“Tienes más
vueltas que un caracol—le dijo Don Sborniache a su pupilo—, te doy consejos,
pero mis palabras se las lleva el viento”. Bebé, le decían al mozalbete, porque
tenía una cara redonda muy sosa y un labio inferior muy prominente que le daba
un aspecto de idiota o de niño caprichoso, según se le apreciara. La habitación
estaba iluminada por dos velas. Era medianoche y la familia Fardello Crudele se
disponía a recibir a sus enemigos. Había un ejército completo de guardias
armados hasta los dientes, pero los contrincantes sabían que el verdadero rival
era Testardo el gigante con cara de imbécil. Era enorme, pesaba unos doscientos
kilos y medía un metro noventa y cinco, a pesar de sus escasos diecisiete años.
Sus pies eran como dos planchas metálicas que soportaban no solo su propio peso,
sino el doble y, tal vez, el triple. Se oyó el ruido de los enfrenones de los
coches y los primeros disparos. Los asesinos de la familia Garofano lograron
entrar a la casa, pero ya los esperaba el temido monstruo. Por la línea de su
madre, Testardo, era descendiente indirecto de los Medici y lo único que había
heredado bien, era la crueldad de sus antepasados. Cuando se acercaba a sus
víctimas se detenía frente a ellos y los miraba con ojos penetrantes. Se
tardaba mucho en decidir cómo atacar. Ese lapso de tiempo era brutal y
desesperante para sus rivales porque les hacía sentir como unos ratones frente
a una serpiente hambrienta que piensa a quien comerse primero. La espera hacía
que las piernas les temblaran o, de plano, se orinaran.
Un intrépido y
fortachón atacante logró abrazársele del cuello. Los demás salían rodando por
los lados cuando recibían terribles patadas o sordos manotazos. La escena era
como la de las hormigas y el elefante, en la que las pequeñas obreras le
gritaban a su compañera que ahorcara al paquidermo; en este caso, le pedían a
su compañero que degollara al gordinflón. Estuvo a punto de herirle la yugular,
pero el fallo lo hizo caer y terminó hecho papilla bajo los pies de Testardo.
La arremetida no dejó más que un montón de atacantes aplastados como cucarachas
y al “Padrino” Don Sborniache muerto. Se reunieron las familias e hicieron las
paces. Se tomó la decisión de elegir a un nuevo padrino. Lo malo era que todas
las propuestas llegaban al mismo callejón sin salida. “Le toca a Testardo—
decían los cabezas de familia al repasar la genealogía de los Fardello Crudele—,
por derecho Legge sul patrocinio, pero hay que evitarlo”. No fue posible
hacerlo y el 31 de diciembre se proclamó que el año siguiente empezaría bajo la
gestión y protección de Don Ingannare. Tenían que buscarle una esposa, pero
ninguna de las familias estuvo dispuesta a ceder ninguna de sus hijas, incluso
las más feas. El temor era que Don Ingannare se convirtiera en un rullo de
mujeres inocentes. Cuando se le preguntó si le gustaba alguna chica dijo que le
encantaba la dependienta de la Focaccine classiche, una pastelería artesanal
muy pequeña en la que trabajaba Marianella. Ella era pequeña y no muy
agraciada, lo más hermoso que tenía eran los ojos. Su cuerpo era delgado, pero sus
manos y brazos eran muy fuertes, ya que desde niña había amasado la harina de
los panes y tartas.
La boda se celebró
a bombo y platillo, todos se presentaron de pipa y guante. A los pocos meses se
comenzó la construcción de una casa detrás de la pastelería. Era un palacio de
mármol de dimensiones extraordinarias y mucho lujo. Pronto Marianella quedó en
cinta y su estómago comenzó a crecer de forma desorbitada. El embarazo se
complicó y la futura madre se puso de tan mal humor que no soportaba a nadie, se
le agrió el carácter. La relación con su
marido era fantástica y hasta ese momento no habían tenido riñas, dado que Doña
Marianella dominaba por completo a su cónyuge, y era la única persona ante la
cual Testardo bajaba la cabeza. Por desgracia, ella tenía una mano muy ruda y,
en un momento de enfado incontrolable, levantó el brazo mientras él enorme
troglodita gimoteaba de rodillas frente a ella y le soltó un tremendo bofetón.
El impacto le dislocó la mandíbula y lo mandó al otro mundo. Marianella sin comprender
lo que había sucedido comenzó a darle taconazos con su zapatilla, pero todo era
de sobra porque Don Ingannare ya era un
cadáver.
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