miércoles, 29 de octubre de 2014

La herencia. Primer capítulo

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 “No hay otra nobleza que la de la virtud, el saber, el patriotismo y la caridad”

José María Teclo Morelos y Pavón

  
La herencia
(Novela de ficción)

Juan Cristóbal Espinosa H u d t l e r


I.                   La encomienda

Al llegar a la oficina me encontré con la mirada compasiva de Yadira, la secretaria de Don Doroteo Martínez y mi compañera de trabajo, lo que me hizo suponer que el jefe estaba disgustado conmigo; ahora lo importante era saber la razón, pensé.
-Buenos días, Yadira, ¿A qué viene esa mirada de misericordia?- Ella, haciéndome una señal con el dedo apoyado en sus rubicundos y voluminosos labios me indicó que me callara y, agitando la mano, me señaló que siguiera de frente. Entonces me dirigí al despacho del Sr. Martínez para darle los buenos días. Estaba de muy mal humor y echaba humo por la nariz, la causa de lo primero me era desconocida, la segunda era por el cigarro que mantenía muy apretado entre sus opacos dientes mientras bufaba como un toro.

-¿Qué tal está?- le pregunté, aprovechando que tenía la mirada dirigida hacia unos documentos que leía con atención.
-¿Ya se enteró?- me inquirió, sin responder a mi saludo ni levantar la vista.
-¿De qué?- contesté fingiendo inocencia. Simulé que no me imaginaba en absoluto de lo que se trataba porque las últimas semanas había cometido errores garrafales en los trámites y gestiones de documentos oficiales o demandas. Como era lógico, el resultado era que ya le estaba colmando la paciencia a don Doroteo por los disgustos que le habían ocasionado los clientes, al quejarse de mi ineptitud para realizar cosas tan simples como las que se me encomendaban.

-Pues, ¿de qué va a ser? Otra vez metió la pata con los documentos de los Domínguez,- se levantó bruscamente, arrojó su cigarrillo a la papelera con extrema puntería y me cogió por las solapas del saco.- ¿Sabe cuánto dinero vamos a perder por sus tonterías?- me miró y soltó la cifra de quince  mil pesos deletreándola con ironía.

-Lo siento de verdad, Señor Martínez, no sé qué me pasa. Eso nunca me había sucedido antes, es que… -No me dejó explicarle que me encontraba un poco turbado emocionalmente y que le había perdido el interés a la abogacía.

-Mire, le voy a dar la última oportunidad de que se reivindique conmigo, pero esto lo hago más por usted que por mí. Hay una gran herencia de muchos terrenos, casas y cuentas de banco que no se pueden cobrar porque el difunto, que en paz descanse, nunca se preocupó de poner  los documentos en orden y, claro, ahora no se puede hacer nada. Mejor dicho,-aclaró mirándome con sus pequeños ojos penetrantes-, sí se puede hacer mucho, tanto, que quiero que se ocupe usted del asunto y hasta que no lo resuelva no quiero verlo por la oficina. Yadira le explicara lo que tiene que hacer, vaya y pregúntele por los detalles.-Me miró con los ojos a punto de explotar, sentí su aliento con olor a tabaco fino con aroma de vainilla y su insoportable bilis agria, así que me di la vuelta y fui a ver a Yadira.

 Por un cortísimo instante pensé que había llegado el momento de tirar la toalla y echarlo todo por la borda y dedicarme a hacer lo que realmente me interesaba. Tal vez, me había llegado mi hora y lo mejor sería irme dejándole tirado todo el trabajo a don Doroteo y no volver, pero un pequeño chispazo de autoestima y amor propio me obligó a mostrar que tenía agallas. No iba a darme por vencido tan fácilmente, me prometí a mi mismo que esa sería la última tarea que cumpliría antes de renunciar con todas las de la ley. Traté de no dejarme llevar por los recuerdos de mi infancia pero la imagen imperiosa de mi padre apareció de nuevo diciéndome, cuando era un mocoso, que de grande sería abogado y que tenía que cumplir con los requerimientos de la ley para hacer justicia aunque tuviera que morirme en el intento. Sus palabras resonaron como platillos dentro de mi cabeza, retumbaron con crueldad y solo pude librarme de ellos en el momento en que llegué al escritorio de Yadira que levantó la mirada para darme una carpeta de color amarillo.

-Mira,-dijo con su hermoso acento habanero y su voz aguda-, aquí está toda la información. Por desgracia hay muy poca cosa, chico, y todo está patas arriba. Los documentos,- continuó diciendo, mirándome con sus enormes pestañas rizadas y acomodándose el incómodo sostén que contenía el fuerte empuje de su respiración ( dicho hábito era una forma automatizada que repetía varias veces durante el día, algunos clientes adoraban esos movimientos y tardaban más de lo habitual en saludarla o despedirse de ella cuando se aparecían sin motivo alguno por el bufete) -solo muestran.-continuó- el nombre del bisabuelo, el cual, por desgracia, no lleva el apellido de sus descendientes, aunque todos afirman que eso está relacionado con las peripecias que el rico hacendado tuvo que urdir para engañar a sus enemigos durante el paso del Porfiriato a La Revolución y de ésta a La Guerra Cristera, así que ármate de paciencia y empieza a buscar algunas pistas que te lleven al meollo del asunto y no te eche del trabajo el jefe. ¡Ah, perdona que no te lo haya dicho al principio!,-gritó de pronto-, pero es que con tantas prisas una tiene que hacer maravillas, mi amor, ya tú sabes, pues, que se trata de una gran herencia de muchas tierras, ganado y haciendas en Zacatecas y Aguascalientes. Mira y estudia los documentos,  si no entiendes algo, llámame y ya te lo investigo, papito. -Le di las gracias a la mulata cubana con la esperanza de que esa no fuera la última vez que la trataba como colega, ella me mandó un beso soplando sobre sus dedos de forma muy sensual y fue cuando entendí por qué nuestro vecino, el señor Pedrito, la adoraba tanto.

Salí del edificio donde se encontraba nuestra oficina y bajé por la calle Cinco de Mayo hasta llegar a la cafetería donde se reunían los abogados para comentar los chismes del día. No sé si exista en otro lugar un sitio tan singular como la cafetería El Águila, que no tiene nada de peculiar, salvo que fue fundada a principios del siglo XX por un comerciante muy rico y poderoso. Con el paso de los años había perdido su opulencia para servir de punto de reunión de los letrados, jubilados y en función, que se daban cita todos los días, incluyendo los fines de semana, para acordar transacciones, decidir juicios, crear conspiraciones y hacer todo tipo de chanchullos para que los jueces en los juzgados decidiera las sentencias a su favor.

Un ser muy característico en este local era el licenciado Chepe, un hombre muy  astuto, que se sabía las leyes al derecho y al revés, que usaba el pequeño comercio de café como oficina personal y no le importaba dar consultas a cualquiera que se lo pidiera a cambio de un café con leche o una sabrosa comida; todo dependía de lo complicado del caso que se le planteara. Don Chepe, ni siquiera era abogado pero de oídas habría podido presentar una tesis en cuestiones laborales, civiles o penales y defenderla, sin lugar a dudas, con mención honorífica. Era por eso que las personas que no tenían dinero para pagarse un abogado de renombre se dirigían a él y, en la mayoría de los casos, salían victoriosos de sus disputas legales gracias a la enorme sabiduría y experiencia del simpático anciano.
Entré y le pedí a una camarera baja y fortachona unos huevos fritos bañados con salsa picante, un café con leche y un bísquet, e inmediatamente me fui a sentar a la única mesa que quedaba libre y muy encajonada a un lado de la ventana. En cuanto me senté y levanté la vista para buscar a la mesera, la mujer ya estaba a mi lado, colocó frente a mí un enorme plato llano con los huevos y un platito con el bísquet.
 Cualquiera habría pensado que el servicio  del establecimiento era el mejor del país, sin embargo el que me hubieran atendido tan rápido se debía, en primer lugar, a que a esa hora el menú estaba compuesto de tres combinaciones de platos y en la repisa que había a un lado de la cocina surgían las porciones de huevos como las flores en primavera, los preparaban con salsa,  fritos o con jamón,  así  que las camareras solo iban por lo que necesitaban y lo servían al instante.
 La ceremonia del café, otro atractivo del establecimiento,  iba acompañada de un chorro marrón oscuro vidrioso, semejante a una serpiente liquida de cristal, que dejaba caer la camarera desde lo más alto que le permitía su brazo levantado, el sonido del choque del café con la leche producía unas burbujas deliciosas y excitantes que se agrandaban vistas a través de  los vasos, los cuales al semejarse a una lupa, dejaban, también, entre ver la liga aprisionadora en los muslos que cada encargada descubría al estirarse tanto, entonces era imposible comprender qué causaba más deseo, si el muslo regordete aprisionado o la ansiedad de ingerir cafeína lo antes posible. Le di las gracias a la complaciente camarera y se retiró.

En ese momento Don Chepe, quién estaba sentado a dos mesas de distancia debajo del  enorme y elevado candil del salón, contaba una de sus famosas anécdotas que le había dado una envidiable popularidad. Había varios practicantes de derecho riéndose a sus costillas, pero en el momento en que el anciano comenzaba a remedar e interpretar las voces de los jueces y abogados que conocía, las cuales le salían casi idénticas, cerraban el pico para disfrutar más de lo cómico del espectáculo. Como me sabía al dedillo las historias de don Chepe decidí echarle una ojeada a los papeles que me habían dado en la oficina.

Al ver unas pocas cartas en manuscrito con mala caligrafía y las viejas copias de documentos oficiales que contenía desistí y me relajé. Oí las divertidas historias de don Chepe, solo para confirmar que el divertido octogenario bonachón gozaba aun de buena salud y sentido común. Don Chepe era muy bajito y llevaba una barba al estilo de Alonso Quijano que en su fino rostro de afilado perfil  se tornaba en medieval caballeresco, a pesar de eso cuando se le veía paseando por la calle era muy fácil asociarlo con un gnomo travieso, dado su andar enérgico, rítmico y alegre. Así  que escuché por enésima vez la historia del juez que no entendió a don chepe cuando le propuso, en broma, que resolviera un acertijo muy popular en los juzgados, pero que por desgracia, era desconocido por ese ilustre magistrado y el final fue trágico.

-Mire, señor juez,- decía don Chepe con un aire de majestuosidad imitándose a sí mismo- nuestro caso es como el del hombre al que le propusieron salvarse dando únicamente la respuesta correcta a un acertijo cuando fue apresado por una tribu africana. La situación era esta, escuche con atención.
Un  explorador cayó en manos de unos aborígenes  y para morir con honor se le ofrecieron dos  posibilidades, debía decir una frase que de ser cierta moriría envenenado y de ser mentira moriría en la hoguera, sin embargo con la frase que dijo el hombre no pudieron condenarlo. ¿Sabe Ud. cuál fue, señoría? 

-Don Chepe hizo una pausa para recibir las ovaciones de los presentes, al igual que lo había hecho entonces en aquel juzgado,- Todos disimulaban la risa,-susurró con voz chillona don Chepe, - mientras todo mundo reía por lo bajo, el juez con su actitud heló cualquier intento de burla o escándalo, puesto que estaba muy pensativo. Pasaron unos segundos y toda la gente notó que el juez, en realidad, estaba tratando de resolver el acertijo, con gran sorpresa lo miré,- decía don Chepe  como si estuviera contando una historia de terror,- sin poder creer que tan alta autoridad se tomara la molestia de resolver una nimiedad conocida,  incluso por los niños, entonces se me escapó la siguiente frase,-agregó aullando como un  lobo-

“Vamos, hombre, ¿no se lo estará usted tomando en serio, verdad señor juez? Sí todos saben que…No pudo terminar porque el juez dijo: “Moriré envenenado”

 -Por un instante, don Chepe sintió que había llegado demasiado lejos proponiéndole ese tonto acertijo al juez, y éste aprovechándose de la ocasión para sacar alguna sorpresa con su característico ingenio, había dado la respuesta incorrecta. No obstante, el temor de don Chepe era infundado porque el  juez estaba hablando en serio, completamente convencido de que su respuesta era la correcta. Luego don Chepe, sin pensarlo explicó:

“Señoría, el explorador dijo que  moriría  en la hoguera y como para morir en la hoguera la frase tenía que ser falsa, no pudieron quemarlo;  y para morir envenenado la frase tenía que ser verdad, por lo tanto también se salvó del envenenamiento.  No es posible que sea usted tan tonto.”

De pronto, el juez advirtiendo que estaba quedando en ridículo, tomó lo primero que tenía a mano, que era un martillo de madera, y se lo lanzó a don Chepe, éste alcanzó a esquivarlo pero se cerró la sesión y después, como era de esperarse,  don Chepe perdió el caso. A partir de ese día todos los que se lo encontraban por las salas de los juzgados, en la calle o la cafetería, en lugar de saludarlo, le decían:

 “Don Chepe morirás de un martillazo, ¿eh?”

Después de disfrutar del divertido chascarrillo, recordé que ya llevaba casi dos años oyéndolo. Había seguido una línea rutinaria compuesta de los encargos que me daba don Doroteo, encuentros amorosos ocasionales con María, visitas a la facultad de derecho y tardes divertidas ambientadas con las bromas y chistes de abogados que tenían formada aquí su abadía del café El Águila. Me cuestioné nuevamente sobre mi futuro como abogado y no me causó el más mínimo sentimiento de alegría o satisfacción, por el contrario, experimenté  el pesar de convertirme en un viejecillo fracasado pidiendo limosnas en un café divirtiendo como humorista a los miembros de la abogacía que eran mucho más sagaces que yo.
 Me dieron ganas de irme en seguida, así que pagué la cuenta y me fui hacía el teléfono del local para  llamar a María, con quien, unos días antes había quedado para ver una película que nos tenía en ascuas por la publicidad que se le había hecho y, además, porque aparecía en el papel principal Al Pacino, quién tenía según palabras de María, un parecido enorme conmigo. Yo siempre le decía que eran sus figuraciones y que de ser ciertas tendría que compararnos  al revés, pues siendo tan famoso Al Pacino, lo normal era que me comparara a mí con él y no a la inversa, pero a ella eso no le importaba nada y seguía irritándome, llamándome Al.

A decir verdad, no éramos muy adictos a ver películas en una sala de cine con olor a palomitas rancias, violada a menudo, por los gritos, las risas, las malas críticas y comentarios soeces de los espectadores. Esta vez no teníamos más remedio que ir porque habían llevado a la pantalla la historia real de un hombre que se metió a robar un banco para hacerle a su amigo la operación de cambio de sexo. Sentíamos el morbo de verla y para satisfacer la curiosidad pensamos que valía la pena dejar nuestros prejuicios. Además habíamos leído una crítica de “Tarde de perros” en el  suplemento semanal del periódico y creíamos que esa película sería muy reconocida en las premiaciones del Oscar en Hollywood cuando se celebrara dicho evento.

María era diez años mayor que yo y, a pesar de que en ocasiones tenía sus malos ratos, nos compaginábamos muy bien, además salíamos sin ningún compromiso moral o sentimental. Lo que más nos importaba era pasar un rato agradable con ella obteniendo cada uno la ansiada satisfacción y placer que nos podíamos proporcionar mutuamente. Estaba divorciada, no tenía hijos y trabajaba como secretaria en una oficina de venta de electrodomésticos, tenía mucho tiempo libre y le gustaba leer. Fue precisamente ese amor por los libros lo que nos había unido por casualidad  porque un día fui a su oficina a entregar unas facturas y, mientras esperaba que me revisaran los documentos, entablé conversación con ella. Unos cinco minutos después ya habíamos hablado de Franz Kafka, Guy de Maupassant  y Antón Chejov, habíamos hablado  de literatura como si fuera una conversación sobre el estado del tiempo.         
                                                                       
  Luego supe que esos cuentistas eran sus escritores preferidos y decidí regalarle unos libros de otras historias cortas  que consideré adecuadas para su temperamento práctico y  realista.
Un día me llamó a la oficina para invitarme a comentar un libro que en especial le había gustado y quedamos de vernos en una cafetería muy popular de la zona rosa. Llegó muy ataviada con un pañuelo blanco con estampados de flores y un vestido rojo entallado que realzaba su esbeltez y lo largo de sus piernas. Llevaba el pelo recogido y el maquillaje modesto que la hacían semejarse a una bailadora de flamenco antes de su participación en el tablado.  El libro que me comentó fue el de  los cuentos misóginos de Patricia Hightsmith, luego tratamos el tema de El Varón Domado de Ester Vilar, La Romana de Alberto Moravia,  después, por el calor de la conversación y alguna palabra erótica que nos hizo remitirnos a Xaviera Hollander, el aire y la luz se tornaron más íntimos y seductores, volaban sobre nuestras cabezas ideas que entibiaban la atmosfera impregnándola de deseo y algunos vecinos de las mesas contiguas comenzaban a sentirlo, fue por eso que decidimos que lo más prudente sería continuar la conversación en un sitio más íntimo, así que María me propuso que la acompañara  a su casa.      
                                                                                                       
 Ella vivía en una habitación alquilada que era parte de una casa con un estrecho patio y un enorme zaguán rojo, no estaba lejos del centro, según María era una ganga porque el alquiler era ridículo y además, la dueña, una viejita muy modesta la tenía en gran estima y la consideraba su amiga o, tal vez, su propia hija.

Pasamos una noche romántica untándonos de pasión el uno al otro, con quejidos de placer y sudor consagrado, divirtiéndonos con juegos eróticos y risas pícaras. Dormimos unas cuantas horas y a la mañana siguiente, muy amodorrados. Salimos, ella para ir al trabajo y yo para la universidad.
En muchas ocasiones prefería mejor quedarme con María acostado en la cama que ir a escuchar las lecciones de derecho romano que nos impartían en la universidad profesores de segunda. Por desgracia, ese día era imposible proponérselo a María porque las obligaciones que teníamos nos lo impedían. Llevábamos dos años juntos y teníamos una amistad que nos satisfacía en todos nuestros deseos y necesidades, por eso la relación iba avante.


En realidad salíamos poco porque a mí me acomplejaba demasiado que me vieran con una mujer que me sacaba, sin tacones, diez centímetros de altura. María era muy bonita, tenía unas facciones que habrían envidiado las fotomodelos o las actrices de Hollywood, pero no fue tan agraciada en otros aspectos porque  tenía más cintura que caderas y los hombros tan anchos como los de una nadadora olímpica alemana. A parte su voz, que era un poco masculina y en muchas ocasiones cuando nos escuchaban conversar nos tomaban por un par de amigos que se habían encontrado para tomar una cerveza y conversar en el bar. Ella era muy femenina en sus maneras, pero por las dimensiones de su cuerpo a algunos hombres les parecía que era un travesti cuando la miraban  de espaldas, no obstante, era suficiente que alguien viera su fino rostro de adolescente tardío en el que la tersura servía de prohibición al paso del tiempo para que quedara prendado de su belleza para siempre.

viernes, 15 de agosto de 2014

Porqué no llegué a Berna

Cuando volví a mi casa tenía dos malos recuerdos, un pasaporte repuesto, una visa de entrada a la URSS y una postal de Leónidas Brezhnev besando a Erich Honecker, que se había olvidado en el bar de Berlín junto con algunas hojas arrugadas con dibujos a lápiz y carboncillo,  el demente hereje cubano.


Todo comenzó cuando  mis amigos suizos me invitaron  a pasar unas semanas con ellos en Berna, por eso cuando llegaron las vacaciones de verano me compré un billete de tren y me dispuse a hacer el recorrido de más de 2,500 km en un compartimiento para cuatro personas en un barato y no muy viejo tren soviético. Iba acompañado de una amiga rusa que había conocido en la fiesta del trigésimo aniversario de nuestra universidad y desde entonces manteníamos una relación cordial pero poco determinada porque cuando nos encontrábamos juntos hacíamos el amor como una pareja común y cuando nos acostábamos con otros pensábamos el uno en el otro y guardábamos cierta fidelidad sentimental, lo que nos mantenía como novios; pero sin atavíos o compromisos legales o morales que estorbaran los encuentros ocasionales con otras personas. A pesar de que yo conocía muchas jóvenes guapas, prefería mantenerme fiel a Vlada, quien por su parte no salía con nadie, o al menos trataba de no hacerlo, desde que me había conocido, así que se podría decir que teníamos la intención de unirnos en matrimonio si se daban las condiciones adecuadas en ese difícil sistema soviético que todo lo complicaba.

Salimos de Moscú de la estación de ferrocarriles del noroeste de la ciudad un viernes por la tarde. Al llegar al andén buscamos nuestro vagón y al encontrarlo nos dirigimos a nuestro cupé, nos instalamos en las literas inferiores y sentados en la incómoda cama tabla esperamos con alegría  pensando que viajaríamos solos. Sin embargo, quince minutos después tuve que cambiarle mi cama a una señora rubia mofletuda y rubicunda que nos pidió con una actitud bastante jacarandosa y labriega  que le permitiéramos dormir en la cama de abajo, puesto que le era muy incómodo estar subiendo y bajando de la litera superior para atender las exigencias de su marido, un hombre macizo, moreno y en exceso franco que no nos quitaba de encima su mirada moviendo sus dos canicas verdes atigradas y pícaras, retorciéndose sus largos bigotes y bufando como un toro por efecto del calor. No nos quedó otro remedio que cederles  la litera y marcharnos al vagón restaurante mientras nuestros compañeros de viaje se acomodaban a sus anchas en el estrecho compartimento.

En el bar pedimos unas cervezas y ensaladillas rusas auténticas con pan negro, después nos pusimos a revisar la ruta de nuestro viaje en un mapa que nos habían prestado unos compañeros de curso. Primero teníamos que llegar a Minsk, luego a Varsovia, después a Berlín, un poco más tarde a Baden y por último a Berna. Era la primera vez que viajábamos a Europa en tren y por eso no sabíamos que nos esperaban algunas sorpresas al traspasar  la cortina de hierro del socialismo rumbo al mundo “civilizado” occidental. La  primera eventualidad, fue un bofetón propinado por el  aroma mezclado de pollo asado, vodka, pepinos marinados y olores segregados por los cuerpos de nuestros compañeros de viaje que ya roncaban al unísono cuando entramos en la cabina dormitorio. Fue una mala noche y la mayor parte del tiempo la pasamos dando vueltas en la estrecha litera y saliendo a conversar en el angosto y concurrido pasillo del vagón.  La segunda calamidad, fue una larga espera que tuvimos que hacer en el taller de trenes en Varsovia porque, como nos enteramos allí, las carretillas de los vagones tenían otra medida y había que esperar varias horas hasta que se adaptaran todos los coches cambiándoles las carretillas para seguir el trayecto hacia Berlín. Por suerte, la pareja de campesinos nos había dejado en Minsk y ahora gozábamos Vlada y yo del espacio, comodidad, aíre limpio y discreción que necesitábamos para descansar a nuestras anchas. El silencio y la tranquilidad que nos rodeaban nos sumieron en un diálogo silencioso de miradas glaucas, luego, el roce de unos rizos castaños, la provocación de una sonrisa pícara y un tibio muslo al descubierto, después, el calor de su pecho y la impaciencia de mis labios. Pasamos de los abrazos y caricias a los gemidos y palabras cariñosas que parecían cada vez más ardientes, de pronto, una sacudida violenta del vagón nos indicó que nos poníamos en marcha. La peor sorpresa nos esperaba en Berlín.

Llegamos el domingo por la tarde a la capital democrática germana y teníamos que buscar un lugar para dormir porque a la mañana siguiente saldríamos a Baden. Unos jóvenes me habían recomendado una residencia estudiantil donde se podía alquilar, por unos cuantos marcos, una habitación sencilla. Subimos al metro con nuestras enormes maletas y nos dirigimos hacia la estación que me habían indicado. Vlada, que nunca había viajado al extranjero pero que iba muy ilusionada y sorprendida por ver un país socialista pero europeo, me seguía con rapidez y no perdía la ocasión para analizar y comparar con curiosidad las diferencias entre los alemanes democráticos que entraban al vagón y sus paisanos rusos. No fue muy difícil encontrar el albergue estudiantil porque no se encontraba muy lejos de la estación del metro. Solicité una habitación y saqué cien dólares para pagar por nuestra estancia que sería solo una noche. Me llevé un chasco enorme cuando la encargada me dijo que no se aceptaba ningún tipo de divisa que no fuera el marco democrático alemán. Me puse de muy mal humor y empecé a rabiar y decir una retahíla de sandeces y ofensas contra todos los que me rodeaban.

Que me pidieran en Moscú rublos y nadie cogiera otras divisas me parecía natural porque Rusia estaba lejísimos de la cultura económica occidental, pero se suponía que la RDA estaba en Europa junto a la Alemania Federal y debía, me parecía evidente, aceptar otro tipo de transacciones monetarias, o al menos debían ser más condescendientes con los turistas despistados. Fue inútil tratar de convencer a la administradora, solo llevaba unos cinco marcos en monedas y dos billetes del metro en el bolsillo y por más que le expliqué a la encargada en ruso, inglés y español mi situación, la mujer no cedió. También traté de encontrar a algún estudiante que me cambiara de forma clandestina los malditos billetes verdes, pero me dijeron que estaba penado ese tipo de operaciones, así que tuve que ir a buscar una casa de cambio. Le dejé mis documentos y el equipaje a Vlada y me salí corriendo en busca de los marcos.

Tomé el metro y bajé en la estación de Alexandrplatz  donde pasé casi dos horas dando vueltas sin encontrar un lugar donde pudiera cambiar el dinero porque todo estaba cerrado. Tenía un humor de los mil demonios y maldecía en voz alta a la odiosa burocracia de los países socialistas que tenían reglas tan claras de conducta para ellos mismos, pero por desgracia, resultaban crueles y absurdas para los extranjeros. Recordé lo que siempre me decían los policías en Moscú cuando me multaban por alguna infracción: “Que no conozca las leyes no le exime de culpabilidad”

Muy decepcionado me disponía a volver al albergue para darle a Vlada la penosa noticia de que no había logrado resolver nada y que tendríamos que pasar la noche en blanco sentados a un lado de la portería del albergue o en una banquilla en algún parque cercano, pero oí unas palabras en español que me obligaron a detenerme en seco frente a un famoso mural callejero en el que dos presidentes se besaban.

Volteé para saber quien había hablado y vi a un hombre de aspecto ajado, su barba estaba descuidada, era muy moreno y canoso. Llevaba el pelo muy largo y desordenado. Tendría unos cuarenta años pero se veía muy cansado y maltratado, tenía aspecto de demente y me imaginé que la causa sería su forma de vida o algún desequilibrio mental. Me dijo que era de Santiago de Cuba y que había estudiado pintura y escultura en una academia de arte de Berlín. Le conté mi problema explicándole las peripecias que había hecho hasta aquel momento sin éxito alguno. Me miró con calma y me dijo que no me preocupara, que él me los cambiaba. Sorprendido y loco de alegría le extendí el billete de cien dólares. El santiaguero cogió el billete y acarició la calva y los labios firmes de Benjamín Franklin. Parecía que el presidente americano con su mirada firme reprobaba la actitud del desconfiado isleño quien por último, satisfecho de haber comprobado la autenticidad del billete, me dio unas monedas de aluminio y latón, dos billetes con el rostro de Clara Zetkin y tres con la cara de Goethe. Me guardé el dinero en el bolsillo y tratando de ser un poco generoso con mi salvador le sugerí que tomáramos algo en un bar.

-¿Por qué no nos tomamos una cerveza y me cuentas algo bueno de esta ciudad?- Le dije  rebosante de alegría.

-Conozco un bar cerca de aquí, no es muy caro y se come bien.- exclamó, dándose la vuelta para que lo siguiera.

El lugar era muy modesto, había carteles pegados por todos lados con leyendas y consignas comunistas escritas en ruso y una nube de humo le daba al lugar un aspecto de catacumba. Había una luz amarilla muy opaca y los camareros aparecían y desaparecían atravesando la espesa nube gris.

-Y ¿Cómo es que tú te llamas?- le pregunté, imitando el acento cubano, para ganarme su simpatía.

- Yeiskel, Yeisker- corrigió con acento más claro.-Luego, agregó,- Soy del boom de la Ye, o, i griega como la llaman oficialmente.

Sonreí y levanté mi cerveza para brindar. Él se tomó de un trago todo el tarro que le habían servido. Pidió una nueva ronda y empezó a hablar de pintura, música clásica, cine de autor, literatura prohibida, monumentos de la ciudad y finalmente de las mujeres y la teología. Entre tema y tema se bebía los tarros como si fueran de  agua. Comenzó a llamarme Yoan Carlos en lugar de Juan Carlos como le había dicho que me llamaba. Pensé que lo hacía como una forma de manifestarme su aprecio, por eso me reía cada vez que él pronunciaba muy alto y alargando mi nuevo nombre por el efecto del alcohol.

Después de una hora y media de mantener su monólogo acompañado de mis exclamaciones y gestos de aprobación dejó de hablar, bajó la mirada y permaneció un instante meditabundo. Luego, levantó la vista y al verme, o más bien dicho, al reconocerme  me dijo:

Yoan Carlo, hay una historia que te quiero contar. ¿Sabes quién era Lilith?-Inquirió, sonriendo de forma muy pícara.

-Sí, es la mujer de aquella historia judía sobre la primera esposa de Adán.- Contesté y él comenzó a reírse, se puso el índice sobre los labios, me dirigió una dura mirada con sus ojos desorbitados  y me prohibió interrumpirlo.

-Hace mucho tiempo, antes de la existencia del hombre, Dios creó a Eva para deleitarse con su belleza. Luego, tuvieron al que llamaron Adán, los tres vivieron felices hasta que el primogénito comenzó a reparar mucho la atención en las hermosas proporciones de su madre y Dios lo notó. Con su gran sabiduría, el todopoderoso se dirigió a Eva para comunicarle que crearía a otra mujer que sería diferente a ella y que tendría como objeto complacer las necesidades de su hijo. Eva se alegró mucho por la noticia. Entonces, Dios, creó a una mujer muy atractiva, pelirroja, de carnes firmes y carácter dócil y la llamó Lilith. Cuando Adán la vio se quedó mudo de alegría y empezó a embriagarse cada noche en los placeres que le brindaba su nueva compañera.

Yo no podía dar crédito a lo que estaba escuchando y me levanté para irme, no es que viera herida mi integridad cristiana, sino que aquello me parecía una blasfemia de locos, además mi sentido común me persuadía a retirarme antes de empezar a golpearle por sus blasfemias. Llamé al camarero y saqué unos marcos para liquidar la cuenta.

-¿Qué te pasa, chico? ¿Acaso estoy hiriendo tu sensibilidad? ¿Eres muy creyente?- Me inquirió cogiéndome del brazo, luego me balbuceo al oído,-Al menos quédate hasta el final de la historia, recuerda que te he hecho un favor.

No sabía qué hacer porque por un lado era cierto que estaba en deuda con él, pero por otro no tenía ninguna necesidad de soportar su impertinencia. Al final, me obligó a sentarme y, como no quería armar un borlote en tierra ajena, decidí escucharlo hasta el final y marcharme en cuanto terminara su ridícula historia.

-Bien, bien, así está mejor. ¿Puedo continuar?- dijo arrastrando las palabras por el efecto de los tarros bebidos como agua. Bajé la mirada y esperé pacientemente.

-¿En qué estaba? Ah, sí, en lo de Adán.- Se lamió los labios, se limpió con el dorso del brazo la espuma de sus bigotes, vi sus grasientas y largas uñas mal cuidadas y sentí repulsión. Pidió otro tarro de cerveza y continuó.

-Pues, a Adán le comenzó a gustar eso del sexo, pero por la práctica constante y su habitual postura del misionero las relaciones sexuales comenzaron a aburrirle. Como no tenía responsabilidades, más que las de honrar a su padre y, cómo no lo iba a honrar si le había dado tan hermosa mujer para satisfacción propia, no tenía falta alguna, era el hijo ideal. Sin embargo, un día se le metió una idea a Adán en la cabeza, (He de recordarte antes de seguir, que Adán era inocente y no sabía de la perversión y del mal que gobernaría muchos siglos después nuestro hermoso planeta)-Masculló y luego siguió- y quiso experimentarla. En el momento en que se durmió Lilith, Adán trató de penetrarla dormida para derramar las últimas ansias que se le habían quedado frustradas y experimentar una nueva posición, entonces ocurrió que se equivocó de entrada y se la metió a su pareja por donde no debía.

En ese momento ya estaba decidido a marcharme, pero el efecto del alcohol y el humo del tugurio me habían mermado el cuerpo y no me mantenía muy bien en equilibrio. Me volví a sentar sometido por la presión de sus dos manazas negras. Pensé que si el mulato era ateo y no tenía dios, entonces lo que decía tenía que resultar absurdo y sus palabras eran necedades, sin embargo me sentía muy enfadado con él y la conciencia, cada vez con más fuerza, me incitaba a los golpes.

-No te preocupes, que ya voy a terminar.-dijo con su cara desfigurada por el alcohol y, seguramente, por la maldad y enajenación que lo habían hecho perder la razón con tantas historias locas.

-Lilith no sospechaba nada de las prácticas secretas de Adán y seguía siendo buena esposa, no obstante, un día Adán, habituado a su costumbre de penetrar a su esposa cuando estaba profundamente dormida, no se cercioró de que Lilith se había despertado y cuando Adán la  arremetió dominado por el deseo, Lilith pegó un grito furioso, se levantó de un salto y se fue directamente a ver a Dios para quejarse de la mala conducta de su hijo. Se armó una trifulca en la que Eva defendió a su primogénito sobre todas las cosas, Adán reconoció su culpa y prometió no volver a lastimar la integridad de su mujer.  Dios se complació con el arrepentimiento de su hijo y le ordenó a Lilith que regresara a su casa con su marido. Lilith aceptó volver a su casa con su cónyuge  pero las embestidas nocturnas de Adán, que ya era víctima del pecado, se repitieron varias ocasiones, eso no le gustó nada a Lilith y abandonó a Adán, yéndose a vivir al océano con los demonios. Luego, Dios quiso convencerla de volver pero ella prefirió quedarse sola a la orilla del mar que seguir soportando los abusos de su marido. Dios volvió al lado de Eva para comunicarle los acontecimientos pero al llegar la vio fornicando con su propio hijo y los echó de su reino, los condenó al pecado perpetuo. Esa, amigo, es toda la verdad, no lo que nos cuentan en la iglesia.

 Iba a estrellarle el primer puñetazo en la cara cuando para mi sorpresa y la de todos los clientes que estaban en el bar Yeisker empezó a gritar: “!Bluschande, bluschande, incesto, mezcla de sangre, asesinato del alma, muerte, asesino, asesino!” -Estaba fuera de sí y temblaba como si efectuara una danza salvaje. De inmediato, unos alemanes fornidos salieron para apaciguar a punta de patadas y puñetazos al escandaloso briago que no paraba de maldecir.

Pagué la cuenta de la consumición y me fui en busca del ateo cubano que había quedado como santo Cristo después de la golpiza, pero no lo encontré, ni siquiera los rastros de su sangre habían quedado sobre el hormigón de la acera. Parecía que se lo había tragado la tierra.

Alcancé a subirme al último tren que iba en dirección a Friedrichsfelde donde se encontraba la residencia estudiantil. Cuando entré al edificio la encargada cogió los marcos que le di y me entregó una llave. Le pregunté por Vlada y me dijo que hacía dos horas que se había cambiado el turno y que cuando ella había llegado no vio a nadie que se pareciera a Vladislava. Me pareció normal que Vlada hubiera buscado la forma de convencer a la empleada anterior y hubiera encontrado, finalmente, un lugar para dormir, lo único malo era que yo no sabía en qué habitación estaba y no me iba a poner a gritar su nombre a lo largo de los corredores, ni mucho menos ir tocando de puerta en puerta hasta encontrarla. Por si las dudas, hice un recorrido por todas las plantas del edificio para cerciorarme de que no estuviera mi amiga esperándome sentada por algún rincón. No la encontré ni esa noche ni mucho después. Reporté su desaparición a la policía con ayuda de unos estudiantes latinos, llamé en varias ocasiones a mis amigos de Berna preguntándoles por el paradero de Vlada, pero nadie supo decirme nada. En la ciudad de San Petersburgo, dónde radicaba Vladislava, ninguna de sus amigas ni sus familiares pudieron darme razón de ella.



 
¡Dios! Ayúdame a sobrevivir en medio de este amor mortal.- Traducción del ruso.




lunes, 4 de agosto de 2014

Una llamada divina.

Si me preguntaran cuál es la característica que más me sorprende de los rusos de la era soviética, respondería a nombre del narrador y no del autor ni el personaje de esta historia, que es el fin idealista que les arrebata la decisión a los hombres y los obliga a hacer cosas que nadie haría jamás en su sano juicio.

 Para ser más claro pondré el ejemplo de Slava, nombre corto de Viacheslav, que un día oyó la llamada de Dios y se fue a restaurar iglesias derruidas en el norte de Rusia. Como soy yo  quien debe  llevar la batuta en este embrollo y el encargado de contarlo, empezaré diciendo que Slav estaba casado y llevaba quince años de feliz matrimonio, su mujer era una trabajadora ejemplar, no faltaba al empleo y dedicaba su tiempo libre a inculcarle, con excelentes resultados, los buenos principios a sus hijos Alexei y Guenady, los cuales sacaban buenas notas en el colegio, practicaban deportes , asistían a círculos literarios, de actuación y baile, eran unos chicos muy responsables y respetuosos, y pronto serían unos universitarios destacados. Slava era ingeniero en construcción y, a diferencia de lo que yo y el autor pensábamos, no era adicto al alcohol como podrían corroborarlo las palabras pronunciadas en una fiesta de cumpleaños por el mismo Slava:

 “No es necesario que me tome un litro de vodka para desearle a mi mejor amigo lo mejor del mundo”.-Sí, efectivamente eso dije ese día, en la fiesta de Boris, claro que era un sacrilegio no beber y fumar en compañía de los camaradas, pero es que a mí nunca me ha entrado el alcohol y odio el tabaco. A pesar de todo,  mis compañeros lo entendieron, aunque estoy seguro de que mi actitud estropeó la relación con ellos. En fin, no lo pude evitar.

El autor cree que dicha actitud si influyó en la vida de Slava y que precisamente a partir de ese momento la vida del personaje cambió.
Pues, como decía, Slava estaba casado con Nastia, una mujer, desde mi punto de vista muy personal, hermosa, apasionada y con un carácter férreo forjado en los trabajos encomendados por el partido comunista que imponía la recolección de patatas en la temporada de cosecha, la limpieza de los barrios en cuanto llegaba la primavera, la realización de todo tipo de obras de mantenimiento y la participación en las marchas del uno y nueve de mayo. Él estaba  enamorado de ella. Llevaba siempre el sueldo a casa y aprovechaba cualquier ocasión para salir al cine, al teatro u otro lugar con el fin de estrechar  la relación con su amada y sensual mujer.

 Según el autor el hombre soviético tenía una forma de vida muy sencilla y sin preocupaciones económicas porque el partido le proporcionaba todo al ciudadano, además nadie tenía que comprar viviendas ni coches porque el único requisito era apuntarse en la lista y esperar que el plan de construcción de pisos y la fabricación de automóviles siguieran hasta que la espera terminara cuando les llegaba su turno para obtener vivienda o transporte personal. Entonces se iban a vivir al nuevo sitio, se llevaban, según palabras de Slava, un gato para que espantara las malas vibraciones y encontrara el lugar más cómodo y adecuado para encontrar la armonía y la paz.

Sucedió que un día, Slav entró en una iglesia por encargo de su prima hermana para comprar unos pequeños iconos benditos que pondrían en el nuevo coche que había recibido la familia Stepanov. Al  entrar en el ortodoxo aposento sagrado, sintió un pequeño escalofrió provocado por el  presentimiento de que algo importante pasaría, fue como si ese lugar le hubiera estado esperando por mucho tiempo y él hubiera llegado finalmente para cumplir una gran  misión. Por palabras del autor, sabremos que el suceso es real, aunque un poco exagerado en la descripción, puesto que el  creador de esta historia es un hombre perteneciente a una secta religiosa americana y, Slav y yo, pensamos que se ha enaltecido ese momento de la concepción del objetivo religioso al que estaba destinado. Quizás un poco más tarde se vio que realmente era muy significativo para Vladislav, pero exactamente en el momento de la misa en la iglesia ortodoxa no sintió gran cosa.

“Recuerdo que realmente fue en el jardín de la iglesia donde sentí ese deseo de colaborar religiosamente, además ya he comentado que fue el sacerdote Iván quien  me convenció de integrarme a un grupo de restauradores para mejorar el estado de algunos templos desperdigados por nuestro gran país y que se encontraban abandonados o en condiciones paupérrimas."

Como muchos hombres rusos, Slava era un manitas muy capaz. Tenía facilidad para el bricolaje, por su origen, ya que su padre había sido obrero calificado, y podía entender el funcionamiento de muchos aparatos y componerlos o adaptarlos para hacer otras tareas con ellos.

La primera vez que se lo comentó a su esposa, Vlad lo dijo como si se dispusiera a hacer un pequeño viaje de esparcimiento a la casa de campo, fue por eso que Nastia no dijo nada al escucharlo y asintió  balanceando  la cabeza. Uno de nosotros tres, que no es el personaje de nuestra historia, dice que Nastia, sospechaba de lo que ocasionaría esa salida de su marido y que por eso fue el broncón que la mujer, poco afecta a los principios religiosos, armó esa noche durante la cena. Desconozco realmente las condiciones bajo las cuales vivía Slava con su esposa, pero estuve  unos años en la URSS y pude darme cuenta del tipo de relaciones que había en ese tiempo en las familias soviéticas y puedo asegurar que Nastia lo tomó como algo habitual y sin importancia.

El caso es que Slava se fue a Suzdal a asistir a un pequeño curso de restauración y hacer sus primeras prácticas. Al ver los especialistas que Slava tenía mucha capacidad para pintar le propusieron trabajar en la restauración en todas las áreas posibles. Su primer destino fue la ciudad de Tula donde estuvo restaurando por tres meses el interior de la iglesia los mártires Frol y Lavr, en donde cumplió con la tarea de resanador de la fachada y luego de las cúpulas de la bóveda central.

“El trabajo era en realidad muy arduo y comía poco pero sentí satisfacción de poder colaborar en el restablecimiento de edificios tan bonitos, era muy placentero compararlos, después de restaurados, con la imagen guardada inconscientemente en la memoria o una fotografía  del lugar derruido con el reparado”.

El autor, que debería dejar que la historia se desarrollara por sí misma, me obliga a comentar que este arduo trabajo iba santificando el alma de Slava, que al poder tener contacto con la casa de Dios, se fue ennobleciendo para realizar una gran tarea. A pesar de que no puedo negarme a cumplir con la misión que se me ha encomendado, tendré que comentar algunas cosas con las que no estoy de acuerdo con el autor,

El  mismo Slava lo dijo posteriormente y se rectificó a sí mismo el autor, después:

“Al principio era solamente el trabajo lo que me llamaba la atención, no gozaba de un sueldo pero el alojamiento y la comida estaban asegurados y esa era la causa de mi despreocupación, sin embargo un día sentí algo muy poco habitual. De pronto, el peso que había llevado sobre la espalda se desvaneció, en ese momento me di cuenta de que Iván me miraba con mucha curiosidad, se acercó a mí y me preguntó:

-¿Te pasa algo, Slav?

-No, ¿por qué me lo preguntas?

-Es que tienes una mirada diferente, cómo decirte, más tranquila, noble; casi infantil.

-Será que he terminado de cubrir con yeso toda la fachada y, como no veía el final, ahora me siento como si hubiera cumplido una gran misión.

Está última frase le fue expresada al autor de la presente  historia, pero siendo Iván religioso y el autor de este cuento también, la frase tomó otro matiz y cambió su significado.

Ahora mismo, como narrador me es imposible saber la verdad, puesto que el padre Iván, después de la conversación con Slava, desapareció y se le encontró un año después en Grecia pero ya había olvidado las palabras precisas que le transmitió al autor y por eso resulto que había que contraponer lo que decía Slava con lo que decía el autor.

 Como el autor es imparcial desde este momento tendré que darle un aspecto  religioso y fantástico a la historia y, en lugar de decir que Slav encontró  su vocación a una edad apropiada pero en un tiempo poco factible para el desarrollo espiritual; que dejó a su familia en vísperas de la perestroika y la glasnost;  que se negó a participar en las revueltas organizadas por los oponentes al partido comunista; que dejó morir de hambre a su familia y no movió un solo dedo para procurarles sustento, aun teniendo la posibilidad de hacerlo y ; que, finalmente, le importó un pimiento que su mujer tuviera que enfrentarse a la ola de violencia, corrupción y engaño del período de transición hacía la era de la globalización e incluso que tuvo un amante vividor y chantajista. Además, no seré muy especifico en la descripción de los sentimientos de los hijos que llegaron a odiar a su padre y no lo perdonaron el día que volvió, cuando ellos habían formado su familia y gozaban de riqueza y una posición social envidiable, para decirles que se quería quedar con ellos para cuidar a sus nietos y mostrarles el camino del bien. Por último, no tocaré en absoluto la forma real en que murió Vladislav y, por el contrario, describiré con un punto de vista muy tendencioso el momento en que, llegada su muerte, vio un arcángel que bajaba del cielo que lo aliviaba de todos sus sufrimientos y lo conducía suavemente por los aires para reunirse con los ángeles de la bóveda celeste, mientras veía, al alejarse de la tierra, los templos reconstruidos y las miradas de los santos de los íconos por él retocados que con un coro de voces divinas le acompañaban en su trayecto.

Entonces, he de empezar como lo hacen en las grandes historias:


Erase una vez un hombre que…

JCEH


miércoles, 2 de julio de 2014

El no héroe.






I.                                     Tomando conciencia  


En definitiva es imposible que yo llegue a existir. He llegado a esa conclusión esta semana, puesto que nada de lo que era habitual se ha transformado, movido o desaparecido. Antes habían pasado cosas como esta, pero no se habían prolongado por mucho tiempo, sin embargo, esta vez me parece que es el final y que la historia a la que estaba destinado no llegará a su fin.

Fui creado como un hombre con carácter seductor y especialista en robarles el corazón a las mujeres, en cierto grado tenía que ser como don Juan Tenorio o Casanova, pero todo debía transcurrir en nuestra época, en dos ciudades modernas separadas por el océano. No eran, por supuesto, París y Buenos Aires para que no se asociaran con los trabajos de Cortázar, más bien eran dos megapolis muy diferentes como la ciudad de México y Moscú. 

Desde mi temprana juventud tenía la cualidad de agradarle a las mujeres. Podía permanecer entre ellas siendo testigo de sus confidencias sin que mi presencia las inmutara en lo más mínimo, era como si me vieran como a un hermano o a un amigo con el cual no tenían el más mínimo recato.

Esa confianza y aceptación en los círculos femeninos de la cual yo era el afortunado poseedor tendría que dejar una serie de experiencias primordiales para ser un buen seductor y yo lograba serlo en realidad. La primera prueba de lo dicho anteriormente quedó constatada cuando me hice amigo de dos compañeras de mi hermana menor, las cuales habían ido a nuestra casa para hacer un trabajo que tenían pendiente, y en el breve tiempo que tuve para relacionarme quedé ante ellas como el joven más sincero, comprensivo y atento que jamás habían conocido.

Como, al crearme, se había puesto en mis labios todo tipo de adulaciones, era muy difícil que alguien se pudiera negar a oír las cosas bellas con las que acostumbraba obnubilar a las representantes del sexo opuesto. Podía con un poco de empeño y dedicación convencer, incluso, a la chica más reacia, decente, mojigata o guapa para que se me entregara sin ninguna dificultad. Con el paso de los años mi experiencia y mi estrategia de seducción se hicieron infalibles. Podía desatar en el espíritu femenino pasiones que iban más allá de la simple necesidad de ser poseídas y satisfechas. Lo malo de todo esto, es que ese periodo duró apenas unos años porque después por algún motivo desconocido empecé a cambiar de una forma radical yendo en contra de los principios que, se suponía, debía tener muy bien arraigados. Fue cuando comencé a sospechar de la existencia de un ser exterior que me mangoneaba a su gusto sin tomar en consideración mi opinión.

II.                                  La inconformidad y crítica

Un día se tergiversó todo cuando estaba por seducir a una joven muy guapa de nombre Marina, una rusa extraordinaria, con una belleza producto de la mezcla de la sangre eslava, o en términos más exactos caucásica, con hemoglobina escita, del Oriente medio.

En el carácter de esa bella mujer estaban mezclados el gélido escepticismo siberiano con el apasionamiento de la raza árabe, era todo un reto conquistarla porque mi esencia de macho latino tenía al frente una gran prueba. 

A lo largo de mis aventuras se me había dotado del convencimiento y seguridad, cualidades que me hacían superar las deficiencias físicas, pues me habían engendrado como un hombre de estatura media, cabeza pelada a rape muy redonda, ojos saltones, moreno y fornido, lo que estaba muy lejos de semejarme a un Adonis, sin embargo, con mis dotes y mi gran inteligencia no encontraba ningún problema para obtener lo que deseara y a quién deseara.

Cuando la vi entrar a la exposición de pintura en la sala principal de la Casa del Artista en Moscú, sentí una atracción tan fuerte que no podía despegar mis ojos de su bella figura, la tela azul satinada de su vestido largo y su pelo negro de caireles recogidos le daba el toque de una diosa de la antigüedad. Alta, con gran porte y una mirada tiernamente salvaje dejaba petrificado al más atrevido de los hombres.

Vi por casualidad, un cuadro moderno en el que estaban representados Pigmalión y su estatua de Galatea y pensé que por alguna razón se había puesto en ese momento dicha obra, me vinieron a la mente esas famosas palabras de Antón Chejov que decía que si había un fusil en el escenario, entonces  tendrían que dispararlo. Lo mismo pasaba con este lienzo porque si había aparecido Galatea, yo tendría que ser como Pigmalión enamorándome de ella y deseándola hasta la muerte. Traté de recordar de qué forma le había implorado el rey de Chipre a Venus que le ayudara a convertir su sueño en realidad y cuando lo recordé los objetos habían cambiado de posición y de color.

Al acercarme a la nueva mujer azul noté que su belleza era banal y austera. Noté que mi traje, elegante hacía un momento, ahora era un poco viejo y que estaba arrugado y muy ajado. Me irritó que mi voz sonara diferente y que la tierna y maléfica mirada de mi primera desaparecida interlocutora Marina, fuera, ahora, la de un halcón hambriento mirando a su presa. No supe cómo reaccionar y me quedé parado junto a esta insípida y sosa dama con la mente en blanco. Pasó un instante demasiado largo, que sospecho sería de algunos días no de los normales sino literarios, hasta que pude articular una frase estúpida: ¿Ha notado el cambio de la luz?

No hubo respuesta, claro, y en ese instante comenzaron a desaparecer y aparecer, como por arte de magia, escenas, diálogos y personas desconocidas. Me sentía como en una presentación de diapositivas, las cuales se cambiaban a voluntad por alguien que estaba estropeando toda la secuencia de la historia. Pregunté en voz baja temiendo hacer el ridículo frente a los sujetos que me miraban en ese momento, pero no solo no hubo respuesta sino que mi voz ni siquiera se oyó.

Traté de conservar la calma y analizar la situación con más sangre fría.

Las siguientes ocasiones en que sucedían cosas incoherentes me tomé la molestia de apuntar en mi memoria todo lo que sucedía para poderlo analizar en los largos momentos en que me encontraba solo y no tenía que viajar o mantener conversaciones tontas con mujeres que carecían de atractivo tanto físico como intelectual.


III.                               El conflicto

Intenté de nuevo regresar a la sala de exposiciones y ponerle punto final a la escena con Marina y no con la mujer azulada, como la había llamado en el momento en que la vi con sus trapos baratos de tono turquesa, pero todo fue inútil porque no estaba ni Marina ni la mujer rapaz.  Luego, sucedieron infinidad de acontecimientos en los que me veía envuelto en relaciones pasionales y desengaños amorosos.

Muchas veces se repetían las escenas y las opiniones sobre una misma situación se expresaban desde diferentes puntos de vista. Por ejemplo, el encuentro que tuve en Madrid con una mujer sensual, misteriosa y desconocida en el salón de la rotonda del hotel Palace, fue criticado en principio desde la perspectiva, en primera persona, de un gran seductor en el que la experiencia con una espía de origen holandés le llevaba a descubrir los misterios eróticos de una sociedad secreta de cortesanas. Unas páginas después, el mismo suceso se apreciaba desde la perspectiva de un futuro muy lejano en el que el narrador desglosaba los sentimientos de cada uno de los partícipes de aquella ardiente noche de amor y yo, que había sido siempre un seductor de muy alta clase, comenzaba a quejarme  de mi desgracia en el amor y era presa de la depresión senil.

Hubo varios intentos más de ver ese encuentro como un designio divino, después desde el punto de vista de la mujer, luego la interpretación de un observador que había seguido con mucha atención a la pareja y había hecho sus propias deducciones  siguiendo un sistema complicado de deshilado del alma humana, otro aspecto que no dejó de admirarme fue la opinión del mismo Dalí que lucubraba con la posibilidad de pintar un cuadro que me representara de forma surrealista mostrando las partes más sensibles de mi integridad psíquica en el lecho de amor.

Todo ese proceso de alargamiento de la misma situación y las partes tan pesadas que seguían a cada capítulo me obligaron a pensar que mi creador tenía un problema físico que se reflejaba tanto en su carácter como en su forma de escribir.

Tuve la ligera sospecha de que se trataba del estreñimiento. ¿De qué tipo?- me pregunté.- No será solo físico, es probable que ese problema de atrición fuera también mental.

Comencé mis indagaciones repasando palabra por palabra las escenas que ya habían quedado escritas, entonces se encendió la luz y lo comprendí todo.

Comencé a cambiar los diálogos, los lugares de encuentro, mi aspecto exterior y mi forma de pensar. Cambié esas ideas huecas del erotismo como necesidad de reproducción y muerte para preservar la especie por algo realmente diabólico como lo que hacía el marqués de Sade o el inocente Gregorio de la Venus de las pieles, convertí a las inocentes ninfas de belleza angelical en prostitutas, mujeres de prominentes carnes apretujadas en vestidos estrechos y medias vulgares. Me esforcé por no repetir ni una sola de las palabras ya mencionadas con anterioridad, como resultado se produjo el colapso y comencé a oír su voz, su llanto y sus expresiones de desesperación.

IV.                               El final

 Con tanto escribir, reescribir, borrar y corregir el texto, mi inventor empezó a comunicarse conmigo. Fue entonces cuando le manifesté mi desacuerdo. El escuchaba con claridad mi voz y yo sentía a través de la tinta las condiciones en las que él se encontraba. Supe primero su nombre, era Cesar Martín Salomé. Tenía el hábito de fumar, tomaba mucho café, supuse que mantenía malas relaciones con la gente o simplemente era indiferente a los encuentros con las personas que lo rodeaban, comía mucha carne y nunca se negaba a ser seducido por los placeres del alcohol. Era un lector automatizado que no dejaba pasar ninguna novedad editorial. Tenía una amante que se preocupaba más por el dinero que por el placer que él le pudiera proporcionar y, bingo, padecía de estreñimiento desde hacía mucho tiempo.

Le propuse que cambiara su dieta, que se preocupara por comer más fruta, que evitara la carne y el pan en grandes cantidades, que hiciera un poco de ejercicio y que se comunicara con la gente. Todo fue inútil.

En una ocasión discutimos, un día literario entero, sobre el encuentro debajo de la vistosa rotonda del hotel madrileño con la misteriosa morena de ojos de zafiro. Le dije a Cesar que no estaba bien especular tanto con una situación tan elemental, que todo mundo tenía clarísimo que era una relación mortal por el calibre de los implicados, sin embargo a él no le interesó y por el contrario dijo que entre más se estirara el tema y se mirara como una situación imposible en el pasado, como una situación vista desde el futuro, como una situación paralela a otras relaciones que se sucedían en el mismo lugar, como la opinión del autor sobre las relaciones sentimentales de una pareja, incluso desde el punto de vista de un perro de porcelana que estaba envuelto y medio oculto entre los regalos de uno de los huéspedes que acababa de abandonar su habitación en el momento del encuentro.

No pude soportar más su negligencia y su verborrea sobre la para-literatura, la meta-literatura, la supra-literatura e infinidad de supuestos conceptos filosóficos que me terminaron por hartar.

De esa forma dejé de ser el personaje de la obra que quedó incompleta y paró en el fondo de la papelera.

No lamento lo sucedido, quizás sea mejor así. Por un lado, he tenido la fortuna de experimentar algunos sentimientos humanos y he gozado de la atención, cariño y odio de otros personajes. No saldré a la luz y me quedaré como el intento frustrado del señor Cesar Martín Salomé.

El mundo es muy pequeño y todos los caminos llevan a Roma, según dice un refrán de no sé quién, y si llego a tener suerte algún día, tal vez alguien me saque de aquí y me dé la oportunidad de convertirme en el héroe de una gran novela.


 


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<span>El no héroe</span> - 
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<span>JuanCris63</span> 
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