jueves, 8 de septiembre de 2016

El extraño caso de Tepoztécatl, el héroe

Fue un día fatídico. Se halló un códice azteca original con una versión falsa del origen de Tepoztécatl, razón por la cual el gran huey tlatoani Motecuhzomatzin mandó llamar a su Cihuacoatl, quien era el encargado de investigar los asuntos políticos y religiosos en todo el territorio del imperio. Tlacaelel fue solo y de inmediato se reunió con el emperador. Al atravesar los jardines de palacio un tecolote cantó con melancolía, sin embargo, el aroma de cempaxúchitl, el amaranto y las jacarandas lo hicieron desapercibido a sus sentidos. Los sirvientes se encontraban muy ocupados y el sol se reflejaba en su negrísimo pelo. 

Llegó a uno de los cuatro aposentos y saludó a Motecuhzoma. Juntos observaron los pliegos dibujados de corteza de árbol y siguieron con mucha atención las secuencias de la historia representada con figuras de animales y humanas, discutieron su significado y decidieron emprender la investigación para descubrir al impostor que había representado una historia falsa que tenía como objetivo distorsionar los conceptos religiosos de los aztecas. Por dicha razón, Tlacaelel, mandó llamar a su ayudante Meconetzin y empezaron las pesquisas.

—¿Recuerdas los detalles de la historia sobre el surgimiento de Tepoztécatl, mi querido Meconetzin? —preguntó el diligente Tlacaelel.
—Claro que los recuerdo mi querido señor. Según cuenta la historia, Xóchitl fue preñada por un colibrí mientras se bañaba en un lago y sus padres al saberlo la obligaron a dejar al niño en un hormiguero para que pereciera, sin embargo, los pequeños insectos lo alimentaron con miel de abeja hasta que creció un poco; luego, lo dejaron en unas pencas de maguey y esta pródiga planta lo acogió alimentándolo con aguamiel para que no se congelara por las noches. Un poco después, fue depositado en el río Axitla en una caja de madera y las aguas se lo llevaron. Tiempo después en Tepoztlán, unos ancianos que se encontraban en la orilla del río tomando agua vieron al niño, así que lo acogieron y lo educaron. En una ocasión la gran serpiente Mazacoatl se acercó a Xochicalco para comerse a los habitantes. El padre de Tepoztécatl fue elegido por el consejo del gobierno para enfrentarla y luchar con ella, ya que el animal se alimentaba exclusivamente de los ancianos, pero como ya le era imposible moverse y pelear con agilidad, su hijo adoptivo lo sustituyó. En el enfrentamiento Tepoztécatl fue devorado por el enorme reptil, no obstante, sobrevivió, ya que antes de ser tragado cogió piedras de obsidiana muy afiladas y las metió en su bolso, ya dentro del vientre del monstruo las espació causándole heridas mortales en el intestino, de esa forma salió triunfante de la lucha. Volvió victorioso arrastrando la cabeza de la víbora y el pueblo lo erigió gobernador de Tepoztlán y sacerdote del dios Ometochtli. Gobernó con éxito y un día abandonó a su pueblo para irse a vivir a la pirámide que se encuentra en el cerro Tlahuiltepetl. Eso es, señor, a grandes rasgos la historia de Tepoztécatl.
—Bien, querido Meconetzin, tu resumen concuerda con la versión original. En el escrito que hemos encontrado está desvirtuada la parte de la serpiente, puesto que, en lugar de Mazacoatl se menciona a una serpiente emplumada. ¿Te imaginas lo que eso significa?
—¡Es asombroso! ¿Quién ha hecho eso, querido Tlacaelel?
—No lo sé, es por eso que el gran tlatoani nos ha pedido que lo aclaremos. Lo más probable es que el autor de tal complot esté entre nosotros.
—Es indudable que se trata de una traición porque la serpiente emplumada es Quetzalcóatl y si en esa historia falsa Tepoztécatl, hijo del dios del viento, de la sabiduría y del buen hablar junto con Ometochtli, el dios de los cuatrocientos conejos y representante de la fertilidad; atenta contra nuestra gran divinidad, la gran Tenochtitlán perecerá.
—Exacto, eso quiere decir, que nuestra misión es encontrar a los rebeldes que lo han hecho. Seguro que fueron los Tlaxcaltecas que se quieren unir a los invasores que han llegado por el mar en sus monstruos marinos.
—Pero, ¿acaso no se relacionaron los tlakuiloli muy semejantes a los del ixachi nauhali?
—Sí, es por eso que vamos a hacerle una visita. Mira, ahí está su teopantli.
—Bien, vayamos.

Caminaron por las calles sin ponerle atención a la gente que hablaba más que de costumbre, además al verlos pasar muchos ancianos y mujeres los señalaban como si se tratara de unos personajes importantes. Una mujer los detuvo y les dio un poco de agua fresca que sirvió en una jícara. De pronto las nubes empezaron a correr y cambiaron de color, se oyeron en la lejanía dos fuertes truenos. El viento levantó el polvo y lo propagó en forma de remolino. El agua de los canales dejó de parecer espejo y semejaba una tela de hilo plateado y gris. Pasó una parvada de pájaros y una enorme mariposa realizó maniobras impredecibles en el aire hasta que se estrelló con un arbusto. Vieron una pequeña casa al final de una calle y se dirigieron hacia ella. Esa es la morada de Cuauhpopocac—comentó Meconetzin—. En cuanto entraron a ver al vidente sagrado, un golpetazo de humo verde oscuro los recibió, no veían nada y sólo unos minutos después descubrieron, gracias a los fuertes rayos de sol que se filtraron por un segundo entre las nubes, la figura de un hombre desnudo sentado en un rincón. Era delgado y tenía los ojos muy abiertos, pero eran completamente blancos, el gesto de su cara era solemne. Estaba haciendo su oración. Como era impropio molestar al gran Cuauhpopocac cuando estaba en trance decidieron salir, pero tuvieron la sensación de que una voz susurrante los llamaba. Se acercaron al hechicero y lo miraron con atención, parecía que no respiraba y su cuerpo estaba un poco arrugado, era etéreo como si formara parte de la nube verde de vapor. Entonces, detrás de ellos sonaron un caracol, unos tambores, unos cascabeles y algunas flautas. Sintieron que era necesario quedarse, pues la voz de un ser imponente les hablaba.

 “Siéntense, queridos hermanos—decía la voz hueca—. Los he llamado porque estamos en vísperas de los grandes cambios. Muy pronto, los extranjeros que han desembarcado en la costa del Golfo llegarán hasta aquí. Vienen acompañados de una mujer traidora que busca la fama y la riqueza. Es una de mis iniciadas. Es Malinalli y debe tener unos veinticinco años, ahora. Se ha convertido en la concubina del hombre barbado y, con su ayuda, han reunido a todos nuestros enemigos para atacarnos. Ya los veo acampando cerca de nuestra gran metrópoli. Moctezuma es demasiado testarudo y no lo he podido convencer de que el individuo al que llama Quetzalcóatl no es más que un mortal que quiere conquistar nuestra tierra. El mismo Huitzilopochtli me lo ha dicho y quiere que entremos en acción. Por desgracia, la misiva que le he enviado al gran tlatoani no lo ha convencido de que él tiene que actuar como Tepoztécatl, el héroe, debe matar a esa serpiente y librarnos de la tragedia. Ustedes son quienes deben decírselo. Váyanse a verlo y entréguenle estos amates en los que está explicado lo que hay que hacer”.
Salieron e intercambiaron miradas. Les parecía que ya no eran reales porque las enormes gotas de lluvia no los mojaban ni el frío les ponía la piel erizada. No sabían si lo que les había sucedido era una alucinación o había ocurrido de realmente.  Notaron los enormes pliegos de color marrón que llevaban en las manos y confirmaron que todo era cierto. Envolvieron sus rollos en unos petates y se fueron directamente a ver a Moctezuma. Nadie los recibió y fueron directamente al salón dorado, pero estaba vacío. Pasaron al aposento de esmeraldas y vieron al emperador tomando una bebida caliente, le explicaron minuciosamente lo que tenía que hacer repitiendo las palabras del brujo, una por una.

“Señor—le dijeron hincados y sin mirarlo a los ojos—, el hombre al que llamas Quetzalcóatl es un mortal y debes apuñalarlo para que nuestro pueblo no sea sometido por los extranjeros. Todos nuestros enemigos vienen con ellos y exigen nuestra sangre. No quedará nadie vivo. Los más interesados en nuestra derrota son los tlaxcaltecas. Ya se te ha indicado, señor, lo que debes hacer”. El emperador los miró con desprecio, llamó a su guardia y los condenó a muerte. Salieron desconcertados y muy decepcionados, luego los llevaron a un terregal y allí tuvieron que combatir, como valientes guerreros, contra dos ocelopilli. Fueron descuartizados en un santiamén y dos días después entró victorioso a la ciudad Hernán Cortés. Moctezuma se puso su atuendo más preciado como si fuera a realizar una colosal ceremonia, llevaba su mejor penacho realizado por el apanecáyotl más prestigioso de la tierra mexica. En el encuentro Hernán llegó sucio, sudoroso, con el pelo enmarañado, portaba su armadura de acero y su espada, sus largas botas estaban rotas. Veía con admiración al hombre que lo había elevado a la categoría de dios y no podía creer que un guerrero con un cuerpo tan bien desarrollado y con un carácter tan firme le ofreciera un cuchillo de obsidiana y le ordenara que se lo clavara en el corazón.

Cuando unos españoles entraron a ver al famoso Cuauhpopocac, éste ya no estaba, pero su imagen permanecía mezclada en el humo de un popochkacitl, a su lado estaban dos hombres muy morenos y fornidos bañados en sangre, con heridas profundas y la carne desprendida. Sonó de nuevo la voz del caracol y los tambores, pero los soldados no entendieron absolutamente nada. Las tres figuras se desvanecieron y comenzaron a vagar por las tierras en forma de nahuales transformados en coyotes, serpientes, tlacuaches y jaguares.


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