jueves, 9 de mayo de 2019

Fue una broma

A ti se te ocurrió la idea, le dijo Marcel a Román, reprochándo a su amigo por la mala situación que tenían en la sala del juicio. Hubo un momento de silencio y después surgió un murmullo áspero.
A callar, gritó el juez haciendo alarde de poder, estamos aquí para condenar a los raptores de Román Díaz Moreno, quien salió de su trabajo el viernes dos de febrero y, después de haber sido privado de su libertad el fin de semana, volvió a su domicilio el lunes a mediodía. Por favor, que atestigüen las hermanas y la mujer de la víctima.
Se levantó una de las tres mujeres. Era Lucía la mujer de Román.
―Su señoría, comenzó diciendo con voz segura, el viernes que mi marido se retrasó en el trabajo, le llamé para preguntarle a qué hora iba a llegar. No me cogió el teléfono, a pesar de que fui muy insistente. Una media hora más tarde, después del último timbrazo, sonó el móvil, contesté y me sorprendió tanto la noticia que me desmayé. Un hombre me dijo que tenía raptado a mi marido, que no se lo comunicara a la policía y que ya me llamarían para acordar lo del rescate. Luego colgó y ya no supe nada más. María y Ester, mis cuñadas, me ayudaron a recuperarme, me presionaron tanto con sus preguntas que tuve que confesarles lo que había sucedido. Las tres pasamos unos días horribles.
―La entiendo, comentó el juez, eso lo tengo registrado en el reporte que me hizo llegar su abogado, pero, dígame ¿se pusieron de nuevo en contacto con usted los raptores? ¿le pidieron alguna cantidad de dinero o le hicieron amenazas?
―No, contestó Lucía, nada en absoluto, señor juez. Ni una llamada, ni un mensaje secreto, ni amenaza alguna.
―Bueno, la entiendo, pero ¡había algún móvil para cometer ese crimen? ¿tiene enemigos su marido o posee información que pueda afectar a alguien, o tiene una amante, o se dedica a lago delictivo?
Por supuesto que no, señor juez, mi marido es un empleado de la empresa de ropa La Moderna y su trabajo no está muy bien remunerado, es por eso que no hemos querido tener hijos y…
―Está bien, entonces no hay ningún móvil, ¿verdad?
―Así es, señor juez.
―Que hable el primer acusado.
―Buenas tardes, señor juez, mi nombre es Marcel. Primero, quiero explicar por qué surgió este malentendido. Resulta que el viernes por la tarde, encontramos Julián y yo a nuestro amigo Román, lo invitamos a una juerga, pero se negó, así que Julián me pidió que inventara algo para que su esposa lo dejara en paz y pudiera ir con nosotros. Pensamos en muchas excusas, por ejemplo, que teníamos problemas con la camioneta, que íbamos a hacer las reparaciones de mi tejado que está en malas condiciones, por desgracia, todas las cosas que se nos ocurrían eran poco veraces y Julián me dijo:”Inventa algo gordo, Marcel, algo que si detenga a la mujer de este zopenco”. Fue cuando se me ocurrió lo del rapto y no tuve tiempo de discutirlo porque Julián cogió el móvil de Román, marcó el teléfono de su esposa y me pasó la llamada. No lo pensé mucho, estábamos bromeando, y cuando oí la voz de Lucía le dije: “Señora, su esposo ha sido raptado...”, bueno el resto ya lo sabe usted, señor juez.
―Y ¿no pensaron en las consecuencias?
―Para nada señor juez, era una buena broma y lo olvidamos rápido. Nos pasamos el sábado bebiendo y jugando al billar, el domingo estábamos completamente muertos. El lunes por la mañana, cuando ya volvíamos a nuestras casas, recordamos lo de la mentira, así que compramos una soga y le atamos los pies y las manos a Román, le pusimos cinta adhesiva en la boca y lo golpeamos un poco para que fuera creíble lo del rapto. No sabíamos que la policía ya nos estaba siguiendo.
―Pero, ¿por qué le mintieron a la policía?
―Estábamos un poco borrachos, señor juez, habíamos bebido un poco esa mañana.
―Pues, le agradezco su versión y permítame decirle a que se enfrentan en este juicio. Primero, una multa de diez mil dólares por la farsa, luego una indemnización de cincuenta mil por el perjuicio a la señora Lucía Robles, tercero dos años de cárcel por rapto y complicidad con sus secuaces. Se levanta la sesión. El culpable era Julián, pero él no tenía coartada.

jueves, 2 de mayo de 2019

La condesa Vorontsova

Sofía Mélnikova tenía muy poco tiempo para decidir sobre su vida. Quiso aislarse y regresar a ese momento en el que pudo cambiar su destino. Habría sido muy fácil, pero ella no lo quiso hacer. Estaba ciega, la habían deslumbrado la lujosa vida, la fama y el poder. Recordó el día en que salió de su casa con la convicción de apoderarse del mundo. Abandonó su ciudad y comenzó a nadar contra corriente. Trabajó primero como dependienta en un almacén, luego se metió de camarera, por último, se hizo doncella y se dedicó a limpiar las habitaciones de un hotel de lujo. Allí la empezó a atosigar un mafioso que la hizo su amante y luego la comenzó a extorsionar. Cansada de los malos tratos se fugó con el dinero que le robó al proxeneta. Llegó a París pasando las de Caín y cuando estaba por desfallecer y rendirse ante el fracaso permanente, se acomodó como peluquera en una casa de modas poco conocida.
Sofía chocó con el fotógrafo Luigi y él pensó que era una de las modelos a las que tenía que fotografiar ese día. Sin darle tiempo a que protestara, le empezó a dar órdenes, le dijo cómo tenía que posar, qué ropa ponerse y durante la sesión le hizo una broma que trajo consecuencias muy graves. “Tienes cara de aristócrata—le dijo el feo Luigi— y un cuerpo atractivo, seguro que eres parienta de esos oligarcas de tu tierra”. Sofía sonrió y, sin pensarlo, le dijo, en broma, que era descendiente del conde y príncipe ruso Mijaíl Vorontsov, del cual había escuchado algo en la escuela, pero no recordaba quién era exactamente. A partir de ese momento, Luigi, la comenzó a llamar “condesa Vorontsova” y, tal vez al hacerlo, activó un mecanismo desconocido que llevó a la pobre Sofía a tejer una red de mentiras que atraparía hasta los peces más gordos. Pensaba que el factor más importante había sido la ignorancia de la gente, pues ella en muchas ocasiones negó lo que le decían, pero las personas, cegadas por la ambición y el interés, estaban seguras de que ella mostraba su modestia y esa cualidad le daba más valor aun.
Luigi se llevó las fotos a una agencia más prestigiosa y no presentó a la modesta Melnikova, sino a la condesa Vorontsova. Le aceptaron sus retratos y reproducciones y le ofrecieron un contrato para modelar. Sofía no cabía en sí, la puerta del éxito se le abría y se figuró un futuro próspero. Era imposible que adivinara las consecuencias que traería su usurpación. Lo pensó, en realidad, sin embargo le pareció una mentirijilla inocente. Comenzó a alimentarse de forma más controlada, cambió sus rudimentarios francés e inglés por unos más sofisticados. Pasaba horas preguntándole al parlanchín Luigi sobre las expresiones más cultas, las maneras más apropiadas para conducirse en sociedad y las aplicó con maestría. Caminaba ya por las pasarelas de las grandes casas de moda, pero si al principio la habían catalogado como una modelo de segunda, ahora le prohibían mostrarse mucho porque quienes se enteraban de que esa mujer delgada con rostro estético y actitud desbordante de realeza era la condesa Vorontsova, perdían el interés en los vestidos que ella portaba pensando que jamás podrían pagarlos. De esa forma, pasó de modelo a representante de los diseñadores. Le pedían que promocionara las prendas de temporada y, a cambio, le ofrecían favores a los que no podía negarse. Grandes fiestas, veladas en restaurantes lujosos. Lo paradójico era que Sofía ni siquiera hablaba de su origen, eran los demás quienes, tratando de parecer cultos, hacían comentarios de la alcurnia de su invitada. “Son grandes terratenientes en la Europa del Este—decían algunas mujeres que, tratando de quedar bien con Sofía, hacían gala de sus conocimientos genealógicos—, además hay entre sus familiares, intelectuales, poetas y científicos”. Sofía respondía que no era verdad, que todo se debía a una equivocación, pero los hombres le adulaban su humildad y le invitaban a cenar y le hacían regalos muy caros.
Sofía se acostumbró a recibir jugosas sumas de dinero y acumuló deudas propias y ajenas con gran rapidez. Daba dinero a mansalva y la servidumbre se moría por atenderla sabiendo que un café y unas galletas consumidos a medias les dejaban una propina del doble o triple de su valor. Al paso de Sofía había un ejército de pajes que le habrían todas las puertas. Se negó con todas sus fuerzas a seguir nadando en ese caudal de locura, pero le fue imposible y, aunque hubiera gritado a todo pulmón que era una simple mujer de clase media baja, nadie se lo habría tomado en serio. Aceptó su destino y siguió por el rumbo de la fatalidad. Se persignó y dio el primer paso. Le llovían atenciones, halagos e invitaciones de las personas más famosas. Sus palabras empezaban a recordarse como frases célebres de la realeza. Se formó un eco en el que ella era el elemento que producía el movimiento de la alta sociedad. Lo dice la condesa Vorontsova, rezaba la gente con gesto sabio y los demás sonreían en actitud de aprobación.
Llegó un momento en que la mentira, aceptada como irrefutable verdad, se convirtió en algo obvio y nadie se preocupó jamás de negar nada. Sofía empezó a salir con hombres ricos que le costeaban banquetes, reuniones, le ponían a su disposición sus casas y ella era feliz en una atmósfera de respeto y cortesía. En una ocasión, una mujer tuvo el atrevimiento de enfrentarse a la condesa exigiéndole pruebas de su linaje, pero los acompañantes, los guardaespaldas y la servidumbre se encargaron de que se la llevaran al manicomio. Sofía supo entonces que su imagen era tan deslumbrante y sólida que no habría jamás enemigo que la pudiera desenmascarar. La ambición le provocó impaciencia. Deseó tener lo que realmente heredan las condesas y se puso a reunir inmuebles, coches de lujo, obras de arte y joyas. Entre más crecía su fortuna más se empeñaba en mimar a la servidumbre. Era como una benefactora de la clase más explotada, por eso en los hoteles le conseguían la mejor comida, le reservaban los mejores sitios y siempre había alguien a corta distancia que satisficiera sus deseos. Todo se acabó un día en el que un hombrecillo impertinente se esmeró en desmentir a Sofía, la cual no presentó los suficientes argumentos, ni mostró las pruebas que le exigía el sabelotodo. La sospecha despertó al gusano de la desconfianza y algunas personas que le habían entregado préstamos a la condesa empezaron a exigirle una garantía. Los empleados del banco fueron los que buscaron con más eficiencia y, para su sorpresa, no encontraron ninguna cuenta a nombre de los Vorontsov, salvo los créditos enormes de la condesa Sofía. No se le enviaron citatorios y se la denunció como estafadora peligrosa. La ciudad completa tembló de pánico al calcular las pérdidas que tendrían muchos magnates y empresarios en la bolsa de valores por el escándalo.
Sofía estaba allí, en su habitación de hotel mirando una reproducción de un cuadro de Corot. Pensó que ella no era la culpable de la obra de teatro que habían interpretado las personas que se le acercaron. No culpaba a Luigi porque él solo había bromeado un poco y las demás personas se habían encargado de escenificar el drama. Pensó que su futuro estaba en la cárcel y que allí estaría hasta el fin de sus días. Recordó que alguna vez se había interesado por Marie Baker, Anna Anderson, Catalina de Erauso, entre otras mujeres famosas, pero jamás había tenido la intención de engañar a nadie, sin embargo, sí que lo había hecho y sentía un fuerte remordimiento, lo cual era provocado más por rencor que por una presión moral. Pensó en quitarse la vida saltando desde la octava planta de su hotel. Sería muy simple, abrir la ventana, cerrar los ojos y brincar. Lo único malo era que para suicidarse tenía que haberle perdido interés y amor a la vida, era primordial que la existencia no le ofreciera nada para que, al devaluarse crudamente, ella no la necesitara. Pero, ¿Era así? Por supuesto que no. Tenía partidarios, fama y riqueza y eso la ataba a la vida porque si encontraba alguna forma de rescatarlo todo, se podría ir a vivir a una pequeña isla y gozar de una vida tranquila. Se puso de pie y miró los grandes rascacielos de la ciudad. El cielo estaba despejado y el azul del firmamento se engalanaba con una Luna llena que parecía una enorme perla de cristal. “No, no debo rendirme jamás—se dijo apretando los puños—, salí de atolladeros tremendos, viví una adolescencia muy dura, sobresalí y alcancé la cima, eso debería ser suficiente para guiarme hacía una salida. Voy a lograrlo. Pediré un buen abogado y él me sacará de esta lodosa zanja. Puede ser que sea el fin de la condesa Vorontsova, pero no el final de Sofía Mélnikova. Ya veremos quién es quién. Iré a juicio.
No tuvo que esperar mucho tiempo porque, media hora después de que tomara su resolución, llegó una patrulla y dos agentes de policía la arrestaron. No habló, lo único que dijo fue que conocía sus derechos y que le consiguieran un buen abogado. Descansó cuando le dejaron de disparar los flashazos en la cara. No llevaba gafas de sol por eso tuvo que entrecerrar los ojos cuando los periodistas curiosos se las ingeniaron para tomarle fotos desde todos los ángulos. Sacudió la cabeza como si quisiera sacar lo espantoso de la escena de su memoria. Tenía ganas de hablar con los policías, pero sabía que sería inútil, que no los podría sobornar y que en vez de mejorar su situación la empeoraría. Llegó a la cárcel y le asignaron una celda provisional. No comió nada por la falta de apetito y al día siguiente por la mañana llegó su abogado. Era un hombre de unos cuarenta y cinco años con la cara de Samuel Becket.
—Buenos días, condesa, ¿qué tal ha pasado la noche?
—Sabe que no estoy acostumbrada a este tipo de camas—Miró con curiosidad a su interlocutor y le preguntó su nombre.
—Soy Alex Johnson, supongo que adivinará que la voy a defender, ¿no?
—Sí, por supuesto, pero no sé nada de usted.
—Con que le diga que soy el abogado más odiado de la ciudad, ¿será suficiente?
—Pues si es porque ha metido en la cárcel a personas peligrosas, entonces debería irse.
—No se preocupe solo le pediré que me diga toda la verdad y que me cubra los honorarios.
—Pero, ¿qué no sabe que me lo han confiscado todo?
—No se apure, si le llevo su defensa es probable que le devuelvan todo lo que tiene y le perdonen las deudas.
—No me haga reír ¡Eso es una estupidez!
—Tenga confianza en mí.
Pasaron más de tres horas discutiendo y acordando la forma en que se llevaría a cabo la defensa, qué cosas debía decir y qué cosas tenía que callar. Se reunieron tres veces más y en vísperas del juicio Alex llegó con una maleta para que Sofía se vistiera de forma presentable. Junto con las prendas iban unos folios en los que había mucha de la información que necesitaba para el día siguiente. Léalo todo de cabo a rabo y memorícelo, por favor—dijo Johnson con una voz suave, pero convincente. A las ocho de la mañana se desertó Sofía, le sirvieron su desayuno y se comenzó a arreglar para estar presentable a mediodía. Salió de su celda con unos zapatos muy caros y un traje de lana que le había diseñado uno de los más famosos modistas de la ciudad. Se maquillo con modestia y salió resguardada por los gendarmes. Cuando llegó al juzgado ya la estaban esperando. Había agitación y curiosidad, las personas la veían como a un ser extraordinario. Ella sonreía sin burla, más bien imitaba, como se lo había dicho Alex, la sonrisa de la Gioconda. Llegó a la sala, se sentó junto a su abogado y apareció el juez. El murmullo tardó unos minutos en apaciguarse y tuvo que sonar el martillo diez veces para que reinara la calma.
“Se abre la sesión”—Indicó el juez diciendo el número de clasificación del caso y sus particularidades. Explicó la forma en que se llevaría el juicio, invitó a los abogados, presentó a los miembros del jurado y pidió orden en la sala, amenazó, además, con echar del aposento a cualquier persona que interfiriera en los procedimientos legales.
—Estimado juez—comenzó diciendo el acusador—, esa mujer que usted ve allí, es la señorita Sofía Mélnikova, mejor conocida como la condesa Vorontsova, a quien se acusa de usurpación de personalidad y fraude. En representación de mis clientes exijo que se le encarcele y se le obligue a indemnizar a sus víctimas, es decir a estas personas que se encuentran aquí detrás—señaló con el dedo a unas veinte personas que lo miraban con nerviosismo.
—Está bien abogado Brown, solo le pido que me presente las pruebas necesarias.
—Por supuesto, señor juez. Mire, aquí están todos los documentos en estas dos cajas. Le iré mostrando todo conforme vaya interrogando a la acusada.
—Bueno, de mutuo acuerdo hemos llegado a la conclusión de que se desestimen algunas formalidades como la presentación del abogado defensor, a quien todos conocen bastante bien, y otras formalidades. Comience Jerry Brown.
—Bien, estimada señorita Sofía Mélnikova, ¿es verdad que se llama usted así?
—Sí, señor Jerry Brown, me llamó así.
—Bueno, entonces puede usted decirme, ¿cómo es posible que toda la gente la llamara a usted la condesa Vorontsova?
—Seguramente fue un despiste que les provocó Luigi, el fotógrafo que me apodó de esa manera.
—En primer lugar, díganos por qué no lo desmintió y después, por qué siguió con la farsa durante diez años.
—No soy yo la culpable, señor Brown, es que la gente se me acercaba dirigiéndose a mí con ese título, nunca lo usé para firmar nada, nunca lo escribí, pero todo lo que me regalaban, los créditos que me daban, las cosas que me entregaban no exigían que pusiera mi nombre, sino mi firma. Toda la gente hacía una reverencia y decía: “No es necesario que escriba nada, condesa Vorontsova, con firmar es suficiente”. Así fue todo el tiempo, se lo juro.
—Pero, usted tenía la obligación de aclarar el mal entendido, ¿no?
—Sí, es verdad, pero cuantas veces lo hacía, me refutaban que no pecara de modestia, que todos me conocían por las fotos en las revistas, en las playas, en los yates, en los mejores hoteles y por las propinas en los restaurantes y cualquier sitio del que requiriera sus servicios. Fue por eso que terminé aceptando esa realidad.
—Por fortuna, el señor Ilya Romanov, descendiente de verdaderos oligarcas rusos, demostró que usted no era quién decía ser.
—Déjeme aclararle que no negué nada frente al señor Ilya, tampoco ha sonado bien eso de: “Quien decía usted ser” porque sí dije, claramente lo hice, deletreé mi nombre So-fía Mél-ni-ko-va.
Durante tres horas, Sofía escuchó las acusaciones de los testigos, su abogado le pidió que no se extendiera en las respuestas y conforme avanzaba el juicio las participaciones de la acusada fueron cada vez más breves. Al final, solo movía la cabeza afirmando lo que se le decía y no reaccionaba a ninguna provocación. Cerca de las seis de la tarde se retiraron los miembros del jurado y se levantó la sesión. Continuaron tres días más las acusaciones y Alex Johnson apenas se esforzaba en contradecirlas. Llegaron al momento del veredicto. Alex Johnson dijo que estaban a punto de cometer un gran error porque no había el menor indicio de que fueran a perdonar a la condesa.
—Antes de que se dicte el veredicto, nos gustaría saber, señorita Mélnikova, si se considera inocente o culpable.
—Culpable, señor juez. Por supuesto que soy culpable, pero he de aclarar que se me dio una tarea de gran responsabilidad a la que no se han enfrentado todos ustedes y, como era de esperarse, he fallado. Lo que no me gusta es que me hayan cogido de chivo expiatorio para pagar sus pecados.
—No le entiendo, explíquese, por favor.
—Después de lo que voy a decir, me gustaría que se me devolviera lo que me pertenece y se me pida una disculpa pública por haber puesto en tela de juicio mi honor.
—Eso será imposible, señorita Mélnikova porque tiene todo en su contra y ni Dios podría salvarla de ser encarcelada. Dele gracias al Señor de que no estamos en la época de la Santa inquisición…
—De cualquier forma, dígame. ¿Está de acuerdo en que si demuestro que soy inocente cumplirá mis condiciones?
—Está bien.
La gente se quedó expectante. Sofía aprovechó ese silencio para mirar con atención a las personas que la retaban con una mirada llena soberbia y desprecio.
“Querido señor juez, comenzó diciendo Sofía, sabe usted a la perfección que hay conceptos imaginados que aceptamos todos los seres humanos. Uno de esos conceptos es el dinero, no quisiera extenderme demasiado en su análisis porque no me corresponde a mí, sino a un economista hacerlo, lo único que puedo decir es que es un concepto que todos hemos aceptado y de esa forma confiamos en el pago establecido por la divisa en cuestión a la hora de negociar. Otro concepto imaginado es la religión, le sigue la moral y muchas oras cosas más. En mi caso se llegó a un acuerdo de este tipo al llamarme la condesa Vorontsova, pero nunca se me dio la oportunidad de cambiar ese pacto imaginario. La gente se negaba a eliminarlo, así como se ha negado a deshacer otros que le atañen a los presentes. Mire, empecemos por mi defensor, el abogado Alex Johnson. Todo mundo le llama “El Traidor” porque en una ocasión defendió a alguien que no debía y ganó el juicio. Desde entonces se le llama así, pero es un abogado profesional. Está un miembro del jurado, el retirado ingeniero Thompson, quién obtuvo su grado sin presentarse a las oposiciones y por la coincidencia del apellido y un error burocrático se le dio ese puesto en la empresa en la que laboró más de treinta años, también podemos analizar la situación de su secretaria quien obtuvo su puesto gracias a una información que a usted, señor juez, no le conviene que sepa la gente. Puedo hablar de los hermanos Gray que se apoderaron de un capital enorme, usando un banco que se había ido a la bancarrota. Ellos metieron a la bolsa las acciones por equivocación y luego no corrigieron el fallo, pero los beneficios fueron enormes. Seguro que ya sabe a lo que voy, señor juez, no me gustaría seguir hablando de todos los aquí presentes, ni de los gobernadores o el mismo…Bueno, usted ya sabe a quién me refiero y de hacerlo, tendríamos que celebrar nuevas elecciones presidenciales”.
El juez rojo de ira se puso de pie y le pidió al jurado que emitiera su veredicto. Había un silencio sepulcral porque la mayoría de las personas habían abandonado la sala y los miembros del jurado evitaban cruzar sus miradas. Sofía era la única que mantenía la cara levantada mirando a Alex Johnson, quien sonreía de satisfacción. De pronto, se oyó una frase al unísono: “Este jurado ha deliberado y declara a la acusada Sofía Vorontsova, inocente”.