Fue un golpe duro que dejó desnudos a todos los empleados ante su remordimiento.
Fue tanta la vergüenza que el aire se llenó de olor a muerte. Fue así como
Dorotea enfrentó la más desagradable prueba de toda su vida. Lo paradójico era
que ella misma le había puesto a su jefe, en bandeja de plata, las armas para
destruirla. La pobre sabía que la guillotina decapitaría todas las cabezas muy
pronto. Seguía nadando a contracorriente, se mantenía a flote con todas sus
fuerzas, pero se sentía desfallecer.
Las olas de intrigas y abusos la habían
dejado a la deriva en el ancho mar de la soledad y, ahora, que ya estaba
tocando la orilla de la salvación, el silencio le anunciaba un estruendoso
castigo mortal. Cuál era la afrenta—se preguntarán todos ustedes—qué cosa tan
terrible había dicho o hecho esa pobre mujer para que una avalancha de rocas la
sepultara en su empleo. Nada del otro mundo, solo le había dicho al Gorila, el
encargado del almacén, que deseaba más trabajo, ni siquiera le pidió un aumento
de sueldo solo mas labores para enderezar el curso del negocio que se estaba hundiendo
como una enorme barcaza en medio de dos galeotas que se disparan una a otra. La
niebla de la ignorancia impedía el buen curso de las ventas y Tea vio sus
ilusiones desparramarse por los bordes de la cruda realidad.
«Pero si yo solo quería que me dejaran tranquila—se repetía Dorotea sin
saber si era su propia voz o la de la falsa Tea—, no quería que siguieran
abusando de mí, ¿qué pasó? Nada, míralos. Ahora sí, esos cabrones se sienten
ofendidos porque le he dicho la verdad al inspector, pero qué querían. Que
siguiera soportando sus vejaciones. Todo tiene un límite en la vida y el mío lo
sobrepasaron hace mucho. Recuerdo la primera vez que se me acercó el animal.
Era mi primera semana de trabajo. Estaba en el período de prueba y me faltaban
tres meses para firmar el contrato. Me metió la mano bajo la falda, me bajó las
pantaletas, abusó de mí lo que quiso y le dijo a sus pinches compañeros:
“Mírenla nomás, cómo le gusta que se la chinguen”. Me prometí que me vengaría y
el día ha llegado y ¿ahora qué? Nos vamos todos a la chingada”.
Dorotea estaba sola en el escritorio del imbécil Anguiano. Allí había
pasado los peores momentos de su existencia. Las torpes y rasposas manos del
depravado le seguían recorriendo la cadera y las piernas. Esta vez en silencio
porque su imaginación estaba aturdida y sorda. En su cabeza las imágenes eran
borrosas como si las viera a través de un plástico semitransparente. Tembló de
ira como lo había hecho mil veces. Vio acercarse a los secuaces, les escupió
con desprecio y los insultó. Ningún insulto la alivió de todas sus penas y
comenzó a derramar sus angustias con lágrimas de salmuera. Sus muslos también
se mojaron y se sacudieron temblando. Se tuvo que poner de rodillas para
enfrentar el recuerdo. De pronto, se oyó una voz.
—Me imagino que fue muy duro soportar tantos años, ¿no?
—Sí, licenciada, fue un verdadero infierno.
—Bueno, ahora ya podrá descansar de eso. Le proporcionarán asesoría. Tendrá
un psicólogo a su disposición para que pueda superarlo pronto.
—No lo dudo, licenciada, pero ¿quién me va a borrar las cicatrices del
alma?
—No lo sé, Dorotea, debe tener fe y olvidar. Recuerde el mensaje del Padre
Nuestro…
—No sé si tenga la fuerza suficiente. No he actuado por venganza, he
perdonado, pero no me siento en paz. Ahora me arde peor. Me imaginaba que descansaría
si delataba los abusos, pero lo único que siento es asco de mí misma.
—He visto personas en situaciones peores y lo han superado. Usted es
fuerte. Saldrá de esta y se olvidará sin duda. Tenga fe.
—Lo intentaré, pero no le aseguro nada.
Se vieron rodeadas por el silencio y no les quedó ningún deseo de continuar
la conversación. La licenciada cogió a Dorotea de las manos y mirándola
fijamente a los ojos sonrío con resignación. Se desprendieron y Dorotea se
quedó mirando los zapatos de tacón que se alejaban produciendo sonidos sordos.
No pensó nada, se quedó inmóvil esperando que pasara el tiempo y su cuerpo recobrara
fuerzas para levantarse y caminar. Contuvo la respiración y cerró los ojos.
“Es
hora de comenzar de nuevo, Dorotea—le dijo una voz familiar—. Sé valiente.
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