El telón de la sorpresa se abre para darme la bienvenida. Siento que todas mis
palabras, convertidas en crisálidas grises, se estrellan contra el piso,
enmudeciéndome, ahogándome en un mar de licor amargo. La imagen del hijo pródigo
que repasé mil veces se ha desvanecido como una foto alejándose a pasos
agigantados. Estupefacto, espero firme a que alguien quiebre el silencio, pero
la esperanza está depositada en mí. Entonces reconstruyo mi viaje pasado. Me veo
enano, chamaco, incomprendido, rodeado de reproches y prejuicios. “No llegarás
nunca a ser nada—me dicen mis hermanos resucitando del vacío—, te convertirás
en sal”.
Hace mucho emprendí la marcha por un camino lleno de espinas y, por más atentas
que fueran mis pisadas caían siempre en el terreno de la desgracia. “Lo que no
te mata, te fortalece— me repetía Nancy mi amiga más cercana animándome a
luchar—, resiste hasta el final, cabrón”. Libré la batalla entre turísticos bloques
de hormigón, entre rojo iluminados terrenos de asfalto y callejones culturales empedrados.
No supe si Dios me lo reconoció, pero los parroquianos así lo afirmaron. No
quise que atestiguaran hechos concretos. La vida se hizo de palo. Habría
querido que fuera menos dolorosa la prueba. El hado fue castigo cruel.
Primero excursión de explotación infante, me molían el cuerpo a golpes por incumplimiento.
Luego, el escape glorioso y enceguecedor. Convencido de que las alimañas que me
adoptaron eran fieles hermanas, seguí sus pasos sin saber que me tenían de carnada.
Por último, tuve que comerciar con lo que tenía a mano. Fatalidad total, carecía
de aptitudes, me subasté y fui a parar a una celda, tres veces reincidí y de
tanto comer cosas que no mataban me hice casi inmune.
Anestesiado del dolor propio y sensibilizado por el ajeno, decidí torcer por
el buen rumbo y encontré la paz. Las empinadas colinas me guiaron en picada hacia
la salvación. Las bellas franjas coloridas de las montañas de ensueño hicieron que
olvidara mis innumerables pérdidas. Ya no lamentaba lo del ojo, ni las tres hernias,
ni la pata coja, ni el alma rota. Me tomaron declaración cuajada de
lamentaciones. “Cuéntamelo todo— dijo la reportera retirándose los caireles—,
es para el país”.
Lo conté todo, señalé lugares, revelé nombres, describí uniformes,
pistolas, fachas vandálicas, navajas, alzacuellos y sotanas. No medí mi
desgracia en la escala del infortunio. Las cosas se habían acomodado así. Me
echaron de mi casa, vagué sin rumbo fijo, fui un desgraciado principito de
Exupery visitando mundos desbordantes de maldad. Ya ha pasado todo. Soy el
soldado después de la guerra: sobreviviente admirado por su heroísmo, pero
inútil para la sociedad. Escríbelo, me dijo el sentido común, y con ayuda de
mis compañeros de desgracia lo sacamos todo a la luz.
Estoy rodeado de cámaras, los espectadores esperan mi mensaje. No sé si el viaje
termina aquí o esto es una escala. ¿A dónde me guiará la vida después? No me lo
imagino. Por el momento, debo recuperar el habla.
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