viernes, 24 de abril de 2020

La escultora de pétalos


La revelación de la naturaleza le llegó con el matrimonio. Fue una mañana soleada cuando al salir de su cabaña miró las montañas y la hierba primaveral. Sintió de nuevo ese rompimiento del pliegue de su tejido virginal y la fecundidad se derramó por todo el campo. Estaba feliz porque se identificaba en la naturaleza. Las flores, la hierba, la arena. Los montes protegidos por un manto azul y un fogón de rayos astrales cantaban un himno a la vida de su vientre. ¿Para eso era el matrimonio? —se preguntó sonriendo— ¿Entonces por qué toda la gente se queja? ¿No se dan cuenta que la creación y la divinidad están a una distancia nimia?

Pasó la tarde recorriendo con su marido el inmenso terreno. Él deseaba que llegara la noche para continuar con el responsable papel de procreador que le había designado Dios. No era por placer ni pecado, sino para corresponder a los divinos mandatos. No aceptaba que su corazón, duro en las faenas y justo en el revelado de las cintas e impresión de fotografías, se había emblandecido al tocar el cuerpo desnudo de Georgia. Eran como el pistilo maduro recibiendo el polen en el pelambre de las abejas o mariposas. El viento sacudía los rayos de polvo dorado y los pétalos se enternecían deshidratándose hasta que el rocío matutino los refrescaba.

Supo que esa era su vocación. Ir hacía la madre fecunda y plasmarla en las telas. Así, cada mañana, cuando su marido se montaba en su caballo para ir a capturar imágenes en su cámara, ella cogía su caja de pinturas, los pinceles, unos trapos y el aguarrás. Se echaba el caballete al hombro, que era muy rudimentario, pues lo había hecho con unas ramas de arce seco, y se iban despacio. Caminaba mirando los sitios más interesantes. Colocaba sus bártulos en los sitios más confortables y se quedaba mirando el paisaje. De vez en cuando su atención era atraída por arbustos o flores. Georgia era capaz de permanecer hasta una hora observando una flor. Era su método para extraerle la forma. Seguía con paciencia todas las líneas y memorizaba sus tonos. Le encantaba pintar a mediodía cuando la luz era plena y traspasaba los pétalos. Cuando ya no tenía nada más que memorizar, se levantaba y cogía los pinceles. Le gustaba el óleo aguado, por eso sus pinturas parecían acuarelas. Las telas que usaba no tenían demasiada base y la pintura penetraba rápidamente. Los trazos de Georgia eran prolongados y suaves. Al pintar acariciaba en sus pensamientos las flores. Era delicada y sus sentimientos se plasmaban en la tela dándole la transparencia de la luz solar a sus pinturas.

Volvía cuando las nubes empezaban a merodear curiosas las pulpas de los frutos del deseo. Los grises de las sombras turquesas servían para que la talentosa artista les diera volumen a las figuras. Satisfecha recogía sus cosas y regresaba a su casa. Colocaba el lienzo en un rincón y se ponía a preparar algo de comer. Su cocina era muy rudimentaria, lo que la obligaba a asar la carne directamente en el fuego. Preparaba una sopa de verduras y buscaba los restos del pan horneado de la noche anterior. En cuanto terminaba de cocinar, entraba Alfred, la miraba de forma inquisitiva y cuando veían el mutuo brillo de la satisfacción se les dibujaba una honesta sonrisa de triunfo en los labios. Comían haciendo los comentarios de las aventuras del día. La tertulia se llenaba de imágenes que los iban elevando como si fueran una enredadera.

Descansaban en un diván tomando café o té, saboreando dulces de yema de huevo. Veían el atardecer desde el porche y cuando el rosado cielo pasaba al violeta hablaban de arte, de la forma de cambiar el mundo a través de su humilde visión. Él quería reformar la apariencia de las cosas. Encerrar sus paisajes en una nueva geometría, en pequeños rectángulos de papel. Ella, por el contrario, intentaba que de sus pinturas saliera la vida, que se desbordara el color para invadir el planeta. Deseaba que ese mar de emociones inundara a las personas cuando se posaran frente a sus obras. En realidad, ya hacía tiempo que lo habían logrado, pero cuando se es artista la búsqueda es eterna, decía al terminar un trabajo.

Llegó el día de la mala noticia. Georgia se había gastado su fecundidad en las labores. Su cuerpo se rindió ante esa predisposición a rescatar la naturaleza. No lo resintió porque consideraba que sus hijos eran sus lienzos bien amamantados de frescura maternal y néctar de flores. Se dedicó a rastrear la embocadura de esa fertilidad y cómo la localizó. Estaba por todos lados. En las cascadas, en las llanuras, en las copas de los árboles y en su espíritu. Pasó el tiempo y la columna formada por los bastidores y telas llegó a abarrotar el estudio. Alfred ya no estaba y las grietas de la piel en el rostro de Georgia eran surcos profundos los cuales formaban con el rocío matutino unos riachuelos salinos.
Tuvo cientos de amigos. Muy famosos algunos. La visitaban varias veces al año solo para ver o confirmar que su esfuerzo no era inútil. “Claro que no—decían los expertos que de oídas— sabían de su creatividad—. Algún día sus obras costarán una fortuna”. Era verdad, las famosas salas se engalanaron con sus flores y paisajes después de su muerte. Los corredores de arte hablaban de millones y los grandes coleccionistas se peleaban por una pieza como si fueran bestias voraces.

Para ella—decían los directores de los museos—, no había cosa más valiosa que pintar. Su labor era pura satisfacción y se embelesaba con cada trazo. Nunca podremos ponerle un precio a las emociones que nos transmite. Sus cuadros tienen una fuerza descomunal que viene directamente de su alma, la cual sigue presente aquí, por eso es imposible asignarle una suma”. Se tomó la decisión de compartir la espiritualidad y sus trabajos se quedaron como invitados de honor en las más famosas galerías. Se prohibió su venta y se montaron exposiciones para curar la depresión, la esterilidad y la esquizofrenia.

miércoles, 22 de abril de 2020

Las hileras interminables


Nadie jamás me ha entendido y dudo que alguien logre hacerlo. La razón es muy sencilla. Vivo en un manicomio, a pesar de no estar del todo demente. El problema es básicamente la privacidad. ¿La privacidad? —me preguntará con esa cara de asombro que ha puesto—. Pues sí, en efecto es la privacidad. Hubo una época en la que conviví con unos artistas y me robaron mis ideas y luego se hicieron muy, pero muy famosos. Lo único es que jamás lograron superarme. No había ni crédito, ni fama, ni siquiera dinero de por medio. Era sólo dignidad. Entiendo perfectamente que en cuestiones de arte se va saturando lo pasado hasta llegar a un exceso que genera una nueva corriente, es entonces cuando llegan los demás, lo copian y se dedican a utilizarlo hasta el cansancio y luego llega otro que interpreta la realidad de otra forma y crea el nuevo modelo para reproducirlo.

Mi situación como decía antes no está relacionada con esa copia de lo nuevo. A mí, me lo robaron todo porque no era mi percepción de las cosas, era, más bien, la forma en que veo y veré el universo y su realidad. Se ha dicho mucho de mi estilo. Dicen que es una alucinación o un defecto del cerebro que me obliga a reproducir lunares, bolitas, esferas o formas diminutas de gusanos de manera obsesiva. “Es la droga—gritan a los cuatro vientos en las exposiciones donde me presentan—. Esta mujer está más loca que una cabra”. Creen todos que para pintar lo que veo es necesario ponerse hasta arriba de estupefacientes, pero para mí es algo que viene desde mi niñez. De pequeña me quedaba mirando los almacenes de grano de mis padres y podía ver la diferencia entre ellos. Unos eran más redondos, otros más largos, otros, más ovales.

Un día le dije a mi madre que el mundo estaba hecho de pequeñas bolitas. Ella me miró con picardía y me explicó que era verdad. “El Mundo está hecho de átomos”. Sí, mamá, eso toda la gente lo sabe, pero si supieras que los puedo ver, ¿qué pensarías? No contestó y siguió con sus labores. Más tarde me mandaron a una escuela de dibujo porque a mis padres les parecía que tenía facultades, lo único, y fue esa la razón de que me llevaran con el profesor Yokio, era que debía olvidarme de pintar bolitas y adaptarme al estilo nihonga. Si usted, que veo su sonrisa es muy expresiva, ¿ha trabajado alguna vez con los materiales de ese arte? No pensará que para mí fue una tortura, ¿verdad?

Imagínese que le ponen a realizar una alfombra con pequeños trocitos maleables de alambre y requiere que miles de ellos estén perfectamente alineados. Hasta allí todo está bien, pero pongamos que su necesidad incontrolable de ver el mundo hecho de canicas o círculos le dice que cada palito debe convertirse en un arillo. Ahora, imagine que un hombre disciplinado y riguroso en exceso es su maestro. Usted llorará de desesperación, deseará morir en cada momento. Pues, resistí y logré que me expulsaran de la escuela de dibujo, no tan pronto, pues ya le he dicho que Yokio era muy paciente y sádico. Me riñeron en casa porque realmente se habían puesto todas las esperanzas en mí. No duré mucho en mi hogar. A los diecisiete años me fui una noche. Busqué una actividad lucrativa, pero lo único que encontré fue el de dependienta en un establecimiento al que no iba mucha gente. En los ratos muertos, cogía telas, cartones, pinceles y hacía mis cuadros. Mis patrones no le vieron utilidad a mi trabajo y me echaron.

Seguí bastante tiempo ganándome la vida con el sudor de mi frente, como dicen todos por allí. Un día una amiga con la que compartía un rincón en una casa vieja, me invitó a una exposición de pintura moderna. Era horrible, la verdad, pero la organizadora tenía fe en los nuevos pintores y cuando me vio hacer un pequeño boceto de algo que yo copiaba y no imaginaba, como dijo ella al verlo, me propuso que hiciera algunos cuadros y se los llevara. “Jamás he visto algo así —me dijo dándole vueltas al lienzo—. Creo que tienes madera de artista”. En la siguiente presentación me incluyó y después ya era la representante de los artistas innovadores, luego me hice famosa y me llevaron a Nueva York.

Allí conocí a esos ladrones, en cuanto vieron mis cuadros comenzaron a imaginar sus propias obras con el mismo estilo. No les dio repelús cuando me presenté como la autora. Creo que ni siquiera me consideraron una persona y claro. ¡Cómo les iba a impresionar una japonesita insignificante como yo! Si hubieran podido me habrían pisoteado, pero no lo hicieron. La fama me llegó, es cierto y el dinero también. El ambiente americano me sacaba de quicio y prefería mil veces estar sentada frente a un profesor testarudo como Yokio, que soportar las veladas en las casas de los ricos donde todas las conversaciones giraban en torno al dinero. Me refugié en mi casa. No dejaba entrar la luz del sol y en mi estudio trabajaba como hormiga en una cámara iluminada por un centenar de lámparas. Decidí hacerme corredora de arte. Trabajaba desde mi casa y los clientes me visitaban, pero me fui a la bancarrota. Decidí volver a mi patria.

Las condiciones no fueron las óptimas. Ya tenía un pequeño desequilibrio psicológico. Me había convertido en una ermitaña y mi visión comenzó a degenerarse. Tuve que ponerme gafas de botellón. Por un lado, eso me ayudó a redescubrir el mundo. Los cristales solo les dieron un efecto cromático a las cosas y mi inquietud artística se desbocó. Cada día pintaba de quinientas a mil burbujas proyectadas hacía en horizonte y después las unía para delinear figuras. Los colores eran exuberantes. Era fantástico. El trabajo me excitaba tanto como el sexo, pero una mañana ocurrió algo terrible. Pensé que esos cuadros también me los copiarían y dejaría de ser individual. Me aterré y comencé a adquirir costumbres muy raras. Yo misma me sorprendía al cubrirme con una sábana para ocultar mi trabajo. Les echaba broncas a mis sirvientes y estuve a punto de apuñalarlos una tarde que a alguien se le ocurrió hacerles una foto.

Ahora estoy bajo los efectos de los sedantes. Eso me quita fuerzas, pero estimula mis ojos. Los colores se hacen tan intensos como el fuego. Veo ondas de colores, lluvia de arcoíris en pequeñas partículas que giran a mi alrededor. A veces, incluso, hablan conmigo y recitan los poemas de la fuerza universal. Siento su vibración y su tibieza. Son como los rayos de sol en una playa. Los disfruto al máximo. Cuando me permiten levantarme, voy al jardín allí la música jaspeada me eleva hasta el cielo y pasó horas disfrutando. He oído aquí unas palabras muy vagas que me han interrumpido el goce. Dicen que estoy en las últimas, pero sigo viendo, incluso, mejor que antes. Así que deben estar equivocados. Cada vez subiré más alto, estaré más lejos de los fracasados que nunca entendieron mis ideas ni mi mensaje. Les tengo que dejar para siempre. Me llama el arte celestial. Es algo indescriptible. Espero que alguna vez lo lleguen a ver. Adiós.

viernes, 3 de abril de 2020

El fin de la Historia


Cuando se terminaron las noticias apagué la radio de la cocina y me serví el agua que ya estaba hirviendo, revolví las dos grandes cucharadas de café soluble y al mezclarlas me quedé inmóvil. Una serie de recuerdos surgieron tan frescos como si hubieran sucedido unos minutos antes. Tal vez fuera la aterradora noticia de la pandemia la que me hizo cavar en ese pasado olvidado y sacar como si fueran el tesoro de un pirata aquellas escenas. Estaba trabajando en la embajada, en el departamento de política exterior y sonó por todos lados una palabra. “!Fukuyama!!Fukuyama!”. Al principio Nadia y yo no entendimos un pito de lo que se trataba, pero cuando el mismo embajador bajó por la escalera librando tres escalones en cada zancada, entonces quedó claro que estaba a punto de suceder una cosa gorda. Como Nadia y su servidor siempre metíamos la pata en todo, más yo que ella, pensamos que con ese vocablo japones iba a enviarnos a la calle o iba a someternos a un martirio chino o algo así. Resultó que no porque la mentada palabra japonesa era el apellido de un politólogo americano que había escrito un ensayo sobre el futuro del capitalismo. Se había agrietado la frágil cortina de acero de la URSS y estaba por comenzar una gran tragedia. 

Nosotros estábamos en el epicentro y fue la razón por la cual nos ordenaron buscar todas las noticias que estuvieran relacionadas con en programa exprés del gobierno ruso para entrar en el mercado internacional. Le habían llamado “Plan de los 500 días” y había dejado a bastante gente tres metros bajo tierra. El cálculo que habían hecho los expertos economistas del socialismo para llevar a cabo la transformación del mercado resultó tan inapropiado que hubo surgió una hambruna inmisericorde. Bueno, pues recordé ese día en el que empezaron mis jefes su carrera vertiginosa para escribir un libro sobre la situación. Íbamos contra reloj y, en el momento en el que se anunciara el primer título sobre eso del fin de la historia en plena Rusia, habría un ganador. Por un lado, estaba el embajador y nuestro equipo, por otro, el encargado de prensa de un diario muy influyente y, por último, un politólogo que frecuentaba nuestra institución para hacer traducciones del ruso al español.

Estuvimos dos meses a marchas forzadas combinando el trabajo de análisis con el espionaje. Era fundamental saber en qué fase iban nuestros adversarios. Por fortuna, teníamos topos por todos lados. Uno de ellos era la mismísima esposa del encargado de prensa y otro, la secretaria del traductor, que era súper amiga de la encargada de limpieza de nuestra embajada. Sabíamos que en cualquier momento podríamos correr el riesgo de ser engañados, pero la fe nos guiaba y seguíamos a puerta cerrada garabateando, leyendo y ordenando todo lo que podíamos. El autor del libro que se publicaría, sería, indiscutiblemente, el honorable señor embajador, pero la carga real de trabajo quedó en nuestros hombros, más en los míos y los de Nadia, que en los de nuestros jefes. El mismo día que mandamos a la imprenta nuestro escrito nos llamó el embajador muy enfurecido. “!Estúpidos! ¿Saben quién ha empezado a vender ya su libro? ¿No les dije que solo el primero que saliera a la luz sería el ganador? ¡Adiós a nuestro esfuerzo! —lo había dicho como si él realmente lo hubiera escrito solo—. Pero esto no se va a quedar así. ¿Quiénes fueron los causantes del retraso, joder?”. De pronto Nadia me miró con desconsuelo porque dos dedos índices nos apuntaban como frente al paredón. Sí, en efecto, así, metafóricamente, nos fusilaron. En menos de media hora ya estábamos de patitas en la calle con una indemnización de risa.

Traté de consolar a Nadia que era un mar de lágrimas, y cómo no, si había trabajado de forma impecable durante cinco años y nunca le habían llamado la atención por una falta grave. Lo bueno es que sus lágrimas no dejaron de brotar, pues al despedirnos se fue en dirección al centro y pasó por la embajada de Chile. Allí se encontró a su amiga que estaba buscando a una sustituta. “Me has caído del cielo Nadia, te lo juro. Mira, me casé con un español y nos vamos a Valencia, pero no tengo a nadie que se quede en mi lugar. Y…Mira, ahora tú con disposición inmediata y todo”. La contrataron el mismo día y seguro que siguió allí mucho tiempo. No lo sé con exactitud porque han pasado muchos años y, además, no he querido investigar sobre ella porque estaba un poco enamorado y no me gustaría avivar unas cenizas que ya se han esparcido con el tiempo. Al separarme de Nadia me fui a un bar en el que trabajaba mi amigo portorriqueño. Era muy alegre y me imaginaba que era la encarnación del optimismo. No se si sería así todo el tiempo, pero podría jurar que se habría reído hasta de la muerte de su madre. En fin, no soy nadie para juzgar. El caso es que se torció mi vida por completo. En ese bar bebí demasiado y me acabé el dinero que llevaba. Al día siguiente no podía levantarme y solo tres días después asimilé mi dura situación gracias al hambre. Era un año muy difícil en el que habrán muerto por sus deudas cientos, tal vez miles de inversionistas sin experiencia e improvisados, pobres ilusos. Tardé casi seis meses en encontrar un empleo decente. Tenía que matarme más de doce horas al día para poder mantenerme a pan y leche. Un año después se regularizaron las cosas gracias a unas medidas emergentes del gobierno, que le había vendido su alma a un organismo que es peor que el demonio, pues se habían endeudado con el FMI. Mucha gente comenzó a estudiar nuevas profesiones, todos se reinventaron y se acomodaron en los nuevos peldaños del sistema capitalista. Muchos se enriquecieron.

Para mí fue como estar en un naufragio. Primero se hundió el barco, luego tardé demasiado en encontrar una isla desierta y cuando ya estaba por fallecer, me rescató un barco. Lo personificaba un empresario de mi ciudad. “!Hombre, Fernando, que gusto verte!”. Fue inolvidable el encuentro, sobre todo porque arrastraba unas deudas terribles. Ya se me había deformado la cara de tanto pedir. Una mueca de pesar era lo único que veía la gente, pero Armando Corona me arrancó una sonrisa de felicidad. Por primera vez en mucho tiempo me sentí parte de la sociedad. El cable que me echó me sacó de apuros e, incluso, pude volver a ser una persona de bien. Compré ropa nueva, alquilé un piso pequeño y hasta empecé a salir con una chica. Me sentía en la gloria y listo para los nuevos proyectos que no paraban de surgir en mi cabeza. Me asocié con unos amigos y comencé a gestionar un pequeño restaurante. Lo hacíamos tan bien que en pocos meses ya éramos los más populares de la ciudad. Andrés y Pedro, mis socios, estaban felices y nos sentíamos como en las películas de empresarios famosos o mafiosos que se divertían en los bares donde había mujeres guapas y hombres de negocios. Nunca hicimos nada fuera de la ley y progresamos de forma honesta. El tiempo nos fue creando intereses diferentes y, al final, Pedro se quedó con el establecimiento.

En mala hora lo hizo porque después se anunció un “Martes Negro” uno de esos períodos en los que el estado toma medidas drásticas para regular la economía. Otra vez, la gente vio desparecer su dinero con la famosa reforma monetaria, que ya era más o menos la cuarta. En aquel entonces ni siquiera sospeché que se estaba librando una guerra más fría y más ladina que la de los años posteriores a la II Guerra Mundial. Me había desentendido de la política, pero si la hubiera seguido estudiando lo habría comprendido entonces y habría aprovechado el tiempo. Ahora es demasiado tarde y estoy aquí dándole vueltas al café mientras sufro las consecuencias de los acontecimientos que se nos vienen encima. Se nos aconsejó quedarnos en nuestras casas. El aislamiento—decía uno de mis amigos—es la mejor forma de disgregar a la gente. Me reí en aquel momento, pero no sabía qué alcance tenían sus palabras. A pesar de estar comunicados con toda la tecnología imaginable, nos evitamos más que cuando nos cruzamos en una oficina. Además, estaba el problema de no ser consecuentes. Cuando se acudía al edificio de la empresa, a veces discutíamos entre compañeros. Llegué a tener conflictos tan fuertes con algunos que evité cruzarme su camino. Me comunicaba en las reuniones con ellos tratando de evitar sus miradas, pero en la comunicación virtual fingían como ninguno. Se felicitaba a todo mundo por su mi cumpleaños, se alegraban y ponían sus emoticonos cuando se daban opiniones, aunque estas fueran las más estúpidas e inimaginables. A mucha gente la habría matado por su hipocresía, pero entendí que el mundo virtual tiene sus reglas y esa falsa Netiqueta que usaban muchos era como una trampa. Ya veremos si al volver a la oficina siguen comportándose de la misma manera, me decía yo, pero como ven es ridículo volver a las condiciones normales del pasado.

Hace tiempo que empecé a dudar de que se restablecerían las cosas. Era por lo que les había mencionado las palabras de mi amigo, pues no solo nos dividieron, sino que nos empezaron a destruir. Al principio todos pensamos que eran unas pequeñas vacaciones pagadas, sin embargo, se han ido convirtiendo en este encierro semejante a una cárcel. Un arresto domiciliario muy riguroso. Pobres ingenuos no sabíamos lo que se estaba fraguando. Maldita política internacional es más peligrosa que todos los ataques de la inteligencia artificial y todas las sectas secretas del mundo. Por qué desvarío tanto, se preguntarán, pues es por la dichosa pandemia que ya muchos dudamos de que exista. Para que lo comprendan iré por partes.

Primero tendré que volver al instante en el que se separaron las repúblicas socialistas. La pérdida humana fue terrible. Empezó la Guerra de los Balcanes, echaron de muchos países a los ciudadanos con nacionalidad indeseada. Nos taparon los ojos con esa ilusión llamada Globalización. Nos dijeron que el paraíso estaba en la distribución de la producción. Nos ponían anuncios mostrándonos selvas indómitas donde los aborígenes tomaban Coca Cola y se atragantaban de hamburguesas. Las camisas se producían con tela de Singapur, botones de la India e hilos de Guatemala. Era fantástico ver todas esas cosas. La gente entró en una carrera de fondo en la que no había obstáculos. El mismo señor Fukuyama daba los pistoletazos de salida. Se publicaron miles de libritos de asesoría comercial. “Hágase rico en dos semanas” “Como emprender un negocio en dos pasos” “Retírate joven y millonario”. Mientras leíamos toda esa basura, los meros buenos empezaron su partida de ajedrez. Los rojos emplearon la estrategia de Kutuzov. Dejaron entrar los capitales, abrieron las puertas para que los imperialistas caminaran bien orondos por las calles de sus ciudades. En todos lados se producía sin cesar.

Pasó el tiempo y cuando la parte central del tablero se encasquilló, se hizo un recuento de las piezas perdidas y saltó el peine. Allí estaban tres bandos: uno con dinero, otro con tecnología y el último con armas. Entonces sí que se puso candente la situación. Con las consignas de “Protegeremos la Naturaleza” unos abandonaron el Club de París amenazando a los imperialistas por no cooperar. La lucha encarnizada de los capitales y la abstracta división del mercado internacional llevó a un nivel superior el combate. Se le dio una patada al tablero de ajedrez y siguió la guerra a lo bruto y sin reglas muy claras. Era como un enfrentamiento entre dos bandas de mocosos que se ponen a jugar a la policía y los ladrones. “Si me sigues bloqueando mis inversiones te vas a arrepentir— decía el Mao oriental—. Ta va a costar muy caro”. Esa amenaza fue lo que llevó a la creación de las nuevas estrategias. Lo malo es que la mayoría desconocemos cómo llegó el acuerdo de paz. Sabemos por experiencia que toda tregua, acuerdo bilateral o claudicación llevan intrínseco un pago, que o es más que un sacrificio humano.

Esta vez han ido muy lejos, es por eso que no puedo parar de darle vueltas al café sabiendo que es el último que me tomo. Recuerdo cuando nos echamos unos chistes de verdad graciosos en la oficina. “Tenemos que parar—dijo el jefe—es una disposición del gobierno”. Seguidamente comenzamos a imaginarnos despertando tarde, conviviendo con nuestros seres queridos y comprando cervezas, viendo el fútbol o leyendo libritos de autoayuda, de dietas o superación personal. ¡Qué ingenuos! Los políticos dividiéndose el mundo y nosotros pensando en bajar unos kilitos de sobra. Bola de idiotas. Nos habían lavado el cerebro. Ya es muy tarde para lamentarlo. Mejor les diré que después de todo lo que he visto me quedo con Balzac y su comedia humana. Él la vivió en carne propia y sufrió las consecuencias de sus actos, pero se mantuvo en la línea. Jamás dejó de escribir sobre su realidad y nunca perdió la visión crítica para diseccionar la sociedad. Tenía que haberlo leído, también a los otros grandes. Tolstoi, Dostoievski, Andreyev, Platónov y muchos más y no sólo rusos, sino de todo el mundo chinos, americanos, indios, paquistaníes, húngaros, mexicanos y españoles, entre otros. Me pasé las noches disfrutando esas entregas semanales del Tío Sam que con su dedo me señalaba para enrolarme en su campaña, pero yo he sido siempre rojo. Me mantuve hasta en los más crudos días de hambre, desgracia y desolación. Fui muy imbécil, tenía que haber hecho lo que decía Punset. Dedícale tiempo a lo que realmente me gusta, mantener buenas relaciones sentimentales y superar todos mis temores. Esto último nunca lo podré hacer porque soy supersticioso, hipocondriaco y ahora padezco de agorafobia y antropofobia. No siempre fui así. Eso solo, después de este encierro, ha surgido y no creo, más bien dudo mucho, que logre curarme en los pocos días que me quedan por vivir.

Ya lo había leído en una novelita de Jean Christopher Schedler, Huschetler o Huttlerer no sé cómo se pronuncia. El caso es que el tipo cuenta sobre un programa para desintegrar a la humanidad. Primero los ricos van despareciendo del mapa. Los grandes magnates, ricos de verdad, van anunciando sus males. “Causa de la muerte: páncreas, sobredosis, sida, sarampión, viruelas, gripe aviar, fractura de fémur, etc.”. Luego, se forma una sociedad de nuevos humanos que gozan de todos los beneficios de la genética. Aumenta su esperanza de vida, se embellecen, rejuvenecen e incluso aparecen en la sociedad con nuevos nombres, más discretos de los que tenían antes de su supuesta muerte, después, esa nueva gente decide eliminar al populacho, es decir, limpiar el planeta de escoria, ya saben, gente como los negros, amarillos, piel rojas y demás cochambre. La última etapa está en crear nuevo dinero o, mejor dicho, acabar con la economía tradicional y establecer otro orden de intercambio monetario. Al final, creo que ni necesitan acuerdos económicos siendo ellos los dueños de todo. Lo más cruel es el método de extinción. Más desolador que los campos de concentración y con toda la crueldad del sadismo humano.

Nos hicieron recluirnos en nuestras casas, nos dijeron que era temporal, que se estaba buscando un remedio para un virus letal. Nos predijeron que habría abastecimiento, pero que la gente evitara el contacto con las personas desconocidas. Lo aceptamos mal que bien, pero había muchos incrédulos que se salían a conversar con el vecino, llegaron las multas. “Eh, usted, no salga si no es absolutamente necesario” “¡Vale, vale! No se enfade, ya me voy a mi casa.” Vino el des abasto. “Se acabó el arroz —me dijo mi madre por teléfono—, ya no podemos prepararlo a La jardinera”. Así poco a poco se fueron ausentando de las tiendas la leche, el queso, el pollo, el pan y no sé qué cosas más. De nada sirvió atiborrar la alacena de víveres. Los vecinos, sobre todo los más pequeños, con su persistencia y sus huesos de las costillas bien marcados nos obligaron a ceder.

Tuvimos que sufrir regaños y reproches al principio, pero después nosotros mismos acudimos a alguien en los momentos de hambre más aguda. A los que se cargó primero la crisis fueron los ancianos que no fallecieron por el virus, sino por la falta de pensión y alimento, luego las generaciones: Baby Boom X, Y, Z y los millennials y por último los bichos más resistentes. Me asomo por la ventana y veo a los últimos sobrevivientes. Su aspecto es lamentable. No se mantienen en pie y van cayendo como hojas secas de los árboles, ni siquiera dan el costalazo. Van planeando en la caída como si fueran parapentes. Bueno, pues como les decía. En la radio han transmitido por última vez para darnos la despedida. Ha sido conmovedor para las dos partes. Unos han realizado su sueño. Están seguros de que habrá una nueva humanidad. Más inteligente, más bella y con menos vicios y perversiones. Para nosotros, quienes le entregamos nuestro tiempo, esfuerzo y dedicación al trabajo, en lugar de dejarnos de servilismo, esperamos hasta en la hora más absurda que no llamen para laborar.

¿Qué haría si le dijeran que la humanidad se va a extinguir? Esa pregunta me la hacían en mis clases de idioma y era algo, que, según el profe, daba mucho juego, pero no sabía nadie que era algo muy probable y lo tomábamos como una bromita. Me gustaría decir lo que me habría gustado hacer, pero es inútil. El fin está a unas cuantas horas, ya no se requiere nada. Ese señor Fukuyama nos dijo que sí era de verdad el fin de la historia, al menos el fin de los esclavos del capitalismo, la carne de cañón de siempre. Bueno, si ustedes siguen allí, díganme lo que piensan, que no les he dejado hablar. Cuéntenme algo, por favor.