martes, 13 de diciembre de 2022

El arte de hablar

No sé cómo lo hacen. Lo he visto cientos de veces en el cine americano y miles en mi mujer. Quizá sea la prohibición que me hicieron mis padres durante la infancia. Me trataron de educar a su manera, con sus conceptos férreos de lo que es la buena educación, pero en la edad adulta me doy cuenta de que son realmente pocas las personas que observan esas, entre comillas, buenas maneras. “Mastica y habla como si nada—me dicen las personas a quienes les pregunto cómo lo hacen—, solo mastica y sigue hablando”. Lo he intentado para hacerle coro a mi esposa, pero termino atragantándome o, peor aún, escupiendo. Para  es sencillísimo, he notado que sus padres dominan ese arte y pueden superar los límites humanos metiéndose un trozo de pan con embutidos, queso, pepinos marinados y patatas, y seguir conversando sin ninguna dificultad. Me miran y me hacen preguntas, se desesperan porque si estoy masticando algo, tengo que engullirlo para responder, pero cuando lo hago la conversación se ha ido muy lejos y mi respuesta solo puede interferir la tertulia, así que solo abro los ojos, me encojo de hombros y sigo con mi lento proceso de masticar las recomendadas treinta y ocho veces para ayudar a mi estómago a hacer bien la digestión. No estoy realmente seguro de que eso me sirva de algo. Me pregunto, ¿si tuviera esa aptitud de manejar la lengua, la garganta y la quijada al mismo tiempo, me querría más la gente? De lo que, si estoy seguro, es de que me escucharían más y me invitarían a las comidas de negocios. Desconozco si fueron ellos, los que dominan la técnica, los que inventaron esas comidas para cerrar negocios bufando, farfullando, murmurando, susurrando, eructando o estornudando y escupiendo.

lunes, 31 de octubre de 2022

La dueña

¿Por qué no puedo ser una mujer como todas? —le preguntaba Mariana a su novio, mientras él me miraba desconcertado y ella me apretaba muy fuerte. Nunca me habían gustado sus discusiones porque siempre terminaban mal. Comencé a sofocarme, era la presión de los brazos de mi ama que, ya casi fuera de sí, escuchaba con escepticismo a Rubén. Sé que él quería soltarle la verdad, pero el recuerdo de la última vez lo contenía. No crean que todo ha sido así siempre, no, de ninguna manera. Hace un año, cuando me trajo de la tienda, estaba encantada. Me llevó de compras por todo el centro comercial. Me llenó todo un cajón de su armario y se pavoneaba conmigo en brazos por doquier.


Entrábamos a las tiendas y ella, de inmediato, se dirigía a las empleadas con un tono amistoso, pero lleno de hipocresía. “A ver, mis reinas…sí, ustedes dos, ¡No se hagan las occisas!!Tienen que ayudarme a vestir a este querubín!”. De inmediato me pusieron unos trajes de marca. Tenían para toda ocasión.

Muchas semanas me paseé en brazos envuelto en los Dolce Gabbana y Versace de verano. Un día se acercó un tío cachas. Con el pelo rizado y engomado, la piel muy bronceada y comenzó a mirarle los senos a mi dueña. En unos minutos ya se estaban besando y me relegaron a un rincón del restaurante en el que decidieron dónde ocultarse de los mirones. “Te vienes a mi casa”—le dijo Mariana. Él no se resistió. La cogió por el talle y nos condujo a su coche. Tenía un porche rojo. Mariana estaba muy excitada, sudaba y me transmitía su calor. Llegué con un hedor de perfume de Ricci salado y nauseabundo. No hubo preámbulos de ningún tipo. El regaderazo habitual de mi ama brilló por su ausencia. Se fueron directamente al colchón.

Estuvieron casi una hora con el dale que te pego y después oí la conversación. No fue como las otras. Mariana tenía sus amantes, pero a este le dijo que lo tendría de planta. “Serás el oficial. Adiós a todos esos ineptos”. Un tiempo la cosa fue bien. Al parecer, Rubén, tenía algo que lo ponía en un lugar privilegiado dentro del corazón de su amante, pero un día se cansaron.

“Oye, todo eso que tú tienes está muy bien, chica, pero ya sabes que no soy adicto a la silicona y allí abajo… ¿Cómo te lo explico, mujer? Pues, que deberías decirle al cirujano que te lo estreche un poco…Tú me entiendes…para que se sienta más…Bueno, no te enfades, ya nos veremos”.

Desde que Rubén dijo aquello, las cosas empezaron a ir mal. Él llegaba borracho, se metía con ella al cuarto y pasaba media hora de gritos y brama pura. Después volvía la calma, los besos cariñosos y, poco a poco, esa conversación áspera que ya era un vicio, los obligaba a beber la pócima los convertía en monstruos. A mí me tocó pagar el pato en tres ocasiones. Una vez salí ileso, la segunda con hemorragia, la tercera había recibido una fractura y esa vez, esa vez tenía pavor. Había notado con gran pesar, que Mariana reaccionaba de forma más violenta cada vez. Me estaba triturando los huesos. Rubén me veía impotente, como diciéndome:

“Mira, chico, yo no tengo nada que ver con esto. Es esta vieja que no acepta su realidad. Debería ir al loquero. Cómo está eso de que tiene crisis existencial. Pero si ella misma fue quien lo decidió. Si tenía doce años, pues tenía que haber esperado a madurar un poco, pero que necesidad tenían sus padres y los locos esos de la organización de defensa a las minorías. No sé, chico. Es demasiado filosófico para mí. Lo único que te puedo decir, hermano, es que ya estoy hasta las narices de tu ama”.

Quizás he puesto bastante de mi cosecha y una mirada no es lo suficientemente expresiva para transmitir todo eso, pero sé que él lo pensaba así porque se lo había oído gritar a todo pulmón, le había explicado que había sido una decisión propia, que si no estaba en sus facultades mentales para hacerlo, lo hubiera pospuesto para más tarde. Mariana no pudo resistir que la dejaran. Sabía que era por hastío y por la existencia de una rival. No se podía resignar a perderlo y, sin pensarlo, me arrojó por la ventana. Fui a chocar contra una señora que iba con su carrito de la compra. La tiré porque el golpe la sacó de equilibrio y fue a estamparse con un muro. Por fortuna, solo le salió un chichón. Cuando me vio, me cogió en sus brazos, oyó mis aullidos y me llevó con el veterinario.

domingo, 4 de septiembre de 2022

El escribidor


 Bajo los portales de la plaza de Santo Domingo había un local muy concurrido. La atracción principal era la música que producía una máquina de escribir. La gente hacía filas enormes para poder obtener los servicios de Pachequito. No había fenómeno meteorológico que le impidiera a la gente esperar pacientemente su turno.  “¿Ya se la ha dado, querida Chonita? —le preguntaba la señora de la fonda a su amiga que le mandaba cartas a su hijo al otro lado del río. La amiga asentía con la cabeza, sonreía y se marchaba a paso rápido impulsada por la felicidad. Como ella, cientos de personas se levantaban a las cinco de la mañana para coger el autobús y llegar hasta ese sitio. La espera no era muy larga para los primeros, pues el escribiente era madrugador. Los que percibían el fuerte olor a café, tabaco y vaselina, sabían que se acercaba ya el hombrecito de las cartas. Era bajo, delgado y su cara se definía solo por sus grandes anteojos, sus rasgos se diseminaban según el observador. A muchos les parecía que tenía un bigote menudito, con una boca carnosa y nariz afilada; a otros, por el contrario, su cara les producía una sensación de miopía en la que se borraba todo rostro.

Pachequito era de esas personas comunes a las que les fue otorgada una cualidad. No tenía estudios ni había trabajado en ningún sitio para ganar experiencia. Sus padres lo habían mantenido hasta los veinte años y luego, al ver que ya se podía mantener solo, le dejaron crecer las alas y echó a volar. No llegó muy lejos, pues asentó su nido a unos doscientos metros de la casa paterna.

 Él era poco inquieto, muy cerrado y su única afición había sido meditar. En su análisis del mundo descubrió que la vida era complicada para unos y simple para otros. No dependía de la filosofía que tuvieran las personas, sino simplemente de las palabras. Esos sonidos que entraban por las orejas se iban a diferentes partes de la cabeza y actuaban en grupo o aisladas y luego producían cosas raras como euforia, nostalgia, amor u odio.  Chequito había descubierto un día que las palabras nocivas se podían sacar de la mente con una pequeña trampa. Era necesario pensar en ellas, decírselas a él, luego escribirlas en una hoja de papel y luego quemarlas, por el contrario, las palabras benéficas se apuntaban en un folio y se ponían en un lugar visible. Era sencillo, pero había que seguir algunos pasos con exactitud para que llegara la solución. En primer lugar, tenían que ser dictadas en secreto, luego envueltas en un sobre que se sellaba a conciencia para que la palabra no se escapara en el trayecto y, por último, se quemaban las malas en un cenicero y si eran benignas se recibían con un gran saludo y sonrisas.

Escribía hasta el anochecer. La gente le pagaba con lo que podía. Llevaban gallos de pelea, dinero de cobre, costales de maíz, sombreros de paja, huevos u hortalizas. Él aceptaba de todo y luego se lo repartía a sus familiares y amigos. Había ocasiones en que por risibles coincidencias les llegaban las cosas a las personas que habían pagado con ellas. La gente lo tomaba como algo natural, era la confirmación de que el acuerdo había funcionado bien. Las tardes más duras eran en vísperas de fiesta porque la gente acudía en grupos o parejas y casi nadie sola. La máquina de escribir se ponía al rojo vivo al darle tantos golpes al teclado, luego, la palanca de retorno que parecía un bastón, sonaba tan a menudo que salía una canción de notas sordas. Era como una balada de amor en la que se hablaba de cariño, rencor, amor y traiciones. Se componía con las palabras que le susurraban al oído, le solían cantar las más bellas como pasión, delirio, ternura y otras.

Trabajó toda su vida y ningún adelanto técnico pudo hacerle perder clientes, pues más que escribir las palabras, las materializaba o las esfumaba y eso la gente no lo podía encontrar en ningún sitio. Lo visitaron actores de cine, bellas mujeres engalanadas, secretarios de estado y un día que se tuvo que acordonar la plaza, llegó a verlo el presidente. Se bajó de su coche y caminó con seguridad hasta el portal de Pachequito. Le estrechó la mano, le dedicó un gran discurso y luego se sentó en el banquillo, se inclinó, le dijo su palabra. El país mejoró.