martes, 31 de diciembre de 2019

Feliz Año Nuevo


Era Nochevieja el asfalto se cubría por una leve capa de nieve que los transeúntes se esmeraban en pisar y borrar de las aceras. Los copos caían como pequeñas estrellitas que, a modo de lentejuelas, danzaban con los rayos de las farolas. La gente sonreía y los anuncios luminosos de las tiendas parecían brillar con más fuerza. Un villancico inundaba las calles alegrando el corazón de los niños. Santa Claus se paseaba con su trineo regalándole a los niños dulces y juguetes. Las mujeres arregladas y protegidas por sus abrigos deseaban tener un par de manos adicional y así poder llevar cómodamente sus atiborradas bolsas. Los hombres miraban con discreción a las muchachas guapas. Resguardaban su curiosidad y deseo bajo el ala del sombrero. Todo era alegría y felicidad. Faltaban algunas horas para la medianoche y los coches se movían con lentitud para llevar a sus pasajeros a los sitios que se les encomendaba. La policía trabajaba atenta para luchar contra los listillos que aprovechaban esa atmósfera de buena voluntad para cometer sus atracos. Los mendigos por fin recibían monedas y hasta billetes y regalos. Parecía que el amor reinaba de verdad.

En una esquina, por casualidad, se encontraron varios chicos que habían participado en la guerra. Uno era el que cayó el primero el día D en el desembarco de Normandía, otro un octogenario que se hizo famoso por sus libros de fantasías y monstruos, estaba aquel que se negó a matar y se convirtió en héroe salvando a sus compañeros como médico y, por último, un chico que había tenido tan mala suerte que en las barricadas una granada le arrancó los brazos y las piernas, lo dejó sordo y con media mandíbula, además de ciego. Al principio no sabían qué decir. Se miraron con mucha atención y empezaron a comunicar con Joe que no hablaba por la ausencia de su media quijada y golpeaba con la nuca el respaldo de su cama enviando mensajes en clave Morse. Se saludaron y se desearon salud, bienestar y alegría. En realidad, lo hicieron como una formalidad, pues al abandonar este mundo encontraron la armonía universal. Había millones de espíritus felices del otro lado de la galaxia. Al final, había resultado que Dios era más grande y más omnipotente de los que creían. El primero en hablar fue Desmond Doss, el médico.

—¡Felices sean vuestras fiestas, queridos amigos!!Feliz Año!
Simbólicamente levantaron una copa de Champagne y a Joe Bonham, quien no tenía boca, le conectaron una sonda que iba a su estómago para hacerle llegar un Cuba Libre no muy cargado de ron.
“!Felices fiestas a todos! –dijeron al unísono—¡Que todos seáis dichosos sin guerras!”.
Apareció de pronto Cristo, pero no el de la película de Johny cogió su fusil, ni el Cristo o Jesús de los protestantes, ni el de los primeros cristianos sacrificados en Roma, sino un Cristo muy moderno con casi dos mil años más de experiencia.

“Fue horrible lo que os sucedió muchachos—dijo Jesús acomodándose el pelo—. En realidad, tenían que haber sufrido para que la humanidad os recordara. Dicen, sin fundamento, que una muerte es una tragedia y mil muertes son estadística. Es por eso, precisamente, que os pasó lo que ya sabéis. Por desgracia, el hombre necesita arrepentirse de sus atrocidades en cada época. Sois unos seres que solo aprendéis después de haber cometido el fallo miles de veces. Ahora será más difícil porque se os ha dado la facultad de crear con la tecnología. Estáis a punto de pasar a una nueva etapa de desarrollo en el que los errores costarán mucho, pues seréis unos mini dioses con metralletas letales en las manos. Antes la opinión de un líder o de una persona importante era primordial, sin embargo, ahora opináis en masa y podéis cambiar el curso de la historia. ¿Qué habría pasado si la opinión de los americanos hubiera cuestionado la petición de Joe, esa de ponerlo en una vitrina para mostrarlo en los circos como un fenómeno de las guerras?”.

En ese momento aparecieron Tolstoi, Gandhi, quien le dio un fuerte abrazo a su amigo ruso, después llegaron Martin L King, De La Boetie y David Hume. Vieron con asombro la presencia de Cristo. Cada uno lo imaginaba diferente y Jesús les dijo que había un Cristo para cada época porque la capacidad de percepción no era la misma en cada siglo. Los he convocado aquí para que pasemos hoy la Nochevieja y me ayudéis a prever el futuro. Su presencia es fundamental, pero quien tenga cosas más importantes que hacer, puede marcharse. Todos se quedaron firmes en su sitio. Les había sorprendido mucho la propuesta. Vayamos a esa plaza en la que está el abeto de Navidad luminoso—les dijo con tranquilidad—. Vosotros dos traed a Joe. Acto seguido los soldados Ryan y Doss empujaron el carrito en el que estaba Joe. Por el trayecto tuvieron que acomodarle la sonda que le abastecía de oxígeno. “Habla tú, querido Joe— ordenó Jesús con voz suave—. Creo que tienes mucho que contarnos”.

“He estado muchos años inmóvil en este camastro. No puedo moverme y no distingo los olores, estoy ciego y mudo. Mi cuerpo es un trozo de carne y lo único que funciona bien es mi cerebro. A los veinte años me pasó todo esto y la poca experiencia de la vida no me permitió, al principio, entender muchas cosas. Ahora es diferente por que el razonamiento bien guiado me ha llevado a los dominios de la comprensión. He intuido, incluso, las soluciones a muchos de los problemas que nos atañeron en nuestra vida. Pensé en alguna ocasión que los conflictos de la primera guerra, en la que resulté desollado, y en la segunda en la que participasteis vosotros tenían una razón de ser, pero cuando Dalton contó mi historia puso en mi boca las siguientes preguntas: ¿Es realmente imposible evitar la guerra? ¿Son los intereses de los ricos tan importantes como para sacrificar a miles de hombres? ¿Alguno de esos representantes políticos iría al frente? Es obvio que sí había solución, pero la humanidad no estaba preparada. La interrogante ahora es preguntarnos si estaremos listos para el próximo enfrentamiento bélico, si lo hay”.

En ese momento pasó una mujer enfadada con su marido. La causa era que el pobre tipo no había completado el dinero para comprarle una joya. En realidad, no era tan cara, sin embargo, Bob como se llamaba el pobre diablo, le caía mal a su jefe y no había recibido su premio de fin de año. Sara se imaginaba en el festejo de Año Nuevo junto con sus amigas y se había predispuesto para llegar a la casa de sus conocidos con sus pendientes y brazalete nuevos. Sentía que le habían estropeado la noche, pues el caro vestido de seda, los zapatos de marca, el bolso exclusivo, el caro peinado, la manicura y todo lo demás no lucían por la falta de los pendientes. “Eres un fracasado, Bob, pensar que tuviste tiempo y dinero para comprar esta bagatela ¿y ahora me sales conque no te alcanza?”. Bob bajó la cabeza y se subió el cuello de su viejo abrigo. Soportó la ola de ardor que le corroyó el cuerpo y se consoló pensando que algún día, cuando se jubilara su jefe, podría gozar de mejores condiciones laborales y entonces su mujer se callaría la boca.

 Cristo vio a sus acompañantes y esperó una respuesta, pero solo vio un grupo de cuerpos con los hombros encogidos y con una expresión en la cara que daba a entender que así eran las cosas. Tolstoi se acarició la barba y trató de hablar, pero su voz salió tan débil que los gritos de un niño la dispersaron. La imagen era muy habitual, uno de esos niños emperadores que sabía cómo mangonear a sus padres les amenazaba con dejar de ser bueno y les ponía condiciones. La madre estaba nerviosa y miraba a su marido implorando que resolviera el problema. Robert estaba harto de que su hijo fuera tan insolente y, por primera vez, en todo el año sintió deseos de cambiar las cosas de verdad. En lugar de comprar el juguete que les exigía el mocoso, lo cogió por los hombros y lo obligó a ver a los niños pobres. Le quitó el abrigo y se lo regaló a un niño que estaba congelándose a la puerta de un centro comercial. Explotaron los berridos y las recriminaciones, la amenaza del divorcio sonó como un chirrido de sable.

Cristo miró al hombre con asombro y vio cómo la mujer lo abofeteaba. “No piensas hacer nada— le preguntaron Ryan y Doss—. Ese hombre no debería pagar por la ignorancia de su mujer”. Jesús habría usado una parábola, pero dijo que la vida se perdía, sobre todo en nuestra época, en inutilidades. Argumentó que la economía de mercado y el consumismo eran la obsesión de los hombres, pero que era completamente inútil. Les propuso a todos que dieran su opinión sobre la vida en el futuro. Les preguntó si creían que la globalización era inhumana, si había un tipo de economía más eficiente y si cambiaría algo en los próximos decenios. Terminó con la interrogante sobre la I A. ¿Podréis controlarla? ¿No me pediréis ayuda para libraros de ella? Era una cuestión muy importante, pero los expertos combatientes y pensadores dijeron que la vida era muy simple y que la gente se empeñaba en complicarla. Iba a hablar Jesús cuando…

Me veo en la necesidad de interrumpir la narración. Mi mujer me ha preguntado si creo que esta palabrería tiene algún significado. Seguramente no—le contesto—y me levanto para ir a traer un poco de vino y pastelillos para la fiesta de Año Nuevo. Pensaré por el camino en algo convincente para que no me diga que nuestro hijo es ejemplar y que yo soy un fracasado que no puede comprarle un par de pendientes de fantasía y un brazalete de mier…

lunes, 30 de diciembre de 2019

La dama negra


Los gemidos silenciados por una cinta adhesiva provocaban que los ojos se le llenaran de sangre a Don Fabricio. Raquel veía como su novio Arturo le clavaba la hoja de metal una y otra vez. Ella sentía que su odio se diluía con cada puñalada y que saltaba su felicidad en borbollones rojos. Durante cinco minutos el fuerte enfermero clavó y desclavó el cuchillo. Su uniforme quedó como el de un carnicero, luego levantó el cuerpo pesado de su víctima y lo tiró por un acantilado. Al caer la enorme masa de carne se estrelló contra las rocas y las olas empezaron a azotarlo con fuerza. “!Jamás sospecharán de nosotros!”—le dijo Raquel a Arturo quien se encontraba en trance, al igual que los gallos de pelea que han destrozado a su oponente, pero les cuesta recuperar el aire y la cordura. Él se desnudó y ella se le arrojó. Estaba tan excitada que vio el paraíso. Fueron arrastrados por una fuerza sobrenatural. Después se quedaron acostados recuperándose. Intercambiaron algunas palabras insignificantes y se levantaron. Él se vistió, se limpió la sangre y echó en una gran bolsa su uniforme. Se subieron a la camioneta y se fueron. A partir de ese momento tendrían que ir con pies de plomo. Repasaron todos los detalles sobre sus actividades en los últimos tres días. La coartada era perfecta.

Volvieron a la rutina diaria. Arturo se presentó en el hospital. Le comunicaron que atendería a una señora con problemas de movilidad. Llegarían por él los familiares y lo conducirían a la residencia de Doña Estela Medina para que la paseara y la cargara cuando quisiera ir al servicio o tomar un baño. Raquel se presentó en la agencia de modelos para renunciar. Expresó su más sentido pésame por lo acaecido con el dueño y dijo que estaría localizable para cualquier cosa. Justificó su renuncia argumentando que le habían dado un puesto en una compañía en la que atendería a empresarios famosos sirviéndoles café, té o agua. No iba a ganar mucho, aunque para comenzar estaba bien.  Sabía que no se podría comunicar con su amante en unas semanas y se refugió en una actividad deportiva. Investigó sobre los entrenamientos en un gimnasio y pagó unas cuantas sesiones de aerobics. Pasó el mes que habían acordado y Arturo llegó a verla a su piso. No se dijeron nada y se enrollaron en un fuerte abrazo. El temor de ser descubiertos había mantenido viva la pasión que los había inflamado en el acantilado de la carretera cuando se deshicieron del cuerpo de Don Fabricio. Las cosas fueron bien, pero algunos errores, que cometieron con imprudencia, le dieron una pista al inspector Artemio González que finalmente pudo inculparlos.

Ella era una pérfida ante los ojos de los demás, pero nadie habría podido negar que sus manos se habían manchado con justificada razón. Estaba sentada frente al juez. Detrás de ella y su abogado, los curiosos que habían acudido a ver el juicio, la maldecían en silencio. También se encontraban presentes algunos parientes y allegados del difunto. Raquel tenía la cabeza baja y de vez en cuando se reía, eso levantaba un murmullo en la sala. Los zumbidos desaparecían cuando ella alzaba la cabeza y su mirada se clavaba en alguna mujerona o alguno de los hombretones de Don Fabricio. Todo mundo sabía que la condenarían por homicidio y que la encerrarían junto con su cómplice. Solo esperaban que llegara ese dulce momento para aplaudir y celebrar que se impartía bien la justicia. Eran las tres de la tarde y la sesión prometía bastante. El abogado defensor estaba revisando unas gruesas carpetas. El letrado acusador era Bartolomé Gacha, uno de los zorros más astutos que siempre había trabajado para la familia Alcántara y secuaces. Mientras se decidía a empezar el juez. Los miembros del jurado se acomodaron en sus asientos. Raquel se levantó el sombrero y se alisó la falda de lana que era parte de su traje color beige. Regresó al pasado. Su mente se fue hasta el día en que empezó a buscar trabajo como modelo. Tenía una amiga muy querida. Se llamaba Adelina, era mitad española y mitad marroquí. En ella se había mezclado lo mejor de su descendencia. Era esbelta, de uno setenta, tenía el pelo ensortijado y muy negro. Sus ojos eran enormes y como dos diamantes negros. Tenía buen carácter y era muy condescendiente. Se diferenciaba de sus amigas por el optimismo con que iba por la vida.  Siempre daba muestras de solidaridad y su filosofía era salir adelante, aunque se estuviera desmoronando el mundo. Se identificaron de inmediato. Su primer encuentro fue mucho antes de que una agencia de modelos importante cogiera a Adelina.

 “No te preocupes, Raquel— le había dicho consolándola—. Te prometo que haré todo lo posible porque te llamen de nuevo y te acepten”. Y fue así porque un día necesitaban con urgencia a una modelo que tuviera un rostro peculiar, entre lo femenino y lo maléfico. Raquel tenía unos rasgos bellos, pero cuando le dolía algo y torcía la boca, su rostro se transfiguraba. Fue lo que le abrió las puertas aquel día. Trabajó con ahínco y logró dos contratos muy buenos.  Lo malo fue que se volvió a separar de su querida amiga a la cual casi no vio en meses y después se alejaron definitivamente. Un día en el que Raquel estaba haciendo sus planes para viajar al extranjero leyó una noticia horrible. Un titular decía que la hermosa modelo Adelina Tawfeek había caído por accidente desde el piso que compartía con una chica moldava. Raquel no pudo controlarse y se desmayó por la impresión. Cuando se recuperó, unas semanas después, siguió las noticias con el fin de descubrir la verdadera causa de la muerte de su amiga, pues no podía tragarse lo que decían los reporteros que cubrían la exclusiva. No era posible que su amiga tan cuidadosa y precavida se hubiera caído completamente desnuda desde un balcón, además era imposible que estuviera borracha en el momento del accidente porque nunca bebía.

Fue a varias comisarías y preguntó por los detalles. En todas le dijeron que ese caso era muy importante y no se podía decir nada hasta que se aclarara todo. “No entorpezca las investigaciones, señorita, le decían los policías, dándole esperanzas”. Lo malo fue que el tiempo se fue como un torrente que se llevó muchos meses. Pasó más de un año sin que hubiera un poco de luz en el caso. Lo único que se había dicho era que Adelina se había registrado en una empresa para modelos de nombre Super Beautiful Women que tenía un catálogo enorme de mujeres guapas y se consideraba la empresa más importante del país en lo que se refería a las edecanes. Con el tiempo, Raquel supo que había un lado oscuro en las actividades de dicha empresa. El dueño, Fabricio Alcántara, les ofrecía a sus clientes más selectos, es decir empresarios y políticos, damas de compañía que se acostaban con ellos. Las tarifas eran altísimas, pero todo mundo las pagaba. No sería de extrañar que a la guapa modelo de sangre marroquí la obligaran a alquilar su cuerpo. Raquel comenzó a oír por las noches persistentes voces que la incitaban a proceder. “Tienes que acercarte a él, tienes que seducirlo, por más difícil que te resulte ¡Acéptalo! ¡Acéptalo! ¡Así podrás vengarte!!Vengarte!”.

Al final ya no se opuso a los llamados que recibía de su interior. Un día se arregló lo mejor que pudo para dar la impresión de que quería conseguir un puesto, a toda costa, en la agencia de modelos. Se fue a la entrevista de trabajo. La oficina estaba en una casa muy lujosa en la que notó que había un estudio de fotografía y filmación. La recibió una joven delgada con el pelo suelto y muchos tatuajes en los brazos. Le pidió que esperara un poco. Raquel aguardó pacientemente media hora en la que no se levantó una sola vez de su asiento que era un sillón de cuero muy ostentoso. A ella le dio la impresión de que la estaban observando por las cámaras de seguridad. Al final, la dejaron entrar a la oficina.

—Disculpa que te haya hecho esperar tanto, Raquel, es que tenía un asunto urgente.
—No se preocupe señor Fabricio o, Fabrichio ¿Cómo se pronuncia?
—Dígame Fabrichio, es el original en italiano, puede usar el Don, si lo desea—y sin esperar respuesta preguntó—Desea trabajar con nosotros, ¿verdad?
—Sí, así es. Me interesa mucho el trabajo.
—¿Es que tanta necesidad tiene?
—No es por eso. Es que me han hablado muy bien de esta empresa, es decir, de su empresa.
—Ah, bueno ya entiendo, pero ¿qué está dispuesta a hacer?
—Todo lo que me pidan—dijo parpadeando con insistencia como si la traicionaran los nervios.
—¿Estás segura? —le preguntó sonriendo con maldad.
—Sí, sí, completamente segura.

Don Fabricio mandó llamar a dos jóvenes que se dedicaban a la filmación. Le ordenó a Raquel que se desnudara y los tipos comenzaron a meterle mano. La experiencia no era agradable, pero Raquel fingió que eso le gustaba, se mostró dócil y muy cariñosa, a pesar de que le magullaban el cuerpo, le apretaban el cuello y le daban fuertes golpes en las caderas. Cuando la empinaron en un sofá para poseerla, Fabricio que estaba un poco intrigado y muy excitado, les mandó parar. Se fueron los hombres refunfuñando y entonces la orden fue que se acostara con él. Raquel se le acercó y comenzó a besarlo con dulzura, luego se dejó llevar por la intuición y resultó que encontró todos los caminos que llevaban al corazón del pervertido y cruel Don Fabricio.  “Serás, por ahora, mi compañera—le susurró al oído—, ¿entiendes? Vendrás cuando te llame y me complacerás como hoy”. Raquel salió con la orden de comprarse ropa elegante y joyas.

Pasaron los días y comenzó a asistir a las entrevistas por la noche cuando Don Fabricio se tomaba sus copas y esperaba que lo trataran a cuerpo de rey. Raquel entró a su cama y ya no tuvo que irse a ningún lado. Era oficialmente la amante del jefe. Se quedaba con él en su dormitorio y desayunaban juntos. Luego recibía encargos y se iba con el chofer a hacer la entrega a domicilio de algunas chicas. Pronto tuvo acceso a la base de datos de la empresa y descubrió que su amiga Adelina había sido filmada en películas porno, que se había enamorado de ella un importante empresario y que se había metido en problemas al escuchar los secretos del influyente businessman. Había unos correos en los que se le pedía a Don Fabricio actuar rápida y eficazmente para terminar con la posibilidad de que a la joven modelo se le fuera la lengua. Decidieron aplicarle “La solución final”, un término que usaban para decidir el futuro de las empleadas difíciles. Raquel lo comprendió todo y entró en crisis. Tuvo que decir que uno de sus familiares estaba enfermo y que urgía su presencia para que Don Fabricio la dejara ir. Raquel sabía que la vigilarían, por eso se fue a la casa de una de sus tías y se condujo con mucha prudencia. En unos días terminó de fraguar un plan y cuando ya estaba segura de la forma en que se vengaría volvió.

Era de noche. Los empleados se habían retirado y Fabricio se disponía a dormir, pero Raquel no estaba. Él la llamó y le preguntó si llegaría esa noche. Se ofreció a ir por ella y le ordenó a su chofer que lo llevara a la parte oeste cerca del mar. Por el trayecto, el Mercedes Benz, fue atajado y un hombre con capucha sometió a Fabricio y dejó inmovilizado al chofer. Una camioneta se encaminó hacía la playa y al pasar por una parte escabrosa se detuvo. Salió Raquel y le pidió a su acompañante que bajara a Don Fabricio. Él la miró con odio, pero tenía la boca tapada con una cinta adhesiva. Escuchó con horror la sentencia de su muerte y la causa. Gimiendo imploró perdón y dijo, sin que lo oyeran, que no tenía nada que ver con la muerte de la pobre de Adelina, que él no era más que un intermediario y que la pobre chica había estado en el momento y lugar inadecuados. Luego, sus plegarias se convirtieron en lamentos. La sangre le saltó por los ojos y sus aullidos se apagaron en su boca. El pecho se le llenó de un líquido espeso y luego sintió que caía por un precipicio para estrellarse con las rocas.

“Se abre la sesión, señores—dijo el juez dando unos martillazos de madera—. Hoy tenemos la acusación de homicidio en contra de Raquel Escamilla Gómez y Arturo López Diaz…”

miércoles, 25 de diciembre de 2019

El caso del camaleón


Era la segunda caja que llegaba a la paquetería de la estación de trenes. El inspector Joseph Kipling y su ayudante John Caldwell no tenían muchas pistas. Los envíos tenían una dirección falsa en la ciudad de Londres y eran procedentes de París. Cuando el inspector fue a ver el contenido de la primera caja se quedó muy impresionado. Había visto muchos crímenes en su larga vida de investigador de la policía, no obstante, jamás le había tocado presenciar algo así. Esta ocasión ya iba moralmente preparado para analizar el cuerpo que contenía el baúl. Si la vez anterior se trataba de un hombre, ahora tenía que ver a una mujer. “¿Qué tipo de asesino realiza estos crímenes? —le había preguntado retóricamente a John, pero éste en un momento de lucidez le dijo que algún loco obsesionado por la venganza—. ¡Es verdad! ¡Es verdad, John! ¿Cómo se me pudo haber pasado algo tan elemental?”.

Los dos sabían que era cuestión de tiempo. Presentían que llegarían dos o tres cofres más y, si se apresuraban en la investigación, tal vez, podrían impedir algún crimen. Del primer cadáver sabían que era de un hombre de buena condición social, francés, inglés o alemán. Gordo y alto. Por la ausencia de la cabeza, no pudieron decirle a la policía de París qué aspecto tenía el hombre. Además, le habían cortado una pierna. Los galos empezaron a investigar sobre las desapariciones de algún personaje importante. No les había llegado ningún telegrama, ni carta, así que llegaron a la conclusión de que pronto se verían en la necesidad de viajar al país vecino.
“Es por aquí, inspector, le dijo un hombre calvo de unos cuarenta años con aspecto de abuelo por la falta de dientes. Es una mujer joven, pero también le falta la cabeza”. El inspector le dio una palmada en la espalda y sacó su pañuelo para acercarse y ver mejor a la víctima. Le habían mutilado una pierna y estaba decapitada. Era la firma del psicópata. Para qué haría eso el criminal. Degollaba como gallinas a sus víctimas y les quitaba la pierna izquierda. Eso tenía que indicar algo. “John, ponte en el lugar del asesino—le dijo el inspector a Caldwell—. ¿Para qué les quitarías la cabeza? Y ¿Por qué la izquierda y no la derecha?”. John respondió que la cabeza era para que no se pudiera identificar a los muertos, y lo de la pierna era una señal. Algo tan estúpido como levantarse con el pie izquierdo o meter la pata, o ser zurdos. Eso no les decía mucho, pero a lo largo de los años, se habían convencido de que lo importante no era si ellos lo consideraban creíble o lógico, sino que debían pensar qué persona actuaría así. Ya en dos ocasiones se les habían complicado las cosas por descartar algo tan evidente como la estupidez y la falta de ingenio de algunos criminales.

Sacaron el cuerpo de la mujer y lo recostaron en unos sacos. El forense dijo que el cuerpo, a pesar de la descomposición, era joven y se notaba el buen cuidado que le habían dado en vida. Es una mujer aristócrata, inspector, le había dicho el médico que mostró sus aptitudes de tocólogo. Todos sospecharon que habría un vínculo muy fuerte entre las víctimas. Padre e hija, o amantes, tal vez. “Es inevitable, John, dijo el inspector, iremos a París a trabajar con Pierre Arnold”.

A la mañana siguiente abordaron un barco que salía a las diez. Llegaron con retraso y estuvieron a punto de quedarse en el puerto. Por fortuna, les permitieron subir y les transmitieron el enfado de los otros pasajeros. Agitados por la carrera se sentaron en unas sillas que encontraron en la borda. Hacía mucho sol, pero soplaba un viento muy fuerte. Decidieron bajar al bar. Allí se mezclaron con los otros viajeros y se tomaron una copa de whisky. Había gente de todo tipo, pero la atención de John recayó en un hombre fornido que bebía encorvado en un rincón oscuro. Era enorme y, aunque se notaba que escuchaba y veía todo, fingía estar sumido en sus pensamientos.

—Inspector, ¿acaso ese hombre no es Vicent Alain?
—¿Te refieres al fortachón que se oculta en aquel rincón?
—El mismo, inspector, ¿Qué estará haciendo en este barco?
—No me lo imagino, John, dejémoslo en paz y si está tramando alguna fechoría ya lo sabremos. Disimula y aparenta que no lo hemos reconocido.
—Está bien, inspector. Oiga inspector, ¿quién cree que será la siguiente víctima?
—Ni idea. Tal vez, alguna persona relacionada con el hombretón que llegó primero a la estación de ferrocarriles o con la chica.
—¿No le parece raro lo de la pierna?
—Sí, claro, sin embargo, me inclino por tu teoría de la venganza. No me asombraría que el criminal fuera cojo, la verdad.

Continuaron su charla y almorzaron. Después se quedaron todo el tiempo en la borda mirando el mar y comentando sus razonamientos y conclusiones. Habían recibido un telegrama que les había dado el mismo capitán, en el que les comunicaban que Pierre Arnold los recibiría en el puerto y se los llevaría a París en tren. Una pequeña llovizna los recibió en Calais. Descendieron del barco y les saludó el inspector Arnold en inglés, pero con un fuerte acento galo. Les puso al día en lo referente a las investigaciones y los llevó a la oficina desde se habían hecho los envíos de las cajas con los cadáveres mutilados. No se habían recibido más. Sabían que la persona que figuraba en el remitente era un desconocido, un tal Clemente Leroux, del cual no se había podido investigar nada. “Es un nombre inventado, les dijo mostrándoles las palmas de las manos, seguramente enseñaron documentos falsos”. Pierre les comunicó que esa misma mañana le habían entregado un telegrama en el cual le informaban sobre la desaparición del corredor de arte August Baudelaire. No era muy famoso, pero se le respetaba mucho en el mundo de las subastas de objetos de arte. Hacía unos días que nadie sabía sobre su paradero, además, una de sus empleadas, la señorita Edith Lacroix con quien decían que mantenía relaciones íntimas, se había esfumado. Sabían que ya podían seguir la pista correcta. Según la descripción que tenían de Baudelaire, era un tipo fornido, alto, de pelo castaño y con unas cicatrices en la espalda, consecuencia de un ataque que había sufrido en su juventud a manos de unos malhechores. De la señorita Lacroix sabían que era muy blanca, rubia y que cuidaba mucho tanto su forma de vestir como su salud. Tenían planeado salir hacia París en tren, pero el inspector Kipling tuvo una corazonada. “¿Es posible ir a la sección de envíos? —le preguntó a Pierre Arnold mientras este se terminaba de fumar su pipa—. Podríamos fisgonear un poco por allí y saber si alguien ha enviado una caja a Londres”.

En la oficina de envíos los recibió un hombre bajito y calvo que caminaba de prisa, pero hablaba esporádicamente. Su visera era como la estela de un cometa que dejaba dibujada en el aire su trayectoria. Cuando se detuvo, le preguntaron si no había recibido una caja más. Contestó que solo sabía de dos y no se había interesado en ellas, que las habían entregado dos granujas que, con monedas y billetes viejos, habían cubierto el gasto del envío. Agregó que, al parecer, lo había adivinado por las conversaciones de los tipos, era una mujer quien les había pedido el favor. Leyeron el libro de registros, tomaron sus notas y se dispusieron a salir a París en el tren, sin embargo, vieron pasar a unos hombres con una caja muy parecida a la de los cadáveres anteriores. Detuvieron a los cargadores, los interrogaron y les obligaron a abrir la caja. Era un cargamento con las pertenecías de algún viajero. Se disculparon y se marcharon. En la estación de trenes vieron que se anunciaba la salida de su tren. Tenían unos cuantos minutos, por lo que se quedaron en la plataforma ensimismados en sus pensamientos.

Les asignaron un compartimiento y les llevaron té con algunos pastelillos. Según les había dicho la acompañante del vagón, era cortesía de la empresa de ferrocarriles. El viaje transcurrió sin muchos contratiempos. Caldwell se quedó con la mirada fija en los paisajes como si tratara de grabarlos en su memoria para siempre. Los inspectores Kipling y Arnold evitaron la conversación para no dilucidar erróneamente. No eran supersticiosos, pero la vida les había enseñado que lo mejor era la prudencia y discreción en los momentos en los momentos de duda. El inspector Kipling tenía la impresión de haber visto a Vicent Alain en uno de los vagones. No lo habría podido asegurar por completo, pero su experiencia y su agudo olfato le ayudarían a descubrirlo. El delincuente se había camuflado con un disfraz. Se había teñido el pelo de rojo y se había pegado unos bigotes para asemejarse a un irlandés. Lo había delatado su forma de caminar la cual no cambió y, a pesar de llevar unas ropas bastante caras, no podía evitar que se le reconociera. Tardaron casi cuatro horas en llegar a su destino. Pierre Arnold hizo unos apuntes en una libretita y luego sacó un libro de Víctor Hugo en el que estuvo haciendo dibujos y anotaciones. “Es el Hombre que ríe—dijo levantando el empastado—mire qué interesantes ilustraciones tiene”. Era verdad, los grabados eran excelentes. Joseph Kipling dijo que había empezado ese libro, pero que desgraciadamente no lo había terminado. Se disculpó y agregó que no aceptaba todo lo que se decía de algunos ingleses en el libro. Sabía que la historia era horrible y que el pobre de Gwynplaine no se merecía las burlas que le había puesto el destino. Lo único que pudo decirle a su colega fue que hay ocasiones en que la vida se ensaña con los seres buenos que llegan aquí como mártires para limpiar los pecados de los demás. No hablaron mucho de las virtudes del autor porque sabían que era inútil abarcar su obra y su imagen social.

En París, les asignaron una pequeña habitación en un hostal que se encontraba cerca de la terminal de trenes de Lyon. Eran casi las siete de la tarde cuando salieron a cenar. Tenían una lista de sitios que les había recomendado Pierre Arnold. Caminaron por el boulevard Diderot en dirección al Sena y encontraron un mesón. Comieron bastante bien y remataron con un buen postre y un poco de coñac. Al llegar les esperaba el inspector Pierre a quien le habían comunicado que en la casa de August Baudelaire había sido asesinada el ama de llaves. La villa estaba en el campo, en los límites del décimo tercer distrito, cerca de Orli. La mansión era bastante grande y estaba rodeada de hermosos jardines muy bien cuidados. Cuando les abrieron la puerta vieron que había cuadros de autores bien cotizados en el mercado como Manet, Degas y Seurat, entre otros. No eran las mejores obras, pero tenían mucho valor.

—Con que es aquí donde vivía el corredor de arte. No tenía tan mal gusto, ¿verdad?
—Sí, es cierto, inspector—dijo Pierre—según los sirvientes, vivía con modestia. No daba fiestas opulentas y se ensañaba con quienes no cumplían sus caprichos. Al parecer tenía un desequilibrio psicológico. La única persona con la que se llevaba bien era con Edith. Tendremos que hablar con toda la servidumbre después de analizar el cadáver de Josephine Renoir. 

El cuadro era abrupto. La mujer estaba tendida en la bodega de los vinos. La habían cogido por sorpresa porque nadie escuchó nada. El cuerpo yacía desnudo con un enorme charco de sangre, le faltaba la cabeza y la pierna izquierda. No había duda de que el asesino había actuado muy rápido y sin la intención de llevarse el cuerpo, por eso sólo había cogido la cabeza y la pierna. “Demonios, dijo Caldwell, es como si los criminales ya supieran que veníamos a París, inspector”. Esa deducción enlazó los pensamientos de Kipling con Vicent Alain y comentó que había notado la presencia del peligroso criminal en el barco. “No debe estar muy lejos—comentó Pierre—. Parece que el crimen fue por la mañana, pero como nadie bajó se apareció por aquí, lo han descubierto muy tarde. Se organizó el traslado del cuerpo a la morgue y se pidió que investigaran todo lo que se supiera de Alain y sus cómplices ingleses.

Volvieron a su hostal un poco asqueados por la imagen de Josephine. Supieron que la respetada y temida ama de llaves había actuado en complicidad con Baudelaire y Edith en una especie de castigos crueles. ¿Pero a quiénes habían martirizado? Todos los empleados de la casa respondieron lo mismo a los interrogatorios. No era posible que después de trabajar en la casa más de cinco años no tuvieran ni idea de lo que ocurría por las noches. El inspector Arnold dijo que sería mejor buscar la información en el círculo en el que se desenvolvía Baudelaire. Lo primero que debían hacer era entrevistarse con James Reunte y otros de los corredores de arte que se encontraban de vez en cuando con August “Bounche” como le decían todos.

—¿Sabes lo que significa el hallazgo de hoy, John?
—Tengo mis hipótesis, inspector, pero no sé hasta qué punto sean las correctas.
—Pues desembúchalas y ya iremos deduciéndolo…
—Bueno, mire. En primer lugar, el tal August tenía aterrorizada a su servidumbre. Todos ocultaron la verdad y antes de nuestra llegada se habían puesto de acuerdo para repetir como pericos lo mismo. En segundo lugar, están atemorizados porque quien esté asesinando a esas personas les ha dicho que cualquiera de ellos puede ser el siguiente, lo cual indica que estaban implicados en las torturas de la casa. Está también nuestro Vicent que nos ha seguido desde Londres y que debe estar implicado, ya que de ninguna forma se arriesgaría a seguirnos tan cerca. Eso me hace pensar que tiene un cómplice aquí en París y no sería nada extraño que él fuera el asesino ejecutor, pero quién organiza todo esto. Dónde está el autor intelectual de esta carnicería.
—En todo tienes razón, querido John y, suponiendo que tus ideas descabelladas, sean acertadas, entonces debemos seguirle los pasos a Alain para que nos lleve hasta la madriguera de su compinche.

Se acostaron y durmieron muy tranquilos. La noche era tibia y, a pesar del bochorno, los sueños se les fueron presentando como en un álbum de fotografías. Se despertaron de buen humor e incluso hicieron algunos chistes. Desayunaron sin referirse ni al caso ni a sus sueños. Pasaron unas horas leyendo los periódicos a la espera del inspector Pierre que los llevaría a la comisaría con el fin de ponerlos al tanto de las investigaciones que el equipo francés hacía. Cuando se presentaron fueron recibidos con cortesía y respeto, les ofrecieron café y se sentaron en una sala donde Loran un inspector nuevo, pero muy capaz, les dio la información sobre Ekaterina Sine, una criada joven, sensible y guapa que había tenido la mala suerte de caer en las garras de Baudelaire y se había vuelto loca. “Está enclaustrada en el manicomio. Lleva un año y medio allí y, según dicen los enfermeros, está completamente desconectada de este mundo. Nos han comentado la pobre se la pasa vagabundeando y que a veces se sale de su habitación por las noches. En varias ocasiones la han dejado dormir en los banquillos del jardín del hospital y hasta se han olvidado de ella por varios días. Nos contaron que es como un fantasma”. El inspector Pierre dijo que existía la posibilidad de que los cuadros que había pintado Ekaterina, los había firmado Edith. Para lograr que ella pintara la habían martirizado y engañado. La noticia fue muy sorprendente porque, como lo destacó John, eso implicaba que Ekaterina había sido esclavizada y acosada. La única forma de escape que le quedaba era entregarles lo que le exigían.

Por la noche fueron a conversar con Claude Fournier y su esposa. No le pudieron sacar nada en concreto al rico crítico de arte, pero su esposa se fue de la lengua. Era una mujer muy voluptuosa que se había acostumbrado a los lujos que le permitía su marido y hacía tiempo que había dejado la discreción en el olvido. Le atrajo mucho el varonil y joven John. Excitada, bebió de más sin notar las indiscreciones de su lengua. Comenzó un juego absurdo en el que le ponía acertijos a su interlocutor insinuándole que si los resolvía se irían juntos a la cama.

“No se imagina lo mal que lo pasó Ekaterina, jovencito—dijo la señora Fournier—. La apaleaban y la dejaban días enteros en un cuarto oscuro, no la alimentaban y le hacían creer que la visitaban unos demonios. La pobre llegó a temerle tanto a la habitación que pintó todos los cuadros que le pidieron, luego Edith Lacroix les puso las firmas y los vendieron como originales de famosos artistas. Se imaginará que el negocio les dejaba bastante ¿no? En una ocasión le comentaron a mi marido que planeaban irse a Londres a abrir una galería, pero su gallina de los huevos de oro se volvió loca y tuvieron que cambiar de planes. Ahora la pobre está en el manicomio. Dios la bendiga.

Cuando salieron de la hermosa casa, John le contó todo al inspector Joseph y Pierre les dijo que si deseaban ir a ver en qué condiciones se encontraba la pobre Ekaterina, podrían ir al día siguiente. La clínica de tratamientos psicológicos era un edificio de cuatro plantas muy viejo. Tenía la fachada muy descuidada y las ventanas estaban resguardadas por barrotes. Un doctor flemático los condujo hasta el sitio en el que estaba Ekaterina. Se veía gris, tenía la piel opaca, estaba desaliñada y flaca. Olía mal y parecía estar sorda. Sus ojos no se movían y se habría podido decir que estaba ciega, pero cuando parpadeaba y mostraba interés por algo daba la sensación de que regresaba de otro mundo y luego se iba de nuevo. Contestó a todas las preguntas con monosílabos o con nombres. Mencionó el de Baudelaire, el de Edith, el de Josephine y el de un mayordomo de la casa, el señor Foucault. Una enfermera les comentó que seguía con el hábito de pintar, pero que lo hacía por las noches para no dormir a oscuras. Cuando entraron a su cámara les sorprendió ver sus obras. Preguntaron si esas eran todas, pero la joven les dijo que no, que en ocasiones la señora recibía la visita de un hombre corpulento que decía ser un pariente lejano y se las llevaba consigo. Impulsados como por el piquete de una aguja los dos policías saltaron.  Tenían el presentimiento de que había una confabulación. Pierre trató de forzar a Ekaterina para que confesara, pero entre más insistía, más flácido se hacía el cuerpo de la enferma. Salieron directos a la comisaría para dictar una orden de aprehensión. Sabían que tenían poco tiempo y cada minuto valía oro.

Cuando llegaron a la comisaría les informaron que unas horas antes se había reportado otro hallazgo. Era Foucault que había muerto decapitado y le habían amputado la pierna izquierda. Siguieron el rastro de Vicent Alain. Tardaron tres semanas en hallar una galería que aceptaba los trabajos de Ekaterina. Allí tenían un pintor que los firmaba y después se ofrecían en el mercado negro londinense a precios muy buenos. Al final, se enteraron de que Vicent se había marchado a América y cuando volvieron al manicomio para interrogar a Ekaterina, les comunicaron con mucha pena que se había esfumado y nadie conocía su paradero.


martes, 17 de diciembre de 2019

La extraña desaparición de Marta


I

Alfonso Dorantes abrió la puerta. No sabía que en ese momento terminaba de cuajarse la historia absurda en la que nunca debió participar. Se había lanzado como un principiante al escenario. Su decepción lo había aislado del mundo y la vida le había metido una fuerte zancadilla para que él mismo se desbarrancara por el precipicio. “Buenos días—dijo el hombre de sombrero y gabardina—, ¿puedo entrar? Necesito hacerle unas preguntas. Soy el inspector René Gómez y este es Santiago mi ayudante”. Alfonso no se podía negar. Dio un paso hacia atrás y permitió que entraran sus visitantes. Los invitó a sentarse en su pequeño diván, cogió una silla y se puso frente a ellos para saber lo que deseaban.

—Mire, señor Alfonso. El jefe de su mujer, el abogado Rentería, nos ha dicho que ella ha desaparecido. ¿Usted sabe algo?
—La verdad no, inspector. No me imagino dónde pueda estar.
—Pero, ¿no ha estado con usted estos días?
—No, inspector, tuvimos una de esas riñas…Ya sabe, cuando hay un momento en que es muy difícil seguir juntos.
—¿A qué se refiere exactamente?
—Pues, no es tan sencillo de explicar. Mire, primero me enteré de que estaba planeando dejarme por otro. Eso no me sorprendió mucho porque llevamos diez años con muchos altibajos y le he sido infiel dos veces. Después, las últimas semanas casi no nos hablábamos y el jueves pasado ya no vino a la casa. Pensé que se había ido con su madre. Lo hace siempre que reñimos y, por lo regular, no nos comunicamos a lo largo de una o, incluso, dos semanas hasta que se nos pasa el rencor. Por último, me he resignado a esperar como las veces anteriores a que vuelva. He estado aquí encerrado sin comunicarme con nadie…
—Lo entiendo, señor Alfonso, pero resulta que su mujer dejó muchas cosas pendientes y se esfumó. Sus compañeros del trabajo la vieron por última vez el jueves. Dicen que estaba muy cambiada…
—No sé, inspector, ya no le pongo mucha atención y me importa poco lo que haga o deje de hacer, ¿sabe?
–Es una situación muy rara, señor Alfonso. Ha desparecido sin dejar rastro alguno y todas las pesquisas que hemos hecho hasta el momento nos han traído aquí. No tiene enemigos al parecer.
—No me imagino qué le ha pasado. Es una mujer muy sensata cuando quiere. No hace las cosas sin estar segura de las consecuencias, nunca actúa a la ligera.
—Oiga y ¿no sabe algo de su amante?
—No sé, inspector. Es una mujer muy difícil y por su permanente histeria no creo que haya tenido a alguien en la cama, sin embargo, me habló de un tal Fernando Godínez. A veces es muy explosiva, tal vez ese nombre fuera producto de sus trastornos. Los cuales es probable que la hayan motivado a cometer una locura. A decir verdad, no tengo ni idea de lo que ha pasado por su cabeza.
—Bueno, señor Alfonso, gracias por la información. Le avisaremos de cualquier resultado que tengamos. Esta es mi tarjeta por si desea localizarme. Gracias.

El inspector y su ayudante salieron y Alfonso se quedó parado mirando por la ventana. Le era difícil permanecer de pie. Se sentía como un niño extraviado.  Sudó por el miedo y se fue a la cocina a prepararse un agua mineral con limón. Llevaba varios días ingiriendo alcohol en grandes cantidades. La casa estaba llena de botellas vacías. Se había alimentado de pizzas y comida rápida. No había salido mucho a la calle y empezaba a sentirse víctima de la misantropía. Necesitaba razonar de nuevo sobre la desaparición de su esposa. Tenía que cubrirse las espaldas y para eso necesitaba poner en orden todas las ideas y los acontecimientos. La mejor forma de hacerlo era sentándose a escribirlo, pero no tenía fuerzas. Se quedó dormido.

Eran las ocho de la noche cuando despertó. Los sueños lo habían ayudado un poco transportándolo a un mundo en el que podía ser dueño de sus decisiones. Tenía hambre. Salió a la calle. Llegó al comedor donde acostumbraba cenar. El sitio era barato y lo frecuentaban los paseantes que en su mayoría eran desempleados. Se sentó y comió con los ojos clavados en la pared. La comida le sentó bien y regresó a su casa. Tomó una cerveza y se dispuso a trazar su diagrama mental. Era la única forma de ordenar sus pensamientos. Su memoria espacial era buena, pero lo abstracto lo inquietaba. Necesitaba ver las cosas para acomodarlas en su mente. Fue escribiendo con cuidado todo lo que recordaba, las hipótesis sobre las pesquisas de los sabuesos, los conflictos con su mujer, los reproches que habían escuchado los vecinos y toda la demás información que pudieran proporcionarle sus recuerdos.

“Marta dijo que se iría con el tal Godínez, su amante.  Que me dejaría el piso y que ya me cobraría su parte después. A mí me convenía más aceptarlo, además ya no había solución para lo nuestro. Oí que quería cambiar su aspecto y que se disponía a sacar mucho dinero de no sé dónde. Luego, sospeché que se iría con una falsa identidad. No recuerdo a qué ciudad o provincia viajaría. Lo más probable era que se fuera en coche, pero solo dios sabe cómo pensaba hacerlo”.

Con su ingenio fue inventando una historia convincente, casi real. Era buena y lógica y mientras no encontraran a Marta su coartada era perfecta. Se sintió un poco mejor. Ya sabía qué contestar en el siguiente encuentro con René Gómez y su ayudante. Ellos ya tenían sus piezas puestas en el tablero y jugaban con las blancas. “Lo malo—se dijo Alfonso riendo un poco—es que sus tiradas son muy previsibles”. Decidió que lo mejor sería aportar información para que las sospechas fueran en dirección de la fuga. Era muy sencillo y cada vez que se le ocurriera algo ingenioso al inspector para culparlo le daría una pista que lo estrellaría contra un muro desolador. Alfonso acostumbraba salir con una amiga a ver películas. Se llamaba Diana y se reunían de vez en cuando para ver algún estreno o films viejos. Sus relaciones eran las de unos buenos colegas y si habían intimado, había sido solo por su amor al séptimo arte. En el terreno sexual solo se habían dado besos esporádicos y abrazos fraternales. Diana no perdía la esperanza de acostarse por fin con su amigo porque le parecía varonil e inteligente. No comprendía cómo un hombre atractivo y noble se había casado con una arpía que solo le controlaba el dinero y los horarios.

Se encontraron cerca del cine. Diana se puso un vestido entallado que sorprendió mucho a Alfonso. Fue la primera vez que puso atención en sus curvas. Vieron la película “Muerte en Roma” con gusto, a pesar de que no era la primera vez. Comentaban siempre el heroísmo de los italianos rebeldes y el extraordinario papel de Mastroíanni. Se fueron a tomar un café y cuando estaban terminando las pastas, Alfonso le comentó a Diana que lo había visitado un inspector de policía para aclarar la desaparición de Marta.  

—No te preocupes, cariño. Seguro que no tendrán noticias de ella y su amante.
—Sí, eso espero. Lo malo es que, si las cosas salen mal y la hayan, ¿en qué situación quedaría yo?
—Sí la encuentran, les dirá que te ha dejado y que no desea verte más.
—No, no me has entendido. Me refiero a que ella decida volver a casa y se meta con su amante en el piso.
—Eso jamás sucederá, ¿no me has dicho que se ha endeudado? Seguro que le conviene cambiar de identidad y desaparecer para siempre.

Alfonso se dio cuenta de que era inútil contraponer sus ideas a los razonamientos simples de su amiga. Se fueron juntos a casa de Diana y bebieron mucho. Terminaron muy briagos y a la mañana siguiente no sabían si habían hecho el amor. Alfonso se vistió y se fue. Quedó de llamar en unos días. Su casa no estaba muy lejos. Podía ir a pie o tomar el autobús. Prefirió lo segundo. Cuando se apeó casi choca con el inspector. “!Hombre!—le dijo con admiración—, lo he venido a buscar. Es solo una cosita”. Gómez le preguntó si había visto alguna vez a Rafael Godínez, ya que todos los tipos con ese nombre estaban casados y localizables. Alfonso se encogió de hombros y le propuso al inspector que hiciera bien su trabajo, que seguramente también había cambiado de identidad y que era posible que desde el principio no se llamara Rafael ni se apellidara Godínez. Malhumorado el inspector le insinuó a Alfonso que bien ese Godínez podría ser uno de sus amigos, a lo cual Alfonso contestó que no le importaba. En realidad, sí que le importaba y se había puesto de malas. Era porque desde la escuela todos sus amigos y conocidos le habían levantado a las novias y no sería la excepción esta vez, pero ¿de los pocos hombres cercanos a él quién no lo habría hecho? No quiso mortificarse mucho aceptando su mala suerte, escupió en la acera y se fue a su casa.

II

Trató de no romperse la cabeza con tonterías, pero cuando estaba tomando un café, quitado de la pena, le vino a la mente la imagen de un rostro. Era Danilo uno de sus amigos del bar de Don Ramón que le dijo una vez que le gustaban las mujeres morenas, no muy llenitas, con potentes muslos, pequeños pechos y difíciles de tratar. Él no se dio cuenta en ese momento, pero se estaba refiriendo a Marta. Ella era así. Un metro setenta, caderas amplias y piernas fuertes. Impredecible en el amor. A veces fría e indiferente o ardiente y activa. “Ese debe ser le cabrón—se dijo apretando los puños—. Solo eso me faltaba. Que el inútil de Danilo se llevara a Marta”. Estuvo tratando de atar cabos. En aquel momento no sabía que sus conclusiones lo llevarían por una senda peligrosa. Recordó las ocasiones en que se había cruzado cerca de su casa con Danilo, quien siempre lo saludaba con una sonrisa burlona y le decía que estaba haciendo algunos trabajillos. En ese momento supo qué tipo de chapuzas hacía el tal Danilo y se trató de desengañar observando con atención a Marta.
Cuando abrió la puerta la encontró sentada en el pequeño diván rojo. Estaba arreglándose las uñas. Se las estaba pintando con barniz de color rojo. Se veía muy concentrada. Su pelo estaba revuelto y cuando Alfonso se sentó frente a ella notó que no llevaba ropa interior. Eran las tres y media de la tarde. Él había salido a comer y no esperaba encontrarse con ella. Notó un aroma agrio en el ambiente. Le pareció que uno de los olores se parecía al pachulí de Danilo. También sintió la frescura del aroma de rosas de Marta. Era muy extraño.

—¡Ah, eres tú! ¿Por qué has venido tan pronto?
—Hay poco trabajo hoy y Don Mauricio me dijo que me podía tomar el día. Pensaba darte una sorpresa.
—Y sí que me la has dado. Un poco más pronto y…No nada, olvídalo.
—No, no, dime por favor. Un poco más pronto y ¿qué?

Ella se quedó callada. Alfonso sabía que no podría sacarle nada y se resignó. Ya le había pasado miles de veces.  Ella era así. Si no quería decir algo, era imposible sacárselo. Alfonso se fue al baño y cuando se estaba lavando las manos vio en la cesta las bragas amarillas que Marta se había puesto esa mañana. Las reconoció porque tenían una mariposa roja. Las cogió y se dio cuenta de que estaban húmedas. Las olió y se le descompuso la cara. Una tormenta le empezó a azotar la cabeza los fuertes vientos le despertaron todos los monstruos de su mente. Se dirigió a su dormitorio y vio la cama desordenada. Seguía el olor que no lo dejaba tranquilo. Concluyó que era verdad. Su intuición había dado en el blanco, le descubierto el velo que le ocultaba la cruel realidad. Se dirigió a Marta y le hizo preguntas relacionadas con su empleo, los compañeros del trabajo y las personas con las que se había relacionado. Ella guardó silencio como si estuviera sola. Alfonso se enfadó y salió a dar una vuelta. Tomó la dirección hacia la plaza y poco a poco fue comprendiendo que las veces se había cruzado con el tal Danilo no eran casualidades. Se enfadó mucho, aceleró el paso y sudó copiosamente. No le dolía la infidelidad de su mujer. En cierto grado era de esperarse. No era muy compatibles y habían dejado crecer la relación con deformaciones. Se preguntó si tendría el valor de proponérselo esa misma noche a Marta. “Es imposible seguir, le diría, te propongo que lo dejemos para siempre. Así viviremos mejor”.

No pudo decírselo porque ella salió y volvió cerca de las diez. Se acostaron y ella se metió desnuda a dormir. La cercanía del cuerpo tibio lo excitó. Trató de portarse cariñoso, pero no le estorbaba el rencor aunado a la pasividad de Marta. Parecía un cadáver. Él se agitó con furia y ella se dio la vuelta. Pronto se quedó dormida. Alfonso ya no concilió el sueño y estuvo dando vueltas en el colchón, luego parecía una mosca enajenada en la cocina. Salió al balcón y miró la tranquila ciudad sumida en una ligera penumbra. “No me queda otra solución, dijo mientras echaba el humo del cigarrillo por la nariz, tengo que vengarme”. Le habría sido mucho más fácil irse a vivir a su pueblo. Allí olvidaría pronto a su mujer y trabajaría tranquilo en el huerto de su madre. Lo malo fue que al imaginar a Danilo en su habitación se le retorció el estómago. Pasaron algunos días y Alfonso fue notando algunos cambios en Marta. Se compró ropa más provocativa, se tiñó el pelo de rubio y se depiló las cejas. El maquillaje se hizo más delicado y ella se transformó en otra mujer. Lo más grave fueron los encuentros con Danilo. Lo comenzó a ver con más frecuencia y, a pesar de que Alfonso se tranquilizaba diciéndose que eran coincidencias, la vida le mostró que estaba equivocado.

III

Un mal presentimiento sacó a Alfonso de su trabajo. Sentía que los nervios se le llenaban de electricidad. Le temblaban las manos y una voz en su interior le repetía sin cesar: “Eres un cornudo inútil, ve de una vez a tu casa y sorprenderlos. A ver si dejas escapar a ese miserable que se acuesta con tu mujer”. Él sabía que estaba en lo cierto. Las miradas bufonas de Danilo, así como la indiferencia de Marta y todos los cambios que había sufrido indicaban que era verdad y que solo tenía que presentarse en su casa en una hora desacostumbrada y los cogería con las manos en la masa. Eso lo electrificaba y le ponía los pelos de punta. Además, no sabía cómo reaccionaría si los encontrara juntos. Al final, la tensión lo obligó a comprobar su hipótesis. Cogió un destornillador muy grande, se lo puso en el cinturón como si se tratara de una espada y se fue del trabajo. Caminó impulsado por la ira. Sus zancadas eran grandes. Vio el portal de su edificio y se apresuró. Subió de dos en dos los escalones y llegó hasta su puerta. De pronto se vio rezando para no encontrar a nadie, sin embargo, le pareció escuchar jadeos. Se controló y abrió con sigilo la puerta. La escena que encontró lo fulminó y estuvo a punto de arrojarse sobre Danilo que tenía cogida a Marta por las caderas y la empujaba con fuerza. Ella se resistía y apretaba la manta que cubría el diván. Los gritos, palabrotas y jadeos eran de placer. Estaban en pleno éxtasis. Alfonso no pudo coger el destornillador y sintió que iba a vomitar, por eso salió y cerró la puerta sin azotarla. Nadie lo notó. Estaba hirviendo y se cayó de rodillas en la calle. Un hombre lo ayudó a levantarse y le ofreció unos pañuelos desechables para que se sonara la nariz. Alfonso se quedó recargado en un muro y cuando le regresaron las fuerzas se fue despacio a un bar a ocultarse.

Pidió ron sin refresco. Se tomó casi media botella y al sentir mitigado su odio se fue a su casa. Eran las once de la noche. Marta estaba duchándose y él se metió en la cama. Se durmió pronto. A la mañana siguiente se levantó con una resaca muy fuerte. Hacía tiempo que no bebía tanto, además la mezcla de hiel y alcohol lo había desfigurado. Tenía los párpados hinchados y le dolía la cabeza. Marta le dio los buenos días sin mirarlo y se marchó a trabajar. Alfonso quiso decirle que se quedara, que estaba dispuesto a cambiar si dejaba al estúpido de Danilo. Las palabras se le quedaron como granitos de arena entre los dientes. Hizo un gesto obsceno y se tumbó en la cama de nuevo. Soñó que era él quien tenía a Marta desnuda y apuntalada, que era él quien gritaba esas palabras vulgares y quien al final le proporcionaba a su mujer el deseado placer. Cuando salió de su embeleso y se vio en los terrenos de la realidad lloró de furia. “Tienes que urdir algo, Alfonso, se dijo rechinando los dientes, esto no se puede quedar así. ¿Por qué lo dejaste ir? Lo tenías a bocajarro. Él no habría tenido excusa y se habría marchado con el rabo entre las patas desangrándose como un mal bicho. Es que… ¿Acaso tuviste miedo, marica?”.

Alfonso reconoció que, en efecto, había tenido miedo. Un temor atroz de que su mujer le dijera que era un impotente y negado para el sexo lo paralizó. El temor al ridículo lo había sacado de su propia casa como a un cobarde en la batalla. ¿Qué habría importado si Danilo hubiera muerto como un toro de lidia con la espada atravesándole los pulmones y el corazón? Podía haber dicho que era un ladrón que se había metido a su casa y que lo había matado por violar a su esposa. Y ¿Marta? A ella no le habría quedado otra que confirmar la versión del atraco. Comenzaron a rondarlo seres imaginarios. Gente malvada sin escrúpulos. Escuchaba sus voces. Todos le animaban a vengarse. “!Mátala! ¡Mátala! ¡Es una pérfida! Esa arpía te ha estropeado la vida entera. Solo tienes que ahorcarla, echarla en el maletero de tu coche y enterrarla en el huerto de tu madre. Ya sabes que a tu madre no le gusta la jardinería. ¡Nadie lo descubrirá jamás! ¡Hazlo! ¡Hazlo!”. La idea se fue convirtiendo en un sapo desagradable que cada vez ocupaba más espacio en su cráneo. Llegó un momento en el que ya no lo pudo soportar.

IV

 Actuó rápido. Se quedó con la sensación de que Marta se había marchado de este mundo como un ángel. Luego la había bajado en la madrugada al coche y se la había llevado. Estaba seguro de que nadie lo había visto. Además, en caso de que lo vieran, la calle no estaba bien iluminada y solo con un gran reflector habrían visto que las maletas que llevaba estaban mojadas de sangre. Hizo el recorrido de madrugada. Su madre lo sorprendió por la mañana todavía tapando la fosa. Le preguntó qué hacía y él le dijo que estaba cortando la hierba que estaba muy crecida. Pasó la mañana con su madre y le dijo que pensaba irse a vivir con ella porque Marta lo había dejado. La señora Consuelo se alegró mucho, pues nunca le había gustado su pretenciosa nuera. Le parecía muy frívola y se lo dijo a Alfonso. “Se fue con otro hombre, ¿verdad?”. A Alfonso le costó mucho aceptarlo y se inventó un nombre. “Sí, madre, se fue con un tal Rafael Godínez”.  La señora torció los labios como si ese nombre le causara una sensación agridulce. Por la tarde se despidieron y por el trayecto Alfonso se deshizo de las maletas. Revisó el maletero y pidió que se lo lavaran en un car wash. En su casa se dedicó a la limpieza profunda y hasta que no quedó todo impecable no paró. Se aprendió de memoria la historia que contaría y se puso a beber para lavarse la pena por dentro. Pidió un permiso en el trabajo para faltar una semana. Durmió y bebió sin parar. Cuando sintió que su penitencia había llegado a su fin se tomó la última botella que tenía. “No volveré a tomar jamás— se dijo contento de poder rehacer su vida—, me iré a casa de la Diana y en unos años venderé este piso, luego pondré tierra de por medio y se olvidarán todos de que alguna vez vivieron aquí una ramera y su cornudo marido”.

Se cruzó también con Danilo que lo saludó como siempre. Alfonso le confesó que tenía que hablar con él. Un poco desconcertado, Danilo, le dijo que podían hablar en el bar, pero Alfonso insistió en que fuera en un lugar más discreto. Los dos vivían cerca, pero la casa de Danilo era más apropiada, así que se fueron allí. Por el trayecto intercambiaron palabras superfluas. Uno sospechaba que el asunto era la infidelidad y el otro solo se ocultaba de los paseantes. Llegaron al portal. Entraron y subieron hasta el cuarto piso. Cuando Entraron al apartamento, Alfonso dijo que había un bochorno intenso. Danilo le dijo que podía abrir la ventana, pero al no poder hacerlo, Alfonso, él mismo se acercó al ventanal y giró la manilla. De forma inesperada perdió el equilibrio. Se oyó un grito aterrador en la calle. Alfonso cerró con cuidado la puerta borrando sus huellas dactilares y bajó. Una señora había visto cómo en vuelo libre, un hombre le caía del cielo. Por lo inesperado de la escena y, el estruendo de un cuerpo al impactarse con el hormigón de la acera, la señora estuvo a punto de sufrir un infarto. Salieron los vecinos y el carnicero, aun sosteniendo su hacha comentó que se trataba de un accidente. “Se ha caído, el muy pobre, miren esa ventana abierta de par en par”. Todos voltearon a verla y movieron la cabeza. Alfonso se fue a su casa.

Se sentó en el diván y le pareció que escuchaba los gemidos de su mujer y las palabrotas de Danilo. “!Qué te jodan, hijo de puta!—farfulló Alfonso mientras masticaba un hielo—¡Bien merecido se lo tienen los dos, cabrones de mierda!”. Estaba seguro de que ya nadie haría declaraciones en su contra. Estaba limpio. Solo le restaba dejar que las cosas se fueran enfriando y se marcharía al campo para siempre.

Unos días después, Alfonso, oyó que tocaban a su puerta y abrió. “Buenos días—le dijo René Gómez—, necesito hacerle unas preguntas”. Alfonso no se podía negar. Dio un paso hacia atrás y permitió que entraran sus visitantes. Los invitó a sentarse en su pequeño diván, cogió una silla y se puso frente a ellos para saber lo que deseaban. Repasó la historia que se había aprendido de memoria y esperó a que le hicieran las preguntas.

miércoles, 11 de diciembre de 2019

La otra versión


Detrás de la ventana había una plaza gris y pocos transeúntes. Era temprano, pero el invierno le daba muy pocas concesiones al sol y la mayor parte del tiempo reinaba una penumbra inocente y mansa en espera de la primavera y el verano para irse a descansar. Nicholas Lynch atendió al único cliente que había en la cafetería. Era tarde para el desayuno y pronto para el almuerzo. A nadie se le habría ocurrido a esa hora pedir un café con leche y croissants, pero ahí estaba el viejo Artur, de origen armenio, que parecía desconocer las normas y se sentaba cada tercer día en la mesa de la ventana a la misma hora. Se quedaba mirando a los paseantes y, de vez en vez, comentaba con un balbuceo la conducta de la gente a la que consideraba rara. Era muy paciente y se terminaba su desayuno cuando comenzaban a servir el menú del día. Tenía una nariz en forma de gancho, la boca torcida por causa de su mal humor, la mirada penetrante de ojos pequeños, la cabeza un poco alargada hacia atrás y pelo ralo y canoso en las sienes.

Nicholas caminó en dirección del viejo. Seguía la secuencia de una historia imaginada que se desarrollaba en su cabeza en las horas de trabajo. Cuando no atendía a los clientes los fines de semana trataba de olvidarlo todo bebiendo en una cantina y conversando con mujeres que allí esperaban acostarse con los clientes. Ese día sucedió algo inesperado. Esta vez el anciano se condujo de forma diferente. “¿Le traigo su café con leche y el croissants?”—Le preguntó sin ponerle mucha atención. “No se moleste”—le respondió el viejo mientras miraba por la ventana. Nicholas no podía creerlo, quiso preguntarle al raquítico Artur si le había oído y volvió a insistir en llevarle su habitual café, pero una mano gruesa y arrugada le indicó que se retirara.

“¡Algo debe estar pasando! —se dijo Nicholas, que sintió la médula de hielo—. El viejo Artur jamás se había negado a su desayuno. Además, hoy es el día…”. Se refería a la fecha 10 del mes.  Era verdad, en esa fecha comenzaba la aventura. En unos minutos más un hombre de bigote espeso con traje de color marrón y sombrero de ala ancha entraría y se sentaría al lado de los servicios para que le quedara la entrada de frente. Nicholas se le acercaría y el hombre le daría una carta que llevaba las instrucciones para un diplomático francés. Luego, por la tarde, llegaría otro hombre—con traje azul marino, sin sombrero y, más pequeño que este— y le propondría hacer un trabajo de espionaje. Hacía se había llevado a cabo la acción, pero la indecisión de Artur estaba alterando las cosas. En primer lugar, la carta no venía en un sobre amarillento, sino en uno nuevo, y en lugar del hombre de traje azul, quien llegó fue una mujer. Con mucha personalidad que le preguntó si había leído lo que estaba en el sobre. Nicholas negó con la cabeza y la mujer sacó el papel, lo extendió con cuidado y le pidió que lo leyera. En realidad, ya lo había hecho y había esperado a Jacques Reno para preguntarle el motivo del absurdo. Ahora sintió que las preguntas que tan bien tenía elaboradas se convertían en bolitas de cristal y se deslizaban lentamente por su garganta causándole una obstrucción en el pecho. La señora Annette. Lo miraba con actitud severa. Cuando Nicholas le dijo que ya le había quedado claro, La señora le disparó las preguntas sobre la persona, la hora y el lugar. Cuando estuvo satisfecha cogió la carta, la metió en el sobre y se marchó.

“Me he pasado, quien sabe por qué maldita razón, al otro lado—dijo Nicholas apretando los puños—. Se supone que Jacques tenía que darme los datos del asesino a sueldo que se disponía a matar a Massieu Rolan y en este momento debía encaminarme a la embajada de Francia. ¿Qué demonios significa todo esto? Si no sé el nombre del asesino y tengo que entrevistarme con un chofer en la calle Marsella, ¿entonces cuál es mi maldito papel?”.

El acertijo era difícil de resolver porque las ocasiones en que había puesto atención en la conducta de los otros personajes había sido al principio. Luego, como se había repetido todo mecánicamente, lo hacía por inercia y ahora eso era un problema. Trató de reconstruirlo todo. Primero, el anciano Artur con su maldito café, luego Jean con su sombrero de alas, más tarde Jacques Reno, después la embajada y su entrevista con Massieu Rolan y la misión. Tal vez el maldito narrador se ha vuelto loco, se dijo rechinando los dientes, o el autor cambió de opinión, pero ¿no es demasiado tarde para esa estupidez?  Necesito calmarme y razonar. Voy a ir a ver a Massieu Rolan a la embajada, le comunicaré todo lo que sé y después me encontraré con el mentado chofer.
Para llegar a la embajada, Nicholas tenía que cruzar por una calle resguardada de cipreses. Eran altos y se reflejaba su sombra en la acera. Había buena iluminación, pero los árboles impedían que la calle luciera en plenitud. Hacía un poco de frío y Nicholas llevaba una gabardina beige. Se bajó el sombrero como lo hacía siempre que iba a la embajada. Tocó el timbre varias veces y esperó a que le abrieran.

—Tengo que hablar con Massieu Rolan, es urgente.
—¿Cuál es su nombre, por favor?
—Soy Nicholas Lynch, dígale que es urgente.

Unos minutos más tarde bajó el mayordomo en compañía de un hombre delgado. Iba envuelto en una bata de seda y tenía una redecilla en la cabeza. Sus manos eran largas y muy delicadas. Hablaba con voz potente, pero la suavizaba con un tono que le hacía parecer muy cursi.

—¿En qué puedo servirle señor Lynch?
—Mire, embajador. Habrá un atentado contra usted esta misma noche. En su reunión de Laplace.
—Pero, ¿quién es usted? ¿quién se ha creído? No sabe que mi equipo de seguridad es de los mejores.
—Lo sé, lo sé, señor embajador, pero esta información es muy fiable. Me la dio Jacques Reno.
—¿Cómo dice? ¿Jacques Reno? Eso es imposible porque…aunque estuviera vivo, él nunca me daría tal información.

El silencio dejó a los tres hombres confrontándolos con sus miradas. El mayordomo cogió a Nicholas por el brazo y lo condujo a la calle. El desconcierto le obligaba a caminar despacio. Sentía que arrastraba los pies y no podía fijar la mirada en ningún sitio. Las cosas iban muy mal y estaba viviendo una historia diferente, poco atractiva e incierta. Había una pequeña posibilidad de que su presentimiento fuera la verdad. En alguna ocasión Reno le había comentado que estaba retirado y que, si pasaba el chivatazo, era porque tenía interés en que no asesinaran a Massieu Rolan. Así había sido todas las veces, pero ¿por qué ahora el mismo embajador le decía que estaba bajo tierra? Siguió tratando de esclarecer el asunto cuando sintió que un coche avanzaba a su paso y el chofer le hacía una seña. Se acercó y el hombre le dijo que era un imbécil. Que llevaba cinco minutos llamándolo y que eso los podía comprometer. 
“No hay tiempo que perder—le dijo abriendo la puerta del acompañante-. ¡Suba rápido!”. El coche siguió despacio, pero al dar una vuelta el chofer apuró la marcha. Llegaron a unas bodegas. Los recibió un hombre bajo con una cicatriz en la cara. Nicholas no lo reconoció, pero su nombre le era conocido. Claude Boicher le dio las instrucciones. Tenía que ponerse de inmediato el uniforme de camarero. Lo subieron a una camioneta. Llegó a Laplace y se bajó de muy mal humor. Le molestaba la pistola de calibre 22 que tenía en el fajín. Eran las nueve de la noche y la gente esperaba con impaciencia la entrega de los premios a los intelectuales. Nicholas no podía dejar de lamentar su suerte. Tendría que llevar bebidas a los representantes del mundo intelectual y al encontrarse con Massieu tendría que dispararle. Era una estupidez porque él siempre había impedido ese crimen y se había convertido en héroe. El problema era que, si él tenía que dispararle a Rolan, ¿quién sería el que impediría el asesinato? Sudó copiosamente y se mantuvo en pie con mucha dificultad. Los invitados se esmeraban bebiendo y en cuanto lo veían le pedían más champagne.

Mientras una hermosa chica servía las copas, Nicholas se preguntó quién lo apuñalaría. En otras ocasiones él había logrado coger un cuchillo de cocina y había saltado sobre el camarero asesino. Está vez él sería el mono de pacotilla al que le enterrarían con saña el metal. Comenzó a temblar. Decidió no actuar, pero cambió de opinión porque cualquier cosa sería mejor que sufrir la tortura a manos de Boicher que lo destazaría en filetes sin compasión. Maldijo su suerte. La chica lo miró con curiosidad y le dijo que no podía trabajar así, que si no cambiaba la cara el encargado lo echaría. Eso habría sido lo mejor, pero no tenía escapatoria. ¿Por qué no podían ser las cosas como siempre? ¿Quién había sido el estúpido que había cambiado la historia? No le quedaba más remedio que seguir adelante. La débil esperanza de que todo fuera un mal entendido o un sueño se desvaneció cuando tuvo que sacar la pistola. Alguien lo había reconocido. “Es él, es él”—gritó uno de los invitados. Nicholas disparó tres veces. El embajador Massieu Rolan se desplomó y cayó frente a una mujer que gritaba como histérica. Nicholas se dio la vuelta para huir, pero a su encuentro venía un hombre de unos treinta años. Era fornido, tenía el pelo castaño y llevaba un cuchillo de cocina. Él lo reconoció, eran dos gotas de agua. Una mirada era de angustia y la otra felina. “!No lo hagas! ¡No lo hagas! —gritó Nicholas—. ¡Esto es un error! ¡Un grave error!

La gente aplaudió con entusiasmo la atajada del hombre que había detenido al asesino. El embajador que había recibido los disparos en la clavícula, en la rodilla y en la cadera, agradeció que lo salvaran. La gente abandonó el aposento y al día siguiente la noticia apareció en los periódicos de la mañana.
En la cafetería entró Artur. Se acomodó en la mesa de la ventana. Era mediodía. No hacía sol. La gente paseaba por la plaza gris y afligida. El anciano criticaba en voz baja a las parejas, a los niños y sus padres. Estaba de mal humor. Siempre había llegado con mejor ánimo, pero ese día sabía que las cosas habían cambiado. La historia a la que tantas veces le había dado vueltas y le había parecido fabulosa ya no le interesaba. No la iba a terminar. Jamás la verían publicada. Empezó a farfullar algo. Parecía que maldecía. Su rostro se descompuso y cuando se le acercó el camarero le contestó que no quería nada. Hizo una seña con la mano para que se retirara. Siguió sentado hasta la hora del menú. Luego salió.