lunes, 26 de septiembre de 2016

La aparición de Tlakatl

Había dejado de perseguirlo la nube de granos de arena fina. El aire era muy frío a pesar de que el sol estaba en su punto más alto y el silencio anegó todo el espacio, no oía ni siquiera el roce de sus pies en el suelo y dejó de dolerle el cuerpo. Unas mariposas monarca volaron a su alrededor y unas serpientes elevaron muy alta su cabeza para mirarlo con atención. Caminaba recto, con garbo, iba pensando en las palabras que habría de decirle al dios Mictlantecuhtli para que éste le diera los huesos de los muertos. Apareció, frente a él un jaguar y le indicó con la cola que lo siguiera. Caminaron por una vereda inclinada hasta que llegaron a una gruta. El felino le abrió paso para que entrara. 

Pasa—le dijo una voz hueca—, te está esperando. Dio unos pasitos y extendió los brazos porque el sitio era muy oscuro. Sintió lo áspero de las rocas volcánicas y siguió avanzando en la oscuridad. Pronto vio una pequeña hoguera, cerca de la cual estaba un hombre viejo con una dentadura muy grande, tenía el pelo muy negro y llevaba un cinturón hecho de huesos humanos. “¿Qué es lo que quieres?” —preguntó con una voz de ultratumba mientras unos ciempiés y cientos de tarántulas se acercaban para rodear al visitante—. Respetable Mictlantecuhtli—dijo con voz segura—he venido a pedirte comprensión y ayuda. Debes saber que la tierra está muy triste y faltan los hombres que podrían alegrarla con sus cantos y celebraciones. Tú saldrías beneficiado si me dieras los huesos que conservas bajo tu custodia, ya que con el fallecimiento de la gente en la vejez aumentaría tu reino, ya que terminarían viniendo aquí al final de su existencia. Dime si hay alguna forma de convencerte. Haré lo que me pidas.

 Hubo un instante de absoluto silencio y después surgió de nuevo la voz tétrica del dios del inframundo. “Está bien, te concederé lo que me pides si eres capaz de hacer sonar mi trompeta cuatro veces”—Acto seguido— le extendió un caracol muy grande. Quetzalcóatl cogió el instrumento y le pasó los dedos por la superficie para encontrar el orificio por donde debía soplar. Al notar que la concha no tenía huecos se disculpó diciendo que necesitaba salir para tomar aire y en cuanto se encontró en la entrada de la cueva llamó a sus amigos los gusanos y abejas y les pidió que hicieran un canal por el que pudiera pasar el aire. Volvió ante Mictlantecuhtli y tocó en el caracol una melodía alegre cuatro veces y después esperó la respuesta. “Lo has hecho muy bien. Te entregaré los huesos de los hombres”. En seguida sacó de un enorme bolso los huesos prometidos y se los dio enrollados a Quetzalcóatl. Muy alegre, por haber logrado su objetivo, salió de la caverna llevando a sus espaldas el peso de su recompensa, sin embargo, cuando terminó el eco de la música que había ejecutado el dios del viento, Mictlantecuhtli se enfadó y mando que una gran ave nocturna atacara a la serpiente emplumada. Así Quetzalcóatl cayó en un hoyo y perdió el conocimiento.

Al despertarse se vio arrastrando los pies por un sendero polvoso en el que una nube dorada lo rodeaba y pronto le dejaba al descubierto ante sus ojos un sendero. Se irguió y avanzó. Sintió frío y se le erizó la piel y apresuró el paso. Notó a los reptiles que lo miraban con atención y una lluvia de alas de mariposa lo rodeó por un instante. Pensó unas palabras que le parecieron adecuadas para la conversación que tendría en breve. Le salió al paso un felino y él lo siguió, después entró en una cueva y descubrió al dios de las penumbras al lado de una hoguera. Sintió unos ojos penetrantes como estrellas diminutas. He venido a pedirte que me entregues los huesos de los hombres. El dios Mictlantecuhtli le dijo que se los daría con la condición de que hiciera sonar su enorme caracol. Quetzalcóatl tocó por todas partes el instrumento, pero no encontró orificios por donde pudiera circular el aire, así que se disculpó y salió para observar mejor la caracola. En cuanto se encontró fuera, llamó a sus amigos para que le ayudaran y recordó que era la quinta vez que se repetía el mismo suceso. Cada vez que empezaba de nuevo la misma escena, se decía a sí mismo que tenía que reparar en los detalles que recordaba. Hizo memoria y una voz le dijo que tenía que pedirles a las abejas que ellas ejecutaran la melodía dentro del caracol para que el tuviera tiempo de escapar con los huesos y no caer en la zanja durante el ataque del enorme pájaro nocturno. Llegó hasta la presencia de Mictlantecuhtli y le entregó la trompeta. La música fue tan agradable que le entregó de inmediato los huesos. Quetzalcóatl salió con la carga a sus espaldas y empezó a correr mirando con atención el camino. De pronto unas enormes garras lo hicieron caer en un precipicio y quedó atrapado en un hoyo. Desató los huesos y los separó. Puso a la izquierda los de las mujeres y a la derecha los de los hombres, luego repitió en voz alta unas palabras que consideró que debía recordar y trató de salir, pero cuando estaba a punto de llegar a la superficie un duro golpe lo hizo caer y perdió la conciencia.

Atravesó de nuevo la gran nube de polvo, se apresuró al encuentro del jaguar, éste lo miró impasible y le indicó que lo siguiera. Llegó a la caverna y entró con los brazos hacía el frente dirigiéndose hasta la fogata que estaba al lado de Tzontémoc. Esta vez se dio cuenta de que estaba acompañado de su esposa, así que al recibir la trompeta salió de nuevo y les pidió a las avispas que entonaran una canción romántica para distraer la atención de Mictecacihuatl. Al volver con el caracol lleno de insectos, les ordenó que ejecutaran la melodía. Unos segundos después recibió el amasijo de huesos y salió apresurado. Cuando le chocó la luz en la cara se cubrió con la mano y corrió poniendo mucha atención en el piso, vio una sombra muy grande y cayó en un foso. Con presteza desató los huesos, los ordenó: a la izquierda los femeninos, a la derecha los masculinos y en el centro los de los niños. Dijo en voz alta: “Cuando llegues arriba no asomes la cabeza y escucha la voz del viento”. Subió con cuidado y se mantuvo oculto tratando de interpretar las palabras del aire. Oyó una orden y se elevó para salir, pero unas patas enormes lo empujaron y se precipitó al fondo.

Tosió con fuerza por que el polvo le entraba por la nariz y la boca, resopló y vio las cabezas de las víboras y unas mariposas se llevaron los granos pardos que se agitaban en el aire. Un ocelote lo miró y le indicó que lo siguiera. Llegaron a una gruta y entró tocando, en la oscuridad, las paredes para no tropezar. Llegó hasta un lugar de donde salía lumbre y vio a los dioses de ultratumba, les dijo que el mundo estaba muy triste y que era necesario poblar la tierra para que reinara la felicidad y ellos vivieran en armonía en el subsuelo. Le entregaron un caparazón retorcido que no tenía huecos y le pidieron que por favor lo convirtiera en un instrumento musical, lo cogió y pidió permiso para salir a la luz, pues necesitaba ver con cuidado la concha para perforarla y afinarla. Una vez fuera, llegaron unas orugas que hicieron un canal en la trompeta y se quedaron dentro para convertirse en mariposas en el momento en que Quetzalcóatl les ordenara cantar. Frente a Mictecacihuatl las pequeñas mariposas comenzaron a ejecutar una melodía encantadora, tan impresionada quedó que le ordenó a su marido que entregara las mortajas. Con la carga a cuestas, Quetzalcóatl les pidió a las serpientes que le mostraran un camino seguro y apresuró el paso. Vio la enorme mancha negra de un enorme murciélago que lo perseguía y trató de avanzar lo más lejos posible, pero un certero aletazo lo lanzó a un hueco. Con gran agilidad recogió los huesos desperdigados ordenándolos por tamaños y género. Antes de asomarse para ver si se había ido el enorme ratón alado, permaneció escuchando el sonido de la tierra. Unas vibraciones le indicaron que tenía que moler los huesos para que su protectora Quilaztli se los pudiera llevar. En una vasija que encontró junto a los huesos metió el polvo que había resultado de la trituración de los esqueletos. Salió sin antes recordarse que la próxima vez tendría que esperar a que llegara su benefactora Ciuhuacóatl y al recibir el impacto en la cabeza cayó inconsciente.

La nube dorada y las alas de las mariposas desaparecieron. Una capa de escarcha le cubrió el cuerpo y vio como las culebras se iban a esconder buscando resguardo. Recogió una piel de felino y se cubrió con ella. Llegó hasta la entrada de una gruta y distinguió una llama de luz. Se acercó para calentarse. Cuando ya se sentía mejor, percibió la presencia de dos luminosos luceros que se le acercaron. Era la esposa de Mictlantecuhtli que le dijo que su marido estaba triste y que necesitaba oír música para contentarse. Quetzalcóatl recogió un objeto de arcilla que se encontraba muy cerca y al ver que se podía hacer una flauta, salió a pedirle ayuda a los cenzontles. En cuanto supo que las orugas podían hacerle un hueco a la masa informe que le había mostrado a los pájaros, se acercó a un árbol y fue poniendo hojas a lo largo de la superficie para que los enormes gusanos hicieran un canal. En cuanto tuvo listo el instrumento volvió a la cueva y empezó a tocar. El espacio se llenó de una música agradable y se presentó adormilado Mictlantecuhtli preguntando de dónde salía la hermosa melodía. Vio el instrumento y se lo pidió a su esposa. Empezó a tocarlo y quedó muy satisfecho. Le ofreció a Quetzalcóatl un pago por el objeto, él pidió los huesos de los humanos y cuando se los entregaron los ató y se los cargo a la espalda. Salió y se fue muy tranquilo por un camino de piedras, de pronto notó que un águila volaba sobre él y trató de esconderse, pero el ave lo empujó en un intento fallido de comérselo y cayó en un precipicio. Los huesos quedaron desperdigados y los juntó sobre una piedra con una gran hendidura. Los hizo polvo y esperó un momento a que llegara una gran boa. La saludó con una reverencia y esperó a que el reptil se tragara todo el polvo blanco. Para que la enorme águila no se comiera a su protectora Quilaztli. Se subió por el acantilado y llamó la atención del enorme monstruo rapaz. Cuando dejó de ver la figura de Cihuacóatl asomó la cabeza y recibió un fuerte golpe.


Abrió los ojos y esperó que la cortina gris de polvo se disipara con la agitación del revuelo de las mariposas. Caminó con calma y esperó encontrar a un felino, pero no lo halló. Siguió en dirección a la montaña para entrar en una gruta, sin embargo, su camino se vio interrumpido por la presencia de un grupo de mujeres y niños que lo esperaban con unas vasijas llenas de chocolate y bolas de masa de maíz cocido. Se sentó a tomar la bebida y las tortas. Cuando se sintió reconfortado se levantó y se despidió de todos. La gente, que no parecía de verdad, lo abrazó y le deseó éxito en su empresa. Se dejó arrastrar por una tibia corriente de aire que lo fue elevando como las notas de una melodía. Vio un gran valle con muchas construcciones y una gran pirámide. Sonrió con alegría y se dirigió hacia el poniente. El roce de las piedras le produjo cosquillas. Volteó un poco y descubrió su sombra reflejada en una escalinata. Iba a terminar la tarde. De pronto, vio a un hombre con máscara de hueso y con una hoguera a su lado. “¿A qué has venido?”—le preguntó con un gesto desagradable. Muy desconcertado, Quetzalcóatl le dijo que la tierra estaba triste porque no había gente que la alegrara y el horroroso ser le ofreció un rulo marino muy torcido.

jueves, 22 de septiembre de 2016

Encuentro florido

De pronto su herida dejó de sangrar, el viento fresco le acarició el cuerpo y disipó el calor que lo había abrumado durante su trayecto, las piernas se le fortalecieron un poco y logró ponerse de pie, sus brazos cobraron forma, se desentumieron, ya no eran de trapo y su espalda se desenrolló para permitirle levantar la vista. El sol quedó desnudo de nubes y brilló, reflejado con gran esplendor en el agua mansa de un pequeño río. Al fondo, en la lejanía, se oía un eco de los tambores llamando a la batalla y el sonido del caracol hacía que las ondulantes nubes de humo perdieran su forma.
 Quedó muy lejos el campo de batalla en el que los filosos pedernales cortaron la carne, donde la sangre brotó a chorros por los contundentes impactos de la madera, la obsidiana y la piedra bruta, se habían secado los riachuelos rojos y la tierra había formado pequeños charquitos de cáliz para los dioses.

Ya no lo molestaba el dolor en los pies, sus articulaciones eran inmunes a las fuertes contusiones que había recibido por las armas enemigas. Vio con asombro cómo el sendero, que había estado rodeado de cactus, rocas y plantas silvestres espinosas; por arte de magia comenzaba a florearse, revoloteaban los pétalos lilas de las flores de unos árboles frondosos. En la tierra se había formado un camino de mariposas blancas aterciopeladas, frescas y delicadas. Había unas huellas de pies pequeños y una brisa le bañó el cuerpo. Se le hinchó el pecho de aire perfumado y su corazón comenzó a latir de felicidad. La inercia lo conducía hacía el frente, sus pasos eran inconscientes, fue cobrando el control de sus pies y dejó de cojear. Oyó una voz dulce como néctar que lo llamaba:
 “!¡Ven aquí, ven aquí! ¡Ven a gozar de la felicidad de la tranquilidad y la paz!”.

No sabía de dónde procedía el llamado, pero tenía un presentimiento y su imaginación se encargó de formarle la imagen de una joven bella. La siento—se decía en voz baja—. ¡Dios mío!!Es tan hermosa!

No pudo seguir hablándose a sí mismo porque descubrió a pocos metros, oculta entre unos arbustos, a una mujer joven que se disponía a bañarse. Chipahuac se acercó y vio que ella se erguía y le mostraba su espalda. Tenía un cuerpo esbelto y la luz le daba a su piel un tono cobrizo, se recogió el largo pelo para enroscarlo y sujetarlo con una púa de maguey. Se metió sin prisa en el agua, como si se estuviera diluyendo al entrar, luego empezó a nadar y se giró para llamarlo con una señal de la mano. Sin querer, él se tocó la cara y descubrió una deformidad, no era un rostro normal el suyo, sino una más amorfa de carne con sangre coagulada. Dejó su penacho, su escudo y sus armas en la orilla lamentando no poder llevárselos consigo, pues la joven se lo había indicado con un movimiento de la mano. Le pareció increíble que él pudiera interpretar sus movimientos como si fueran palabras. Una fuerza desconocida que le brotó del interior lo obligó a zambullirse en el agua, comenzó a nadar despacio, el líquido lo reconfortó. Ella ya estaba del otro lado, parada en la orilla. Cuando llegó al otro lado intentó acercarse a la mujer, pero ésta comenzó a alejarse y resultaba inútil el intento porque con cada paso que el daba, ella se alejaba un metro. Miró unas huellas húmedas, se podía apreciar cómo se levantaba de la tierra un aroma dulce de miel y fruta que el percibía al ir avanzando. Las ramas de unos pirules comenzaron a agitarse con fuerza y un soplido muy fuerte del viento levantó una nube de polvo y, cuando se disipó la espesa neblina dorada, apareció una hoguera. Había una olla de barro negro que despedía vapor. Llegó hasta sentir el calor del fuego y vio lo que había dentro del recipiente. Era carne de conejo preparada con una salsa aromática. “Come—le dijo la mujer joven que ahora estaba vestida de blanco—, necesitas fortalecerte”.

—¿Quién eres?
—Eso ahora no importa mucho, primero aliméntate y medita un poco sobre tu situación. Después te diré mi nombre.
Vio como ella le ofrecía una gran cuchara de madera. La cogió y comenzó a masticar la comida, que le supo muy rica, pero cada vez que trituraba la carne su quijada tronaba como si se le saliera de lugar, por eso decidió masticar muy despacio. Tardó mucho en pasarse los bocados porque sentía un fuerte ardor en el estómago cada vez que entraba el alimento. Las fuerzas lo comenzaron a abandonar y no pudo sostener más la cabeza. Se acomodó cerca de un árbol y se durmió unas horas.
—¿Qué me ha pasado? Tengo la cara destrozada por un golpe.
—Te han herido en batalla y has venido hasta aquí. Este es un lugar seguro.
—¿Quién eres tú?
—Soy alguien a quién has deseado ver toda tu vida, pero el miedo de verme de frente te ha hecho cometer barbaridades. ¿Recuerdas por qué estás aquí?
—Creo saberlo. Me encontraba en la batalla, mis compañeros iban perdiendo, muchos ya habían sido apresados, y cuando recibí el golpe en la cara me quedé sin sentido, luego abrí los ojos y noté que a mi lado había un acantilado, cerca de mí había unos cuantos cadáveres, empecé a dar giros sobre mí mismo y poco a poco empecé a rodar, luego las vueltas se hicieron vertiginosas y terminé oculto entre unas plantas, me pude levantar un poco después y empecé a huir. Me dolía todo el cuerpo, la sangre me corría hasta el pecho y la luz del sol me escocía el rostro. Empecé a alejarme y cuando ya estaba lejos vi un camino estrecho con pétalos de flores lilas y seguí adelante, luego te encontré escondida cerca del río.
—No estaba escondida, la prueba es que tú me encontraste. ¿Por qué no te entregaste en la batalla? Sabes que está penado huir, ¿verdad? ¿tuviste miedo?
—Sí, tenía miedo del dolor que me infringirían al llevarme a la gran pirámide para arrancarme el corazón. No era la muerte a lo que le temía, sino el ridiculizar a mi familia llorando como un mocoso tendido en la piedra, soportando la mirada del brujo dura y llena de reproche. Desde que nací me presagiaron pocas facultades para la lucha y, aunque ahora tengo grado de caballero águila, sigo siendo un simple aprendiz.
—Pero, era tu obligación entregarte. Los dioses nunca te lo perdonarán. No puede tener descendencia un traidor.
—¡Lo sé! ¡Lo sé! ¡No sigas, por favor! Me entregaría ahora mismo, pero no puedo alejarme de ti. Te necesito.
—No es la hora todavía. Sigue andando y escóndete donde no te vea nadie, vendré después.

Chipahuac, el hermoso, se quedó muy desconcertado y fijó su mirada en la mujer que se iba alejando con pasos firmes y largos. No podía entender cómo un ser tan hermoso y de aspecto tan franco y dulce le podía provocar una sensación tan agria en el alma con sólo unas cuantas palabras. Trató de recordar algún suceso inapropiado en su vida. Se remontó a su nacimiento, llegó al momento en que una partera le dijo a su madre que había tenido un niño cándido y muy bonito, pero que su real calidad humana sería determinada por el guerrero más valiente del clan. El sacerdote se lo había predicho con exactitud: “Tendrás un hijo hermoso, pero será un mal guerrero, cobarde, traidor y con perversiones”. El combatiente más célebre llegó con un pequeño escudo y un hacha de obsidiana. Se los dio al recién nacido. No hubo ninguna reacción. A diferencia de todos los grandes luchadores al nacer—dijo enfadado el famoso soldado—, este niño nunca sostendrá un arma con determinación y entregará a su pueblo a los invasores y enemigos sin pensar en el futuro de sus descendientes y compatriotas. Luego siguió repasando su vida y se vio hecho un hombre participando en las reuniones del gobierno en las cuales sus allegados oían sus palabras, pero desconfiaban de lo que decía y, por eso, a sus espaldas rumoreaban. Supo ganarse la amistad de algunos personajes influyentes y obtuvo una posición privilegiada. Era poderoso, tenía mucha influencia en los gobernantes y la usaba para protegerse, nunca daba pruebas de cobardía ante nadie y les ordenaba a sus subordinados que acabaran con los rumores y con las críticas que la gente le hacía. Empleó los métodos más radicales que encontró para someter a sus enemigos, sin embargo, la vida quiso ponerlo en una situación desfavorable. En una discusión fue retado por un importante jefe del gobierno vecino y se vio obligado a participar en la guerra, había organizado todo para capturar a muchos de sus enemigos y saboreó con anticipación su victoria viéndolos morir en combate de honor y sacrificados chillando como ratas el día de los sacrificios al dios Tláloc.

Sumido en sus recuerdos caminó despacio y al llegar a un terreno desigual se sentó cerca de unos magueyes y buscó una zanja para ocultarse y esperar a que cayera la noche, sabía que no podía descartar la posibilidad de que algún combatiente, en busca de prófugos, pasara por ahí y lo viera, lo cual pondría en peligro su reputación, así que se sentó en la hierba y se quedó mirando el cielo por mucho tiempo como si quisiera escaparse al universo. No había nubes, poco a poco el color fue cambiando de celeste a azul marino y cuando salió la luna apareció frente a él una mujer idéntica a la que había visto durante el día, pero ésta llevaba un atuendo vulgar, los pelos muy bien arreglados y ungidos con aceite, despedía un fuerte olor a esencias y tenía los párpados llenos de hollín y los labios negros. Se desnudó y Chipahuac notó en la piel cobriza de la mujer unos tatuajes fosforescentes de serpientes, flores y calaveras.

—Soy Tlazoltéotl, he venido a complacerte—dijo la mujer que estaba desnuda y húmeda, Chipahuac trató de ocultar su rostro y torcer la vista para que ella no notara su mole desfigurada, sin embargo, el atractivo de la hembra que tenía enfrente lo obligaba a mirarla aun con los ojos cerrados.
—Eres la diosa del enamoramiento, la pasión, fertilidad y la lujuria, ¿qué quieres de mí?
—He venido a proporcionarte lo que me pediste antes de salir en campaña. ¿No lo recuerdas? —Chipahuac bajó la vista y sintió que el vientre se le encogía tragándose a sí mismo.
—Pero no he muerto todavía. Te pedí que vinieras en caso de que me viera en peligro de muerte, pero estoy vivo—En seguida comenzó a tocarse el pecho y las piernas para comprobar que no era un ánima.
—Sí, es verdad, pero a partir de hoy no tendrás descanso. Vagarás sin destino, sin rumbo. Nadie te reconocerá y correrás el peligro de caer como esclavo. Eso será una muerte en vida, por eso he decidido regalarte una noche de amor porque ya no me volverás a ver y en adelante no conocerás mujer alguna.

Sin poder evitarlo la abrazó cuando ella estuvo a su lado. La acarició y ella como un animal dócil obedeció sus movimientos. Le quitó una cinta de cuero que llevaba puesta en la entrepierna y vio resplandecer sus labios prietos, en sus hombros se dibujó la luna, tocó sus pechos y sus palmas se quemaron, la atrajo con fuerza y se aferró a ella. Se deshizo del taparrabos con rapidez y se le subió montándola con desesperación. Se escuchó una canción. Oyó los silbidos de unas flautas de arcilla, el golpeteo de unos troncos huecos, los suaves susurros de los cascabeles que se arrastraban por el suelo. Sintió la tibieza de los brazos y piernas musculosas que lo apresaban. Por su nariz entró una serpiente perfumada que lo llenó de energía, sus caderas se movieron dando embistes eternos. Un chasqueo rítmico, provocado por los choques de su vientre, espantó a las ranas y las cigarras se despertaron con un estrepitoso gorjeo de alas. Su pelo se humedeció y empezó a sudar aceite, su pecho se hinchó y soltó atronadores bufidos. Se tensó su cuerpo y experimentó un vuelo suave al principio y una fuerte caída libre después. Quedó exhausto, flácido y con la cara sumida en la hierba.
A la mañana siguiente se despertó porque sintió que unas hormigas caminaban por su rostro, entonces se tocó la piel desprendida, pero sólo estaba la carne viva. Calculó el tamaño de la herida. Le habían dado un rozón con algo punzante durante la batalla, tal vez un cuchillo o un hacha. Tenía una abertura que iba desde la sien hasta la barbilla. Le habían volado una parte de la ceja y la mitad de la mejilla no estaba, tampoco la punta de la nariz. Siempre había sido muy bien parecido y al imaginar su nueva condición concluyó que nadie lo volvería a reconocer. Recordó que su madre le había contado, en la infancia, que una nube del incensario se le acercó y la cubrió en el momento del parto. Era Mixcoatl—le había jurado su madre abrazándolo con cariño— quien me había cubierto como el dios Quetzalcóatl. Me habló y me dijo que tú serías un gran cazador, fuerte y astuto. Ahora, que se veía tan débil y con un cuerpo tan poco capacitado para la guerra y la caza, quiso llorar, pero no le salieron las lágrimas. Sólo sintió que le recorría el cuerpo un líquido verde y amargo que le obligaba a escupir sin cesar. Le era imposible librarse de su saliva agria y espesa.

Te han destrozado la cara Chipahuac—se dijo a sí mismo—, ya no volverás a ser el amante de antaño, ninguna mujer querrá acostarse contigo y tu última noche de placer te la ha dado la mujer tatuada de los labios negros. Será tu recuerdo eterno y sentirás frustración por la entrega que te hizo por lástima, ni siquiera los recuerdos de tus bellas amantes te salvarán porque tu mente quedará ensombrecida por la lujuria de ayer. La única consagración que podrías tener sería poseer a la mujer del río, pero de hoy en adelante tendrás que vagar evitando los poblados y quién sabe si la encontrarás al final de tu penitencia. Sí, lo sé perfectamente, no necesitas repetírmelo. Además, he perdido el honor y los dioses me perseguirán para castigarme. Podría disculparme diciendo que no estaba listo para morir, que me dio miedo y por eso me fugué. Estaba aterrado, tú lo sabes. Entonces, ¿es verdad lo del presagio? Claro que es verdad, ¿no viste cómo me tembló la mano a la hora de enfrentar al enemigo? Si no hubiera sido por los guerreros que me iban abriendo paso, hubiera caído con el primer golpe. Sí, te portaste como el peor de los cobardes.
No tuvo tiempo de seguir el hilo de sus razonamientos porque de nuevo apareció ante él la mujer del río.

—Ya estás a salvo Chipahuac. Creo que no hay una sola alma en diez kilómetros a la redonda.
—¿Hoy me dirás quién eres?
—Depende de ti. Primero, cuéntame lo que sucedió ayer.
—Tuve un encuentro con Tlazoltéotl.
—¿Qué te dijo?
—Me dijo que vagaré en el anonimato, tendré que huir de la gente para que nadie me reconozca.
—Pero, ¿cumplió alguno de tus deseos?
—Sí, pero cuando estuve en su regazo pensé en ti. Me imaginé que estaba contigo y te deseé a morir. ¿Qué quieres de mí? ¿Qué he de hacer para que me lleves contigo?
—Tendrás que hacer un largo trayecto para encontrarme. Pasarán algunos días poco claros, tendrás visiones y estarás solo. Cuando termine el plazo te reunirás conmigo y te desvelaré mi identidad. Tal vez lo descubras antes y cuando me encuentres tú mismo me lo dirás y vendrás a mí. Ahora vete, sigue el camino que te indique tu intuición.

No sabía si había visto en realidad a la mujer y se repetía sus palabras para asegurarse de lo que tenía que hacer. Miró hacía el norte y comenzó a caminar. Le dio hambre y buscó algún objeto que le sirviera para cazar. El piso estaba muy caliente y los cactus y las plantas parecían afilar sus espinas para evitar la pérdida del agua. Vio los enormes saguaros frente él como si fueran hombres de muchos brazos y al bajar la mirada descubrió unas biznagas con frutos. Empezó a buscar alguna piedra filosa con la que pudiera cortar la piel espinosa de los frutos de los cactus, halló una y empezó a recolectar tunas dulces de los nopales. Se comió los frutos dulces atiborrados de semillas y al tirar las cáscaras oyó a sus espaldas el ruido de los chasquidos de unos cerdos pécari que se las comían con gusto. Se le despertó el deseo de comer carne y pensó en hacer una trampa para coger algún marrano salvaje. Al final pudo matar uno con un certero golpe de piedra. Casi le arrancó la piel con los dientes y comenzó a golpear dos piedras para hacer fuego, media hora más tarde ya saboreaba las partes magras del animal. Decidió continuar su marcha y al cruzar por un pequeño terreno cubierto por pequeños orificios en la tierra se vio rodeado por un enjambre de pequeñas agujas zumbonas. El dolor lo arroyó como una enorme flama y empezó a correr, desesperado sopló con mucha fuerza sobre las brasas de su hoguera y de milagro el humo espantó a las abejas que siguieron atizándolo con sus aguijones. Tenía el cuerpo lleno de ronchas y quedó paralizado, se desplomó y quedó inmóvil. Tenía bolas rojas por todos lados y estaba mareado. Vio como algunas abejas iban desmoronándose en la tierra caliente. Surgieron del suelo lamentaciones y quejidos de mujeres torturadas. Levantó la cabeza con mucho esfuerzo y descubrió que a su alrededor había cadáveres de muchachas a las cuales habían violado, torturado y arrancado el pelo. Iban todas vestidas de rojo y tenían los ojos desorbitados mirando como peces muertos. Gritaban y sus lamentos le ensordecían, le entraban como clavos. Una de las muertas se levantó y se paró junto a él. “Somos nosotras, estamos todas las que mandaste matar para satisfacer tu hambre de macho estéril, de frustrado pervertido y necrófilo”. Fueron pasando una por una diciendo su nombre hasta que el sol se metió y la oscuridad cubrió de silencio el desierto.

¿Pero qué me ha pasado? —se preguntó en cuanto abrió los ojos—. Tenía las ronchas menos inflamadas y ya no sentía el ardor. Se incorporó con lentitud y sintió la frescura del amanecer. El sol había comenzado a iluminar el horizonte. Debo continuar. Sí debes continuar hasta encontrar el sitio que te ha reservado Xochiquétzal, ella limpiará tu pecado, saldará tu deuda y te ofrecerá su amor, sólo tienes que encontrarla. Emprendió la marcha, cruzó por un terreno cubierto por piedras volcánicas. Avanzar era muy difícil y no había ningún lugar para ocultarse del sol. Su espalda parecía un brasero y sintió que de un momento a otro su pelo se incendiaría. Veía doble y se mantenía de pie con mucha dificultad. Tambaleándose prosiguió su camino hasta llegar a un lugar más bajo y con un poco de sombra. Se sentó jadeando y comenzó a rascar un cactus para chupar la pulpa y succionar el poco líquido que la planta le podía ofrecer. Terminó de masticar y escupió la última bola de tejido del tallo. De pronto, los bolos que había esparcido a su alrededor se transformaron en pieles de serpiente deshidratadas y crujientes. Comenzó a rascarse y su piel también se fue desprendiendo en forma de escamas. Su cuerpo tenía un recubrimiento más pálido. Movió los hombros y surgió, entrecortado, el sonido trepidante de una enorme sonaja. Se habló a sí mismo en voz alta para romper el tedio de la soledad. ¿Qué te está sucediendo, Chipahuac? ¿A qué se deben estos cambios y qué significado tienen? ¡Mira—gritó señalando con el índice—, mira lo que hay ahí delante! Levantó la vista, movió la cabeza y encogió los hombros para expresar que no veía nada. Sólo hay piedras grises—respondió—. No, no. Mira con atención, está allá detrás de las ondas calientes, ¿lo ves? Sí, es un anciano encorvado. Ve, habla con él.

—¿Quién eres, anciano?
—Soy Yacatecuhtli.
—¿El dios sabio y viejo?
—Sí.
—¿Para qué has venido?
—Sólo he venido para indicarte el camino que te llevará a la salvación y no tengas que vivir eternamente en el desierto.
—Pues indícamelo, ¿en qué dirección debo ir?

El viejo dio media vuelta y caminó hacía una planicie pelona de hierba en la que había dibujado un circulo con cinco soles. El anciano estaba muy arrugado y tenía una barba rala muy larga. Sus pasos eran cortos pero muy seguros, parecía que en lugar de pisar el suelo apoyaba sus pies en el sendero del tiempo. Al llegar a la explanada, Yacatecuhtli se detuvo y le indicó a Chipahuac que cogiera dos alacranes que sacó de su bolso de piel de conejo y le dijera cual pensaba que iba a ganar.

—Escoge uno, el que te parezca que puede ganar en la contienda.
—¡Este! —indicó cogiendo el bicho más pardo de cola y aguijón largo.
—¿Estás seguro?
—Sí, sí, seguro.
—Ponlo dentro del círculo.

El anciano se inclinó lentamente y puso a los dos animales detrás de la línea. Al principio empezaron a caminar sin rumbo fijo. Están marcando su territorio—comentó el viejo—, pronto aparecerá una hembra y ellos lucharán por ella. Así fue, en cuanto dejaron claro cuál era su propiedad se acercaron el uno al otro y se ensartaron en una lucha feroz. Sus cuerpos giraban por el polvo y sus tenazas se aferraban al contrincante con una fuerza brutal. La lucha duró unos minutos hasta que uno de los insectos se quedó inmóvil, vuelto de espaldas con las patas estiradas. Chipahuac sonrió de alegría y oyó la voz de la mujer del río.

“Felicidades, Chipahuac, ahora podrás tenerme para siempre”.

El viejo, sin decir nada, se fue y dejó que la bella mujer se acercara. Chipahuac sintió cómo, con un algodón húmedo, ella le limpiaba la cara, remojaba en una vasija un estropajo y le limpiaba el cuerpo, lo peinó y le puso un collar de caracoles. Lo abrazó y le dio un beso muy largo.

—Xolotl, Xolotl, ven aquí, mira esto.
—¿Qué pasa? ¿A qué viene tanto escándalo?
—Lo he encontrado, es Chipahuac, míralo tú mismo.
—Sí, es verdad. Está muerto.
—Sí, seguro que uno de esos tlaxcaltecas lo reconoció y decidió machacarle el cráneo. Bueno, ¿Qué hacemos?
—Nada. Hay que dejarlo allí hasta que se lo coman los zopilotes.
—Pero nos preguntarán por él. Recibiremos un castigo por dejarlo aquí.
—No te preocupes. Era un mal gobernante, nadie le tenía aprecio sincero y sus allegados sólo lo toleraban por conveniencia. Ahora ya está fuera de juego. Diremos que huyó y que nadie sabe dónde quedó su cadáver.
—¡Qué ironía! Después de causar tanto daño y ser tan vanidoso, vino a servir para alimentar hormigas.
—¡Vámonos ya! Da la orden de que se ate a los vencidos y que caminen en fila india hacia la ciudad. ¡Que no se nos escape nadie! Oye, este año los dioses se pondrán felices y habrá buenas cosechas, ¿no crees?







viernes, 16 de septiembre de 2016

El deseo de ser reina

Cuando lo vi la primera vez me dio una impresión extraña. Por un lado, tenía una expresión agria que hacía que su rostro cambiara mucho, por otra parte, era el único defecto que le encontraba porque su aspecto amable, su llamativo peinado, su ropa de marca y elegida con buen gusto, su ingenio en las bromas que decía y sus movimientos ágiles me atraían con una fuerza estremecedora. Acostumbrada a ser el centro de atención en todos los sitios sabía que él me quitaría público, que sería la sombra que podría opacarme hasta convertirme en un ser poco perceptible, pero no me importaba nada. 
Me estaba cortejando abiertamente, usaba las formas figurativas para echarme los tejos y yo lo disfrutaba de verdad. “Si fuera el poseedor de una mujer tan hermosa—le decía a su amigo—, seguro que viviría para ella como plebeyo, sería como su esclavo para satisfacer todos sus deseos. Haría hasta lo imposible porque se sintiera como una reina”. Me miraba de reojo para saber qué reacción tenían sus palabras y yo fingía indiferencia, pero mis mejillas me delataban poniéndose como tomates. 

Me levanté y fui al servicio a darme una manita de gato, mi intención era la de sentir su mirada por detrás y que mi cuerpo me diera la respuesta adecuada. Por desgracia, la sensación fue muy agradable y sentí como su mirada me acariciaba las piernas y se centraba en mi holgada falda tratando de descubrir el tamaño real de mis caderas. “Eso es lo que hacen todos, no seas estúpida—me dijo Soledad la pesada, es decir, la otra yo que siempre me estropea las cosas más dulces de la vida—, ese cabrón te quiere usar para satisfacer sus perversiones, ¿no te das cuenta?”. Tú te me callas mamacita—le dije acomodándome el pelo y las chiches frente al gran espejo que tenía frente a mí—, porque esta vez decidimos las sensaciones de mi cuerpo y yo. Volví meneándome un poquito para que él se decidiera a invitarme algo y pudiéramos entablar una conversación. Lo miré fulminándolo con los ojos bajos y los labios en forma de pico de pato, no sé si se pueda explicar así, el caso es que no tuve que esperar mucho porque me miró de lejos, aprobando cada movimiento, cada balanceo y parecía entender la melodía que salía de los tacones de mis zapatos que parecían palitos de tambor golpeándolo, a ritmo de marcha nupcial, las losas blancas de la cafetería. Me senté y él, activado por un resorte, se levantó y se acercó.

—¿Cómo te llamas, preciosa?
—Soledad.
—¡Oh! ¡O sole! O sole mía…Sta nfrote a te. !Suena muy bien!¿Conoces a Pavarotti?
—¿A quién?
—A Pavarotti, un cantante de ópera que en sus conciertos siempre interpreta esa canción.
—No, no lo conozco y a ti tampoco.
—Sí, disculpa, soy Gerardo y ese es mi colega Pedro—su amigo me hizo una seña con la mano y cogió su taza de café y la levantó como si hiciera un brindis.

Después, se pasaron a mi mesa, me hicieron unas bromas y en menos de diez minutos ya me sentía como si nos conociéramos de hacía mucho tiempo. Tenía, por un lado, el problema de sentir que me estaba enamorando del ingenioso Gerardo y, por otro, los reproches de la pesada Soledad que no paraba de refunfuñar dentro de mí y quejarse cada vez que los chicos me decían algo agradable. Estuve soportando esa situación hasta que llegó María y le dije a la pesada Soledad que se fuera mucho a donde ya saben. La tarde pasó como en un cuento de hadas. Gerardo centró toda su atención en mí. Me invitó dos malteadas y tres trozos de pastel: uno de fresas, otro de vainilla y crema chantilly y otro de chocolate. Por increíble que parezca me terminé todo hasta dejar los platos relucientes como espejos.  No sé si fue una forma de calmar mis nervios por la presencia tan agradable de Gerardo, o por lo placentero de su compañía y sus bonitas palabras. Creo que ese encuentro marcó la liberación de algo que yo buscaba desde hacía tiempo. Tuve la sensación de que Gerardo y yo habíamos nacido el uno para el otro.

Pasamos las primeras semanas visitando todo tipo de locales de comida. Nunca había sido una mujer delgada porque desde muy pequeñita destaqué por ser la gordita en la casa, todos mis escuálidos familiares decían que yo había sido en otra vida la tatarabuela Nora o, dicho de otra forma, la gorda Nora, único representante de los pesos heavy de nuestra descendencia había nacido de nuevo. A mí la comparación me valió hasta la adolescencia, antes del estirón final que me llevó al metro sesenta y ocho. El día que cambió mi vida, ese en el que estaba en la cafetería con mi vestido amarillo de flores, pesaba sólo sesenta kilos y tenía un cuerpo muy atractivo. Tres meses después de conocernos, Gerardo me hizo la proposición. “Vamos a casarnos—me dijo mientras me comía mi segunda hamburguesa—, ya tengo la casita que me dejaron mis padres bien arreglada, sólo faltan algunos muebles y quedará fantástica”.  Le dije que sí y, como ya había aumentado unos cuantos kilos, tuve que comprar un vestido dos tallas más grandes. La celebración fue inolvidable porque nos divertimos muchísimo. Estábamos radiantes de felicidad. A todos mis familiares creo que les encantó mi marido por su ingenio, gentileza y bondad, aunque hubo poca gente la comida abundó y nos saciamos a más no poder, sobretodo yo porque después de cada baile y cada brindis, Gerardo, me hacía comer algún bocadillo, trozos de tarta, frutas en almíbar y helado. Terminamos rendidos y cuando al final, llegamos al lecho nupcial, Gerardo me enseñó un cuadro que había colgado especialmente enfrente de nuestra cama matrimonial.

—Mira, mira, que preciosidad de mujer, ¿sabes de quién es el cuadro?
—No, no conozco a la modelo—le contesté mientras él se moría de la risa—, ni idea tengo de quién sea esa mujer.
—No seas tonta, me refiero al autor. Es un cuadro de Botero. ¿Sabes cuál es su aportación al arte?
—No.
—¿Sabías que es un artista que representa el volumen del cuerpo humano? Ninguno de sus modelos es gordo. Son sólo personas, animales, frutas y cosas voluminosas. !Me encanta!

Estuvo explicándome cosas que no entendí y al ver su cara de sorpresa, causada por mi ignorancia, decidí arreglarme para el encuentro nocturno marital. Por consejo de Gerardo, me puse un liguero y unas medias de color carne que, como según me decía, lo excitaban a morir, además un baby doll con bordados de encaje de color rojo como las pantaletas y el sostén. Mientras me arreglaba escuché de nuevo la voz de mi cuerpo: “Mira nada más que piernas tan gordas, tienes una barriga tres veces más grande que hace sólo seis meses, te han aparecido unas enormes lonjas y tus brazos son los de una luchadora peso completo, lo único que no ha cambiado tanto es tu cara. Te pareces a la niña que fuiste hace veinte años”.

Quizás esa alusión me hizo temblar un poco por el temor de estarme convirtiendo en una foca, pero entre más rebosante se hacía mi cuerpo, más era el cariño y atención de mi amado Gerardito. Eso lo noté de inmediato y desde la primera noche, pues nada más salir del baño, me pidió que posara para él, que caminara de forma sensual, que le mostrara mis piernas, las caderas y que me sobara las nalgas. Nos acostamos y se montó sobre mí con una furia y pasión que no le conocía. Estaba incontrolable, me mordía y bufaba como un toro salvaje. Repetía todo el tiempo que me amaba por mi abundancia, que quería poseerme más y cada vez que hacíamos el amor decía que su sueño dorado era que yo fuera mucho más grande. Te quiero fecunda, desbordante, amplia, generosa e interminable. Llegué a los cien kilos y mis vecinas al verme pasar me criticaban. Yo las oía perfectamente y no les ponía atención porque, por lo regular, no me importaba nada su opinión y tenía que lidiar de nuevo con la pesadita de Soledad que se había vuelto insoportable con sus críticas hirientes.
 Mi cuerpo, por otro lado, había dejado de protestar por el aumento de grasa porque el placer que obtenía con las caricias, mordidas y embestidas de Gerardo le agradaban tanto que no pasaba un día sin soñar con ellas. “Pídele más, pídele más, dile que te lo haga más tiempo, que te complazca toda la noche, que te muerda cuantas veces quiera, que te arranque en pedazos la carne, que te haga chillar de placer mientras inundas la cama con tus líquidos hirvientes, pero que no pare”. Así lo hacía, abrazaba con fuerza su cabeza y le ordenaba con susurros que se metiera dentro de mí, que me fundiera con su calor, que terminara conmigo convirtiéndome en un enorme queso derretido, que me hiciera desparramar por los lados de la cama y que me ayudara a crecer hasta que nuestro placer trajera la felicidad celestial y eterna. Su conducta nunca cambió, incluso cuando ya no podía levantarme de la cama y mi cuerpo y Soledad, la pesada, me daban toques de alarma todo el tiempo. El día que vino don Mario a preparar el armatoste metálico con correderas, poleas y cuerdas para levantarme de la cama y poder cambiar las sábanas porque ya había alcanzado los doscientos cincuenta, gritó conteniendo su sorpresa y sacando el alarido por los ojos.

 “!Qué enorme estás, mujer!”.

 Al instante, saltó la insoportable Soledad—haciendo ademanes y muy descompuesta por la anorexia para decirme—, ¿ya lo ves? Te he repetido mil veces que estás hecha un monstruo, la gente dice que eres una enferma y que te vas a morir de tanto engordar. Podría decirte que te miraras en un espejo, pero ese maldito Gerardito tuyo los ha escondido todos y te engaña diciéndote que debes verte a través de sus palabras y en el reflejo de su mirada, ¿que no ves que te quiere matar? —Mi cuerpo— reaccionó de inmediato y un cosquilleo debajo de la pelvis me dio la suficiente fuerza para acomodarme en la cama y enfrentar a la estúpida flaca que se había puesto como objetivo adelgazar hasta lo inimaginable tan sólo para salvarme. Tú te vas a pelar primero, mírate cómo estás, no comes y ya se te transparentan los huesos, pareces una calavera y seguro que en unos días se te caerán los dientes por falta de uso. ¿Y tú qué? —respondió con la voz cambiada, un poco más áspera y varonil—. ¿En verdad piensas que eres hermosa? —gritó muy enfadado—. Luego, al poner más atención me di cuenta de que había dicho todo en voz alta y que don Mario me miraba con odio y me decía que sí, que estaba flaco, pero era por el trabajo, que tenía que mantener a cuatro hijos y que su mujer estaba enferma, que qué quería yo, una cerda tragona y enferma de gula. No pude explicarle lo que había pasado. Es que, a veces, tengo visiones, don Mario, no se ponga así, no se lo he dicho a usted sino a mi otra yo. Por más esfuerzo que hice no lo pude convencer y se fue de la casa odiándome por impertinente. Ni siquiera me quiso disculpar cuando vino a instalar el aparato de poleas y Gerardo, por petición mía, le pagó el doble por su trabajo.

Lo más trágico sucedió hace un mes. Fue un leve descuido el que le ocasionó la muerte, cuando iba en el coche, repasando la lista de comida que debía traerme, se dio la vuelta en sentido contrario en una calle ancha. Salió un camión de carga y el chófer, que seguramente iría viendo a alguna mujer por la calle, se estrelló con el escarabajo de Gerardo y me los destrozó a los dos. Lo amaba tanto que habría estado dispuesta a morir en cualquier momento y bajo cualquier circunstancia, con tal de que nunca le hubiera pasado nada grave. Siento como si él estuviera aquí dándome mi ración diaria. Las dos tartas de chocolate o de fresas con mis malteadas por la mañana, mis hamburguesas del Burger King o Mc Donalds por la tarde y algo casero por la noche preparado con amor y muchas calorías. A decir verdad, me ató a Gerardo no sólo el placer sexual, el cual se acabó cuando tenía doscientos kilos, sino su forma de tratarme. En cuanto me fue imposible levantarme de la cama, su esmero aumentó, tanto fue el esfuerzo que se puso musculoso. Levantaba mis piernas con las cuerdas, las ataba con firmeza para que no se le cayeran encima. Se llenaba de sudor en diez minutos, traía los enormes cubos de agua y las esponjas y me quitaba el pañal desechable, me lavaba con esmero preguntándome si sentía las nalgas pegajosas por el jabón, yo lo hacía trabajar más diciéndole que sentía jabón en el culo y él me ataba de la cintura y comenzaba a levantarme hasta que quedaba en el aire, entonces me limpiaba hasta que la piel se me ponía rojísima.

“Ya, ya está bien—me decía jadeando—, por fin, mi amor, estás completamente limpia—. Luego, se iba a la cocina y preparaba mi comida, se sentaba a mi lado y como si estuviera alimentando a un bebé me daba todo a grandes cucharadas. Yo me enternecía al saber que él era sólo para mí y que me había convertido en su abeja reina, como me lo decía en el oído, cuando dejamos de hacer el amor por las dificultades que teníamos por el exceso de peso, y me aconsejaba imaginar que el comer era igual de satisfactorio que el sexo. Es por eso que acompañábamos los alimentos con gemidos. Los vecinos siempre pensaron que era por nuestras noches lujuriosas de los primeros meses de matrimonio, pero estaban equivocados, era por los emparedados de jamón con mayonesa y tomate, por las pizzas, por los helados y los tarros de mermelada. Ahora sufro mucho y no sé qué me espera en el futuro. Me ha quedado un cuerpo al que desprecian mis padres y odia mi enemiga la pesada Soledad, quien revivió un poco después de la muerte de Gerardito, y me echó una bronca enorme cuando supo que estaba buscando por Internet a un hombre que ocupara el lugar de mi fallecido marido. “Los hombres de hoy —me gritó—buscan mujeres esbeltas, con las piernas largas, ¿no entiendes que estamos en una época del culto al cuerpo estético? ¿Ignoras que la moda y los alimentos están elaborados para la gente ágil que se mueve, trabaja y come sólo lo necesario para mantenerse activa y guapa? Estuve en el entierro y vi a gente desconocida que lloraba por él, todos ellos delgados, no había ni un gordo, entre los concurrentes, estaba una chica muy atractiva. Era rubia y con un cuerpo muy bien formado que se deshacía en lágrimas. Era su amante, ¿lo sabías? ¡Ja! Ni siquiera te lo imaginabas, ¿no? ¿Una amante? ¿Gerardito? No, no, él sería incapaz, pero quién lo iba a decir. Una mujer de veintitrés años estudiante de la universidad, esbelta, atractiva y con el descaró de gritar a los cuatro vientos que lo amaba con toda el alma.

 ¡Deberías adelgazar y hacer tu vida nuevamente! Mira cómo te ha humillado, su maldición perdura incluso después de su muerte. ¿Qué te queda ahora? ¡Estás perdida! ¡Cambia o morirás!


Me ha dolido mucho esa noticia y desde hace unas semanas estoy tratando de recuperarme. Casi no como y veo que cada día la otra Soledad se fortalece ayudada por la indiferencia de mis padres, mientras yo, pierdo peso y mi cuerpo se debate por sobrevivir en esta horrible cama. No tengo fuerzas para llegar al final y si no consigo que me alimente alguien, una persona para la que yo sea lo más importante, me dejaré morir sin remedio. Estoy sola, el único que habla conmigo es mi cuerpo que sufre. La otra Soledad desapareció dando un fuerte portazo y sin decir nada. El tiempo transcurre lento, cae como pesadas gotas de plomo, llevo tres días sin comer y me parece que ha pasado todo un mes. Dormito todo el tiempo para olvidar mis desgracias. No le intereso a los vecinos y nadie se ha tomado la molestia de ofrecerme su más sentido pésame.

 Nadie me ha contestado en la red, he puesto anuncios por todas partes, pero la gente se burla de mí y los amantes de las gorditas están ocupados o no le atraigo en lo más mínimo. ¿Qué será de mí, dios mío?

martes, 13 de septiembre de 2016

Plaza de Coyoacán

Se abrazaba a sus piernas para sentir el perfume de la canela, apoyaba su mejilla en el muslo rechoncho y suave que ella le ofrecía y esperaba que el olor de su piel morena entrara en sus pulmones. Se llenaba de vigor y su cuerpo se entibiaba, le iban apareciendo gotitas diminutas de sudor y pronto se convertía en un ser cristalino cubierto de perlas transparentes. Se aferraba a ella mientras el aire les llevaba el canto de los gorriones y un pequeño rocío con el aroma de las flores del jardín. Todas las mañanas ella salía desnuda, se sentaba en un pequeño venero labrado de piedra caliza que parecía que había estado ahí desde la antigüedad en el centro del jardín y se dejaba acariciar por el sol y besar por la brisa. Caminaba por el sendero de lozas con parsimonia, luego colocaba una toalla en la superficie áspera de la piedra de los bordes de la fuente y cerraba los ojos volviendo la cabeza hacia atrás para que su hermoso pelo negro cayera como una cascada reflectante. Minutos más tarde, después de haberla estado observando con veneración, Marcelino salía con una taza de café y se postraba a sus pies para aspirar el aroma fresco de su bella esposa mezclado con los olores de las flores. Sentía en las aterciopeladas piernas los pétalos de las rosas, crisantemos, peonías y buganvilias.

Ella no habría los ojos y amasaba con sus dedos de la mano izquierda la espesa cabellera de su marido. Era un ritual matutino que se repetía a diario. No hablaban y se dejaban sentir el uno al otro para revivir las experiencias de la noche anterior. Después, Pilar abría lentamente los ojos y decía con voz muy sensual. “Vamos a desayunar”. Le cogía la mano y lo llevaba a la cocina. Andaban juntos un caminito corto que llegaba a la sala de estar de su pequeña casa. Ella se ponía un vestido blanco con flores bordadas de percal, descalza pisaba con fuerza y determinación el piso de terracota, entraba en la cocina y ponía dos platos con tortillas calientes, frijoles refritos, salsa de chipotle y moronga. Comían en silencio y Marcelino, entre chasquido y chasquido, veía con asombro la forma voraz de Pili engullendo los tacos de sangre cuajada. “Amor—le decía Marcelino—, ¿por qué siempre desayunamos moronga?”. Marcelino, ya sabes que mi padre es carnicero y siempre nos trae la morcilla para que nos alimentemos bien y estemos sanos. No querrás hacerle un desprecio a mi padre, ¿verdad?

Marcelino sólo se resignaba a seguir con el hábito, pues le parecía que era la mejor forma de mantener las buenas relaciones con su mujer y que, en realidad, a cambio de soportar esa comida que lo hartaba y le estropeaba el desayuno, podía gozar del sexo matutino y de las apasionadas noches con los favores y atenciones de la mujer más deseada de todo el barrio. Está bien, mi amor—contestaba Marcelino— con una mirada de niño regañado, mientras Pilar le ponía el dedo índice en los labios para que no hablara en la mesa. Se habían casado hacía tres meses y la fuerza de la pasión no los había abandonado ni un segundo. Era por eso que salían como dos tórtolos a pasear un rato por las calles empedradas. Saludaban con cordialidad a los vecinos y frente a los hombres María del Pilar se arrimaba con fuerza a su esposo para darles a entender que estaba atada a su hombre y que le era fiel. En realidad, toda la gente los miraba con gusto y deseaban, muy en el fondo, poder disfrutar alguna vez de un amor así. Marcelino sonriente saludaba con una inclinación de cabeza mientras ella flexionaba un poco las rodillas como si fuera una princesa. Tres veces por semana Marcelino asistía a las reuniones de una imprenta dónde se discutía sobre las publicaciones que debían salir a la luz con presteza y en los plazos establecidos. Cuando terminaban las largas discusiones, cogía algunos ejemplares que le pudieran interesar a su mujer y se los llevaba para leérselos en las tardes de los fines de semana.

Gracias al amor y cuidado de su cónyuge Marcelino había embarnecido. Se había puesto muy fuerte y era inagotable. Mucha de la fuerza que adquiría la derrochaba complaciendo a su esposa por las noches, además trabajaba mucho en la casa y el jardín, parecía tener la energía de dos jornaleros.
Un día escuchó una conversación en la que dos de sus vecinos, un escritor renombrado y un artista, se quejaban de la desaparición de sus personajes y modelos.

—Pues, así como lo oye, mi querido amigo Gabrielito—decía el muralista famoso—, desaparecieron de mis cuadros todos los niños. No me quedó ninguno. Se llevaron hasta mi imagen de escuincle mocoso en la que aparezco junto a la Catrina y mi mujer.
 —Oiga, resulta que lo mismo me ha pasado a mí, querido don Diego—decía el escritor—, revisé mis cuentos y mis novelas y se borraron, de forma inexplicable, los pasajes de la infancia de mis héroes y los niños que se nombraban también dejaron un hueco en las páginas, incluso la parte de mi autobiografía no tiene los capítulos y pasajes donde se habla de mis primeros años en este planeta.
—¡Qué raro es todo esto! ¿No le parece, mi estimado? Imagínese que ayer hablé con otros artistas de aquí, famosos y aficionados, y me dijeron exactamente lo mismo. ¿Por qué estarán desapareciendo los niños?
—No tengo la menor idea, querido Diego. Será mejor que esperemos un poco a ver a quien más se le desaparecen sus personajes y entonces empezamos a investigar, lo hacemos público y empezamos a buscar al culpable.
—¿Que esperemos? Pero, ¿qué no sabe los dolores que le han causado a la señora del Río, lo trágico de los descendientes del Conquistador, lo de la película de Luisito o lo del señor Federico Fernández o lo de Jorgito el escribidor?
—No, no sé nada de lo que les habrá sucedido.
—Pues se decidieron a irse de aquí, con todo el pesar de su corazón, porque hay unos rumores sobre una nahuala que se lleva a los niños y todo lo que se relacione con ellos.
—Eso sí que está muy mal y ¿qué hace esa tal señora Navala?
—No es una señora, es un espíritu antiguo. Algo en lo que creían los aztecas y los mayas. Los primeros creían que había personas que tenían poderes para convertirse en animales o hacer brujería y los segundos pensaban que eran personas con alguna divinidad o chulel.
—¿Y qué hacían esos nahuales o chulels, querido Dieguito?
—Mire, ¿Qué no conoce a Carlos Castañeda, o El Chilam Balam, o El Popol Vhu?
—Sí, ya los recuerdo, Rulfito me hablaba mucho de eso, pero yo siempre pensaba que se estaba refiriendo a sus cuentos y la historia de Juan Nepomuceno. Ya sabe cómo era mi querido amigo Juanito.
—No, Gabrielito del alma, esto es otra cosa. En primer lugar, un hombre o mujer que puede lograr una comunicación elevada con su tótem o nahual, que es el animal o ser que lo acompaña desde el nacimiento se puede transformar en pájaro, ocelote, coyote, tejón, gavilán o tlacuache y salir por las noches a hacer cosas. En segundo lugar, son seres muy raros que pueden dominar la magia y presentarse convertidos en bolas de fuego. En tercer lugar, pueden influir de forma considerable en las personas que se encuentran a su lado, tales como amantes, esposos o hijos. En cuarto lugar, un nahual tiene dominio sobre tres fuerzas: el tonalli- calor, el teyolía-el cuerpo astral y el ihiyotl- la sombra. Y, por último, se orienta bien dentro de los cuatro puntos cardinales representados por los cuatro elementos como el agua, el viento, la tierra y el fuego.
—¡Ay, mamita! Don Dieguito, no me diga esas cosas porque me da meyo.
—No se burle, por favor. Esto es cosa seria.
Se fueron caminando por una acera muy estrecha, al verlos avanzar, Marcelino creyó estar viendo a un enorme sapo con un alegre saltamontes. Los miró hasta que dieron la vuelta en una esquina y preocupado se fue a su casa. Por lo regular, saludaba a los vecinos con su mejor sonrisa, pero esta vez pasó como alma que se lleva el diablo y farfullaba los saludos y agitaba la mano. Llegó a su casa y abrió la pesada puerta de madera, los rechinidos sonaron un poco tétricos y un soplo de frío se le estrelló en la nuca. Llegó al jardín, cruzó la fuente y vio las huellas de Pilar marcadas en la hierba, delante, en el caminito de lozas, había una línea formada por pétalos de rosa que más parecían rodajas de papas fritas que restos de flores, volteó a ver el cielo y descubrió que no hacía sol. Su mujer no estaba en la cocina ni en el baño ni en la cama.

Qué raro—se dijo así mismo—, a esta hora Pili siempre está en la casa, se dio media vuelta y descubrió a Pilar completamente desnuda y con un aura caliente que llegó hasta él provocándole excitación. Suavizó la voz y le preguntó dónde se había metido. “Estaba aquí, detrás de ti, ven—. Lo cogió de la mano y se lo llevó al jardín, lo recostó en la hierba, lo desnudó y se lanzó sobre él con fuerza—, ¿quieres oler la canela, las buganvilias, las peonías y las rosas? ¿quieres sentir el calor de mi cuerpo?”. Él asintió con un leve movimiento eréctil, ella abrió las piernas, y sintió que era penetrado por el fuego, cada poro echaba vapor como si fuera un diminuto geiser. Se vio dentro de una nube de vapor, salió el sol y con el hálito del chorro que salía del jarrón de la diosa de las faldas de jade y señora de los lagos Chalchiuhtlicue se formó un pequeño arcoíris que convirtió a Pilar en una experta ahuiani. Al ver desbordado por completo su deseo se quedaron mirando cómo las plantas del jardín se balanceaban por efecto de una onda provocada por los gritos estruendosos de sus cuerpos. Sonrieron y se levantaron.

En el estudio, Marcelino recordó las palabras que sus vecinos habían intercambiado en la calle y, por pura curiosidad cogió El principito, La historia interminable, Tom Swayer, Pulgarcito y todos los libros donde hubiera personajes infantiles. Abrió los libros con los ojos cerrados y deseando que sus temores fueran infundados. Estuvo a punto de desmayarse cuando vio una cantidad enorme de páginas blancas o incompletas. ¡Esto no puede ser un error de imprenta! —se dijo intentando calmarse—. ¡Yo mismo los he releído miles de veces! Salió corriendo hacía su cuarto y buscó en un rincón un cuadro que había comprado, un domingo mientras paseaba ocioso, en el que estaba una mujer con un niño en brazos. Lo miró como si fuera a encontrar algo muy valioso y se le salieron unos lagrimones enormes cuando vio que la mujer tenía una expresión triste y parecía implorar que le devolvieran a su hijo. “¿Qué tienes? ¿Por qué estás llorando? —le preguntó Pilar con cara de madre comprensiva, pero con una mirada fría y penetrante—. Pilar, no lo vas a creer, pero están desapareciendo las cosas relacionadas con los niños, ve esos libros que están allí y mira este cuadro, ¿te acuerdas que la mujer tenía un niño en brazos? Pues, mira ahora qué cara tiene. ¿Qué está pasando, Pilar? Explícamelo, por favor. Ella no le contestó y le dijo que ya era la hora de la cena. Tomaron algo muy ligero y no se hablaron.

Cuando Pilar se fue a duchar, Marcelino volvió al tablero a hojear unos cuantos libros y encontró las fatídicas páginas en blanco, los espacios vacíos donde antes había descripciones de niños. Decidió que al día siguiente iría a hablar con don Diego y Gabriel para hacer una búsqueda de las descripciones e imágenes robadas. Estaba a punto de dormirse, tenía el cuerpo relajado, respiraba muy despacio y andaba con tranquilidad en su imaginación, ya en terreno onírico. Estaba hablando con un amigo de la universidad, al que hacía mucho tiempo que no veía, y cuando éste le iba a revelar un secreto sintió unas manos finas y tibias en la entre pierna. Un susurro le dejo dando vueltas en la oreja una canción suave como el murmullo del mar. Sintió unas piernas calientes, comenzó a sudar y disfrutar del aroma del jardín.

Despertó sudando en la noche, lo había sacado del letargo su amigo de la facultad. “Tu mujer es la nahuala, Marcelino, ¿no te has dado cuenta? Ve a la cocina y compruébalo, anda, rápido antes de que ella regrese”. Marcelino buscó el cuerpo de Pilar, pero sólo había un espacio tibio. Estará en el baño, pero abrió la puerta y no había nadie, entonces bajó a la cocina y al prender la luz distinguió una cosa rara en el piso. Era un traje arrugado de color cobre. Estaba tirado como un overol que han dejado en el cesto de la ropa sucia para echarlo a la lavadora. Por instinto trató de levantarlo, pero sintió el tacto de la piel de Pilar, ¿lo ves? —le dijo su amigo desde el sueño que todavía andaba flotando como un globo por las paredes y el techo de la casa—. Y… ¿Qué hago ahora? —preguntó sin dirigirse al globo del techo—. “Lo que tienes que hacer es echar esa piel a la fuente para que Pilar no pueda meterse dentro, pues la mitigará el agua. Hazlo ya porque ella no tardará en volver”. Marcelino cogió la arrugada piel y la echó en la fuente, se formó una figura plana con las facciones de la cara y el cuerpo de Pilar. “Te lo dije, es un traje nada más”. No tuvo tiempo de responder porque en ese momento bajó del cielo una bola de fuego. “¿Dónde está mi piel, maldito Marcelino? ¡Devuélvemela, devuélvemela!”. Está allí, dentro de la fuente.


Pilar trató inútilmente de meterse de nuevo en su traje y se consumió dando alaridos como si la estuvieran torturando. Llegaron varias personas a la casa y con fuertes golpes y gritos llamaron a Marcelino. Abrió la puerta y entraron sus vecinos radiantes de felicidad, le dijeron que habían vuelto las imágenes perdidas y los fragmentos de los libros. Marcelino lamentó la pérdida de su esposa, a la cual nunca podría olvidar ni reconocer como una hechicera azteca, y se fue secando poco a poco hasta que se hizo de piedra y quedó oculto por la hojarasca amontonada del descuidado jardín de su casa.

lunes, 12 de septiembre de 2016

El delirio de Bernardino

“Dios, dame sabiduría y fuerzas para continuar con mi trabajo”—rezaba Bernardino— mientras acomodaba los escritos que tenía amontonados en su mesa. Había sufrido ya, tres alucinaciones y estaba muy nervioso porque no sabía si el origen de sus desvaríos era la influencia de sus colaboradores o el agotamiento causado por alguna enfermedad desconocida. La última vez, se había quedado mirando a los individuos que estaban frente a él sin poder entender de dónde habían salido. Cuando se lo contó a su compañero José, éste se rió de los disparates y se salió adolorido por las carcajadas que le causó la increíble historia. Es imposible que existan cosas así, Bernardino, ¿tú crees que algún día estos indios lleguen a vestirse como occidentales y adopten toda nuestra cultura? Pero lo he visto—contestó convencido de que sus visiones eran más reales que su celda de claustro y su compañero—, lo he constatado hoy cuando salí al patio. 
Cerca de la fuente estaban dos hombres conversando. Uno era mestizo, llevaba un bigote cano y el pelo bien recortado, hablaba con solemnidad, pero su voz era muy plácida. Me impresionó su calidad de orador. Además, me citaba a mí y decía cosas que pasarán en el futuro. El otro era pequeñito, muy moreno, lampiño. Parecía un zapoteca y tenía una cinta en el pecho. A su lado estaba una monja también y eso me pareció espeluznante porque hablaba en verso. Me acerqué y ellos me miraron con respeto, me saludaron y con una disculpa se alejaron de mí. Después vine a trabajar y me recibió Chichimecatécotl. Me dijo que pronto vería más cosas, que la iglesia jamás podría acabar con las creencias de los nativos de aquí porque un día esta tierra sería libre y volverían los grandes emperadores a poner el orden.

No sé qué pensar, José, ¿recuerdas que mi objetivo principal era aprender la lengua para catolizar? Pues, ahora estoy adquiriendo otra visión de las cosas. Los demonios que quería extirpar de estos hombres no existen. Es simplemente otra forma de ver el universo. Entre más profundizo mis conocimientos y me comunico con la población local, más confirmo la existencia de una gran civilización. Nos tienen prohibido seguir con este proyecto porque nos acusan de estar poseídos por el mal, sin embargo, tú conoces a este pueblo. Es cierto que no encajan en nuestra cultura, pero los egipcios tampoco. He perdido el sueño y cada vez me resulta más difícil pensar en latín. Este conocimiento me está transformando. ¿Tú lo considerarías como una posesión diabólica, José?
Oye—me dices—, estás un poco mal de la cabeza. En primer lugar, es verdad que la Santa inquisición nos tiene en la mira, pero de eso a que nos haya poseído un mal demonio estamos muy lejos. En segundo lugar, cuántas veces se ha condenado gente sin pruebas fiables de usufructo de los malos espíritus. Por último, qué sabrán esos vejetes fanáticos de lo que sucede aquí. Lo mejor que podrías hacer es esconder en algún lugar tus escritos y demostrarles a esos bichos representantes de la corona que los indígenas son tan capaces de aprender el castellano como cualquier español.

Hoy, ha sido peor, José. He visto a mis tres colaboradores por las calles de México. Martín, Antonio y Alonso iban con banderolas y gritaban. Los mensajes estaban en un claro español, no en nahuatl. Decían algo así como: “El pueblo unido jamás será vencido”. Los opresores no eran españoles, eran ellos mismos vestidos de color verde y azul. Con unos enormes cascos en la cabeza y en lugar de arcabuces llevaban metralletas. Enfrente de una iglesia los acribillaban, corrían ríos de sangre como en los sacrificios que presenció Cortés. ¿Qué me está pasando, José? Ya no puedo dormir en calma. Me despierto por las noches y siento que no estoy viviendo en mi época. Mi cama es diferente y hay un baño en el que el lavabo es blanco de porcelana y un inodoro en el que el agua forma un remolino y se lleva la defecación y la orina. Además, es suficiente oprimir un botón para que haya luz. Esas no son cosas del mal, debe haber alguna explicación. Dime, José, si eso te ha pasado alguna vez. Verdad que no. Ni siquiera podrías imaginarlo. Después salgo y ya no está nuestro monasterio. Hay infinidad de casas y unas más altas como si fueran enormes montes rectangulares habitados. Los caminos no son de piedra, los cubre una tierra gris muy dura.
José, creo que este es el final. Ya ni siquiera recuerdo cómo eres. Se me ha olvidado el latín y el náhuatl. Las únicas palabras que suenan en mi cabeza son tonalpohualli, xiuhpoualli y huehuetlatolli. ¿Qué quieren decir, José? ¿Por qué las repito todo el tiempo? Se me va a reventar la cabeza, pero no por pensar en ellas sino por la dificultad de entender la situación actual.

Me levanté y entré al baño como siempre. De la ducha ya no salió agua suficiente para empaparme, así que me lavé con el chorrito flácido que salió del grifo. Busqué mi hábito y encontré sólo unos pantalones ajados, me los puse y vi una camisa de algodón a cuadros de mangas largas y me la puse también. Me calcé unas botas blancas muy gastadas, las sentí cómodas, pero al caminar vi que estaban medio rotas, busqué unas más nuevas, pero no encontré nada mejor. Tenía hambre y vi que sólo había un pan blanco duro, le puse un poco de mantequilla y preparé un café. No te explico cómo calenté el agua y de donde saqué la mantequilla porque te reirías de mí, como la vez pasada.

Ahora, lo más disparatado, José. Salí a la calle y me subí en una especie de carreta, pero muy grande que no era arrastrada por caballos y hacía un ruido infernal, paraba en seco y la gente se golpeaba muy fuerte. Bajé pronto y al llegar a la Plaza vi la Catedral metropolitana terminada. No lo podía creer porque, según sabes, hemos visto sólo los cimientos de la construcción. Había más edificios, eran como una ciudad de España. Había mucha gente y vi a Martín Jacovita. ¿Lo puedes creer? Estaba flaco, curtido por el sol, me vio y corrió hacia mí. “Tú nos vas a salvar, Bernardino—me dijo dándome un fuerte abrazo—. Hablarás en nombre de todos nosotros y le dirás al presidente cuál es el problema que atañe a la nación “.

No sé qué quería de mí y se lo pregunté a Antonio Valeriano y Alonso Vegerano. Ellos se encogieron de hombros y me dijeron que ya era la hora de entrar. Nos hicieron pasar al que le dicen el Palacio Nacional. En un gran salón muy bien amueblado me hicieron hablar y dije lo único que sabía. Lo expliqué de la mejor forma posible, pero al parecer, nadie se enteró de lo que expliqué. Me echaron de allí y me dijeron que no sabía nada de la cultura, que no tenía la más mínima idea de lo que era la educación y mucho menos de la forma de enseñar. Contesté a todas las preguntas y las mías fueron omitidas. Nos echaron como si fuéramos perros pulgosos. En la calle seguía el griterío que había empezado por no atender nuestros reclamos. Mis compañeros perecieron por la imposición de silencio que no respetaron. Yo estoy no sé dónde. No te puedo encontrar y no sé qué ha pasado con nuestro monasterio. Hay un cura que no me responde por más que le pregunto porque, al parecer, no me ve ni me puede escuchar.