Era la segunda caja que llegaba a la paquetería de la estación de trenes.
El inspector Joseph Kipling y su ayudante John Caldwell no tenían muchas
pistas. Los envíos tenían una dirección falsa en la ciudad de Londres y eran
procedentes de París. Cuando el inspector fue a ver el contenido de la primera
caja se quedó muy impresionado. Había visto muchos crímenes en su larga vida de
investigador de la policía, no obstante, jamás le había tocado presenciar algo
así. Esta ocasión ya iba moralmente preparado para analizar el cuerpo que
contenía el baúl. Si la vez anterior se trataba de un hombre, ahora tenía que
ver a una mujer. “¿Qué tipo de asesino realiza estos crímenes? —le había
preguntado retóricamente a John, pero éste en un momento de lucidez le dijo que
algún loco obsesionado por la venganza—. ¡Es verdad! ¡Es verdad, John! ¿Cómo se
me pudo haber pasado algo tan elemental?”.
Los dos sabían que era cuestión de tiempo. Presentían que llegarían dos o
tres cofres más y, si se apresuraban en la investigación, tal vez, podrían
impedir algún crimen. Del primer cadáver sabían que era de un hombre de buena
condición social, francés, inglés o alemán. Gordo y alto. Por la ausencia de la
cabeza, no pudieron decirle a la policía de París qué aspecto tenía el hombre.
Además, le habían cortado una pierna. Los galos empezaron a investigar sobre
las desapariciones de algún personaje importante. No les había llegado ningún
telegrama, ni carta, así que llegaron a la conclusión de que pronto se verían
en la necesidad de viajar al país vecino.
“Es por aquí, inspector, le dijo un hombre calvo de unos cuarenta años con
aspecto de abuelo por la falta de dientes. Es una mujer joven, pero también le
falta la cabeza”. El inspector le dio una palmada en la espalda y sacó su
pañuelo para acercarse y ver mejor a la víctima. Le habían mutilado una pierna
y estaba decapitada. Era la firma del psicópata. Para qué haría eso el
criminal. Degollaba como gallinas a sus víctimas y les quitaba la pierna
izquierda. Eso tenía que indicar algo. “John, ponte en el lugar del asesino—le
dijo el inspector a Caldwell—. ¿Para qué les quitarías la cabeza? Y ¿Por qué la
izquierda y no la derecha?”. John respondió que la cabeza era para que no se
pudiera identificar a los muertos, y lo de la pierna era una señal. Algo tan
estúpido como levantarse con el pie izquierdo o meter la pata, o ser zurdos.
Eso no les decía mucho, pero a lo largo de los años, se habían convencido de
que lo importante no era si ellos lo consideraban creíble o lógico, sino que
debían pensar qué persona actuaría así. Ya en dos ocasiones se les habían
complicado las cosas por descartar algo tan evidente como la estupidez y la
falta de ingenio de algunos criminales.
Sacaron el cuerpo de la mujer y lo recostaron en unos sacos. El forense
dijo que el cuerpo, a pesar de la descomposición, era joven y se notaba el buen
cuidado que le habían dado en vida. Es una mujer aristócrata, inspector, le
había dicho el médico que mostró sus aptitudes de tocólogo. Todos sospecharon
que habría un vínculo muy fuerte entre las víctimas. Padre e hija, o amantes,
tal vez. “Es inevitable, John, dijo el inspector, iremos a París a trabajar con
Pierre Arnold”.
A la mañana siguiente abordaron un barco que salía a las diez. Llegaron con
retraso y estuvieron a punto de quedarse en el puerto. Por fortuna, les
permitieron subir y les transmitieron el enfado de los otros pasajeros.
Agitados por la carrera se sentaron en unas sillas que encontraron en la borda.
Hacía mucho sol, pero soplaba un viento muy fuerte. Decidieron bajar al bar.
Allí se mezclaron con los otros viajeros y se tomaron una copa de whisky. Había
gente de todo tipo, pero la atención de John recayó en un hombre fornido que
bebía encorvado en un rincón oscuro. Era enorme y, aunque se notaba que
escuchaba y veía todo, fingía estar sumido en sus pensamientos.
—Inspector, ¿acaso ese hombre no es Vicent Alain?
—¿Te refieres al fortachón que se oculta en aquel rincón?
—El mismo, inspector, ¿Qué estará haciendo en este barco?
—No me lo imagino, John, dejémoslo en paz y si está tramando alguna
fechoría ya lo sabremos. Disimula y aparenta que no lo hemos reconocido.
—Está bien, inspector. Oiga inspector, ¿quién cree que será la siguiente
víctima?
—Ni idea. Tal vez, alguna persona relacionada con el hombretón que llegó
primero a la estación de ferrocarriles o con la chica.
—¿No le parece raro lo de la pierna?
—Sí, claro, sin embargo, me inclino por tu teoría de la venganza. No me asombraría
que el criminal fuera cojo, la verdad.
Continuaron su charla y almorzaron. Después se quedaron todo el tiempo en
la borda mirando el mar y comentando sus razonamientos y conclusiones. Habían
recibido un telegrama que les había dado el mismo capitán, en el que les
comunicaban que Pierre Arnold los recibiría en el puerto y se los llevaría a
París en tren. Una pequeña llovizna los recibió en Calais. Descendieron del
barco y les saludó el inspector Arnold en inglés, pero con un fuerte acento
galo. Les puso al día en lo referente a las investigaciones y los llevó a la
oficina desde se habían hecho los envíos de las cajas con los cadáveres
mutilados. No se habían recibido más. Sabían que la persona que figuraba en el
remitente era un desconocido, un tal Clemente Leroux, del cual no se había
podido investigar nada. “Es un nombre inventado, les dijo mostrándoles las
palmas de las manos, seguramente enseñaron documentos falsos”. Pierre les comunicó
que esa misma mañana le habían entregado un telegrama en el cual le informaban
sobre la desaparición del corredor de arte August Baudelaire. No era muy
famoso, pero se le respetaba mucho en el mundo de las subastas de objetos de arte.
Hacía unos días que nadie sabía sobre su paradero, además, una de sus
empleadas, la señorita Edith Lacroix con quien decían que mantenía relaciones
íntimas, se había esfumado. Sabían que ya podían seguir la pista correcta.
Según la descripción que tenían de Baudelaire, era un tipo fornido, alto, de
pelo castaño y con unas cicatrices en la espalda, consecuencia de un ataque que
había sufrido en su juventud a manos de unos malhechores. De la señorita Lacroix
sabían que era muy blanca, rubia y que cuidaba mucho tanto su forma de vestir
como su salud. Tenían planeado salir hacia París en tren, pero el inspector
Kipling tuvo una corazonada. “¿Es posible ir a la sección de envíos? —le
preguntó a Pierre Arnold mientras este se terminaba de fumar su pipa—.
Podríamos fisgonear un poco por allí y saber si alguien ha enviado una caja a
Londres”.
En la oficina de envíos los recibió un hombre bajito y calvo que caminaba
de prisa, pero hablaba esporádicamente. Su visera era como la estela de un
cometa que dejaba dibujada en el aire su trayectoria. Cuando se detuvo, le
preguntaron si no había recibido una caja más. Contestó que solo sabía de dos y
no se había interesado en ellas, que las habían entregado dos granujas que, con
monedas y billetes viejos, habían cubierto el gasto del envío. Agregó que, al
parecer, lo había adivinado por las conversaciones de los tipos, era una mujer
quien les había pedido el favor. Leyeron el libro de registros, tomaron sus
notas y se dispusieron a salir a París en el tren, sin embargo, vieron pasar a
unos hombres con una caja muy parecida a la de los cadáveres anteriores.
Detuvieron a los cargadores, los interrogaron y les obligaron a abrir la caja.
Era un cargamento con las pertenecías de algún viajero. Se disculparon y se
marcharon. En la estación de trenes vieron que se anunciaba la salida de su
tren. Tenían unos cuantos minutos, por lo que se quedaron en la plataforma
ensimismados en sus pensamientos.
Les asignaron un compartimiento y les llevaron té con algunos pastelillos.
Según les había dicho la acompañante del vagón, era cortesía de la empresa de
ferrocarriles. El viaje transcurrió sin muchos contratiempos. Caldwell se quedó
con la mirada fija en los paisajes como si tratara de grabarlos en su memoria
para siempre. Los inspectores Kipling y Arnold evitaron la conversación para no
dilucidar erróneamente. No eran supersticiosos, pero la vida les había enseñado
que lo mejor era la prudencia y discreción en los momentos en los momentos de
duda. El inspector Kipling tenía la impresión de haber visto a Vicent Alain en
uno de los vagones. No lo habría podido asegurar por completo, pero su
experiencia y su agudo olfato le ayudarían a descubrirlo. El delincuente se
había camuflado con un disfraz. Se había teñido el pelo de rojo y se había
pegado unos bigotes para asemejarse a un irlandés. Lo había delatado su forma
de caminar la cual no cambió y, a pesar de llevar unas ropas bastante caras, no
podía evitar que se le reconociera. Tardaron casi cuatro horas en llegar a su
destino. Pierre Arnold hizo unos apuntes en una libretita y luego sacó un libro
de Víctor Hugo en el que estuvo haciendo dibujos y anotaciones. “Es el Hombre
que ríe—dijo levantando el empastado—mire qué interesantes ilustraciones
tiene”. Era verdad, los grabados eran excelentes. Joseph Kipling dijo que había
empezado ese libro, pero que desgraciadamente no lo había terminado. Se disculpó
y agregó que no aceptaba todo lo que se decía de algunos ingleses en el libro.
Sabía que la historia era horrible y que el pobre de Gwynplaine no se merecía
las burlas que le había puesto el destino. Lo único que pudo decirle a su
colega fue que hay ocasiones en que la vida se ensaña con los seres buenos que llegan
aquí como mártires para limpiar los pecados de los demás. No hablaron mucho de
las virtudes del autor porque sabían que era inútil abarcar su obra y su imagen
social.
En París, les asignaron una pequeña habitación en un hostal que se
encontraba cerca de la terminal de trenes de Lyon. Eran casi las siete de la
tarde cuando salieron a cenar. Tenían una lista de sitios que les había
recomendado Pierre Arnold. Caminaron por el boulevard Diderot en dirección al Sena
y encontraron un mesón. Comieron bastante bien y remataron con un buen postre y
un poco de coñac. Al llegar les esperaba el inspector Pierre a quien le habían
comunicado que en la casa de August Baudelaire había sido asesinada el ama de
llaves. La villa estaba en el campo, en los límites del décimo tercer distrito,
cerca de Orli. La mansión era bastante grande y estaba rodeada de hermosos
jardines muy bien cuidados. Cuando les abrieron la puerta vieron que había cuadros
de autores bien cotizados en el mercado como Manet, Degas y Seurat, entre otros.
No eran las mejores obras, pero tenían mucho valor.
—Con que es aquí donde vivía el corredor de arte. No tenía tan mal gusto,
¿verdad?
—Sí, es cierto, inspector—dijo Pierre—según los sirvientes, vivía con
modestia. No daba fiestas opulentas y se ensañaba con quienes no cumplían sus
caprichos. Al parecer tenía un desequilibrio psicológico. La única persona con
la que se llevaba bien era con Edith. Tendremos que hablar con toda la
servidumbre después de analizar el cadáver de Josephine Renoir.
El cuadro era abrupto. La mujer estaba tendida en la bodega de los vinos.
La habían cogido por sorpresa porque nadie escuchó nada. El cuerpo yacía
desnudo con un enorme charco de sangre, le faltaba la cabeza y la pierna
izquierda. No había duda de que el asesino había actuado muy rápido y sin la intención
de llevarse el cuerpo, por eso sólo había cogido la cabeza y la pierna.
“Demonios, dijo Caldwell, es como si los criminales ya supieran que veníamos a
París, inspector”. Esa deducción enlazó los pensamientos de Kipling con Vicent
Alain y comentó que había notado la presencia del peligroso criminal en el
barco. “No debe estar muy lejos—comentó Pierre—. Parece que el crimen fue por
la mañana, pero como nadie bajó se apareció por aquí, lo han descubierto muy
tarde. Se organizó el traslado del cuerpo a la morgue y se pidió que
investigaran todo lo que se supiera de Alain y sus cómplices ingleses.
Volvieron a su hostal un poco asqueados por la imagen de Josephine.
Supieron que la respetada y temida ama de llaves había actuado en complicidad
con Baudelaire y Edith en una especie de castigos crueles. ¿Pero a quiénes
habían martirizado? Todos los empleados de la casa respondieron lo mismo a los
interrogatorios. No era posible que después de trabajar en la casa más de cinco
años no tuvieran ni idea de lo que ocurría por las noches. El inspector Arnold
dijo que sería mejor buscar la información en el círculo en el que se
desenvolvía Baudelaire. Lo primero que debían hacer era entrevistarse con James
Reunte y otros de los corredores de arte que se encontraban de vez en cuando
con August “Bounche” como le decían todos.
—¿Sabes lo que significa el hallazgo de hoy, John?
—Tengo mis hipótesis, inspector, pero no sé hasta qué punto sean las
correctas.
—Pues desembúchalas y ya iremos deduciéndolo…
—Bueno, mire. En primer lugar, el tal August tenía aterrorizada a su
servidumbre. Todos ocultaron la verdad y antes de nuestra llegada se habían puesto
de acuerdo para repetir como pericos lo mismo. En segundo lugar, están
atemorizados porque quien esté asesinando a esas personas les ha dicho que
cualquiera de ellos puede ser el siguiente, lo cual indica que estaban
implicados en las torturas de la casa. Está también nuestro Vicent que nos ha
seguido desde Londres y que debe estar implicado, ya que de ninguna forma se
arriesgaría a seguirnos tan cerca. Eso me hace pensar que tiene un cómplice
aquí en París y no sería nada extraño que él fuera el asesino ejecutor, pero
quién organiza todo esto. Dónde está el autor intelectual de esta carnicería.
—En todo tienes razón, querido John y, suponiendo que tus ideas
descabelladas, sean acertadas, entonces debemos seguirle los pasos a Alain para
que nos lleve hasta la madriguera de su compinche.
Se acostaron y durmieron muy tranquilos. La noche era tibia y, a pesar del
bochorno, los sueños se les fueron presentando como en un álbum de fotografías.
Se despertaron de buen humor e incluso hicieron algunos chistes. Desayunaron
sin referirse ni al caso ni a sus sueños. Pasaron unas horas leyendo los
periódicos a la espera del inspector Pierre que los llevaría a la comisaría con
el fin de ponerlos al tanto de las investigaciones que el equipo francés hacía.
Cuando se presentaron fueron recibidos con cortesía y respeto, les ofrecieron
café y se sentaron en una sala donde Loran un inspector nuevo, pero muy capaz,
les dio la información sobre Ekaterina Sine, una criada joven, sensible y guapa
que había tenido la mala suerte de caer en las garras de Baudelaire y se había
vuelto loca. “Está enclaustrada en el manicomio. Lleva un año y medio allí y,
según dicen los enfermeros, está completamente desconectada de este mundo. Nos
han comentado la pobre se la pasa vagabundeando y que a veces se sale de su
habitación por las noches. En varias ocasiones la han dejado dormir en los banquillos
del jardín del hospital y hasta se han olvidado de ella por varios días. Nos contaron
que es como un fantasma”. El inspector Pierre dijo que existía la posibilidad
de que los cuadros que había pintado Ekaterina, los había firmado Edith. Para
lograr que ella pintara la habían martirizado y engañado. La noticia fue muy
sorprendente porque, como lo destacó John, eso implicaba que Ekaterina había
sido esclavizada y acosada. La única forma de escape que le quedaba era entregarles
lo que le exigían.
Por la noche fueron a conversar con Claude Fournier y su esposa. No le
pudieron sacar nada en concreto al rico crítico de arte, pero su esposa se fue
de la lengua. Era una mujer muy voluptuosa que se había acostumbrado a los
lujos que le permitía su marido y hacía tiempo que había dejado la discreción
en el olvido. Le atrajo mucho el varonil y joven John. Excitada, bebió de más
sin notar las indiscreciones de su lengua. Comenzó un juego absurdo en el que
le ponía acertijos a su interlocutor insinuándole que si los resolvía se irían
juntos a la cama.
“No se imagina lo mal que lo pasó Ekaterina, jovencito—dijo la señora
Fournier—. La apaleaban y la dejaban días enteros en un cuarto oscuro, no la
alimentaban y le hacían creer que la visitaban unos demonios. La pobre llegó a
temerle tanto a la habitación que pintó todos los cuadros que le pidieron,
luego Edith Lacroix les puso las firmas y los vendieron como originales de famosos
artistas. Se imaginará que el negocio les dejaba bastante ¿no? En una ocasión
le comentaron a mi marido que planeaban irse a Londres a abrir una galería,
pero su gallina de los huevos de oro se volvió loca y tuvieron que cambiar de
planes. Ahora la pobre está en el manicomio. Dios la bendiga.
Cuando salieron de la hermosa casa, John le contó todo al inspector Joseph
y Pierre les dijo que si deseaban ir a ver en qué condiciones se encontraba la
pobre Ekaterina, podrían ir al día siguiente. La clínica de tratamientos
psicológicos era un edificio de cuatro plantas muy viejo. Tenía la fachada muy
descuidada y las ventanas estaban resguardadas por barrotes. Un doctor
flemático los condujo hasta el sitio en el que estaba Ekaterina. Se veía gris,
tenía la piel opaca, estaba desaliñada y flaca. Olía mal y parecía estar sorda.
Sus ojos no se movían y se habría podido decir que estaba ciega, pero cuando
parpadeaba y mostraba interés por algo daba la sensación de que regresaba de
otro mundo y luego se iba de nuevo. Contestó a todas las preguntas con
monosílabos o con nombres. Mencionó el de Baudelaire, el de Edith, el de
Josephine y el de un mayordomo de la casa, el señor Foucault. Una enfermera les
comentó que seguía con el hábito de pintar, pero que lo hacía por las noches
para no dormir a oscuras. Cuando entraron a su cámara les sorprendió ver sus
obras. Preguntaron si esas eran todas, pero la joven les dijo que no, que en
ocasiones la señora recibía la visita de un hombre corpulento que decía ser un
pariente lejano y se las llevaba consigo. Impulsados como por el piquete de una
aguja los dos policías saltaron. Tenían
el presentimiento de que había una confabulación. Pierre trató de forzar a
Ekaterina para que confesara, pero entre más insistía, más flácido se hacía el
cuerpo de la enferma. Salieron directos a la comisaría para dictar una orden de
aprehensión. Sabían que tenían poco tiempo y cada minuto valía oro.
Cuando llegaron a la comisaría les informaron que unas horas antes se había
reportado otro hallazgo. Era Foucault que había muerto decapitado y le habían
amputado la pierna izquierda. Siguieron el rastro de Vicent Alain. Tardaron
tres semanas en hallar una galería que aceptaba los trabajos de Ekaterina. Allí
tenían un pintor que los firmaba y después se ofrecían en el mercado negro
londinense a precios muy buenos. Al final, se enteraron de que Vicent se
había marchado a América y cuando volvieron al manicomio para interrogar a
Ekaterina, les comunicaron con mucha pena que se había esfumado y nadie conocía
su paradero.
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