miércoles, 22 de abril de 2020

Las hileras interminables


Nadie jamás me ha entendido y dudo que alguien logre hacerlo. La razón es muy sencilla. Vivo en un manicomio, a pesar de no estar del todo demente. El problema es básicamente la privacidad. ¿La privacidad? —me preguntará con esa cara de asombro que ha puesto—. Pues sí, en efecto es la privacidad. Hubo una época en la que conviví con unos artistas y me robaron mis ideas y luego se hicieron muy, pero muy famosos. Lo único es que jamás lograron superarme. No había ni crédito, ni fama, ni siquiera dinero de por medio. Era sólo dignidad. Entiendo perfectamente que en cuestiones de arte se va saturando lo pasado hasta llegar a un exceso que genera una nueva corriente, es entonces cuando llegan los demás, lo copian y se dedican a utilizarlo hasta el cansancio y luego llega otro que interpreta la realidad de otra forma y crea el nuevo modelo para reproducirlo.

Mi situación como decía antes no está relacionada con esa copia de lo nuevo. A mí, me lo robaron todo porque no era mi percepción de las cosas, era, más bien, la forma en que veo y veré el universo y su realidad. Se ha dicho mucho de mi estilo. Dicen que es una alucinación o un defecto del cerebro que me obliga a reproducir lunares, bolitas, esferas o formas diminutas de gusanos de manera obsesiva. “Es la droga—gritan a los cuatro vientos en las exposiciones donde me presentan—. Esta mujer está más loca que una cabra”. Creen todos que para pintar lo que veo es necesario ponerse hasta arriba de estupefacientes, pero para mí es algo que viene desde mi niñez. De pequeña me quedaba mirando los almacenes de grano de mis padres y podía ver la diferencia entre ellos. Unos eran más redondos, otros más largos, otros, más ovales.

Un día le dije a mi madre que el mundo estaba hecho de pequeñas bolitas. Ella me miró con picardía y me explicó que era verdad. “El Mundo está hecho de átomos”. Sí, mamá, eso toda la gente lo sabe, pero si supieras que los puedo ver, ¿qué pensarías? No contestó y siguió con sus labores. Más tarde me mandaron a una escuela de dibujo porque a mis padres les parecía que tenía facultades, lo único, y fue esa la razón de que me llevaran con el profesor Yokio, era que debía olvidarme de pintar bolitas y adaptarme al estilo nihonga. Si usted, que veo su sonrisa es muy expresiva, ¿ha trabajado alguna vez con los materiales de ese arte? No pensará que para mí fue una tortura, ¿verdad?

Imagínese que le ponen a realizar una alfombra con pequeños trocitos maleables de alambre y requiere que miles de ellos estén perfectamente alineados. Hasta allí todo está bien, pero pongamos que su necesidad incontrolable de ver el mundo hecho de canicas o círculos le dice que cada palito debe convertirse en un arillo. Ahora, imagine que un hombre disciplinado y riguroso en exceso es su maestro. Usted llorará de desesperación, deseará morir en cada momento. Pues, resistí y logré que me expulsaran de la escuela de dibujo, no tan pronto, pues ya le he dicho que Yokio era muy paciente y sádico. Me riñeron en casa porque realmente se habían puesto todas las esperanzas en mí. No duré mucho en mi hogar. A los diecisiete años me fui una noche. Busqué una actividad lucrativa, pero lo único que encontré fue el de dependienta en un establecimiento al que no iba mucha gente. En los ratos muertos, cogía telas, cartones, pinceles y hacía mis cuadros. Mis patrones no le vieron utilidad a mi trabajo y me echaron.

Seguí bastante tiempo ganándome la vida con el sudor de mi frente, como dicen todos por allí. Un día una amiga con la que compartía un rincón en una casa vieja, me invitó a una exposición de pintura moderna. Era horrible, la verdad, pero la organizadora tenía fe en los nuevos pintores y cuando me vio hacer un pequeño boceto de algo que yo copiaba y no imaginaba, como dijo ella al verlo, me propuso que hiciera algunos cuadros y se los llevara. “Jamás he visto algo así —me dijo dándole vueltas al lienzo—. Creo que tienes madera de artista”. En la siguiente presentación me incluyó y después ya era la representante de los artistas innovadores, luego me hice famosa y me llevaron a Nueva York.

Allí conocí a esos ladrones, en cuanto vieron mis cuadros comenzaron a imaginar sus propias obras con el mismo estilo. No les dio repelús cuando me presenté como la autora. Creo que ni siquiera me consideraron una persona y claro. ¡Cómo les iba a impresionar una japonesita insignificante como yo! Si hubieran podido me habrían pisoteado, pero no lo hicieron. La fama me llegó, es cierto y el dinero también. El ambiente americano me sacaba de quicio y prefería mil veces estar sentada frente a un profesor testarudo como Yokio, que soportar las veladas en las casas de los ricos donde todas las conversaciones giraban en torno al dinero. Me refugié en mi casa. No dejaba entrar la luz del sol y en mi estudio trabajaba como hormiga en una cámara iluminada por un centenar de lámparas. Decidí hacerme corredora de arte. Trabajaba desde mi casa y los clientes me visitaban, pero me fui a la bancarrota. Decidí volver a mi patria.

Las condiciones no fueron las óptimas. Ya tenía un pequeño desequilibrio psicológico. Me había convertido en una ermitaña y mi visión comenzó a degenerarse. Tuve que ponerme gafas de botellón. Por un lado, eso me ayudó a redescubrir el mundo. Los cristales solo les dieron un efecto cromático a las cosas y mi inquietud artística se desbocó. Cada día pintaba de quinientas a mil burbujas proyectadas hacía en horizonte y después las unía para delinear figuras. Los colores eran exuberantes. Era fantástico. El trabajo me excitaba tanto como el sexo, pero una mañana ocurrió algo terrible. Pensé que esos cuadros también me los copiarían y dejaría de ser individual. Me aterré y comencé a adquirir costumbres muy raras. Yo misma me sorprendía al cubrirme con una sábana para ocultar mi trabajo. Les echaba broncas a mis sirvientes y estuve a punto de apuñalarlos una tarde que a alguien se le ocurrió hacerles una foto.

Ahora estoy bajo los efectos de los sedantes. Eso me quita fuerzas, pero estimula mis ojos. Los colores se hacen tan intensos como el fuego. Veo ondas de colores, lluvia de arcoíris en pequeñas partículas que giran a mi alrededor. A veces, incluso, hablan conmigo y recitan los poemas de la fuerza universal. Siento su vibración y su tibieza. Son como los rayos de sol en una playa. Los disfruto al máximo. Cuando me permiten levantarme, voy al jardín allí la música jaspeada me eleva hasta el cielo y pasó horas disfrutando. He oído aquí unas palabras muy vagas que me han interrumpido el goce. Dicen que estoy en las últimas, pero sigo viendo, incluso, mejor que antes. Así que deben estar equivocados. Cada vez subiré más alto, estaré más lejos de los fracasados que nunca entendieron mis ideas ni mi mensaje. Les tengo que dejar para siempre. Me llama el arte celestial. Es algo indescriptible. Espero que alguna vez lo lleguen a ver. Adiós.

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