Una densa neblina se había recostado por el terreno. Era vasta y gris, prominente y amenazadora. El sol no se había despertado y en las trincheras había movimiento. Michael estaba recostado, vigilando que no hubiera ningún movimiento por parte del enemigo, su compañero James se encontraba a unos metros. Se había terminado la tregua y los comandantes de ambos bandos tenían ya trazado su plan. De pronto, el joven sintió que no podía luchar contra su cuerpo de plomo. Se esforzaba por mantener los ojos abiertos, pero cada vez se le adherían más los párpados y, al final, se quedó dormido. Se alejó muy pronto del campo de batalla elevándose como un gran globo. La trinchera se veía como una larga y angosta canaleta que desaparecía como una línea de la arena borrada por la espuma de las nubes. Comenzó a oír notas suaves de piano. Beethoven con un claro de luna. Se vio de nuevo en el conservatorio. Estaba sentado oyendo a su amiga Juliette interpretando un área de Norma de Bellini. La Casta Diva resonaba en la sala como un canto mágico de aves doradas. Se iluminaron sus labios. Ese arrullo no logró alejarlo de toda la especie humana con su injustificado salvajismo.
Recordó a los representantes de
su partido incitándolo a la lucha. “Si eres joven y amas a tu patria, enrólate”.
Dígame, ¿qué es lo que nos han hecho? “Casi nada—le contestó la voz metálica
del secretario—. Nos han invadido, nos han quitado los derechos que teníamos,
nos han acusado de explotadores y han destrozado nuestra economía; y, por si
fuera poco, nos han traído a su dios y sus costumbres absurdas. No es posible
que esos hombres de paja, esperanzados a que su dios les dé el reino del cielo,
nos vengan a criticar y dictar las normas de nuestra conducta. Desde siempre
hemos sido de acero. Nuestro carácter férreo nos ha llevado por su vía hasta la
cumbre del progreso. Merecemos ocupar la cúspide, formaremos el imperio más
grande y seremos soberanos en el mundo”. Los hombres se veían muy semejantes
unos a otros, decía el secretario, pero unos estaban rellenos de paja y
esperaban que al morir un ser poderoso los protegiera en su regazo. Los
sensatos, que eran ellos, no podían concebir tal estupidez. El hombre era un
producto de la evolución natural. No había más dios que las leyes naturales.
Sois de carne y hueso, pero hacéis deporte, os mantenéis en forma y estáis
dispuestos a ganar en cualquier situación. Los enemigos son endebles y
encuentran valor en esa falsa esperanza de unirse con su todopoderoso. Nosotros
sabemos que eso imposible porque de tener un dios que exige sacrificio,
debilidad, esperanza y perdón, desapareceríamos.
Creyó haber sentido una fuerte
sacudida en el hombro. En una penumbra gris veía a James que lo trataba de
proteger de los disparos del enemigo. “¿Qué te pasa Michael? ¿Quieres que te
maten?”. Se oyó la orden de ataque y
salieron los soldados de las trincheras con las bayonetas caladas. Quien pudo
disparar en la estrepitosa carrera logró abrirse paso, sin embargo, comenzaron
a caer perforados. La sangre manaba a chorros y pronto se formaron charcos.
Combatieron con furia y lograron hacer retroceder al enemigo. El capitán vio
alejarse a sus contrincantes y gritó eufórico. Pensó que era un gran triunfo,
pero pronto vio que avanzaban los refuerzos y sus subordinados estaban en
desventaja. Entonces no tuvo más remedio que hacer volver a sus hombres a los
refugios. Corrieron aterrorizados. Jadeantes se tiraron dentro de sus zanjas y
comenzaron a lanzar granadas y disparar para apaciguar a los envalentonados
soldados que no parecían de paja en absoluto. Michael buscó a su compañero
James y lo vio tendido, pisoteado y lleno de sangre mezclada con lodo. Su
corazón latió con tanta fuerza que le hizo perder la visión. La sangre le
recorría el cuerpo como un mar de fuego. No podía ir por a rescatarlo. Estaban
recibiendo metralla. Lloró desamparado en su espera y cuando las fuerzas se
nivelaron y cesó el fuego, salió muy despacio arrastrándose hasta el lugar donde
se encontraba la mole de picadillo de su amigo. Lo arrastró y lo veló toda la
noche. Le exigieron que se separara de su amigo para que le pudieran dar
sepultura.
Michael buscó las pertenencias de
su amigo y decidió que debían sepultarlo con sus objetos de valor. Las cartas
pendientes se enviarían a sus familiares junto con un diario que James escribía
en secreto. Michael leyó un fragmento de la biblia para despedirse de su
estimado compañero de armas. Empezó a hacer un paquete para los familiares de su
compañero, pero al momento de sostener el diario, la curiosidad le obligó a
leer.
“20 de enero de 1915. El frío es
insoportable y solo la fe y la esperanza en un futuro mejor me han dado las
fuerzas para seguir. Nunca había escrito nada, pero ahora que siento la
presencia de la muerte a nuestro alrededor he decidido hacerlo. Tengo miedo y
sé que nuestro ejército puede combatir con fiereza, sin embargo, nadie tiene la
vida asegurada cuando llueven las balas, caen las bombas y nos tiran desde la
nada los francotiradores. No sé porque está injusta guerra me ha traído
recuerdos como el de ayer. Estaba recostado muerto de frío, tomando un poco de
café, mordisqueando un trozo de pan que había guardado, cuando un recuerdo
comenzó a posicionarse en mi cabeza. Era sobre un evangelio de María Magdalena.
En ese escrito apócrifo, que no sé si exista de verdad. Uno de los apóstoles
hablaba de María Magdalena como de un apóstol mujer. Al principio la idea me
pareció ridícula, ya que la imagen que tenemos de esa mujer es la de una
prostituta arrepentida que buscó a Cristo no para redimir sus pecados, sino
para tenerlo como amante. Por un momento sentí que se aclaraba mi mente y
comencé a cuestionarme la verdad de ese prototipo. Lo primero que me inquietó
fue la voz que nos hizo llegar esa información. ¿Quién habló de Cristo? Los
hombres. ¿Quiénes escribieron los evangelios? Los hombres. ¿Y las mujeres?
Ninguna, con excepción de María, quien no pudo escribir nada y sus palabras
fueron transcritas por Mateo, Marcos, Lucas y Juan, todos hombres. ¿Qué lugar
tenían las mujeres en aquella época? —me preguntó una voz insistente dentro de
mí—¿Cuánto hay de verdad en las palabras de aquellos hombres? Era cierto. Toda
la información era tendenciosa y decidí pensar mejor en las características
femeninas de la doctrina de Cristo.
Había muchas cosas impropias del
hombre. La primera era el amor incondicional que no es característico de
nuestra naturaleza y solo una madre puede ofrecerlo. La segunda era la
compasión. Ningún político había mostrado jamás compasión por nadie, incluso
los hombres más nobles tenían en su interior una coraza que les impedía sentir
compasión por su prójimo. Tal vez experimentaran una sensación parecida que
iría guiada por algún interés, pero que les naciera de verdad era muy poco
probable. La explicación estaba en la misma naturaleza masculina que desde
antaño tenía que buscar el beneficio propio para mandar a un grupo y después
gobernar una población. Otro aspecto incongruente era la resistencia al dolor
prolongado. El mesías nos pidió soportar las injusticias y perdonar, dos cosas
muy difíciles para un individuo. Todo eso me hizo sospechar que en la filosofía
del cristianismo había una esencia de mujer. Empecé a ver la imagen de María
Magdalena transfigurada, es decir, la verdadera. La veía sin esa óptica de
sacerdote, más bien como una mujer de carne y hueso, con cualidades especiales.
Le oí hablando con Jesús, abriéndole su corazón, mostrándole el alma femenina
en su estado más vivo. Resultó que terminé asociando todas las hipérbolas del
Mesías con el espíritu prodigo y noble de las jóvenes enamoradas. Más que
sabiduría eran cualidades humanas en elixir que permitían la buena convivencia
en la sociedad. Por desgracia nadie tenía olfato para percibirlas. Nos hacemos
los ciegos ante la evidencia, sordos ante la verdad y mudos ante la injusticia.
Tenía que haber una solución. Un renacimiento, una resurrección de verdad para
poder cantar el himno de la hermandad”.
Era todo lo que había escrito James
y tres días después una bala le había atravesado el pecho. Michael cogió el
diario y lo envolvió con todos los demás objetos y se lo entregó al encargado
de la correspondencia. Se quedó pensativo y esa noche no durmió. Los días
siguientes comenzaron a suceder cosas extrañas. Vio a un chico que había
corrido despavorido tratando de salvar el pellejo cuando su pelotón sufrió un
fuerte ataque. Michael estuvo presente en el rápido juicio militar que le
hicieron. Lo miró caer como un muñeco de trapo en el momento en que sonaron los
rifles que le agujerearon el cuerpo. Más tarde cuando entró a la enfermería
descubrió bajo una sábana un trozo de cuerpo con vida. El pobre soldado no
tenía las extremidades, y una bomba le había desfigurado todo el rostro.
Respiraba a través de una sonda y lo alimentaban con suero. “!Dios mío!”—gritó
cuando una enfermera se dispuso a limpiarle las sangre que brotaba de sus
heridas—. No, no es posible que esto pueda suceder. ¿Qué castigo es ese para un
soldado?”.
Por la noche dio vueltas en su
cama y se despertó en la madrugada. Miró el cielo y recordó las palabras
escritas de James. Los razonamientos de su amigo le estaban carcomiendo los
sesos. Decidió fumar un poco y detrás de una nube de humo vio una imagen. Era
la aparición de Magdalena. No era posible. Las palabras de su amigo lo habían
vuelto loco. ¿Qué pasaría después? No podía estar escuchando la voz de una
mujer muerta hacía casi dos mil años. No lo podía creer, pero era inútil
resistirse.
“Ven aquí pequeño soldado—le
decía la mujer con túnica de lana—. No debes tener miedo. Tú serás un héroe.
James está en el reino de dios. No debes preocuparte por él, sin embargo, su
legado te corresponde a ti como herencia. Tendrás que terminar su labor. Será
ardua y sufrirás humillaciones. Todos te rechazarán, pero cuando te oigan de
verdad quedarán convencidos de que dices la verdad”.
Michael estaba conmocionado.
Después de la visión su cuerpo se había llenado de luz y valentía. Comenzó a
predicar día y noche. Hizo cientos de volantes con la leyenda: “Tira las armas.
Morirás por una estupidez”. Los soldados sufrieron un shock. Era estúpido
salirse a la tierra de nadie para poner esos trozos de papel arriesgándose a
los tiros del enemigo. Michael no oía de razones y seguía caminando en
cuclillas, desarmado y con una cruz roja en el pecho y la espalda. Un domingo
en el que se esperaba el abasto de municiones. Michael salió a repartir sus
hojas. Llegó hasta la línea enemiga y les habló en su idioma. Les repitió las
palabras de James. Pronto surgió una bandera blanca y detrás de ella los
soldados listos a entregarse como prisioneros de guerra. El comandante se quedó
estupefacto porque sus hombres también se deshacían de las armas y abrazaban a
sus enemigos. Todos envueltos en una danza de hermandad y alegría cantaban al
cielo sus plegarias. Pronto todos volverían a sus casas y se encontrarían con
sus madres, les darían las gracias por darle a la humanidad lo que Magdalena le
había dado a Jesús. Michael se fue repitiendo: “Amor, compasión y fe”.
Michael oyó la fuerte voz de
James. Éste le sacudía el hombro con fuerza. “Levántate, levántate, Michael. No
te puedes quedar aquí. Te estás desangrando”. El pobre joven ya no pudo oír con
claridad lo que le decía su amigo y vio solo una imagen borrosa que iba
desapareciendo conforme se apagaba la luz del sol.
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