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Cuentos y micro relatos
martes, 13 de septiembre de 2016
Plaza de Coyoacán
Se abrazaba a sus piernas para sentir el perfume de la canela, apoyaba su mejilla en el muslo rechoncho y suave que ella le ofrecía y esperaba que el olor de su piel morena entrara en sus pulmones. Se llenaba de vigor y su cuerpo se entibiaba, le iban apareciendo gotitas diminutas de sudor y pronto se convertía en un ser cristalino cubierto de perlas transparentes. Se aferraba a ella mientras el aire les llevaba el canto de los gorriones y un pequeño rocío con el aroma de las flores del jardín. Todas las mañanas ella salía desnuda, se sentaba en un pequeño venero labrado de piedra caliza que parecía que había estado ahí desde la antigüedad en el centro del jardín y se dejaba acariciar por el sol y besar por la brisa. Caminaba por el sendero de lozas con parsimonia, luego colocaba una toalla en la superficie áspera de la piedra de los bordes de la fuente y cerraba los ojos volviendo la cabeza hacia atrás para que su hermoso pelo negro cayera como una cascada reflectante. Minutos más tarde, después de haberla estado observando con veneración, Marcelino salía con una taza de café y se postraba a sus pies para aspirar el aroma fresco de su bella esposa mezclado con los olores de las flores. Sentía en las aterciopeladas piernas los pétalos de las rosas, crisantemos, peonías y buganvilias.
Ella no habría los ojos y amasaba con sus dedos de la mano izquierda la espesa cabellera de su marido. Era un ritual matutino que se repetía a diario. No hablaban y se dejaban sentir el uno al otro para revivir las experiencias de la noche anterior. Después, Pilar abría lentamente los ojos y decía con voz muy sensual. “Vamos a desayunar”. Le cogía la mano y lo llevaba a la cocina. Andaban juntos un caminito corto que llegaba a la sala de estar de su pequeña casa. Ella se ponía un vestido blanco con flores bordadas de percal, descalza pisaba con fuerza y determinación el piso de terracota, entraba en la cocina y ponía dos platos con tortillas calientes, frijoles refritos, salsa de chipotle y moronga. Comían en silencio y Marcelino, entre chasquido y chasquido, veía con asombro la forma voraz de Pili engullendo los tacos de sangre cuajada. “Amor—le decía Marcelino—, ¿por qué siempre desayunamos moronga?”. Marcelino, ya sabes que mi padre es carnicero y siempre nos trae la morcilla para que nos alimentemos bien y estemos sanos. No querrás hacerle un desprecio a mi padre, ¿verdad?
Marcelino sólo se resignaba a seguir con el hábito, pues le parecía que era la mejor forma de mantener las buenas relaciones con su mujer y que, en realidad, a cambio de soportar esa comida que lo hartaba y le estropeaba el desayuno, podía gozar del sexo matutino y de las apasionadas noches con los favores y atenciones de la mujer más deseada de todo el barrio. Está bien, mi amor—contestaba Marcelino— con una mirada de niño regañado, mientras Pilar le ponía el dedo índice en los labios para que no hablara en la mesa. Se habían casado hacía tres meses y la fuerza de la pasión no los había abandonado ni un segundo. Era por eso que salían como dos tórtolos a pasear un rato por las calles empedradas. Saludaban con cordialidad a los vecinos y frente a los hombres María del Pilar se arrimaba con fuerza a su esposo para darles a entender que estaba atada a su hombre y que le era fiel. En realidad, toda la gente los miraba con gusto y deseaban, muy en el fondo, poder disfrutar alguna vez de un amor así. Marcelino sonriente saludaba con una inclinación de cabeza mientras ella flexionaba un poco las rodillas como si fuera una princesa. Tres veces por semana Marcelino asistía a las reuniones de una imprenta dónde se discutía sobre las publicaciones que debían salir a la luz con presteza y en los plazos establecidos. Cuando terminaban las largas discusiones, cogía algunos ejemplares que le pudieran interesar a su mujer y se los llevaba para leérselos en las tardes de los fines de semana.
Gracias al amor y cuidado de su cónyuge Marcelino había embarnecido. Se había puesto muy fuerte y era inagotable. Mucha de la fuerza que adquiría la derrochaba complaciendo a su esposa por las noches, además trabajaba mucho en la casa y el jardín, parecía tener la energía de dos jornaleros.
Un día escuchó una conversación en la que dos de sus vecinos, un escritor renombrado y un artista, se quejaban de la desaparición de sus personajes y modelos.
—Pues, así como lo oye, mi querido amigo Gabrielito—decía el muralista famoso—, desaparecieron de mis cuadros todos los niños. No me quedó ninguno. Se llevaron hasta mi imagen de escuincle mocoso en la que aparezco junto a la Catrina y mi mujer.
—Oiga, resulta que lo mismo me ha pasado a mí, querido don Diego—decía el escritor—, revisé mis cuentos y mis novelas y se borraron, de forma inexplicable, los pasajes de la infancia de mis héroes y los niños que se nombraban también dejaron un hueco en las páginas, incluso la parte de mi autobiografía no tiene los capítulos y pasajes donde se habla de mis primeros años en este planeta.
—¡Qué raro es todo esto! ¿No le parece, mi estimado? Imagínese que ayer hablé con otros artistas de aquí, famosos y aficionados, y me dijeron exactamente lo mismo. ¿Por qué estarán desapareciendo los niños?
—No tengo la menor idea, querido Diego. Será mejor que esperemos un poco a ver a quien más se le desaparecen sus personajes y entonces empezamos a investigar, lo hacemos público y empezamos a buscar al culpable.
—¿Que esperemos? Pero, ¿qué no sabe los dolores que le han causado a la señora del Río, lo trágico de los descendientes del Conquistador, lo de la película de Luisito o lo del señor Federico Fernández o lo de Jorgito el escribidor?
—No, no sé nada de lo que les habrá sucedido.
—Pues se decidieron a irse de aquí, con todo el pesar de su corazón, porque hay unos rumores sobre una nahuala que se lleva a los niños y todo lo que se relacione con ellos.
—Eso sí que está muy mal y ¿qué hace esa tal señora Navala?
—No es una señora, es un espíritu antiguo. Algo en lo que creían los aztecas y los mayas. Los primeros creían que había personas que tenían poderes para convertirse en animales o hacer brujería y los segundos pensaban que eran personas con alguna divinidad o chulel.
—¿Y qué hacían esos nahuales o chulels, querido Dieguito?
—Mire, ¿Qué no conoce a Carlos Castañeda, o El Chilam Balam, o El Popol Vhu?
—Sí, ya los recuerdo, Rulfito me hablaba mucho de eso, pero yo siempre pensaba que se estaba refiriendo a sus cuentos y la historia de Juan Nepomuceno. Ya sabe cómo era mi querido amigo Juanito.
—No, Gabrielito del alma, esto es otra cosa. En primer lugar, un hombre o mujer que puede lograr una comunicación elevada con su tótem o nahual, que es el animal o ser que lo acompaña desde el nacimiento se puede transformar en pájaro, ocelote, coyote, tejón, gavilán o tlacuache y salir por las noches a hacer cosas. En segundo lugar, son seres muy raros que pueden dominar la magia y presentarse convertidos en bolas de fuego. En tercer lugar, pueden influir de forma considerable en las personas que se encuentran a su lado, tales como amantes, esposos o hijos. En cuarto lugar, un nahual tiene dominio sobre tres fuerzas: el tonalli- calor, el teyolía-el cuerpo astral y el ihiyotl- la sombra. Y, por último, se orienta bien dentro de los cuatro puntos cardinales representados por los cuatro elementos como el agua, el viento, la tierra y el fuego.
—¡Ay, mamita! Don Dieguito, no me diga esas cosas porque me da meyo.
—No se burle, por favor. Esto es cosa seria.
Se fueron caminando por una acera muy estrecha, al verlos avanzar, Marcelino creyó estar viendo a un enorme sapo con un alegre saltamontes. Los miró hasta que dieron la vuelta en una esquina y preocupado se fue a su casa. Por lo regular, saludaba a los vecinos con su mejor sonrisa, pero esta vez pasó como alma que se lleva el diablo y farfullaba los saludos y agitaba la mano. Llegó a su casa y abrió la pesada puerta de madera, los rechinidos sonaron un poco tétricos y un soplo de frío se le estrelló en la nuca. Llegó al jardín, cruzó la fuente y vio las huellas de Pilar marcadas en la hierba, delante, en el caminito de lozas, había una línea formada por pétalos de rosa que más parecían rodajas de papas fritas que restos de flores, volteó a ver el cielo y descubrió que no hacía sol. Su mujer no estaba en la cocina ni en el baño ni en la cama.
Qué raro—se dijo así mismo—, a esta hora Pili siempre está en la casa, se dio media vuelta y descubrió a Pilar completamente desnuda y con un aura caliente que llegó hasta él provocándole excitación. Suavizó la voz y le preguntó dónde se había metido. “Estaba aquí, detrás de ti, ven—. Lo cogió de la mano y se lo llevó al jardín, lo recostó en la hierba, lo desnudó y se lanzó sobre él con fuerza—, ¿quieres oler la canela, las buganvilias, las peonías y las rosas? ¿quieres sentir el calor de mi cuerpo?”. Él asintió con un leve movimiento eréctil, ella abrió las piernas, y sintió que era penetrado por el fuego, cada poro echaba vapor como si fuera un diminuto geiser. Se vio dentro de una nube de vapor, salió el sol y con el hálito del chorro que salía del jarrón de la diosa de las faldas de jade y señora de los lagos Chalchiuhtlicue se formó un pequeño arcoíris que convirtió a Pilar en una experta ahuiani. Al ver desbordado por completo su deseo se quedaron mirando cómo las plantas del jardín se balanceaban por efecto de una onda provocada por los gritos estruendosos de sus cuerpos. Sonrieron y se levantaron.
En el estudio, Marcelino recordó las palabras que sus vecinos habían intercambiado en la calle y, por pura curiosidad cogió El principito, La historia interminable, Tom Swayer, Pulgarcito y todos los libros donde hubiera personajes infantiles. Abrió los libros con los ojos cerrados y deseando que sus temores fueran infundados. Estuvo a punto de desmayarse cuando vio una cantidad enorme de páginas blancas o incompletas. ¡Esto no puede ser un error de imprenta! —se dijo intentando calmarse—. ¡Yo mismo los he releído miles de veces! Salió corriendo hacía su cuarto y buscó en un rincón un cuadro que había comprado, un domingo mientras paseaba ocioso, en el que estaba una mujer con un niño en brazos. Lo miró como si fuera a encontrar algo muy valioso y se le salieron unos lagrimones enormes cuando vio que la mujer tenía una expresión triste y parecía implorar que le devolvieran a su hijo. “¿Qué tienes? ¿Por qué estás llorando? —le preguntó Pilar con cara de madre comprensiva, pero con una mirada fría y penetrante—. Pilar, no lo vas a creer, pero están desapareciendo las cosas relacionadas con los niños, ve esos libros que están allí y mira este cuadro, ¿te acuerdas que la mujer tenía un niño en brazos? Pues, mira ahora qué cara tiene. ¿Qué está pasando, Pilar? Explícamelo, por favor. Ella no le contestó y le dijo que ya era la hora de la cena. Tomaron algo muy ligero y no se hablaron.
Cuando Pilar se fue a duchar, Marcelino volvió al tablero a hojear unos cuantos libros y encontró las fatídicas páginas en blanco, los espacios vacíos donde antes había descripciones de niños. Decidió que al día siguiente iría a hablar con don Diego y Gabriel para hacer una búsqueda de las descripciones e imágenes robadas. Estaba a punto de dormirse, tenía el cuerpo relajado, respiraba muy despacio y andaba con tranquilidad en su imaginación, ya en terreno onírico. Estaba hablando con un amigo de la universidad, al que hacía mucho tiempo que no veía, y cuando éste le iba a revelar un secreto sintió unas manos finas y tibias en la entre pierna. Un susurro le dejo dando vueltas en la oreja una canción suave como el murmullo del mar. Sintió unas piernas calientes, comenzó a sudar y disfrutar del aroma del jardín.
Despertó sudando en la noche, lo había sacado del letargo su amigo de la facultad. “Tu mujer es la nahuala, Marcelino, ¿no te has dado cuenta? Ve a la cocina y compruébalo, anda, rápido antes de que ella regrese”. Marcelino buscó el cuerpo de Pilar, pero sólo había un espacio tibio. Estará en el baño, pero abrió la puerta y no había nadie, entonces bajó a la cocina y al prender la luz distinguió una cosa rara en el piso. Era un traje arrugado de color cobre. Estaba tirado como un overol que han dejado en el cesto de la ropa sucia para echarlo a la lavadora. Por instinto trató de levantarlo, pero sintió el tacto de la piel de Pilar, ¿lo ves? —le dijo su amigo desde el sueño que todavía andaba flotando como un globo por las paredes y el techo de la casa—. Y… ¿Qué hago ahora? —preguntó sin dirigirse al globo del techo—. “Lo que tienes que hacer es echar esa piel a la fuente para que Pilar no pueda meterse dentro, pues la mitigará el agua. Hazlo ya porque ella no tardará en volver”. Marcelino cogió la arrugada piel y la echó en la fuente, se formó una figura plana con las facciones de la cara y el cuerpo de Pilar. “Te lo dije, es un traje nada más”. No tuvo tiempo de responder porque en ese momento bajó del cielo una bola de fuego. “¿Dónde está mi piel, maldito Marcelino? ¡Devuélvemela, devuélvemela!”. Está allí, dentro de la fuente.
Pilar trató inútilmente de meterse de nuevo en su traje y se consumió dando alaridos como si la estuvieran torturando. Llegaron varias personas a la casa y con fuertes golpes y gritos llamaron a Marcelino. Abrió la puerta y entraron sus vecinos radiantes de felicidad, le dijeron que habían vuelto las imágenes perdidas y los fragmentos de los libros. Marcelino lamentó la pérdida de su esposa, a la cual nunca podría olvidar ni reconocer como una hechicera azteca, y se fue secando poco a poco hasta que se hizo de piedra y quedó oculto por la hojarasca amontonada del descuidado jardín de su casa.
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