martes, 13 de diciembre de 2022
El arte de hablar
lunes, 31 de octubre de 2022
La dueña
Entrábamos a las tiendas y ella, de inmediato, se dirigía a las empleadas con
un tono amistoso, pero lleno de hipocresía. “A ver, mis reinas…sí, ustedes dos,
¡No se hagan las occisas!!Tienen que ayudarme a vestir a este querubín!”. De
inmediato me pusieron unos trajes de marca. Tenían para toda ocasión.
Muchas semanas me paseé
en brazos envuelto en los Dolce Gabbana y Versace de verano. Un día se acercó
un tío cachas. Con el pelo rizado y engomado, la piel muy bronceada y comenzó a
mirarle los senos a mi dueña. En unos minutos ya se estaban besando y me
relegaron a un rincón del restaurante en el que decidieron dónde ocultarse de
los mirones. “Te vienes a mi casa”—le dijo Mariana. Él no se resistió. La cogió
por el talle y nos condujo a su coche. Tenía un porche rojo. Mariana estaba muy
excitada, sudaba y me transmitía su calor. Llegué con un hedor de perfume de
Ricci salado y nauseabundo. No hubo preámbulos de ningún tipo. El regaderazo
habitual de mi ama brilló por su ausencia. Se fueron directamente al colchón.
Estuvieron casi una
hora con el dale que te pego y después oí la conversación. No fue como las
otras. Mariana tenía sus amantes, pero a este le dijo que lo tendría de planta.
“Serás el oficial. Adiós a todos esos ineptos”. Un tiempo la cosa fue bien. Al
parecer, Rubén, tenía algo que lo ponía en un lugar privilegiado dentro del
corazón de su amante, pero un día se cansaron.
“Oye, todo eso que tú
tienes está muy bien, chica, pero ya sabes que no soy adicto a la silicona y
allí abajo… ¿Cómo te lo explico, mujer? Pues, que deberías decirle al cirujano
que te lo estreche un poco…Tú me entiendes…para que se sienta más…Bueno, no te
enfades, ya nos veremos”.
Desde que Rubén dijo
aquello, las cosas empezaron a ir mal. Él llegaba borracho, se metía con ella
al cuarto y pasaba media hora de gritos y brama pura. Después volvía la calma,
los besos cariñosos y, poco a poco, esa conversación áspera que ya era un vicio,
los obligaba a beber la pócima los convertía en monstruos. A mí me tocó pagar
el pato en tres ocasiones. Una vez salí ileso, la segunda con hemorragia, la
tercera había recibido una fractura y esa vez, esa vez tenía pavor. Había
notado con gran pesar, que Mariana reaccionaba de forma más violenta cada vez.
Me estaba triturando los huesos. Rubén me veía impotente, como diciéndome:
“Mira, chico, yo no
tengo nada que ver con esto. Es esta vieja que no acepta su realidad. Debería
ir al loquero. Cómo está eso de que tiene crisis existencial. Pero si ella
misma fue quien lo decidió. Si tenía doce años, pues tenía que haber esperado a
madurar un poco, pero que necesidad tenían sus padres y los locos esos de la
organización de defensa a las minorías. No sé, chico. Es demasiado filosófico
para mí. Lo único que te puedo decir, hermano, es que ya estoy hasta las
narices de tu ama”.
Quizás he puesto
bastante de mi cosecha y una mirada no es lo suficientemente expresiva para
transmitir todo eso, pero sé que él lo pensaba así porque se lo había oído
gritar a todo pulmón, le había explicado que había sido una decisión propia,
que si no estaba en sus facultades mentales para hacerlo, lo hubiera pospuesto
para más tarde. Mariana no pudo resistir que la dejaran. Sabía que era por
hastío y por la existencia de una rival. No se podía resignar a perderlo y, sin
pensarlo, me arrojó por la ventana. Fui a chocar contra una señora que iba con
su carrito de la compra. La tiré porque el golpe la sacó de equilibrio y fue a
estamparse con un muro. Por fortuna, solo le salió un chichón. Cuando me vio,
me cogió en sus brazos, oyó mis aullidos y me llevó con el veterinario.
domingo, 4 de septiembre de 2022
El escribidor
Bajo los portales de la plaza de Santo Domingo había un local muy concurrido. La atracción principal era la música que producía una máquina de escribir. La gente hacía filas enormes para poder obtener los servicios de Pachequito. No había fenómeno meteorológico que le impidiera a la gente esperar pacientemente su turno. “¿Ya se la ha dado, querida Chonita? —le preguntaba la señora de la fonda a su amiga que le mandaba cartas a su hijo al otro lado del río. La amiga asentía con la cabeza, sonreía y se marchaba a paso rápido impulsada por la felicidad. Como ella, cientos de personas se levantaban a las cinco de la mañana para coger el autobús y llegar hasta ese sitio. La espera no era muy larga para los primeros, pues el escribiente era madrugador. Los que percibían el fuerte olor a café, tabaco y vaselina, sabían que se acercaba ya el hombrecito de las cartas. Era bajo, delgado y su cara se definía solo por sus grandes anteojos, sus rasgos se diseminaban según el observador. A muchos les parecía que tenía un bigote menudito, con una boca carnosa y nariz afilada; a otros, por el contrario, su cara les producía una sensación de miopía en la que se borraba todo rostro.
Pachequito era de esas personas comunes a las que les fue otorgada una
cualidad. No tenía estudios ni había trabajado en ningún sitio para ganar
experiencia. Sus padres lo habían mantenido hasta los veinte años y luego, al
ver que ya se podía mantener solo, le dejaron crecer las alas y echó a volar.
No llegó muy lejos, pues asentó su nido a unos doscientos metros de la casa
paterna.
Él era poco inquieto, muy cerrado y
su única afición había sido meditar. En su análisis del mundo descubrió que la
vida era complicada para unos y simple para otros. No dependía de la filosofía
que tuvieran las personas, sino simplemente de las palabras. Esos sonidos que entraban
por las orejas se iban a diferentes partes de la cabeza y actuaban en grupo o
aisladas y luego producían cosas raras como euforia, nostalgia, amor u odio. Chequito había descubierto un día que las
palabras nocivas se podían sacar de la mente con una pequeña trampa. Era
necesario pensar en ellas, decírselas a él, luego escribirlas en una hoja de
papel y luego quemarlas, por el contrario, las palabras benéficas se apuntaban
en un folio y se ponían en un lugar visible. Era sencillo, pero había que
seguir algunos pasos con exactitud para que llegara la solución. En primer
lugar, tenían que ser dictadas en secreto, luego envueltas en un sobre que se
sellaba a conciencia para que la palabra no se escapara en el trayecto y, por
último, se quemaban las malas en un cenicero y si eran benignas se recibían con
un gran saludo y sonrisas.
Escribía hasta el anochecer. La gente le pagaba con lo que podía. Llevaban
gallos de pelea, dinero de cobre, costales de maíz, sombreros de paja, huevos u
hortalizas. Él aceptaba de todo y luego se lo repartía a sus familiares y
amigos. Había ocasiones en que por risibles coincidencias les llegaban las
cosas a las personas que habían pagado con ellas. La gente lo tomaba como algo
natural, era la confirmación de que el acuerdo había funcionado bien. Las
tardes más duras eran en vísperas de fiesta porque la gente acudía en grupos o
parejas y casi nadie sola. La máquina de escribir se ponía al rojo vivo al darle
tantos golpes al teclado, luego, la palanca de retorno que parecía un bastón,
sonaba tan a menudo que salía una canción de notas sordas. Era como una balada
de amor en la que se hablaba de cariño, rencor, amor y traiciones. Se componía
con las palabras que le susurraban al oído, le solían cantar las más bellas
como pasión, delirio, ternura y otras.
Trabajó toda su vida y ningún adelanto técnico pudo hacerle perder clientes, pues más que escribir las palabras, las materializaba o las esfumaba y eso la gente no lo podía encontrar en ningún sitio. Lo visitaron actores de cine, bellas mujeres engalanadas, secretarios de estado y un día que se tuvo que acordonar la plaza, llegó a verlo el presidente. Se bajó de su coche y caminó con seguridad hasta el portal de Pachequito. Le estrechó la mano, le dedicó un gran discurso y luego se sentó en el banquillo, se inclinó, le dijo su palabra. El país mejoró.