lunes, 21 de septiembre de 2020

El soldado Michael

 

Una densa neblina se había recostado por el terreno. Era vasta y gris, prominente y amenazadora. El sol no se había despertado y en las trincheras había movimiento. Michael estaba recostado, vigilando que no hubiera ningún movimiento por parte del enemigo, su compañero James se encontraba a unos metros. Se había terminado la tregua y los comandantes de ambos bandos tenían ya trazado su plan. De pronto, el joven sintió que no podía luchar contra su cuerpo de plomo. Se esforzaba por mantener los ojos abiertos, pero cada vez se le adherían más los párpados y, al final, se quedó dormido. Se alejó muy pronto del campo de batalla elevándose como un gran globo. La trinchera se veía como una larga y angosta canaleta que desaparecía como una línea de la arena borrada por la espuma de las nubes. Comenzó a oír notas suaves de piano. Beethoven con un claro de luna. Se vio de nuevo en el conservatorio. Estaba sentado oyendo a su amiga Juliette interpretando un área de Norma de Bellini. La Casta Diva resonaba en la sala como un canto mágico de aves doradas. Se iluminaron sus labios. Ese arrullo no logró alejarlo de toda la especie humana con su injustificado salvajismo.

Recordó a los representantes de su partido incitándolo a la lucha. “Si eres joven y amas a tu patria, enrólate”. Dígame, ¿qué es lo que nos han hecho? “Casi nada—le contestó la voz metálica del secretario—. Nos han invadido, nos han quitado los derechos que teníamos, nos han acusado de explotadores y han destrozado nuestra economía; y, por si fuera poco, nos han traído a su dios y sus costumbres absurdas. No es posible que esos hombres de paja, esperanzados a que su dios les dé el reino del cielo, nos vengan a criticar y dictar las normas de nuestra conducta. Desde siempre hemos sido de acero. Nuestro carácter férreo nos ha llevado por su vía hasta la cumbre del progreso. Merecemos ocupar la cúspide, formaremos el imperio más grande y seremos soberanos en el mundo”. Los hombres se veían muy semejantes unos a otros, decía el secretario, pero unos estaban rellenos de paja y esperaban que al morir un ser poderoso los protegiera en su regazo. Los sensatos, que eran ellos, no podían concebir tal estupidez. El hombre era un producto de la evolución natural. No había más dios que las leyes naturales. Sois de carne y hueso, pero hacéis deporte, os mantenéis en forma y estáis dispuestos a ganar en cualquier situación. Los enemigos son endebles y encuentran valor en esa falsa esperanza de unirse con su todopoderoso. Nosotros sabemos que eso imposible porque de tener un dios que exige sacrificio, debilidad, esperanza y perdón, desapareceríamos. 

Creyó haber sentido una fuerte sacudida en el hombro. En una penumbra gris veía a James que lo trataba de proteger de los disparos del enemigo. “¿Qué te pasa Michael? ¿Quieres que te maten?”.  Se oyó la orden de ataque y salieron los soldados de las trincheras con las bayonetas caladas. Quien pudo disparar en la estrepitosa carrera logró abrirse paso, sin embargo, comenzaron a caer perforados. La sangre manaba a chorros y pronto se formaron charcos. Combatieron con furia y lograron hacer retroceder al enemigo. El capitán vio alejarse a sus contrincantes y gritó eufórico. Pensó que era un gran triunfo, pero pronto vio que avanzaban los refuerzos y sus subordinados estaban en desventaja. Entonces no tuvo más remedio que hacer volver a sus hombres a los refugios. Corrieron aterrorizados. Jadeantes se tiraron dentro de sus zanjas y comenzaron a lanzar granadas y disparar para apaciguar a los envalentonados soldados que no parecían de paja en absoluto. Michael buscó a su compañero James y lo vio tendido, pisoteado y lleno de sangre mezclada con lodo. Su corazón latió con tanta fuerza que le hizo perder la visión. La sangre le recorría el cuerpo como un mar de fuego. No podía ir por a rescatarlo. Estaban recibiendo metralla. Lloró desamparado en su espera y cuando las fuerzas se nivelaron y cesó el fuego, salió muy despacio arrastrándose hasta el lugar donde se encontraba la mole de picadillo de su amigo. Lo arrastró y lo veló toda la noche. Le exigieron que se separara de su amigo para que le pudieran dar sepultura.

Michael buscó las pertenencias de su amigo y decidió que debían sepultarlo con sus objetos de valor. Las cartas pendientes se enviarían a sus familiares junto con un diario que James escribía en secreto. Michael leyó un fragmento de la biblia para despedirse de su estimado compañero de armas. Empezó a hacer un paquete para los familiares de su compañero, pero al momento de sostener el diario, la curiosidad le obligó a leer.

“20 de enero de 1915. El frío es insoportable y solo la fe y la esperanza en un futuro mejor me han dado las fuerzas para seguir. Nunca había escrito nada, pero ahora que siento la presencia de la muerte a nuestro alrededor he decidido hacerlo. Tengo miedo y sé que nuestro ejército puede combatir con fiereza, sin embargo, nadie tiene la vida asegurada cuando llueven las balas, caen las bombas y nos tiran desde la nada los francotiradores. No sé porque está injusta guerra me ha traído recuerdos como el de ayer. Estaba recostado muerto de frío, tomando un poco de café, mordisqueando un trozo de pan que había guardado, cuando un recuerdo comenzó a posicionarse en mi cabeza. Era sobre un evangelio de María Magdalena. En ese escrito apócrifo, que no sé si exista de verdad. Uno de los apóstoles hablaba de María Magdalena como de un apóstol mujer. Al principio la idea me pareció ridícula, ya que la imagen que tenemos de esa mujer es la de una prostituta arrepentida que buscó a Cristo no para redimir sus pecados, sino para tenerlo como amante. Por un momento sentí que se aclaraba mi mente y comencé a cuestionarme la verdad de ese prototipo. Lo primero que me inquietó fue la voz que nos hizo llegar esa información. ¿Quién habló de Cristo? Los hombres. ¿Quiénes escribieron los evangelios? Los hombres. ¿Y las mujeres? Ninguna, con excepción de María, quien no pudo escribir nada y sus palabras fueron transcritas por Mateo, Marcos, Lucas y Juan, todos hombres. ¿Qué lugar tenían las mujeres en aquella época? —me preguntó una voz insistente dentro de mí—¿Cuánto hay de verdad en las palabras de aquellos hombres? Era cierto. Toda la información era tendenciosa y decidí pensar mejor en las características femeninas de la doctrina de Cristo.

Había muchas cosas impropias del hombre. La primera era el amor incondicional que no es característico de nuestra naturaleza y solo una madre puede ofrecerlo. La segunda era la compasión. Ningún político había mostrado jamás compasión por nadie, incluso los hombres más nobles tenían en su interior una coraza que les impedía sentir compasión por su prójimo. Tal vez experimentaran una sensación parecida que iría guiada por algún interés, pero que les naciera de verdad era muy poco probable. La explicación estaba en la misma naturaleza masculina que desde antaño tenía que buscar el beneficio propio para mandar a un grupo y después gobernar una población. Otro aspecto incongruente era la resistencia al dolor prolongado. El mesías nos pidió soportar las injusticias y perdonar, dos cosas muy difíciles para un individuo. Todo eso me hizo sospechar que en la filosofía del cristianismo había una esencia de mujer. Empecé a ver la imagen de María Magdalena transfigurada, es decir, la verdadera. La veía sin esa óptica de sacerdote, más bien como una mujer de carne y hueso, con cualidades especiales. Le oí hablando con Jesús, abriéndole su corazón, mostrándole el alma femenina en su estado más vivo. Resultó que terminé asociando todas las hipérbolas del Mesías con el espíritu prodigo y noble de las jóvenes enamoradas. Más que sabiduría eran cualidades humanas en elixir que permitían la buena convivencia en la sociedad. Por desgracia nadie tenía olfato para percibirlas. Nos hacemos los ciegos ante la evidencia, sordos ante la verdad y mudos ante la injusticia. Tenía que haber una solución. Un renacimiento, una resurrección de verdad para poder cantar el himno de la hermandad”.

Era todo lo que había escrito James y tres días después una bala le había atravesado el pecho. Michael cogió el diario y lo envolvió con todos los demás objetos y se lo entregó al encargado de la correspondencia. Se quedó pensativo y esa noche no durmió. Los días siguientes comenzaron a suceder cosas extrañas. Vio a un chico que había corrido despavorido tratando de salvar el pellejo cuando su pelotón sufrió un fuerte ataque. Michael estuvo presente en el rápido juicio militar que le hicieron. Lo miró caer como un muñeco de trapo en el momento en que sonaron los rifles que le agujerearon el cuerpo. Más tarde cuando entró a la enfermería descubrió bajo una sábana un trozo de cuerpo con vida. El pobre soldado no tenía las extremidades, y una bomba le había desfigurado todo el rostro. Respiraba a través de una sonda y lo alimentaban con suero. “!Dios mío!”—gritó cuando una enfermera se dispuso a limpiarle las sangre que brotaba de sus heridas—. No, no es posible que esto pueda suceder. ¿Qué castigo es ese para un soldado?”.

Por la noche dio vueltas en su cama y se despertó en la madrugada. Miró el cielo y recordó las palabras escritas de James. Los razonamientos de su amigo le estaban carcomiendo los sesos. Decidió fumar un poco y detrás de una nube de humo vio una imagen. Era la aparición de Magdalena. No era posible. Las palabras de su amigo lo habían vuelto loco. ¿Qué pasaría después? No podía estar escuchando la voz de una mujer muerta hacía casi dos mil años. No lo podía creer, pero era inútil resistirse.

“Ven aquí pequeño soldado—le decía la mujer con túnica de lana—. No debes tener miedo. Tú serás un héroe. James está en el reino de dios. No debes preocuparte por él, sin embargo, su legado te corresponde a ti como herencia. Tendrás que terminar su labor. Será ardua y sufrirás humillaciones. Todos te rechazarán, pero cuando te oigan de verdad quedarán convencidos de que dices la verdad”.

Michael estaba conmocionado. Después de la visión su cuerpo se había llenado de luz y valentía. Comenzó a predicar día y noche. Hizo cientos de volantes con la leyenda: “Tira las armas. Morirás por una estupidez”. Los soldados sufrieron un shock. Era estúpido salirse a la tierra de nadie para poner esos trozos de papel arriesgándose a los tiros del enemigo. Michael no oía de razones y seguía caminando en cuclillas, desarmado y con una cruz roja en el pecho y la espalda. Un domingo en el que se esperaba el abasto de municiones. Michael salió a repartir sus hojas. Llegó hasta la línea enemiga y les habló en su idioma. Les repitió las palabras de James. Pronto surgió una bandera blanca y detrás de ella los soldados listos a entregarse como prisioneros de guerra. El comandante se quedó estupefacto porque sus hombres también se deshacían de las armas y abrazaban a sus enemigos. Todos envueltos en una danza de hermandad y alegría cantaban al cielo sus plegarias. Pronto todos volverían a sus casas y se encontrarían con sus madres, les darían las gracias por darle a la humanidad lo que Magdalena le había dado a Jesús. Michael se fue repitiendo: “Amor, compasión y fe”. 

Michael oyó la fuerte voz de James. Éste le sacudía el hombro con fuerza. “Levántate, levántate, Michael. No te puedes quedar aquí. Te estás desangrando”. El pobre joven ya no pudo oír con claridad lo que le decía su amigo y vio solo una imagen borrosa que iba desapareciendo conforme se apagaba la luz del sol.

jueves, 10 de septiembre de 2020

Encuentros

 


Raúl Martínez se había quedado dormido frente al televisor. Al despertar la voz de su mujer le impidió darse cuenta de que en unos minutos entraría a una dimensión desconocida. “Te dije hace dos horas que fueras por la carne—le dijo desde la cocina María—. ¿Te quedaste dormido otra vez?”. Raúl se limpió la saliva que se le había escurrido, se puso de pie, se estiró un poco, se ajustó los pantalones y revisó si tenía el dinero en el bolsillo. Salió a la calle.  

El día estaba soleado y caminó sin prisa. No puso mucha atención en el trayecto porque había hecho esos mandados miles de veces y sus pies ya caminaban solos, sin embargo, hubo algo que lo hizo tropezar. Era un hombre delgado, de pelo rizado y andar suave que tenía un perfil demasiado conocido. “Es mi nariz— se dijo Raúl— y lleva un candado en la oreja”. Con pasos sigilosos siguió al individuo una media hora y llegó a una casa muy parecida a la suya. Estuvo cinco minutos tratando de distinguir a las personas que allí habitaban, pero no lo logró. Se fue por la carne.

Durmió mal esa noche porque había una idea o, más bien una imagen de sí mismo, vestido como hippy entrando tanto en su casa como en la otra. Se levantó en la madrugada a fumar y al día siguiente, en lugar de ir a trabajar, se fue a montar guardia a la casa del otro. Lo vio salir y en lugar de seguirlo, su curiosidad lo arrastró hasta la puerta para ver a la mujer de su doble. Instintivamente tocó el timbre. No se abrió la puerta y estuvo a punto de irse, pero cuando se dio la vuelta oyó una voz muy familiar. “¿Ahora qué se te ha olvidado, Ricardo?”. Se giró y no pudo creer lo que le mostraban sus ojos. Era su mujer con algunos cambios en el pelo, más delgada, pero con la misma voz. “¿Cuándo te has cambiado de ropa? —le preguntó ella sin entender qué maldita razón tenía Ricardo para ponerse esas prendas—. Bueno, al menos ahora tienes un aspecto decente y te darán algún trabajo. Ya era hora”. Con timidez Raúl entró a la casa. Era como la suya, pero gracias a la mujer todo estaba ordenado y limpio. El mobiliario era más pobre, pero de buen gusto. Se notaba que era ella quien mandaba allí.

Revisó todo y se encerró en la habitación que era casi como la suya. Cuando pensó que ya estaban satisfechas sus dudas, decidió marcharse, pero vio salir a su mujer de la ducha. Olía a melocotones y el aroma lo atrajo. Ella llevaba una toalla que apenas la cubría. Instintivamente, Raúl quiso comprobar que María era igual. Le miró los brazos y no encontró la mancha del hombro izquierdo. Ella mal interpretó la mirada y le dijo que ya se marchara. Raúl salió de prisa, iba muy espantado pensando en las consecuencias de sus actos. En cuanto se entere el otro, pensó, comenzará a buscarme y un buen día aparecerá en el umbral de mi puerta.

Salió a la ventana por la noche, vio la estrella más luminosa del cielo y pensó si sería la misma que veía Ricardo. A la mañana siguiente se dirigió a la casa de su doble, pero al cruzar la calle vio un candado. Esta vez en un estuche de guitarra. Ya no se sorprendió como la primera vez y pensó que Ricardo había cambiado de estilo. Lo siguió hasta su casa, pero esta se ubicaba en otro sitio. Volvió a montar guardia, esperó que el tipo saliera y tocó el timbre. Abrió una María rubia, más salvaje e instintiva. “Sandro, ¿qué te pasa?”—le preguntó y sin esperar la respuesta, luego se puso a fumar yerba con él y terminaron en la cama. Raúl salió con un sentimiento de culpabilidad. Decidió que ya no seguiría a nadie más y le dedicaría el tiempo completo a su trabajo y esposa.

Pronto sintió que había vuelto a la normalidad. Se esmeraba en la oficina y su jefe le subió el sueldo. “Hacía mucho que no trabajabas así, Raúl, hijo, te felicito”. Llegó a su casa. Las luces del comedor estaban apagadas. Tocó la puerta y salió un hombre delgado, llevaba un candado pequeño en la nariz. “!Hola, Raúl! ¿Qué haces aquí? Oye, te has equivocado. Vete a tu casa ya, que María te está esperando con la carne”.