lunes, 9 de diciembre de 2019

La tragedia de Don Ingannare


“Tienes más vueltas que un caracol—le dijo Don Sborniache a su pupilo—, te doy consejos, pero mis palabras se las lleva el viento”. Bebé, le decían al mozalbete, porque tenía una cara redonda muy sosa y un labio inferior muy prominente que le daba un aspecto de idiota o de niño caprichoso, según se le apreciara. La habitación estaba iluminada por dos velas. Era medianoche y la familia Fardello Crudele se disponía a recibir a sus enemigos. Había un ejército completo de guardias armados hasta los dientes, pero los contrincantes sabían que el verdadero rival era Testardo el gigante con cara de imbécil. Era enorme, pesaba unos doscientos kilos y medía un metro noventa y cinco, a pesar de sus escasos diecisiete años. Sus pies eran como dos planchas metálicas que soportaban no solo su propio peso, sino el doble y, tal vez, el triple. Se oyó el ruido de los enfrenones de los coches y los primeros disparos. Los asesinos de la familia Garofano lograron entrar a la casa, pero ya los esperaba el temido monstruo. Por la línea de su madre, Testardo, era descendiente indirecto de los Medici y lo único que había heredado bien, era la crueldad de sus antepasados. Cuando se acercaba a sus víctimas se detenía frente a ellos y los miraba con ojos penetrantes. Se tardaba mucho en decidir cómo atacar. Ese lapso de tiempo era brutal y desesperante para sus rivales porque les hacía sentir como unos ratones frente a una serpiente hambrienta que piensa a quien comerse primero. La espera hacía que las piernas les temblaran o, de plano, se orinaran.

Un intrépido y fortachón atacante logró abrazársele del cuello. Los demás salían rodando por los lados cuando recibían terribles patadas o sordos manotazos. La escena era como la de las hormigas y el elefante, en la que las pequeñas obreras le gritaban a su compañera que ahorcara al paquidermo; en este caso, le pedían a su compañero que degollara al gordinflón. Estuvo a punto de herirle la yugular, pero el fallo lo hizo caer y terminó hecho papilla bajo los pies de Testardo. La arremetida no dejó más que un montón de atacantes aplastados como cucarachas y al “Padrino” Don Sborniache muerto. Se reunieron las familias e hicieron las paces. Se tomó la decisión de elegir a un nuevo padrino. Lo malo era que todas las propuestas llegaban al mismo callejón sin salida. “Le toca a Testardo— decían los cabezas de familia al repasar la genealogía de los Fardello Crudele—, por derecho Legge sul patrocinio, pero hay que evitarlo”. No fue posible hacerlo y el 31 de diciembre se proclamó que el año siguiente empezaría bajo la gestión y protección de Don Ingannare. Tenían que buscarle una esposa, pero ninguna de las familias estuvo dispuesta a ceder ninguna de sus hijas, incluso las más feas. El temor era que Don Ingannare se convirtiera en un rullo de mujeres inocentes. Cuando se le preguntó si le gustaba alguna chica dijo que le encantaba la dependienta de la Focaccine classiche, una pastelería artesanal muy pequeña en la que trabajaba Marianella. Ella era pequeña y no muy agraciada, lo más hermoso que tenía eran los ojos. Su cuerpo era delgado, pero sus manos y brazos eran muy fuertes, ya que desde niña había amasado la harina de los panes y tartas.

La boda se celebró a bombo y platillo, todos se presentaron de pipa y guante. A los pocos meses se comenzó la construcción de una casa detrás de la pastelería. Era un palacio de mármol de dimensiones extraordinarias y mucho lujo. Pronto Marianella quedó en cinta y su estómago comenzó a crecer de forma desorbitada. El embarazo se complicó y la futura madre se puso de tan mal humor que no soportaba a nadie, se le agrió el carácter.  La relación con su marido era fantástica y hasta ese momento no habían tenido riñas, dado que Doña Marianella dominaba por completo a su cónyuge, y era la única persona ante la cual Testardo bajaba la cabeza. Por desgracia, ella tenía una mano muy ruda y, en un momento de enfado incontrolable, levantó el brazo mientras él enorme troglodita gimoteaba de rodillas frente a ella y le soltó un tremendo bofetón. El impacto le dislocó la mandíbula y lo mandó al otro mundo. Marianella sin comprender lo que había sucedido comenzó a darle taconazos con su zapatilla, pero todo era de sobra porque  Don Ingannare ya era un cadáver.

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