La foto que ven es la única prueba contundente de mi existencia. Nadie
conoce mi historia porque llevé una vida licenciosa e inmoral. No por gusto, sino por decisión de mis padres
y una broma de la naturaleza. Sabemos bien que en todas las familias siempre
hay un hijo pródigo, una oveja negra, un loco, un genio o un patito feo. En la
mía siempre se evitó hablar del tema de la locura porque iba directamente
relacionado con algo así como una posesión diabólica. Yo era una mujer de buena
estirpe, pero antes de llegar a la mayoría de edad me rebelé contra todos los
principios y empecé a conducirme de una forma muy inadecuada, es decir, vulgar
y pecadora. Tenía la costumbre de acostarme a las once de la noche y gritar
desesperadamente. La razón no era el dolor del alma o los sufrimientos físicos,
lo que me pasaba era que me autocomplacía sin recato y, al sentir que se
acercaba el placer celestial, gritaba como si me estuvieran torturando en el
potro.
Los vecinos se quejaban, los hombres se paseaban todas las noches bajo mi balcón
con la esperanza de que en un momento de desesperación me arrojara en brazos de
alguno de los mirones o le pidiera a un buen mozo que subiera para complacerme.
Nunca sucedió, pero la situación se volvió tan incómoda para mi familia que
mandaron llamar a un padre para ver si podía exorcizarme, pobres tontos, no
sabían que los demonios que tenía dentro sólo se podían ahuyentar masajeándome
la entrepierna, por eso el clérigo puso pies en polvorosa y me excomulgó cuando
se lo dije. Las mujeres le daban todo tipo de consejos a mi madre, esas
tonterías iban desde ponerme un cinturón de castidad hasta la ablación,
¡imagínense! Quien sí dio un consejo sensato fue el doctor, les aconsejó que me
buscaran un esposo, así podrá—dijo el inteligente galeno— mitigar su pasión como
lo manda la fe cristiana. No hubo pretendientes serios que se interesaran por
el matrimonio y la mayoría llegó sólo con la esperanza de poder pasar una noche
conmigo o con “La ninfómana”, como me llamaban todos.
Decepcionados mis padres decidieron dar un paso peligroso, pues dejaron en manos de Dios mi curación. Me hicieron las maletas y me enviaron con una mujer que era la dueña de un burdel. Los primeros meses no recibieron ninguna noticia mía, pero después les comenzaron a llegar sumas de dinero bastante jugosas. Los fajos de billetes llegaban por conducto de un mensajero que se los entregaba en mano. Al tenerme lejos y gozar de los beneficios que les dejaba mi trabajo, mis padres, les dedicaron más tiempo a mis hermanos menores. La plata alcanzó para pagarles buenos colegios, comprar una casa nueva y organizar fiestas los fines de semana. Diez largos años la fortuna les sonrió. Todo habría salido bien si no se me hubiera acabado la pasión un día. Fue como si de pronto se me hubiera adormecido el vientre. Estaba vacía y, de ser la mujer más ardiente de toda la ciudad, me transformé en una frígida detestable. A mi familia le dejó de llegar el dinero, luego empezaron a lloverle demandas y amenazas por escrito y, al final, dos hombres fornidos me abandonaron esquelética y seca frente a la puerta de la casa. Parecía una momia, me movía con lentitud y no hablaba. Llevaba un vestido negro y un gorro que ocultaba mi pelo sucio y descuidado. No hubo más remedio que llevarme a mi habitación. Me quitaron la ropa, me metieron a la tina y me enjugaron con todo tipo de paños suaves y aromatizados, me pusieron un camisón y me dejaron dormir.
Una mañana me encontraron más tiesa que nunca. No movía las articulaciones
y tenía la mirada perdida en el infinito. Fue inútil tratar de darme alimentos
porque mi boca no se abría. Respiraba con mucha dificultad y todos temían que
en pocos días falleciera, sin embargo, duré más; incluso hubo unas semanas en las
que todos creyeron oír aullidos, parecidos a los que echaba cuando era joven.
Al final no me pudieron salvar y una mañana de primavera descubrieron mi cuerpo
inerte. Estaba sonriendo, tenía los ojos alegres y brillantes como estrellas. Me
llevaron a enterrar y mientras las mujeres lloraban, una extraña con cara larga
y expresión dura se acercó a mi madre y le entregó unos cuadernos con pastas de
cuero. Ella los guardó en un armario y no los abrió nunca.
Muchos años después los tiraron a la basura sin ni siquiera leerlos porque se
consideraban escritos satánicos. De esa forma terminó en la basura un trabajo
que elaboré con devoción durante varios años. Escribí muchos poemas, cuentos y
una o dos novelas, la más importante era la que estaba escrita en aquellos
cuadernos que tiraron a la basura. En cientos de folios quedaron las caricias
que moldearon mi cuerpo, también iban los besos y los abrazos, igual que los
chorros de sudor y lágrimas que mojaron mi pecho. Además de sangre de los abortos,
de los golpes, de la pluma y las menstruaciones. Mi corazón quedó plasmado en esas
historias, conmovido por las confesiones de hombres que sufrían por la
conciencia, el desengaño y el pecado. Yo misma dejé mis gritos de placer y los
enamoramientos en imágenes falsificadas para que quien leyera esas historias
las pudiera digerir sin volverse loco.
No quedó nada. Me lo llevé todo en mi cofre de recuerdos. Nadie podrá jamás
deleitarse con las narraciones que nacieron de la entrega, la pasión y el
intenso deseo de morir de placer y renacer en un mundo soso, lleno de
prejuicios, enemigo de la voluptuosidad y la liberación que da el amor carnal.
¿Y mi máquina de escribir? Sé que terminó en una tienda de antigüedades y
fue adquirida por una mujer que luego se hizo famosa escribiendo novelas
eróticas. ¡Qué ironía! ¡Tanto teclear! ¡Tanto narrar! ¡Para que la inspiración
animara los dedos de otra mujer!
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