domingo, 30 de agosto de 2020

Los principios de la seducción


Hasta hace muy poco yo era un gran seductor. Mi atractivo ponía nerviosas a muchas mujeres y siempre pude conseguir los favores de la mayoría de ellas. Era el más popular seductor de la ciudad. Bueno, no de toda la ciudad, sino de aquellas zonas en las que me desenvolvía. Bares de mala muerte, mercados, estaciones de trenes y lugares en los que la población buscaba un escape o estaba predispuesta a la aventura. Las mujeres atractivas siempre cayeron por la influencia de mis encantos, pero jamás pude estar con una de ellas. ¿La razón? Pues, es muy simple. Teníamos diferentes formas de ver las cosas. Para mi la seducción era llegar al objetivo que se reducía a meterlas en la cama y juguetear con sus cositas, pero a ellas esa idea no les atraía. Querían apreciar un cuerpo musculoso, un ser lleno de cualidades, un león con maneras de príncipe. Eso, queridos lectores, sabrán que no existe ni en los libros románticos. Además, querían ser el foco de atención, miles de caricias, besitos tiernos y cursis, nada de obscenidades ni verbales ni físicas. ¿Para qué deseaban tanto el sexo, entonces?

Desde tiempos ancestrales sabemos que ocupamos la cima del reino animal, pero no por lo supuestamente racionales, dejamos de ser bestias. Decidme, ¿hay diferencias entre la forma en que se aparea un conejo, un perro o un toro? ¿Sí? Si creéis que es así estáis muy equivocados. El objeto del amor carnal es reproducir y eso lo hace cualquier ser de nuestro mundo, la única condición es que sea sexuado. Argumentarán que se necesita el erotismo. ¡Ah!!Por fin! ¿Erotismo? Os apuesto a que ni en una hora podrías definirme lo que es eso. Leed las toneladas de novelitas “eróticas” publicadas por la masa de aficionados que no pudiendo escribir un libro normal se ponen a seleccionar qué genero sería el mejor para narrar: históricas, demasiada investigación; realistas, tedio análisis social y observación de científico; policíacas, no hay tiempo para analizar los detalles de un asesinato, complicadísimo, además hay un montón, ciencia ficción, esas son chorradas y solo los jóvenes son aficionados a eso. La opción es novela erótica y entre más duro o strong, mejor. ¡Fantástico! No necesitas más que sentarte e imaginar escenas sexuales de vaqueros y hombres fornidos montándose a mujeres bellas como las Miss Universo. ¡Listo!!Empezamos! Él le mete la cosa en su hoyo y ella se derrite…No necesitas ni esforzarte, todo sale sin esfuerzo. Los dedos van solos, ni siquiera pones diálogos.

Dejemos atrás esas tonterías. Como les decía hasta hace poco era un gran seductor porque descubrí en la pubertad, por casualidad, un documental de unos pájaros en el que el macho se pavoneaba frente a las hembras, luego venían otros machos, y había una competencia de chillidos y aletazos. Al final el más persistente ganaba y la hembra o las hembras se iban con él. Ese fue el principio que tomé como regla número uno de la seducción, pues mostraba el erotismo en su esencia. Así comencé a cortejar a las mujeres. Primero en mi barrio y el instituto, luego en sitios más concurridos y finalmente en cualquier lugar en donde localizara una mujer sola.

Fue un trabajo muy duro porque no siempre fui aceptado. Las más atractivas me disparan balas de desprecio y se alejaban maldiciendo mi presencia. Unas incluso me decían: ¡Imbécil, deja de hacer el idiota y lárgate de aquí! Esa era reacción era para mí un gran logro, pues de haberme acercado para intentar hablar con ellas, se habrían negado, pero esas palabras indicaban que estaban dispuestas a la comunicación. Seguía insistiendo hasta que su humor alcanzaba su punto. Las veía rojas, sedientas de una respuesta, de una propuesta para fornicar y me lo decían. ¡Que te den! ¡Estúpido! Era la prueba, ellas no podían darme, como ellas alardeaban por culo, pero yo estaba dispuesto a enmendar la falta de capacidad. Les demostraba que sí podía hacerles lo que ellas a mí, no. Se ofendían al ver mis fantásticas proporciones. Se quedaban mudas al ver mi torso y piernas desnudos. Se los mostraba retándolas a contenerse ante mi encanto. Algunas tuvieron tanto miedo de ceder que pidieron la ayuda de la policía.

Con los representantes del orden nunca tuve problemas. Primero, porque me daban la razón y me decían: “Ya cálmese, señor, ¿no ve cómo a puesto a esa mujer?”. Eso era que se notaba a leguas el efecto de mis bailes de conquista. En segundo lugar, siempre estuvieron dispuestos a darme asilo: “No se puede ir así porque sí, señor.  Si no puede pagar le damos alojamiento gratis tres días”. Y no solo era el alojamiento, en muchas ocasiones me daban comida. No era muy buena, pero no me podía quejar. Por último, cuando llegaba a su termino mi estancia, me dejaban ir y siempre me decían que no reincidiera, pero que si quería volver podría hacerlo cuando quisiera. Y lo hice muchas veces. Eso explica lo que les había dicho sobre las mujeres guapas con las que nunca me acosté. En realidad, la seducción no necesariamente debe culminar con una relación sexual. Lo digo porque ningún Casanova o Don Juan podría haber hecho lo que para mí era usual. Seducir hasta la locura a una mujer y dejarla a la buena de dios. ¿Por qué no? Si la seducción es el fin perseguido y se logra, ¿para qué continuar? Sabemos que la continuación es el sexo, pero eso lo hace cualquiera. Miles de millones de individuos practican el sexo a diario y eso no los hace seductores. Para mí la seducción lo era todo y podía, en casi todos los casos, prescindir de él.

Hubo unas mujeres que fueron más allá conmigo. No solo se dejaron seducir, sino que se me echaron encima. Recuerdo con orgullo esos gritos de euforia, sus bocas con aromas fuertes y penetrantes, las huellas de sus dientes marcadas en mi carne sangrante, sus uñas aferradas a mi espalda y rostro. “Las cicatrices hacen atractivos a los hombres”—me decía cuando me veía en el espejo. Me ponía crema en mi calva prematura y alisaba con aceite mis pelos gruesos. Nunca usé bigote ni barba porque darle matices de sadismo a la seducción, no me parecía justo. Para que tengan idea de lo que pueden hacer mis pelos, les diré que un día por descuido pisé uno y el dolor fue intenso, me tuve que sacar con unos alicates la espina salió un chorro de sangre que no pude parar en media hora. Causarles ese placer a las mujeres me pareció deshonesto. Como a todo buen cazador, a mí también se me fueron algunas liebres. La seducción siempre me sirvió para emocionar a las mujeres, pero las hubo incontenibles. Petra, por ejemplo.

Se adelantó a mi danza y resulté yo el seducido. No lo hizo tan mal. Se acercó sin darme tiempo a reaccionar, comenzó a morderme con pasión y su abrazo fue más una llave de lucha que una muestra de aprecio. Me recuerdas—decía jadeante—. ¿Te acuerdas de lo que me hiciste, desgraciado? No, no podía y al final no logré recordarla. Muy efusiva me aprisionó y trató de asfixiarme con tanto ardor que se puso roja. Escupía y echaba espuma. Restregaba su cuerpo con fuerza contra el mío y sudó, por dentro y fuera, su deseo era tan fuerte que casi le produjo un infarto. Tuvo que llegar una ambulancia para asistirla. “Señor—me dijeron los enfermeros—, tenemos que llevarnos a su esposa. Está en una situación grave, podría morir”. No les obstruí el camino y es que, al actuar Petra con tanto deseo, provocó que yo también me excitara y respondí a su amor. No sé cuánto tiempo estuve apretándola del cuello, pero estoy seguro de que experimentó los mismos temblores que yo. Me dio vergüenza que me vieran todos con la entrepierna del pantalón mojado. Petra—decía yo—, también está así, véanla, mírenle allí en las piernas. Nadie hizo casi y continuaron mirándome con admiración. La ambulancia se fue y hubo quien me gritó y ofendió por mi exhibicionismo. Petra me ganó como muchas otras. Seguí con la intención de ser un gigolo, pero ocurrió que una mujer de esas que actuaban como Petra no resistió y su cuerpo quedó flácido, sin fuerzas, inerte.

Vinieron los policías. Me dijeron que me hospedarían por tiempo indefinido y así acabé aquí. Este es un hotel comunitario, con muchas personas alojadas aquí. Hay gente de todo tipo, unos amables y otros menos. Pasamos las tardes contando nuestra vida y los méritos por los que nos han traído aquí. No hay mujeres. Eso es una gran desventaja porque ya no puedo seguir con mis hábitos de antes. Ahora me ha dado por ser un filántropo y me dedico a filosofar y meditar.

domingo, 23 de agosto de 2020

Libros inéditos

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Estábamos muy decepcionados. Los fiascos de los últimos meses nos estaban sacando de quicio. Todas las brillantes ideas que se nos habían ocurrido se habían desmoronado ante nuestros ojos llevándose el poco dinero que teníamos. Después de cada tropiezo había encontronazos. Ese día habíamos tenido la enésima riña y a Iván lo habían mandado al hospital Henry y Aníbal, Víctor y yo nos habíamos mantenido un poco al margen de la discusión, pero cuando empezaron los golpes tuvimos que intervenir, sin embargo, solo atizamos el fuego con nuestros gritos. El caso es que el silencio, provocado por el remordimiento, nos había formado un escudo de miradas de reproche que impedía cualquier intento de comunicación. Por nuestras mentes volaba un enjambre de pensamientos venenosos como el del día en que fracasó la radio porque nos salimos de presupuesto y nadie se enteró de nuestra existencia el cierre de la revista estudiantil que sirvió para exaltar el ego de Henry que era un amante incondicional de lo ajeno y nos había timado a todos, en lo material y en lo moral. También aquellas eternas discusiones en el local de libros usados que, en lugar de vender nos obligaba a recibir gente ofreciéndonos todo tipo de libros y, por último, el evento de poesía y narrativa que nos había ilusionado tanto y se estropeó por la lluvia y las impertinencias de Henry e Iván.

Fue así como nos enroscamos cada uno en nuestra madriguera. Tratábamos de convivir de la mejor forma posible. Habíamos vuelto de la visita al hospital. Nos dijeron que Iván se recuperaría muy pronto y que su conmoción cerebral por el golpe de una silla no le dejaría ningún resquicio en la cabeza. María Azalea estaba preparándose algo de cenar. Nina se había quedado dormida y Paola leía “El Obsceno pájaro de la noche”. Quería hacerle un comentario sobre el libro, pero al pensar que eso solo traería problemas seguí escuchando la sexual voz de Marilyn Monroe con su vocecita pidiendo I wanna be loved by you. Cerré los ojos e imaginé aquella fotografía en la que aparece la despampanante rubia con un vestido blanco. Los violines y la famosa película “Los hombres las prefieren rubias” me llenaron la cabeza con vientecillos de sordina y cuerdas vocales evocando la d con todas las vocales y los soplidos al micrófono de esos sex appeal labios. De pronto, me quité los audífonos para oír lo que me decía Nina.

—Oye, Carlos, se me ha ocurrido algo, pero no sé cómo explicarlo.

—Pues, dilo, pero no llames mucho la atención porque ya sabes cómo van a reaccionar estos dos—le dije señalando a Henry y a Víctor.

—Soñé que teníamos una tienda de libros…

—Vale, si fue una pesadilla, lo siento. Si quieres podemos salir a tomar un poco el aíre.

—No. No es eso. Es que la cosa marchaba bien desde el principio.

—Pues, en eso tienes razón. A nosotros solo en sueños nos puede ir bien. Formamos un grupo tan dispar que sería mejor separarnos de una vez.

—Pues, al fin creo que he encontrado algo de verdad. Mira, escúchame y si lo que te cuento no te convence, entonces lo dejamos para siempre y cada quien por su camino.

Comenzó a describirme imágenes fatuas de personas convencionales que llevaban libros de pequeñas tiradas a un lugar extraño y no solo libros, sino todo tipo de publicaciones independientes que se vendían allí. Le expliqué que había una película en la que contaban lo de los libros no publicados y que todo eso era basura publicitaria. Nina guardó silencio unos segundos, pero luego me clavó la mirada y me dijo que a pesar de que se publicaba un montón de basura y estaba de moda ser escritor emergente, se podía usar el ingenio para crear un nuevo mercado. Ella insistió en que podíamos escribir con nuestro talento muchas novelas y colecciones de poemas que llevaran el nombre de una persona desconocida. Le pregunte qué objetivo tendría perder tanto tiempo en esas banalidades. Le estuve refutando todos sus argumentos, pero ella tenía una especie de síndrome de creatividad y todo el tiempo repetía su “y si esto o y si lo otro”. Al final logró que los demás pusieran atención en lo que decía. Sus ideas se fueron metiendo como gusanos en nuestros oídos y terminaron carcomiéndonos todo el cerebro. Después de tres horas de un interrogatorio cruel, Nina nos convenció de que podíamos hacerlo. No sé cómo resistió tanto escepticismo y frialdad. El caso es que su idea sí que era brillante y nosotros unos negados para imaginarla. Su propuesta consistía en escribir en grupo obras parecidas a las grandes obras de la literatura y buscarle un autor al azar o inventarlo. Si eran personas desconocidas y de otros países, mejor. Tendríamos que combinar estilos y estructurar historias, redactarlas, corregirlas y someterlas a un severo análisis crítico. El rechazo de Henry y Aníbal nos proporcionó las herramientas que necesitábamos. Alguien dijo que se podría empezar con una historia parecida a la de Franz Kafka. “Tendrá un gran éxito, solo necesitamos cambiar algunas cosas tales como el nombre, el insecto y la relación con la familia”. Esas fueron las palabras que encendieron la mecha de la bomba que nos haría volar por los aires.

Nos pusimos a trabajar sin pausas. Las tandas eran de doce horas y si las paredes, antes de empezar ese proyecto, ya estaban manchadas de nicotina, en ese momento ya lucían de color marrón. Corrían ríos de café y las cajetillas de cigarros llenaban en un día el cubo de basura. Cuando terminamos la “Transmutación” la llevamos a una imprenta y solicitamos que imprimieran diez ejemplares. Pedimos que se usara papel viejo amarillento de poca calidad y un empastado ajado y apestoso. El autor era un tal Martín de la Fuente, estudiante universitario de la ciudad del Rosario, que había fallecido y dejado su único libro. Sabíamos que en caso de buscar al autor sería imposible identificarlo y los hilos de la relación entre nuestra novela y ese ser inexistente eran invisibles. Nos dirigimos a un periódico y hablamos con un periodista joven e inexperto y le dijimos que su artículo causaría revuelo. Fue así porque le dedicó el suplemento dominical a nuestro autor y después una editorial nos compró los derechos y la publicó. Los críticos trataron de destruirla, pero logramos que con todos los defectos que tenía pasara a la historia. Después hubo un buen tiraje y los nueve ejemplares que teníamos ocultos se los vendimos a coleccionistas.

Por primera vez estábamos todos ocupados en algo y nuestro objetivo era muy claro. Iván volvió con nuevos bríos, hizo las paces con Henry y Aníbal y sedujo a Paola un día que se pusieron a leer “Las memorias de una pulga”. Comenzamos a crear novelas y antologías de poemas que se vendían muy bien. Fuimos depurando la búsqueda de personas no localizables y les atribuimos los libros. Hicimos supuestas traducciones inéditas y en nuestra estantería contábamos con autores sudafricanos, chinos, malasios, etíopes, moldavos y húngaros entre otros. El primero en publicar un libro fue Aníbal. Le gustó tanto el tema de Fabiola de Nicholas Wiseman, publicada en el año 1854, que la leyó diez veces, se empapó del estilo narrativo y arrancó con un trabajo llamado Siria que en lugar de ocurrir en el siglo tres de nuestra era, acontece en el siglo veinte. Mientras la elaboraba nos atiborraba de preguntas y le corregíamos lo que considerábamos falto de buen gusto o con poca fuerza narrativa. Una tarde llegó con tartas y botellas de vino espumoso. Puso sobre la mesa una pila de libros, cogió una Parker y comenzó a dedicárnoslos. “Con enorme aprecio para mi mejor amigo y compañero Iván, esperando que la lectura sea de su agrado”. Al oírlo se nos hizo un nudo en el estómago, la sorpresa diluyó la furia que nos incitaba a matarlo. Nos abrazó y pronto comprendimos que teníamos un gran potencial. Vimos con claridad que podíamos seguir con los libros desconocidos y olvidados y lanzar nuestras propias obras. El sueño de convertirnos en escritores se hizo realidad y ahora somos una editorial famosa. 

domingo, 9 de agosto de 2020

Antinomias de una conspiración

Cuando Martín entró a la tienda iba eufórico. Las cosas le estaban saliendo a pedir de boca. Sus negocios se habían ampliado, lo reconocía la gente en la calle y lo apodaban el “ministro del taco”. Era porque había logrado conjuntar los sabores más envidiados por los amantes de dicho manjar, también había encontrado una fórmula que le permitía servir porciones bastante grandes a precios aceptables. La mayoría de sus clientes había dejado el hábito de comer pizzas, hamburguesas, pollo rebozado y todo lo que ofrecía la competencia. Sus locales estaban muy bien decorados y comer en cualquiera de esos establecimientos era muy agradable. Sus bolsillos comenzaron a llenarse y pronto se compró una casa nueva, un coche deportivo y formalizó su deseo de casarse con Patricia Delgado a quien con mucha dificultad había conquistado. Siendo un empresario exitoso, los principales rivales no podían competir con su carisma. Martín era moreno, alto y fornido. Hacía deporte para mantenerse saludable y su carácter le había abierto las puertas del mercado de la alimentación.

Aquel día Jaime Rosales lo llevó para que firmara los documentos pendientes antes de la inauguración de su boutique de vinos. Encontró a varias personas a quienes saludó cordialmente. Hizo unas cuantas bromas y revisó que todo estuviera según lo planeado. Mientras daba órdenes y consejos sintió la presencia de una fuerza magnética que lo excitó. Era el perfume de Amelia, una chica mulata a la que habían contratado unos días antes. Llevaba unos vaqueros muy entallados y unas zapatillas deportivas, caminaba a prisa y llevaba cosas de un lugar a otro. Martín no pudo evitar mirarla como hombre. Sintió un tirón dentro del cuerpo que lo puso en alerta. Comenzó a seguirla centrando su mirada en sus redondas caderas. Ella lo notó y sonrió fingiendo que no se había dado cuenta, pero cada vez eran más marcados los compases de sus glúteos. Hubo un momento en que Rosales la llamó y se la presentó a Martín como la cajera. Se miraron con disimulo, pero ella encontró algo que la hizo sentirse segura y miró a su jefe con la mirada fija y la barbilla saliente, era un reto que Martín aceptó con parpadeos.

Al día siguiente se abrió el establecimiento. La gente llegó para aprovechar la degustación, las ofertas y la oportunidad de conocer al famoso hombre que había llevado un platillo típico al estómago de los más exigentes y caprichosos. Martín llegó con Patricia, hacían una buena pareja, pero había algo que no terminaba de gustarle a la gente. Por lo bajo se rumoreaba que Patricia era de alcurnia por nacimiento, mientras que él era solo un afortunado plebeyo que se había forrado con una idea original. Patricia se conducía con naturalidad, pero la gente sentía una enorme necesidad de complacerla y obedecer sus órdenes fueran las que fueran. Amelia veía con envidia a la respetada novia de su jefe. Tenía fuego en los ojos y de tiempo en tiempo apretaba los dientes. Se llevaron a cabo las presentaciones. Hubo en efusivo discurso y aplausos, vino y una enorme tarta de nata con fresas que la gente devoró al instante. 

Salió la pareja ovacionada. Se les deseó lo mejor para su futuro matrimonio y se alejaron dichosos. Martín llamó a su chófer y subió al coche. Ya dentro le hizo una petición a Patricia con un diamante empotrado en oro blanco. Ella sonrió y le ofreció el delicado anular, luego se besaron. Cada uno imaginó el futuro próximo a su manera. Martín se veía a sí mismo como un empresario influyente y muy reconocido en el país. Patricia destacaba esplendorosa junto a un hombre influyente, pero de poca clase. En lo más profundo de su alma, eso le producía una satisfacción un poco amarga, puesto que los hombres a los que había querido conquistar tenían otras parejas y los que dejaron pasar la oportunidad por ciegos le producían náuseas. Sería feliz, tendría hijos y sería buena esposa, pero siempre miraría hacía el horizonte buscando la oportunidad de recobrar lo perdido en el pasado.

Llegó el día de la boda y la Luna de miel. Derrocharon dinero a más no poder. Los suegros estaban encantados. Martín presentó a su madre y habló maravillas de su difunto padre. Los periodistas sacaron miles de fotos y la página de sociales del domingo quedó para la historia como el día en que la preciosa Patricia Delgado se había dejado conquistar. No era matrimonio por interés, era por amor, decían las mujeres en sus tertulias. En la gente se quedó la imagen de los personajes de un cuento de hadas. Patricia evitó unos meses el embarazo para gozar de la comodidad de un vientre plano y el deseo efervescente de su esposo. Los dos estaban satisfechos porque él había descubierto la llave para liberar los influjos perniciosos de su esposa. Pasaron varias noches inolvidables. Se intercambiaron de piel y se entreveraron sus sentimientos. Atravesaron caminos tortuosos de ternura y violencia; caricias y mordiscos; y deseo carnal e identificación espiritual.

Martín era feliz y su gozo influía de tal forma sus negocios que los empleados lo adoraban, los clientes lo buscaban para conversar y recibir consejos de provecho. En esa enorme turbulencia que iba dejando a su paso hubo una mujer que sintió pánico. Fue un temor intenso en el vientre que le ensombreció la vida y la obligó a buscar una oportunidad para apaciguarlo. Amelia decidió que tenía que conquistarlo. Fraguó su plan, pero lo tuvo que ir moldeando de acuerdo a las circunstancias y solo medio año más tarde logró dar el primer paso. Ella estaba subida en una escalera acomodando unas botellas de licores selectos. Con un trapo y un plumero les limpiaba el polvo, les sacaba brillo y los acomodaba para que se vieran llamativos. Por la forma tan extraña en que se movía, Martín le pegó los ojos en las piernas. Lamentó haber puesto tanta atención porque un instinto salvaje le produjo ansias. Las rechonchas piernas de piel oscura eran como un llamado de los antepasados, además se oía una melodía con ritmo caribeño. Era eso, que Amelia bailaba en los escalones y dejaba al descubierto sus bragas. Notó que era observada, pero fingió estar entregada por completo a su danza aérea. Bajó despacio y se acercó a Martín para saludarlo. Se cogieron la mano. Ella con subordinación y el con deseo. Estaba tibia y transmitía esa vibración de las réplicas de su baile. Por iniciativa de Martín salieron a comer a un restaurante que no se encontraba muy lejos.

Sentados uno frente al otro, fueron descubriendo sus pequeños secretos. Ella había nacido en el Caribe, descendiente de negros tenía rasgos europeos y sangre africana. Era todo lo contrario de Patricia, pero si en esta él encontraba un cuerpo suave, envidiado por su cuidado de cremas y lociones, Amelia era un fruto natural maduro con aroma de selva con aroma de guanábana y guayaba pedía a gritos un mordisco. Martín se imaginó que se lo daba y que su jugo dulce se le escurría de la boca, masticó con fuerza la suave pulpa de mamey imaginado. Amelía se dejó llevar por la intuición y comenzó otra danza. Esta vez muy diferente, acompañada de sus palabras y dibujos raros que hacía en el aire con sus dedos. Hablaba con esa prisa de los habitantes de la costa, haciendo más explosivas las emes, tragándose las eses y alargando algunas vocales. Martín sintió el efecto con rapidez. Una sofocación ardorosa le inquietaba en el vientre. Perdió el dominio de sus palabras. La cogió de la mano, luego del brazo y acarició su piel. Sus ojos se atragantaban de sus imaginados senos. El olfato le indicó que estaba pasando por un período favorable para el apareamiento. Sintió a una hembra que requería amor. 

Martín habló menos. Pagó la cuenta y cogió por el talle a su dócil acompañante. Caminaron intercambiando frases simples. Entraron a un hotel y pidieron una habitación. Se lavaron las carnes y se entregaron a un festín en el lecho. La lluvia de sudor los empapó y los fusionó durante varias horas. No hablaron mucho porque en esas situaciones las palabras están por demás. Los quejidos de placer y las largas caricias dejaron todo en claro. Repetirían siempre que encontraran la posibilidad de hacerlo y no importaba dónde fuera. Para Amelia fue un gran triunfo, tal vez el más importante de su vida; para Martín fue el fracaso total. La violación de las normas maritales, el reconocimiento de su clase de plebeyo, pero estaba feliz. Se decía a sí mismo que no se puede ser feliz comiendo todos los días caviar por más selecto que fuera. Patricia le informó de su indisposición cuando entró en su casa. El mostró benevolencia y dijo que su día también había sido muy duro y que apenas tenía fuerzas para llegar a la cama. Durmió tranquilo, soñando como un niño en vísperas de Navidad imaginando los regalos que recibiría al día siguiente y los demás años. El alimento que le daba Amelia lo hizo resistente a la sal marina, el sol y la intemperie. Se sentía vigorizado y hasta Patricia dejó de soñar con hombres más atractivos y fuertes porque Martín tenía un brote de energía que le despertaba una pasión bestial.

Amelia fue complaciente medio año. Eso la engalanó con buenos vestidos, joyas y un piso propio. Estaba satisfecha y no quería perder su oportunidad. Se sentía con el suficiente arsenal para ganarle la guerra a su contrincante y si no hubiera cometido un error garrafal, lo habría logrado sin duda, pero una tarde que estaba muy aburrida salió con una amiga y perdió el objetivo que la guiaba. Susana, una de sus viejas amigas, le pidió que la acompañara a un salón de baile muy popular. Se arregló lo mejor que pudo, se adornó con joyas de fantasía y salió con su compañera en busca de las más emocionantes aventuras. Llegaron cuando el grupo musical estaba ejecutando su mejor repertorio. Pidieron unos cócteles y se sentaron con la pierna cruzada sin intercambiar palabra. Rápido se acercó un hombre alto y moreno a sacar a bailar a Amelia. Ella fingió modestia y un poco de indisposición, pero la mano fuerte del hombre la arrastró hasta la pista.  

Amelia había frecuentado varios sitios y siempre había ido en condición de casamentera y por eso no había logrado éxito alguno. Esta vez era diferente. Tenía una posición, no la que deseaba realmente, pero ya era independiente, tenía dinero y un lugar para vivir. No tenía por qué implorar limosnas de los hombres, que por lo regular la deseaban, pero no ocultaban su tacañería reduciéndola a la condición de mujer de una noche. Ernesto la cogió con firmeza, la guió por la pista, la hizo lucir sus mejores movimientos y despertó su esencia dormida. Él le despertó esas olas de tormenta, ese sol candente de mediodía, la salazón del cuerpo en los largos recorridos por la costa. No podía luchar contra su instinto. Identificación caribeña, piel curtida, rizos y sudor. La abrazó y le clavó los ojos en las pestañas que fueron una defensa parpadeante inútil. Amelia no se dejaba vencer, pero su instinto era arrollador. Terminaron besándose.

Bailaron hasta el agotamiento. Para él la cerveza era un líquido eficaz, pero no contra la sed. Ella podía tomarse los combinados que quisiera, pero su cuerpo jugoso le pedía ser cortado por alguien en tajadas. Quería ser exprimida, estrujada y elevada hasta la copa más alta del árbol de mango para caer y explotar bañada de pulpa. Ernesto hablaba poco, dejaba que sus manos y sus labios fueran los que llevaran el tema. Cogieron un taxi y se fueron al lugar que sería su nido de amor. Se complacieron los dos hasta sus últimas fuerzas. Amelia sintió que toda la flora de su tierra geminaba en ella y el responsable de ese milagro era Ernesto. Ya no podría vivir sin él. Martín lo notó de inmediato, pero lo interpretó de forma contraria. Creyó que la furia con que su amante se le entregaba era fruto de un amor que surgía de sus encuentros, pero Amelia fue perdiendo la fuerza con él y al final, se dejaba amar, pero era reacia a las amabilidades y galanteo de Martín. Él sintió algo muy desagradable en sus tripas. Una sensación de vacío y a la vez odio contra algo que le quitaba a su amante. Estaba muy lejos de acertar la razón porque descartaba totalmente que ella tuviera a alguien.

Las cosas se torcieron por la ironía de la vida. Ernesto se dio cuenta del dominio tan enorme que tenía sobre Amelia. Ella le solventaba caprichos y esperaba, condicionándose a la recompensa, que él la satisficiera. Empezó un juego muy complicado de intereses. Ernesto quería una parte de la fortuna de Martin, pero lo quería en metálico y no en joyas, ropa o concesiones de cualquier tipo. Ernesto ideó su plan y empezó su campaña. Lo más importante sería obligar a Amelia a que le diera dinero, una vez conseguida la suma deseada, probaría suerte seduciendo mujeres de más categoría. Quería pasar de un seductor de segunda a titular del Jet Set. Asistiría a las reuniones de las grandes personalidades del espectáculo. Buscaría aves heridas o débiles y poco a poco se convertiría en el halcón de caza que se llevaría entre sus garras a las más tiernas y dulces presas. En varias ocasiones se soñó haciendo su campaña política. Sabía a la perfección que existían las mujeres influyentes y bien acomodadas que le abrirían el paso cuando se lo pidiera. Amelia no sospechaba nada y mientras era reacia y huraña con Martín, se desbordaba con Ernesto en los entronques de su inmenso mar de ilusión y los ríos de aguas turbulentas de las sábanas en las que Martín tenía que aparearla como un buey en celo. La rutina se convirtió en un escape de malos humores y estados nerviosos. Ernesto le apaciguaba a medias el placer a Amelia para que se quedara con un poco de hambre. Martín culminaba con ese apetito y se quedaba satisfecho, ya sin sospechar o tener la duda sobre un posible amante de su querida. Ernesto galanteaba con otras mujeres más guapas que su bienhechora y se dejaba arrastrar por las rápidas aguas de aquellas harpías.

—¿Qué te pasa? — le preguntó Martín

—Nada, es que estoy preocupada por mi familia,

—Y ¿qué le pasa a tu familia?

—Es que mi hermana ha tenido muchos contratiempos y necesita una suma considerable de dinero para salir del atolladero. Está sola y tiene tres hijos…

—Bueno, mujer. No te preocupes. El negocio está marchando muy bien y las ganancias son buenas. ¿Cuánto necesitas?

—Diez mil—contestó Amelia ruborizándose un poco

—Está bien. ¿quieres que se los mande yo?

—No, no hace falta, yo se los puedo enviar con una persona de confianza.

Martín no sospechó nada y se ilusionó pensando que al concederle la suma de dinero que le pedía podría aprovecharse de su situación de benefactor. Probó cosas nuevas en la relación. Amelia se disgustó porque si a Ernesto le permitía cualquier cosa, Martín debía seguir las normas de una relación semi romántica y las cosas del sexo bruto no eran bienvenidas. Se separaron y cada uno se llevó un trozo de insatisfacción. Martín pensó que podría librarse de ella, pues había comprado su libertad y la pasión se había marchitado como una planta mal cuidada. Ernesto notó la entrega incondicional servil y las lágrimas en Amelia y comprendió que era hora de pasar a la segunda etapa de su plan. Le dio placer al máximo. Ella quedó inconsciente sin comprender lo que le había sucedido. Estaba acostada escuchando la voz de su corazón que la arrullaba con una melodía de brisa tibia. No oyó salir a su amante y se quedó repitiendo una frase sin descanso.

Martín asistió a una reunión de sus amigos empresarios y descubrió la presencia de Brigitte, una joven sueca de mezcla escandinava muy extraña. Tenía aspecto de actriz de cine y Martín no se pudo resistir. Se empleó a fondo y logró muy poco, pero la mínima esperanza que ella le dio fue suficiente para emprender el camino de la conquista. Todas las noches la veía en el rostro de Patricia y cuando se iba con su amante no dudaba en susurrar el nombre de la rubia con ojos de lince. Amelia se desentendía porque no lograba adivinar qué palabra era la que tanto repetía Martín. Se desquitaba con los encuentros con Ernesto. Una noche, en la que Martín se la encontró por casualidad, sucedió la tragedia.

Martín estaba organizando un banquete para una persona importante del gobierno cuando apareció el inspector Fuentes. No podía haber aparecido el jefe de homicidios en peor momento porque esa noche tenía cita con Brigitte y sospechaba que por fin se la llevaría a la cama. Cuando lo vio le pareció un tipo desaliñado y poco inteligente. Tardó unos minutos en comprender que le estaba haciendo un interrogatorio.

—¿Hace cuánto que conoce a Amelia Bustamante? —le preguntó el inspector Fuentes poniéndose unas gafas ridículas

—Mire, la señorita Amelia es mi empleada desde hace dos años. Es una chica responsable y no tengo ninguna queja de ella, además su situación migratoria está en regla. La considero una persona inofensiva y no pienso que pudiera causarle daño a nadie. Si tiene alguna acusación en su contra, me hago responsable desde este momento.

—Le doy crédito a todas sus palabras y no dudo de lo que me ha dicho, pero debería usted saber que ha sido asesinada. Esta mañana la han encontrado muerta en su piso…

—Pero, ¡qué dice! !Eso es absurdo! ¡¿Quién podría cometer tal sacrilegio?!

—Pues, es eso precisamente lo que queremos aclarar y como usted era su amante…

—Pero, ¿cómo se atreve? ¿con qué fundamento dice eso?

—¡Cálmese por favor! Si le digo todo esto es porque ya lo hemos investigado. La gente habla mucho, ¿sabe? Las personas se sienten muy excitadas cuando se trata de bulos y cotilleos y la portera del edificio dónde vivía Amelia nos dijo que usted la frecuentaba por las tardes y que siempre se quedaba unas horas con ella. Ayer, precisamente le vieron llegar cerca de las seis. ¿Es verdad?

—Sí, es verdad— afirmó Martín buscando alguna explicación a lo sucedido. Sospechaba ya que lo tenían en la lista de sospechosos y no tenía preparada su coartada.

—Bueno, pues debería saber que, a las nueve y media de la noche, precisamente cuando usted abandonó el piso de la señorita Amelia, ella fue ahorcada con un cable de teléfono y no hay más huellas digitales de visitantes que las suyas. Cómo podría haber sucedido eso, ¿eh? ¿tiene alguna idea?

—Necesitaré la asesoría de mi abogado. Le ruego se retire y me cite cuando las cosas se aclaren. No soy un asesino y puedo demostrar mi inocencia. ¡Qué tenga buenas tardes, señor Fuentes! —Martín se retiró pálido. No podía mantenerse en pie y cuando el inspector se fue, se tiró en una silla, pidió un whisky doble y se lo bebió de un trago.

Se comenzaron a ver con claridad las grietas que destruirían su vida. Esa fortificación tan segura que había construido, mostraba defectos terribles, pronto se desmoronaría como los castillos de arena que había fabricado en el aire. Patricia pondría el grito en el cielo y se iría de cualquier forma. Sería inaceptable la revelación de una amante para ella y su prestigiosa familia. Los clientes jamás creerían su total inocencia, sus socios tratarían de quedarse con su parte y desentenderse de él. Lo único que podría salvarlo de vivir en el fondo del olvido era capturar al culpable. Al principio pensó en un robo, incluso llamó a la comisaría y para hablar detalladamente de las pertenencias de Amelia. Tuvo que ir a reconocerla a la morgue y al verla se decepcionó porque en vida le había servido como un instrumento de placer y lujuria, pero ya muerta, fría, inmóvil y con un gesto desagradable, le produjo vómito. ¿Cómo había podido poner en juego su riqueza y bienestar en esa mujer? La vio descompuesta, con celulitis, maloliente y despeinada con una mirada de loca. Lloró por la noche sin que Patricia lo viera. No le apeteció dormir con ella. Era mejor empezar a olvidarse de su vida marital que no había sido tan mala, pues Patricia tenía muchas cualidades que mujeres como Amelia solo podían envidiar. Martín se mordió los labios y golpeó las paredes hasta sangrar. Había sido un estúpido.

Asistió al interrogatorio con su abogado. Reconoció que Amelia era su amante, que se encontraban dos o tres veces al mes, que él le había comprado el piso, que le había hecho regalos caros y que lo último que recordaba haber hecho por ella era darle diez mil dólares para ayudar a su hermana. El inspector anotó toda la información e hizo preguntas, al parecer tontas y fuera de contexto, a las que Martín contestó de forma reacia. Terminado el interrogatorio le dieron la recomendación de no abandonar la ciudad y mantenerse disponible para lo que se pudiera requerir en la investigación. Lo que tanto temía se fue cumpliendo. El escándalo de patricia fue terrible. Él le propuso que se quedara con las propiedades y el negocio. Lo único que le interesaba era salvar el pellejo. No se resistía a su destino y procuraba acomodarse en la orilla del río más segura para que la corriente de sucesos no lo arrastrara y lo echara por una cascada insalvable. Pronto perdió su imagen y el día del juicio vio como se ensombrecía para siempre su vida.

—¿Reconoce usted, señor Martín Lugo, que su amante era la señorita Amelia Bustamante?

—Sí, señor juez. Fue mi amante durante más de un año.

—¿Estuvo usted con ella el día de su asesinato?

—Sí, señor juez estuve con ella unas tres horas y salí de su departamento pasadas las nueve, pero estaba viva.

—¿Reconoce usted que ella le chantajeaba con revelarle a su esposa su relación y, por eso, usted le daba dinero para conseguir su silencio?

—Lo niego señor juez, yo solo le ayudé en dos ocasiones para que pudiera enviarle dinero a su hermana en Centroamérica.

—¿Acepta usted que, a falta de pruebas de lo contrario, usted es el principal sospechoso y que el supuesto hombre con quien Amelia se encontraba en un bar popular era solo un amigo que compartía su afición a la música y el baile con ella?

—Según tengo entendido, ese hombre no era su amigo, sino un querido con quien ella se veía en secreto y él fue quien la asesinó.

—Su abogado no nos ha proporcionado pruebas y está claro que el individuo a quien se refiere usted, señor Martín Lugo, es un simple aficionado a la salsa y si se encontraba con Amelia era solo para bailar.

—Pero señor juez. Su cuartada es una patraña y además se descubrió que antes de la muerte de Amelia era un pelagatos y después le apreció una jugosa cuenta en el banco y…

—Lo siento señor Martín Lugo, pero eso ya ha sido aclarado durante las sesiones que hemos tenido aquí. Bueno, si no quiere reconocer su culpa ante las pruebas irrefutables que tenemos, es su problema. ¡De pie todos! Se levanta la sesión para que el jurado delibere. Nos vemos aquí dentro de hora y media.

Los minutos se fueron destilando desde el reloj hasta que, perdida la paciencia y los nervios, se reanudó la sesión. Andrés Longoria, el abogado de Martín, estaba seguro de que el jurado deliberaría a favor de su cliente y en el peor de los casos le condenarían a una pena de tres años de cárcel por falta de pruebas y tendrían que pagar una fianza muy grande, pero era el precio de la libertad.

Martín entró muy agotado y su aspecto ya no era el de aquel empresario que se comía los negocios como caramelos. Estaba canoso y las arrugas le agrietaban los pómulos. Se veía flaco y pálido. Su traje le quedaba una talla más grande y su andar era torpe. Se tumbó en la silla. Salió el juez, llamó al jurado y pidió silencio. Al oír la sentencia, Martín estuvo a punto de sufrir un infartó. Se desmayó y no oyó los gritos de euforia de los espectadores y contraparte acusadora. Cuando volvió en sí le ayudaron a levantarse. Le pusieron unas esposas y lo condujeron a una sala de espera para ser conducido a un reclusorio. Longoria hizo todo lo posible por darle ánimo y le prometió abrir el juicio de nuevo, encontrar al verdadero criminal y sacarlo de prisión. Martín ya no era dueño de sí mismo. Caminó sin oír nada y se fue como si lo hubieran condenado a la silla eléctrica y no hubiera vuelta atrás.

Una semana después del juicio, Patricia recibió en su nueva residencia a un hombre. Se había arreglado especialmente para ese encuentro. Llevaba puesto un vestido de seda con un gran escote y la mesa en la terraza estaba lista par una cena romántica. En el aire se movían las ondas serpenteantes de una cumbia colombiana ejecutada con acordeón y percusiones. El hombre entró conducido por la ama de llaves. Miro a Patricia y sonrió.

—Hola, ¿qué tal estás?

—Bien, te he echado de menos estos meses, pero era parte del plan, ya sabes.

—Sí querido Ernesto, ahora no tenemos ningún obstáculo. Nadie podrá impedir que consigamos nuestro sueño dorado.

Se abrazaron y se perdieron en el calor de un fogón que incendiaba sus corazones.