Laura no se quiso ir del pueblo cuando se lo propuse. Fue una madrugada muy extraña. La luna estaba reluciente como una enorme bola de cristal. El frío me recorrió los tuétanos y me eché el sarape. Se oía un canto de cigarras agonizantes. Mis pies no hacían crujir la hierba porque la sequía se había terminado y una semana de aguaceros había encharcado todas las zanjas creando un pantano. Las milpas se empezaban a llenar de musgo y no sabíamos qué hacer con el maíz enmohecido. Caminé despacio hacía mis terrenos y vi algo que parecía escarcha sobre la superficie del agua lodosa. “Vámonos de aquí vieja, ¿que no ves que se está pudriendo el pueblo?”—le dije a Laura cogiéndola de la mano con violencia. Se negó y me sorprendió que ella, que siempre presentía las catástrofes, no viera con su sexto sentido el peligro que se avecinaba. Algo le había mermado la intuición, quizás la gran cantidad de agua diluviana que cayó por semanas le había obstruido los sentidos. La llevé esa misma noche para que viera los lodazales, pero su necedad era una gran muralla. Me dijo que ya le habíamos invertido muchos años a la tierra y que no nos podía fallar por unas semanas de tormenta.
Se refugió en sus rezos mudos cada mañana. Miraba todas las ciénagas y
luego se ponía a cocinar sopas de grano como si no hubiera pasado nada. A mí me
tocó el trabajo absurdo de rescatar los elotes. No había sitio para
conservarlos, no hallaba la manera de protegerlos de la humedad. Nos fuimos
acostumbrando a comer podrido. La poca carne y el pan, que a pesar de estar
recién horneado ya tenía un tufo purulento, no nos llenaban. Lo peor sucedió cuando,
eso que yo confundí una noche con escarcha, se convirtió en una plaga de ranas.
Fue, como dicen los sabiondos, por emancipación espontanea. Sucedió al
atardecer cuando empezaron a brincar como impulsadas por resortes. Lo más
desagradable era su croar ininterrumpido. Nos entraba el ruido por las orejas
como golpes de cincel. Al tercer día nos estábamos volviendo locos de remate.
Nos reunimos en un monte para fraguar el combate contra esos malditos anfibios
que no paraban sus chirriar. Intentamos quemarlos, pero esquivaban el fuego
saltando en montones. Se nos terminó pronto el combustible. Las empezamos a
cazar con redes, pero matábamos diez y aparecían veinte. Se reproducían con una
velocidad desorbitada. Al final se nos acabaron las fuerzas y nos resignamos a
tenerlas metidas en nuestra cama. Ya ni siquiera nos molestábamos por
quitárnoslas de la cabeza o la cara.
Una mañana se murieron todas de sopetón. Entonces fue Laura quien me trató
de convencer para que nos largáramos. No sé si lo que hice fue por rencor, por
estupidez o por venganza, el caso es que le dije que no; que no solo le habíamos
invertido tiempo a la tierra, sino que hasta le habíamos ganado la batalla a
las ranas. Fue lo peor que pude haber hecho porque los cientos de miles de
cuerpecitos verdes se comenzaron a pudrir. Despedían un vaho verde que se
impregnaba como baba. Pronto nuestros brazos, cara y piernas se pusieron
corrugados, fríos y verdes. Teníamos que salir a tomar el sol y hasta nuestra
forma de hablar cambió, se nos hinchaba el cuello al conversar. Nos pareció que
comenzábamos a groar igual que ellas. No pudimos ni enterrarlas, ni quemarlas,
ni nada. Se quedaron allí amontonadas por todo el pueblo. Llegó en nuestra
ayuda el astro sol. Se comenzaron a desecar y pronto su piel crujiente se hizo
volátil. Parecían hojas de los árboles en otoño. Cubrieron todas las laderas,
las mesetas y las faldas de las montañas. Era ya tiempo de trabajar el campo
para la siembra, pero no queríamos ponerlas como abono. Ya bastante daño nos
había hecho la plaga para que sus restos nutrieran las lentejas y frijoles. No
teníamos animales y estábamos anémicos. Seguimos esperando un milagro, pero
llegaron las moscas. Eso nadie estuvo dispuesto a soportarlo y decidimos
abandonarlo todo. Esta vez en silencio y complicidad. No teníamos mucho que
llevarnos, más que la pestilencia de sapo y los huesos propios. No pudimos
asentarnos en ningún sitio. Se nos persiguió como a los herejes y huían de
nosotros como si fuéramos la peste. Nos fuimos quedando encajados por el camino,
clavados como cercas. Pasamos a ser ánimas vivientes buscando el más allá en el
inmediato más acá. No supimos en qué momento nos quedamos completamente solos.
Laura y yo decidimos olvidar los reproches, estábamos vaciados, carentes de
sensaciones. Nos desencadenamos del pasado y nos sentamos debajo de un pero.
Nos dimos un fuerte abrazo y nos dejamos llevar por el sonido del viento que
era un canto de libertad, una melodía de reencuentro. Se nos fue erosionando el
cuerpo hasta que de ellos no quedó nada.
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