Nadie jamás me ha entendido y dudo que alguien logre hacerlo. La razón es
muy sencilla. Vivo en un manicomio, a pesar de no estar del todo demente. El
problema es básicamente la privacidad. ¿La privacidad? —me preguntará con esa
cara de asombro que ha puesto—. Pues sí, en efecto es la privacidad. Hubo una
época en la que conviví con unos artistas y me robaron mis ideas y luego se
hicieron muy, pero muy famosos. Lo único es que jamás lograron superarme. No
había ni crédito, ni fama, ni siquiera dinero de por medio. Era sólo dignidad.
Entiendo perfectamente que en cuestiones de arte se va saturando lo pasado
hasta llegar a un exceso que genera una nueva corriente, es entonces cuando
llegan los demás, lo copian y se dedican a utilizarlo hasta el cansancio y
luego llega otro que interpreta la realidad de otra forma y crea el nuevo
modelo para reproducirlo.
Mi situación como decía antes no está relacionada con esa copia de lo
nuevo. A mí, me lo robaron todo porque no era mi percepción de las cosas, era,
más bien, la forma en que veo y veré el universo y su realidad. Se ha dicho
mucho de mi estilo. Dicen que es una alucinación o un defecto del cerebro que
me obliga a reproducir lunares, bolitas, esferas o formas diminutas de gusanos
de manera obsesiva. “Es la droga—gritan a los cuatro vientos en las
exposiciones donde me presentan—. Esta mujer está más loca que una cabra”.
Creen todos que para pintar lo que veo es necesario ponerse hasta arriba de
estupefacientes, pero para mí es algo que viene desde mi niñez. De pequeña me
quedaba mirando los almacenes de grano de mis padres y podía ver la diferencia
entre ellos. Unos eran más redondos, otros más largos, otros, más ovales.
Un día le dije a mi madre que el mundo estaba hecho de pequeñas bolitas.
Ella me miró con picardía y me explicó que era verdad. “El Mundo está hecho de
átomos”. Sí, mamá, eso toda la gente lo sabe, pero si supieras que los puedo
ver, ¿qué pensarías? No contestó y siguió con sus labores. Más tarde me mandaron
a una escuela de dibujo porque a mis padres les parecía que tenía facultades,
lo único, y fue esa la razón de que me llevaran con el profesor Yokio, era que
debía olvidarme de pintar bolitas y adaptarme al estilo nihonga. Si usted, que
veo su sonrisa es muy expresiva, ¿ha trabajado alguna vez con los materiales de
ese arte? No pensará que para mí fue una tortura, ¿verdad?
Imagínese que le ponen a realizar una alfombra con pequeños trocitos
maleables de alambre y requiere que miles de ellos estén perfectamente
alineados. Hasta allí todo está bien, pero pongamos que su necesidad
incontrolable de ver el mundo hecho de canicas o círculos le dice que cada
palito debe convertirse en un arillo. Ahora, imagine que un hombre disciplinado
y riguroso en exceso es su maestro. Usted llorará de desesperación, deseará
morir en cada momento. Pues, resistí y logré que me expulsaran de la escuela de
dibujo, no tan pronto, pues ya le he dicho que Yokio era muy paciente y sádico.
Me riñeron en casa porque realmente se habían puesto todas las esperanzas en
mí. No duré mucho en mi hogar. A los diecisiete años me fui una noche. Busqué
una actividad lucrativa, pero lo único que encontré fue el de dependienta en un
establecimiento al que no iba mucha gente. En los ratos muertos, cogía telas,
cartones, pinceles y hacía mis cuadros. Mis patrones no le vieron utilidad a mi
trabajo y me echaron.
Seguí bastante tiempo ganándome la vida con el sudor de mi frente, como
dicen todos por allí. Un día una amiga con la que compartía un rincón en una
casa vieja, me invitó a una exposición de pintura moderna. Era horrible, la
verdad, pero la organizadora tenía fe en los nuevos pintores y cuando me vio
hacer un pequeño boceto de algo que yo copiaba y no imaginaba, como dijo ella
al verlo, me propuso que hiciera algunos cuadros y se los llevara. “Jamás he
visto algo así —me dijo dándole vueltas al lienzo—. Creo que tienes madera de
artista”. En la siguiente presentación me incluyó y después ya era la
representante de los artistas innovadores, luego me hice famosa y me llevaron a
Nueva York.
Allí conocí a esos ladrones, en cuanto vieron mis cuadros comenzaron a
imaginar sus propias obras con el mismo estilo. No les dio repelús cuando me
presenté como la autora. Creo que ni siquiera me consideraron una persona y
claro. ¡Cómo les iba a impresionar una japonesita insignificante como yo! Si
hubieran podido me habrían pisoteado, pero no lo hicieron. La fama me llegó, es
cierto y el dinero también. El ambiente americano me sacaba de quicio y
prefería mil veces estar sentada frente a un profesor testarudo como Yokio, que
soportar las veladas en las casas de los ricos donde todas las conversaciones
giraban en torno al dinero. Me refugié en mi casa. No dejaba entrar la luz del
sol y en mi estudio trabajaba como hormiga en una cámara iluminada por un
centenar de lámparas. Decidí hacerme corredora de arte. Trabajaba desde mi casa
y los clientes me visitaban, pero me fui a la bancarrota. Decidí volver a mi
patria.
Las condiciones no fueron las óptimas. Ya tenía un pequeño desequilibrio
psicológico. Me había convertido en una ermitaña y mi visión comenzó a
degenerarse. Tuve que ponerme gafas de botellón. Por un lado, eso me ayudó a
redescubrir el mundo. Los cristales solo les dieron un efecto cromático a las
cosas y mi inquietud artística se desbocó. Cada día pintaba de quinientas a mil
burbujas proyectadas hacía en horizonte y después las unía para delinear
figuras. Los colores eran exuberantes. Era fantástico. El trabajo me excitaba
tanto como el sexo, pero una mañana ocurrió algo terrible. Pensé que esos
cuadros también me los copiarían y dejaría de ser individual. Me aterré y
comencé a adquirir costumbres muy raras. Yo misma me sorprendía al cubrirme con
una sábana para ocultar mi trabajo. Les echaba broncas a mis sirvientes y
estuve a punto de apuñalarlos una tarde que a alguien se le ocurrió hacerles
una foto.
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