de carne y de apareamiento. La zorra se fue a ver a los animales y les dijo que el problema estaba resuelto. Hubo fiesta y barullo. El bienestar que se imaginaban que tendrían en el futuro los embriagó de felicidad y agotados terminaron todos tirados por el bosque.

Días después notaron que los zorros y las ovejas ocupaban una planicie cercada por el río y que los árboles eran talados por los hombres. Vieron nuevos caminos empedrados y la construcción de un gran castillo. Los ríos fueron desviados para uso del hombre y los castores se usaron para hacer abrigos. Las liebres comenzaron a desaparecer, los ciervos no sabían a dónde huir y las aves eran derribadas en pleno vuelo. Los reptiles y roedores rezaban y en sus plegarias invocaban el regreso de Leviatán.

Moraleja:

“Antes de adicionarte a un grupo, cerciórate de que el objetivo no tendrá consecuencias graves, no sea que por defender intereses colectivos infundados te comprometas junto con toda la comunidad”.