miércoles, 25 de diciembre de 2019

El caso del camaleón


Era la segunda caja que llegaba a la paquetería de la estación de trenes. El inspector Joseph Kipling y su ayudante John Caldwell no tenían muchas pistas. Los envíos tenían una dirección falsa en la ciudad de Londres y eran procedentes de París. Cuando el inspector fue a ver el contenido de la primera caja se quedó muy impresionado. Había visto muchos crímenes en su larga vida de investigador de la policía, no obstante, jamás le había tocado presenciar algo así. Esta ocasión ya iba moralmente preparado para analizar el cuerpo que contenía el baúl. Si la vez anterior se trataba de un hombre, ahora tenía que ver a una mujer. “¿Qué tipo de asesino realiza estos crímenes? —le había preguntado retóricamente a John, pero éste en un momento de lucidez le dijo que algún loco obsesionado por la venganza—. ¡Es verdad! ¡Es verdad, John! ¿Cómo se me pudo haber pasado algo tan elemental?”.

Los dos sabían que era cuestión de tiempo. Presentían que llegarían dos o tres cofres más y, si se apresuraban en la investigación, tal vez, podrían impedir algún crimen. Del primer cadáver sabían que era de un hombre de buena condición social, francés, inglés o alemán. Gordo y alto. Por la ausencia de la cabeza, no pudieron decirle a la policía de París qué aspecto tenía el hombre. Además, le habían cortado una pierna. Los galos empezaron a investigar sobre las desapariciones de algún personaje importante. No les había llegado ningún telegrama, ni carta, así que llegaron a la conclusión de que pronto se verían en la necesidad de viajar al país vecino.
“Es por aquí, inspector, le dijo un hombre calvo de unos cuarenta años con aspecto de abuelo por la falta de dientes. Es una mujer joven, pero también le falta la cabeza”. El inspector le dio una palmada en la espalda y sacó su pañuelo para acercarse y ver mejor a la víctima. Le habían mutilado una pierna y estaba decapitada. Era la firma del psicópata. Para qué haría eso el criminal. Degollaba como gallinas a sus víctimas y les quitaba la pierna izquierda. Eso tenía que indicar algo. “John, ponte en el lugar del asesino—le dijo el inspector a Caldwell—. ¿Para qué les quitarías la cabeza? Y ¿Por qué la izquierda y no la derecha?”. John respondió que la cabeza era para que no se pudiera identificar a los muertos, y lo de la pierna era una señal. Algo tan estúpido como levantarse con el pie izquierdo o meter la pata, o ser zurdos. Eso no les decía mucho, pero a lo largo de los años, se habían convencido de que lo importante no era si ellos lo consideraban creíble o lógico, sino que debían pensar qué persona actuaría así. Ya en dos ocasiones se les habían complicado las cosas por descartar algo tan evidente como la estupidez y la falta de ingenio de algunos criminales.

Sacaron el cuerpo de la mujer y lo recostaron en unos sacos. El forense dijo que el cuerpo, a pesar de la descomposición, era joven y se notaba el buen cuidado que le habían dado en vida. Es una mujer aristócrata, inspector, le había dicho el médico que mostró sus aptitudes de tocólogo. Todos sospecharon que habría un vínculo muy fuerte entre las víctimas. Padre e hija, o amantes, tal vez. “Es inevitable, John, dijo el inspector, iremos a París a trabajar con Pierre Arnold”.

A la mañana siguiente abordaron un barco que salía a las diez. Llegaron con retraso y estuvieron a punto de quedarse en el puerto. Por fortuna, les permitieron subir y les transmitieron el enfado de los otros pasajeros. Agitados por la carrera se sentaron en unas sillas que encontraron en la borda. Hacía mucho sol, pero soplaba un viento muy fuerte. Decidieron bajar al bar. Allí se mezclaron con los otros viajeros y se tomaron una copa de whisky. Había gente de todo tipo, pero la atención de John recayó en un hombre fornido que bebía encorvado en un rincón oscuro. Era enorme y, aunque se notaba que escuchaba y veía todo, fingía estar sumido en sus pensamientos.

—Inspector, ¿acaso ese hombre no es Vicent Alain?
—¿Te refieres al fortachón que se oculta en aquel rincón?
—El mismo, inspector, ¿Qué estará haciendo en este barco?
—No me lo imagino, John, dejémoslo en paz y si está tramando alguna fechoría ya lo sabremos. Disimula y aparenta que no lo hemos reconocido.
—Está bien, inspector. Oiga inspector, ¿quién cree que será la siguiente víctima?
—Ni idea. Tal vez, alguna persona relacionada con el hombretón que llegó primero a la estación de ferrocarriles o con la chica.
—¿No le parece raro lo de la pierna?
—Sí, claro, sin embargo, me inclino por tu teoría de la venganza. No me asombraría que el criminal fuera cojo, la verdad.

Continuaron su charla y almorzaron. Después se quedaron todo el tiempo en la borda mirando el mar y comentando sus razonamientos y conclusiones. Habían recibido un telegrama que les había dado el mismo capitán, en el que les comunicaban que Pierre Arnold los recibiría en el puerto y se los llevaría a París en tren. Una pequeña llovizna los recibió en Calais. Descendieron del barco y les saludó el inspector Arnold en inglés, pero con un fuerte acento galo. Les puso al día en lo referente a las investigaciones y los llevó a la oficina desde se habían hecho los envíos de las cajas con los cadáveres mutilados. No se habían recibido más. Sabían que la persona que figuraba en el remitente era un desconocido, un tal Clemente Leroux, del cual no se había podido investigar nada. “Es un nombre inventado, les dijo mostrándoles las palmas de las manos, seguramente enseñaron documentos falsos”. Pierre les comunicó que esa misma mañana le habían entregado un telegrama en el cual le informaban sobre la desaparición del corredor de arte August Baudelaire. No era muy famoso, pero se le respetaba mucho en el mundo de las subastas de objetos de arte. Hacía unos días que nadie sabía sobre su paradero, además, una de sus empleadas, la señorita Edith Lacroix con quien decían que mantenía relaciones íntimas, se había esfumado. Sabían que ya podían seguir la pista correcta. Según la descripción que tenían de Baudelaire, era un tipo fornido, alto, de pelo castaño y con unas cicatrices en la espalda, consecuencia de un ataque que había sufrido en su juventud a manos de unos malhechores. De la señorita Lacroix sabían que era muy blanca, rubia y que cuidaba mucho tanto su forma de vestir como su salud. Tenían planeado salir hacia París en tren, pero el inspector Kipling tuvo una corazonada. “¿Es posible ir a la sección de envíos? —le preguntó a Pierre Arnold mientras este se terminaba de fumar su pipa—. Podríamos fisgonear un poco por allí y saber si alguien ha enviado una caja a Londres”.

En la oficina de envíos los recibió un hombre bajito y calvo que caminaba de prisa, pero hablaba esporádicamente. Su visera era como la estela de un cometa que dejaba dibujada en el aire su trayectoria. Cuando se detuvo, le preguntaron si no había recibido una caja más. Contestó que solo sabía de dos y no se había interesado en ellas, que las habían entregado dos granujas que, con monedas y billetes viejos, habían cubierto el gasto del envío. Agregó que, al parecer, lo había adivinado por las conversaciones de los tipos, era una mujer quien les había pedido el favor. Leyeron el libro de registros, tomaron sus notas y se dispusieron a salir a París en el tren, sin embargo, vieron pasar a unos hombres con una caja muy parecida a la de los cadáveres anteriores. Detuvieron a los cargadores, los interrogaron y les obligaron a abrir la caja. Era un cargamento con las pertenecías de algún viajero. Se disculparon y se marcharon. En la estación de trenes vieron que se anunciaba la salida de su tren. Tenían unos cuantos minutos, por lo que se quedaron en la plataforma ensimismados en sus pensamientos.

Les asignaron un compartimiento y les llevaron té con algunos pastelillos. Según les había dicho la acompañante del vagón, era cortesía de la empresa de ferrocarriles. El viaje transcurrió sin muchos contratiempos. Caldwell se quedó con la mirada fija en los paisajes como si tratara de grabarlos en su memoria para siempre. Los inspectores Kipling y Arnold evitaron la conversación para no dilucidar erróneamente. No eran supersticiosos, pero la vida les había enseñado que lo mejor era la prudencia y discreción en los momentos en los momentos de duda. El inspector Kipling tenía la impresión de haber visto a Vicent Alain en uno de los vagones. No lo habría podido asegurar por completo, pero su experiencia y su agudo olfato le ayudarían a descubrirlo. El delincuente se había camuflado con un disfraz. Se había teñido el pelo de rojo y se había pegado unos bigotes para asemejarse a un irlandés. Lo había delatado su forma de caminar la cual no cambió y, a pesar de llevar unas ropas bastante caras, no podía evitar que se le reconociera. Tardaron casi cuatro horas en llegar a su destino. Pierre Arnold hizo unos apuntes en una libretita y luego sacó un libro de Víctor Hugo en el que estuvo haciendo dibujos y anotaciones. “Es el Hombre que ríe—dijo levantando el empastado—mire qué interesantes ilustraciones tiene”. Era verdad, los grabados eran excelentes. Joseph Kipling dijo que había empezado ese libro, pero que desgraciadamente no lo había terminado. Se disculpó y agregó que no aceptaba todo lo que se decía de algunos ingleses en el libro. Sabía que la historia era horrible y que el pobre de Gwynplaine no se merecía las burlas que le había puesto el destino. Lo único que pudo decirle a su colega fue que hay ocasiones en que la vida se ensaña con los seres buenos que llegan aquí como mártires para limpiar los pecados de los demás. No hablaron mucho de las virtudes del autor porque sabían que era inútil abarcar su obra y su imagen social.

En París, les asignaron una pequeña habitación en un hostal que se encontraba cerca de la terminal de trenes de Lyon. Eran casi las siete de la tarde cuando salieron a cenar. Tenían una lista de sitios que les había recomendado Pierre Arnold. Caminaron por el boulevard Diderot en dirección al Sena y encontraron un mesón. Comieron bastante bien y remataron con un buen postre y un poco de coñac. Al llegar les esperaba el inspector Pierre a quien le habían comunicado que en la casa de August Baudelaire había sido asesinada el ama de llaves. La villa estaba en el campo, en los límites del décimo tercer distrito, cerca de Orli. La mansión era bastante grande y estaba rodeada de hermosos jardines muy bien cuidados. Cuando les abrieron la puerta vieron que había cuadros de autores bien cotizados en el mercado como Manet, Degas y Seurat, entre otros. No eran las mejores obras, pero tenían mucho valor.

—Con que es aquí donde vivía el corredor de arte. No tenía tan mal gusto, ¿verdad?
—Sí, es cierto, inspector—dijo Pierre—según los sirvientes, vivía con modestia. No daba fiestas opulentas y se ensañaba con quienes no cumplían sus caprichos. Al parecer tenía un desequilibrio psicológico. La única persona con la que se llevaba bien era con Edith. Tendremos que hablar con toda la servidumbre después de analizar el cadáver de Josephine Renoir. 

El cuadro era abrupto. La mujer estaba tendida en la bodega de los vinos. La habían cogido por sorpresa porque nadie escuchó nada. El cuerpo yacía desnudo con un enorme charco de sangre, le faltaba la cabeza y la pierna izquierda. No había duda de que el asesino había actuado muy rápido y sin la intención de llevarse el cuerpo, por eso sólo había cogido la cabeza y la pierna. “Demonios, dijo Caldwell, es como si los criminales ya supieran que veníamos a París, inspector”. Esa deducción enlazó los pensamientos de Kipling con Vicent Alain y comentó que había notado la presencia del peligroso criminal en el barco. “No debe estar muy lejos—comentó Pierre—. Parece que el crimen fue por la mañana, pero como nadie bajó se apareció por aquí, lo han descubierto muy tarde. Se organizó el traslado del cuerpo a la morgue y se pidió que investigaran todo lo que se supiera de Alain y sus cómplices ingleses.

Volvieron a su hostal un poco asqueados por la imagen de Josephine. Supieron que la respetada y temida ama de llaves había actuado en complicidad con Baudelaire y Edith en una especie de castigos crueles. ¿Pero a quiénes habían martirizado? Todos los empleados de la casa respondieron lo mismo a los interrogatorios. No era posible que después de trabajar en la casa más de cinco años no tuvieran ni idea de lo que ocurría por las noches. El inspector Arnold dijo que sería mejor buscar la información en el círculo en el que se desenvolvía Baudelaire. Lo primero que debían hacer era entrevistarse con James Reunte y otros de los corredores de arte que se encontraban de vez en cuando con August “Bounche” como le decían todos.

—¿Sabes lo que significa el hallazgo de hoy, John?
—Tengo mis hipótesis, inspector, pero no sé hasta qué punto sean las correctas.
—Pues desembúchalas y ya iremos deduciéndolo…
—Bueno, mire. En primer lugar, el tal August tenía aterrorizada a su servidumbre. Todos ocultaron la verdad y antes de nuestra llegada se habían puesto de acuerdo para repetir como pericos lo mismo. En segundo lugar, están atemorizados porque quien esté asesinando a esas personas les ha dicho que cualquiera de ellos puede ser el siguiente, lo cual indica que estaban implicados en las torturas de la casa. Está también nuestro Vicent que nos ha seguido desde Londres y que debe estar implicado, ya que de ninguna forma se arriesgaría a seguirnos tan cerca. Eso me hace pensar que tiene un cómplice aquí en París y no sería nada extraño que él fuera el asesino ejecutor, pero quién organiza todo esto. Dónde está el autor intelectual de esta carnicería.
—En todo tienes razón, querido John y, suponiendo que tus ideas descabelladas, sean acertadas, entonces debemos seguirle los pasos a Alain para que nos lleve hasta la madriguera de su compinche.

Se acostaron y durmieron muy tranquilos. La noche era tibia y, a pesar del bochorno, los sueños se les fueron presentando como en un álbum de fotografías. Se despertaron de buen humor e incluso hicieron algunos chistes. Desayunaron sin referirse ni al caso ni a sus sueños. Pasaron unas horas leyendo los periódicos a la espera del inspector Pierre que los llevaría a la comisaría con el fin de ponerlos al tanto de las investigaciones que el equipo francés hacía. Cuando se presentaron fueron recibidos con cortesía y respeto, les ofrecieron café y se sentaron en una sala donde Loran un inspector nuevo, pero muy capaz, les dio la información sobre Ekaterina Sine, una criada joven, sensible y guapa que había tenido la mala suerte de caer en las garras de Baudelaire y se había vuelto loca. “Está enclaustrada en el manicomio. Lleva un año y medio allí y, según dicen los enfermeros, está completamente desconectada de este mundo. Nos han comentado la pobre se la pasa vagabundeando y que a veces se sale de su habitación por las noches. En varias ocasiones la han dejado dormir en los banquillos del jardín del hospital y hasta se han olvidado de ella por varios días. Nos contaron que es como un fantasma”. El inspector Pierre dijo que existía la posibilidad de que los cuadros que había pintado Ekaterina, los había firmado Edith. Para lograr que ella pintara la habían martirizado y engañado. La noticia fue muy sorprendente porque, como lo destacó John, eso implicaba que Ekaterina había sido esclavizada y acosada. La única forma de escape que le quedaba era entregarles lo que le exigían.

Por la noche fueron a conversar con Claude Fournier y su esposa. No le pudieron sacar nada en concreto al rico crítico de arte, pero su esposa se fue de la lengua. Era una mujer muy voluptuosa que se había acostumbrado a los lujos que le permitía su marido y hacía tiempo que había dejado la discreción en el olvido. Le atrajo mucho el varonil y joven John. Excitada, bebió de más sin notar las indiscreciones de su lengua. Comenzó un juego absurdo en el que le ponía acertijos a su interlocutor insinuándole que si los resolvía se irían juntos a la cama.

“No se imagina lo mal que lo pasó Ekaterina, jovencito—dijo la señora Fournier—. La apaleaban y la dejaban días enteros en un cuarto oscuro, no la alimentaban y le hacían creer que la visitaban unos demonios. La pobre llegó a temerle tanto a la habitación que pintó todos los cuadros que le pidieron, luego Edith Lacroix les puso las firmas y los vendieron como originales de famosos artistas. Se imaginará que el negocio les dejaba bastante ¿no? En una ocasión le comentaron a mi marido que planeaban irse a Londres a abrir una galería, pero su gallina de los huevos de oro se volvió loca y tuvieron que cambiar de planes. Ahora la pobre está en el manicomio. Dios la bendiga.

Cuando salieron de la hermosa casa, John le contó todo al inspector Joseph y Pierre les dijo que si deseaban ir a ver en qué condiciones se encontraba la pobre Ekaterina, podrían ir al día siguiente. La clínica de tratamientos psicológicos era un edificio de cuatro plantas muy viejo. Tenía la fachada muy descuidada y las ventanas estaban resguardadas por barrotes. Un doctor flemático los condujo hasta el sitio en el que estaba Ekaterina. Se veía gris, tenía la piel opaca, estaba desaliñada y flaca. Olía mal y parecía estar sorda. Sus ojos no se movían y se habría podido decir que estaba ciega, pero cuando parpadeaba y mostraba interés por algo daba la sensación de que regresaba de otro mundo y luego se iba de nuevo. Contestó a todas las preguntas con monosílabos o con nombres. Mencionó el de Baudelaire, el de Edith, el de Josephine y el de un mayordomo de la casa, el señor Foucault. Una enfermera les comentó que seguía con el hábito de pintar, pero que lo hacía por las noches para no dormir a oscuras. Cuando entraron a su cámara les sorprendió ver sus obras. Preguntaron si esas eran todas, pero la joven les dijo que no, que en ocasiones la señora recibía la visita de un hombre corpulento que decía ser un pariente lejano y se las llevaba consigo. Impulsados como por el piquete de una aguja los dos policías saltaron.  Tenían el presentimiento de que había una confabulación. Pierre trató de forzar a Ekaterina para que confesara, pero entre más insistía, más flácido se hacía el cuerpo de la enferma. Salieron directos a la comisaría para dictar una orden de aprehensión. Sabían que tenían poco tiempo y cada minuto valía oro.

Cuando llegaron a la comisaría les informaron que unas horas antes se había reportado otro hallazgo. Era Foucault que había muerto decapitado y le habían amputado la pierna izquierda. Siguieron el rastro de Vicent Alain. Tardaron tres semanas en hallar una galería que aceptaba los trabajos de Ekaterina. Allí tenían un pintor que los firmaba y después se ofrecían en el mercado negro londinense a precios muy buenos. Al final, se enteraron de que Vicent se había marchado a América y cuando volvieron al manicomio para interrogar a Ekaterina, les comunicaron con mucha pena que se había esfumado y nadie conocía su paradero.


No hay comentarios:

Publicar un comentario