Cuando Martín entró a la tienda iba eufórico. Las cosas le estaban saliendo a pedir de boca. Sus negocios se habían ampliado, lo reconocía la gente en la calle y lo apodaban el “ministro del taco”. Era porque había logrado conjuntar los sabores más envidiados por los amantes de dicho manjar, también había encontrado una fórmula que le permitía servir porciones bastante grandes a precios aceptables. La mayoría de sus clientes había dejado el hábito de comer pizzas, hamburguesas, pollo rebozado y todo lo que ofrecía la competencia. Sus locales estaban muy bien decorados y comer en cualquiera de esos establecimientos era muy agradable. Sus bolsillos comenzaron a llenarse y pronto se compró una casa nueva, un coche deportivo y formalizó su deseo de casarse con Patricia Delgado a quien con mucha dificultad había conquistado. Siendo un empresario exitoso, los principales rivales no podían competir con su carisma. Martín era moreno, alto y fornido. Hacía deporte para mantenerse saludable y su carácter le había abierto las puertas del mercado de la alimentación.
Aquel día Jaime Rosales lo llevó para que firmara los documentos pendientes
antes de la inauguración de su boutique de vinos. Encontró a varias personas a
quienes saludó cordialmente. Hizo unas cuantas bromas y revisó que todo
estuviera según lo planeado. Mientras daba órdenes y consejos sintió la
presencia de una fuerza magnética que lo excitó. Era el perfume de Amelia, una
chica mulata a la que habían contratado unos días antes. Llevaba unos vaqueros
muy entallados y unas zapatillas deportivas, caminaba a prisa y llevaba cosas
de un lugar a otro. Martín no pudo evitar mirarla como hombre. Sintió un tirón
dentro del cuerpo que lo puso en alerta. Comenzó a seguirla centrando su mirada
en sus redondas caderas. Ella lo notó y sonrió fingiendo que no se había dado
cuenta, pero cada vez eran más marcados los compases de sus glúteos. Hubo un
momento en que Rosales la llamó y se la presentó a Martín como la cajera. Se
miraron con disimulo, pero ella encontró algo que la hizo sentirse segura y
miró a su jefe con la mirada fija y la barbilla saliente, era un reto que
Martín aceptó con parpadeos.
Al día siguiente se abrió el establecimiento. La gente llegó para
aprovechar la degustación, las ofertas y la oportunidad de conocer al famoso
hombre que había llevado un platillo típico al estómago de los más exigentes y
caprichosos. Martín llegó con Patricia, hacían una buena pareja, pero había
algo que no terminaba de gustarle a la gente. Por lo bajo se rumoreaba que
Patricia era de alcurnia por nacimiento, mientras que él era solo un afortunado
plebeyo que se había forrado con una idea original. Patricia se conducía con
naturalidad, pero la gente sentía una enorme necesidad de complacerla y
obedecer sus órdenes fueran las que fueran. Amelia veía con envidia a la
respetada novia de su jefe. Tenía fuego en los ojos y de tiempo en tiempo
apretaba los dientes. Se llevaron a cabo las presentaciones. Hubo en efusivo
discurso y aplausos, vino y una enorme tarta de nata con fresas que la gente
devoró al instante.
Salió la pareja ovacionada. Se les deseó lo mejor para su futuro matrimonio
y se alejaron dichosos. Martín llamó a su chófer y subió al coche. Ya dentro le
hizo una petición a Patricia con un diamante empotrado en oro blanco. Ella
sonrió y le ofreció el delicado anular, luego se besaron. Cada uno imaginó el
futuro próximo a su manera. Martín se veía a sí mismo como un empresario
influyente y muy reconocido en el país. Patricia destacaba esplendorosa junto a
un hombre influyente, pero de poca clase. En lo más profundo de su alma, eso le
producía una satisfacción un poco amarga, puesto que los hombres a los que
había querido conquistar tenían otras parejas y los que dejaron pasar la
oportunidad por ciegos le producían náuseas. Sería feliz, tendría hijos y sería
buena esposa, pero siempre miraría hacía el horizonte buscando la oportunidad
de recobrar lo perdido en el pasado.
Llegó el día de la boda y la Luna de miel. Derrocharon dinero a más no
poder. Los suegros estaban encantados. Martín presentó a su madre y habló
maravillas de su difunto padre. Los periodistas sacaron miles de fotos y la
página de sociales del domingo quedó para la historia como el día en que la
preciosa Patricia Delgado se había dejado conquistar. No era matrimonio por
interés, era por amor, decían las mujeres en sus tertulias. En la gente se
quedó la imagen de los personajes de un cuento de hadas. Patricia evitó unos
meses el embarazo para gozar de la comodidad de un vientre plano y el deseo
efervescente de su esposo. Los dos estaban satisfechos porque él había
descubierto la llave para liberar los influjos perniciosos de su esposa.
Pasaron varias noches inolvidables. Se intercambiaron de piel y se entreveraron
sus sentimientos. Atravesaron caminos tortuosos de ternura y violencia;
caricias y mordiscos; y deseo carnal e identificación espiritual.
Martín era feliz y su gozo influía de tal forma sus negocios que los
empleados lo adoraban, los clientes lo buscaban para conversar y recibir
consejos de provecho. En esa enorme turbulencia que iba dejando a su paso hubo
una mujer que sintió pánico. Fue un temor intenso en el vientre que le
ensombreció la vida y la obligó a buscar una oportunidad para apaciguarlo.
Amelia decidió que tenía que conquistarlo. Fraguó su plan, pero lo tuvo que ir
moldeando de acuerdo a las circunstancias y solo medio año más tarde logró dar
el primer paso. Ella estaba subida en una escalera acomodando unas botellas de
licores selectos. Con un trapo y un plumero les limpiaba el polvo, les sacaba
brillo y los acomodaba para que se vieran llamativos. Por la forma tan extraña
en que se movía, Martín le pegó los ojos en las piernas. Lamentó haber puesto
tanta atención porque un instinto salvaje le produjo ansias. Las rechonchas
piernas de piel oscura eran como un llamado de los antepasados, además se oía
una melodía con ritmo caribeño. Era eso, que Amelia bailaba en los escalones y
dejaba al descubierto sus bragas. Notó que era observada, pero fingió estar
entregada por completo a su danza aérea. Bajó despacio y se acercó a Martín
para saludarlo. Se cogieron la mano. Ella con subordinación y el con deseo.
Estaba tibia y transmitía esa vibración de las réplicas de su baile. Por
iniciativa de Martín salieron a comer a un restaurante que no se encontraba muy
lejos.
Sentados uno frente al otro, fueron descubriendo sus pequeños secretos.
Ella había nacido en el Caribe, descendiente de negros tenía rasgos europeos y
sangre africana. Era todo lo contrario de Patricia, pero si en esta él
encontraba un cuerpo suave, envidiado por su cuidado de cremas y lociones, Amelia
era un fruto natural maduro con aroma de selva con aroma de guanábana y guayaba
pedía a gritos un mordisco. Martín se imaginó que se lo daba y que su jugo
dulce se le escurría de la boca, masticó con fuerza la suave pulpa de mamey
imaginado. Amelía se dejó llevar por la intuición y comenzó otra danza. Esta
vez muy diferente, acompañada de sus palabras y dibujos raros que hacía en el
aire con sus dedos. Hablaba con esa prisa de los habitantes de la costa,
haciendo más explosivas las emes, tragándose las eses y alargando algunas
vocales. Martín sintió el efecto con rapidez. Una sofocación ardorosa le
inquietaba en el vientre. Perdió el dominio de sus palabras. La cogió de la
mano, luego del brazo y acarició su piel. Sus ojos se atragantaban de sus
imaginados senos. El olfato le indicó que estaba pasando por un período
favorable para el apareamiento. Sintió a una hembra que requería amor.
Martín habló menos. Pagó la cuenta y cogió por el talle a su dócil
acompañante. Caminaron intercambiando frases simples. Entraron a un hotel y
pidieron una habitación. Se lavaron las carnes y se entregaron a un festín en
el lecho. La lluvia de sudor los empapó y los fusionó durante varias horas. No
hablaron mucho porque en esas situaciones las palabras están por demás. Los
quejidos de placer y las largas caricias dejaron todo en claro. Repetirían
siempre que encontraran la posibilidad de hacerlo y no importaba dónde fuera. Para
Amelia fue un gran triunfo, tal vez el más importante de su vida; para Martín
fue el fracaso total. La violación de las normas maritales, el reconocimiento
de su clase de plebeyo, pero estaba feliz. Se decía a sí mismo que no se puede
ser feliz comiendo todos los días caviar por más selecto que fuera. Patricia le
informó de su indisposición cuando entró en su casa. El mostró benevolencia y
dijo que su día también había sido muy duro y que apenas tenía fuerzas para
llegar a la cama. Durmió tranquilo, soñando como un niño en vísperas de Navidad
imaginando los regalos que recibiría al día siguiente y los demás años. El
alimento que le daba Amelia lo hizo resistente a la sal marina, el sol y la
intemperie. Se sentía vigorizado y hasta Patricia dejó de soñar con hombres más
atractivos y fuertes porque Martín tenía un brote de energía que le despertaba
una pasión bestial.
Amelia fue complaciente medio año. Eso la engalanó con buenos vestidos,
joyas y un piso propio. Estaba satisfecha y no quería perder su oportunidad. Se
sentía con el suficiente arsenal para ganarle la guerra a su contrincante y si
no hubiera cometido un error garrafal, lo habría logrado sin duda, pero una
tarde que estaba muy aburrida salió con una amiga y perdió el objetivo que la
guiaba. Susana, una de sus viejas amigas, le pidió que la acompañara a un salón
de baile muy popular. Se arregló lo mejor que pudo, se adornó con joyas de
fantasía y salió con su compañera en busca de las más emocionantes aventuras.
Llegaron cuando el grupo musical estaba ejecutando su mejor repertorio.
Pidieron unos cócteles y se sentaron con la pierna cruzada sin intercambiar
palabra. Rápido se acercó un hombre alto y moreno a sacar a bailar a Amelia.
Ella fingió modestia y un poco de indisposición, pero la mano fuerte del hombre
la arrastró hasta la pista.
Amelia había frecuentado varios sitios y siempre había ido en condición de
casamentera y por eso no había logrado éxito alguno. Esta vez era diferente.
Tenía una posición, no la que deseaba realmente, pero ya era independiente, tenía
dinero y un lugar para vivir. No tenía por qué implorar limosnas de los
hombres, que por lo regular la deseaban, pero no ocultaban su tacañería
reduciéndola a la condición de mujer de una noche. Ernesto la cogió con
firmeza, la guió por la pista, la hizo lucir sus mejores movimientos y despertó
su esencia dormida. Él le despertó esas olas de tormenta, ese sol candente de
mediodía, la salazón del cuerpo en los largos recorridos por la costa. No podía
luchar contra su instinto. Identificación caribeña, piel curtida, rizos y
sudor. La abrazó y le clavó los ojos en las pestañas que fueron una defensa
parpadeante inútil. Amelia no se dejaba vencer, pero su instinto era
arrollador. Terminaron besándose.
Bailaron hasta el agotamiento. Para él la cerveza era un líquido eficaz,
pero no contra la sed. Ella podía tomarse los combinados que quisiera, pero su
cuerpo jugoso le pedía ser cortado por alguien en tajadas. Quería ser
exprimida, estrujada y elevada hasta la copa más alta del árbol de mango para
caer y explotar bañada de pulpa. Ernesto hablaba poco, dejaba que sus manos y
sus labios fueran los que llevaran el tema. Cogieron un taxi y se fueron al
lugar que sería su nido de amor. Se complacieron los dos hasta sus últimas
fuerzas. Amelia sintió que toda la flora de su tierra geminaba en ella y el
responsable de ese milagro era Ernesto. Ya no podría vivir sin él. Martín lo
notó de inmediato, pero lo interpretó de forma contraria. Creyó que la furia
con que su amante se le entregaba era fruto de un amor que surgía de sus
encuentros, pero Amelia fue perdiendo la fuerza con él y al final, se dejaba
amar, pero era reacia a las amabilidades y galanteo de Martín. Él sintió algo
muy desagradable en sus tripas. Una sensación de vacío y a la vez odio contra
algo que le quitaba a su amante. Estaba muy lejos de acertar la razón porque
descartaba totalmente que ella tuviera a alguien.
Las cosas se torcieron por la ironía de la vida. Ernesto se dio cuenta del
dominio tan enorme que tenía sobre Amelia. Ella le solventaba caprichos y
esperaba, condicionándose a la recompensa, que él la satisficiera. Empezó un
juego muy complicado de intereses. Ernesto quería una parte de la fortuna de
Martin, pero lo quería en metálico y no en joyas, ropa o concesiones de
cualquier tipo. Ernesto ideó su plan y empezó su campaña. Lo más importante
sería obligar a Amelia a que le diera dinero, una vez conseguida la suma deseada,
probaría suerte seduciendo mujeres de más categoría. Quería pasar de un
seductor de segunda a titular del Jet Set. Asistiría a las reuniones de las
grandes personalidades del espectáculo. Buscaría aves heridas o débiles y poco
a poco se convertiría en el halcón de caza que se llevaría entre sus garras a
las más tiernas y dulces presas. En varias ocasiones se soñó haciendo su
campaña política. Sabía a la perfección que existían las mujeres influyentes y
bien acomodadas que le abrirían el paso cuando se lo pidiera. Amelia no
sospechaba nada y mientras era reacia y huraña con Martín, se desbordaba con
Ernesto en los entronques de su inmenso mar de ilusión y los ríos de aguas
turbulentas de las sábanas en las que Martín tenía que aparearla como un buey
en celo. La rutina se convirtió en un escape de malos humores y estados
nerviosos. Ernesto le apaciguaba a medias el placer a Amelia para que se
quedara con un poco de hambre. Martín culminaba con ese apetito y se quedaba
satisfecho, ya sin sospechar o tener la duda sobre un posible amante de su
querida. Ernesto galanteaba con otras mujeres más guapas que su bienhechora y
se dejaba arrastrar por las rápidas aguas de aquellas harpías.
—¿Qué te pasa? — le preguntó Martín
—Nada, es que estoy preocupada por mi familia,
—Y ¿qué le pasa a tu familia?
—Es que mi hermana ha tenido muchos contratiempos y necesita una suma
considerable de dinero para salir del atolladero. Está sola y tiene tres hijos…
—Bueno, mujer. No te preocupes. El negocio está marchando muy bien y las
ganancias son buenas. ¿Cuánto necesitas?
—Diez mil—contestó Amelia ruborizándose un poco
—Está bien. ¿quieres que se los mande yo?
—No, no hace falta, yo se los puedo enviar con una persona de confianza.
Martín no sospechó nada y se ilusionó pensando que al concederle la suma de
dinero que le pedía podría aprovecharse de su situación de benefactor. Probó
cosas nuevas en la relación. Amelia se disgustó porque si a Ernesto le permitía
cualquier cosa, Martín debía seguir las normas de una relación semi romántica y
las cosas del sexo bruto no eran bienvenidas. Se separaron y cada uno se llevó
un trozo de insatisfacción. Martín pensó que podría librarse de ella, pues
había comprado su libertad y la pasión se había marchitado como una planta mal
cuidada. Ernesto notó la entrega incondicional servil y las lágrimas en Amelia
y comprendió que era hora de pasar a la segunda etapa de su plan. Le dio placer
al máximo. Ella quedó inconsciente sin comprender lo que le había sucedido.
Estaba acostada escuchando la voz de su corazón que la arrullaba con una
melodía de brisa tibia. No oyó salir a su amante y se quedó repitiendo una
frase sin descanso.
Martín asistió a una reunión de sus amigos empresarios y descubrió la
presencia de Brigitte, una joven sueca de mezcla escandinava muy extraña. Tenía
aspecto de actriz de cine y Martín no se pudo resistir. Se empleó a fondo y
logró muy poco, pero la mínima esperanza que ella le dio fue suficiente para
emprender el camino de la conquista. Todas las noches la veía en el rostro de
Patricia y cuando se iba con su amante no dudaba en susurrar el nombre de la
rubia con ojos de lince. Amelia se desentendía porque no lograba adivinar qué
palabra era la que tanto repetía Martín. Se desquitaba con los encuentros con
Ernesto. Una noche, en la que Martín se la encontró por casualidad, sucedió la
tragedia.
Martín estaba organizando un banquete para una persona importante del
gobierno cuando apareció el inspector Fuentes. No podía haber aparecido el jefe
de homicidios en peor momento porque esa noche tenía cita con Brigitte y
sospechaba que por fin se la llevaría a la cama. Cuando lo vio le pareció un
tipo desaliñado y poco inteligente. Tardó unos minutos en comprender que le
estaba haciendo un interrogatorio.
—¿Hace cuánto que conoce a Amelia Bustamante? —le preguntó el inspector
Fuentes poniéndose unas gafas ridículas
—Mire, la señorita Amelia es mi empleada desde hace dos años. Es una chica
responsable y no tengo ninguna queja de ella, además su situación migratoria
está en regla. La considero una persona inofensiva y no pienso que pudiera causarle
daño a nadie. Si tiene alguna acusación en su contra, me hago responsable desde
este momento.
—Le doy crédito a todas sus palabras y no dudo de lo que me ha dicho, pero
debería usted saber que ha sido asesinada. Esta mañana la han encontrado muerta
en su piso…
—Pero, ¡qué dice! !Eso es absurdo! ¡¿Quién podría cometer tal sacrilegio?!
—Pues, es eso precisamente lo que queremos aclarar y como usted era su
amante…
—Pero, ¿cómo se atreve? ¿con qué fundamento dice eso?
—¡Cálmese por favor! Si le digo todo esto es porque ya lo hemos
investigado. La gente habla mucho, ¿sabe? Las personas se sienten muy excitadas
cuando se trata de bulos y cotilleos y la portera del edificio dónde vivía
Amelia nos dijo que usted la frecuentaba por las tardes y que siempre se
quedaba unas horas con ella. Ayer, precisamente le vieron llegar cerca de las
seis. ¿Es verdad?
—Sí, es verdad— afirmó Martín buscando alguna explicación a lo sucedido.
Sospechaba ya que lo tenían en la lista de sospechosos y no tenía preparada su
coartada.
—Bueno, pues debería saber que, a las nueve y media de la noche,
precisamente cuando usted abandonó el piso de la señorita Amelia, ella fue
ahorcada con un cable de teléfono y no hay más huellas digitales de visitantes
que las suyas. Cómo podría haber sucedido eso, ¿eh? ¿tiene alguna idea?
—Necesitaré la asesoría de mi abogado. Le ruego se retire y me cite cuando
las cosas se aclaren. No soy un asesino y puedo demostrar mi inocencia. ¡Qué
tenga buenas tardes, señor Fuentes! —Martín se retiró pálido. No podía
mantenerse en pie y cuando el inspector se fue, se tiró en una silla, pidió un
whisky doble y se lo bebió de un trago.
Se comenzaron a ver con claridad las grietas que destruirían su vida. Esa
fortificación tan segura que había construido, mostraba defectos terribles, pronto
se desmoronaría como los castillos de arena que había fabricado en el aire. Patricia
pondría el grito en el cielo y se iría de cualquier forma. Sería inaceptable la
revelación de una amante para ella y su prestigiosa familia. Los clientes jamás
creerían su total inocencia, sus socios tratarían de quedarse con su parte y
desentenderse de él. Lo único que podría salvarlo de vivir en el fondo del
olvido era capturar al culpable. Al principio pensó en un robo, incluso llamó a
la comisaría y para hablar detalladamente de las pertenencias de Amelia. Tuvo
que ir a reconocerla a la morgue y al verla se decepcionó porque en vida le
había servido como un instrumento de placer y lujuria, pero ya muerta, fría,
inmóvil y con un gesto desagradable, le produjo vómito. ¿Cómo había podido
poner en juego su riqueza y bienestar en esa mujer? La vio descompuesta, con
celulitis, maloliente y despeinada con una mirada de loca. Lloró por la noche
sin que Patricia lo viera. No le apeteció dormir con ella. Era mejor empezar a
olvidarse de su vida marital que no había sido tan mala, pues Patricia tenía
muchas cualidades que mujeres como Amelia solo podían envidiar. Martín se
mordió los labios y golpeó las paredes hasta sangrar. Había sido un estúpido.
Asistió al interrogatorio con su abogado. Reconoció que Amelia era su
amante, que se encontraban dos o tres veces al mes, que él le había comprado el
piso, que le había hecho regalos caros y que lo último que recordaba haber
hecho por ella era darle diez mil dólares para ayudar a su hermana. El
inspector anotó toda la información e hizo preguntas, al parecer tontas y fuera
de contexto, a las que Martín contestó de forma reacia. Terminado el
interrogatorio le dieron la recomendación de no abandonar la ciudad y
mantenerse disponible para lo que se pudiera requerir en la investigación. Lo
que tanto temía se fue cumpliendo. El escándalo de patricia fue terrible. Él le
propuso que se quedara con las propiedades y el negocio. Lo único que le
interesaba era salvar el pellejo. No se resistía a su destino y procuraba
acomodarse en la orilla del río más segura para que la corriente de sucesos no
lo arrastrara y lo echara por una cascada insalvable. Pronto perdió su imagen y
el día del juicio vio como se ensombrecía para siempre su vida.
—¿Reconoce usted, señor Martín Lugo, que su amante era la señorita Amelia
Bustamante?
—Sí, señor juez. Fue mi amante durante más de un año.
—¿Estuvo usted con ella el día de su asesinato?
—Sí, señor juez estuve con ella unas tres horas y salí de su departamento
pasadas las nueve, pero estaba viva.
—¿Reconoce usted que ella le chantajeaba con revelarle a su esposa su
relación y, por eso, usted le daba dinero para conseguir su silencio?
—Lo niego señor juez, yo solo le ayudé en dos ocasiones para que pudiera
enviarle dinero a su hermana en Centroamérica.
—¿Acepta usted que, a falta de pruebas de lo contrario, usted es el
principal sospechoso y que el supuesto hombre con quien Amelia se encontraba en
un bar popular era solo un amigo que compartía su afición a la música y el
baile con ella?
—Según tengo entendido, ese hombre no era su amigo, sino un querido con
quien ella se veía en secreto y él fue quien la asesinó.
—Su abogado no nos ha proporcionado pruebas y está claro que el individuo a
quien se refiere usted, señor Martín Lugo, es un simple aficionado a la salsa y
si se encontraba con Amelia era solo para bailar.
—Pero señor juez. Su cuartada es una patraña y además se descubrió que
antes de la muerte de Amelia era un pelagatos y después le apreció una jugosa
cuenta en el banco y…
—Lo siento señor Martín Lugo, pero eso ya ha sido aclarado durante las
sesiones que hemos tenido aquí. Bueno, si no quiere reconocer su culpa ante las
pruebas irrefutables que tenemos, es su problema. ¡De pie todos! Se levanta la
sesión para que el jurado delibere. Nos vemos aquí dentro de hora y media.
Los minutos se fueron destilando desde el reloj hasta que, perdida la
paciencia y los nervios, se reanudó la sesión. Andrés Longoria, el abogado de
Martín, estaba seguro de que el jurado deliberaría a favor de su cliente y en
el peor de los casos le condenarían a una pena de tres años de cárcel por falta
de pruebas y tendrían que pagar una fianza muy grande, pero era el precio de la
libertad.
Martín entró muy agotado y su aspecto ya no era el de aquel empresario que
se comía los negocios como caramelos. Estaba canoso y las arrugas le agrietaban
los pómulos. Se veía flaco y pálido. Su traje le quedaba una talla más grande y
su andar era torpe. Se tumbó en la silla. Salió el juez, llamó al jurado y
pidió silencio. Al oír la sentencia, Martín estuvo a punto de sufrir un
infartó. Se desmayó y no oyó los gritos de euforia de los espectadores y
contraparte acusadora. Cuando volvió en sí le ayudaron a levantarse. Le
pusieron unas esposas y lo condujeron a una sala de espera para ser conducido a
un reclusorio. Longoria hizo todo lo posible por darle ánimo y le prometió
abrir el juicio de nuevo, encontrar al verdadero criminal y sacarlo de prisión.
Martín ya no era dueño de sí mismo. Caminó sin oír nada y se fue como si lo
hubieran condenado a la silla eléctrica y no hubiera vuelta atrás.
Una semana después del juicio, Patricia recibió en su nueva residencia a un
hombre. Se había arreglado especialmente para ese encuentro. Llevaba puesto un
vestido de seda con un gran escote y la mesa en la terraza estaba lista par una
cena romántica. En el aire se movían las ondas serpenteantes de una cumbia
colombiana ejecutada con acordeón y percusiones. El hombre entró conducido por
la ama de llaves. Miro a Patricia y sonrió.
—Hola, ¿qué tal estás?
—Bien, te he echado de menos estos meses, pero era parte del plan, ya
sabes.
—Sí querido Ernesto, ahora no tenemos ningún obstáculo. Nadie podrá impedir
que consigamos nuestro sueño dorado.
Se abrazaron y se perdieron en el calor de un fogón que incendiaba sus
corazones.
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