lunes, 25 de septiembre de 2017

Y retiembla en su centro...

Mexicanos al grito de guerra…No hay mejor aliciente que escuchar el canto que nos identifica como salvadores o víctimas. Nuestra historia es rica en tragedias. Esta vez me ha tocado estar debajo de los escombros y mis recuerdos me aplastan más que las vigas de acero y los bloques de hormigón. Hace treinta y dos años me tocó estar afuera. Llevaba un uniforme azul, había salido con mis compañeros López, Luna, Vicente y otros más. Una brigada improvisada. Eraclio dio la orden: “Llamen a sus casas y vámonos a rescatar gente”. Estoy bien, llego más tarde. Te mantendré al tanto, mamá—dijimos suspirando y agradeciéndole a Dios su bondad—. Algunos teníamos algo más de veinte años, nos impulsaba la esperanza de sacar a algún sobreviviente. Con unos cascos, martillos, cinceles, guantes de carnaza y botes nos pusimos a trabajar. Ya había muchas personas moviéndose como hormigas. Nos recibieron con gesto de aprobación, cerca de la estación del metro y nos dijeron que en el colegio de monjas había niños atrapados. Removíamos los escombros y con ilusión esperábamos a los soldados que el día de la Independencia habían mostrado su plan para emergencias por televisión, pero fueron pasando las horas y sólo había rescatistas, bomberos, taxistas, panaderos, carniceros, fontaneros, abogados, doctores, puros civiles. La gente no sabía que era una decisión de arriba. Ni siquiera aceptaron la ayuda humanitaria. “Podemos nosotros mismos—dijo orgulloso el primer mandatario—, somos auto suficientes”. Empezaron a llegar noticias. “Entre más te acercas al centro, más destrucción hay. Es como si nos hubieran bombardeado todita la ciudad”. Hubo muchos héroes, gente del pueblo que sacrificó sus vidas y resistió las réplicas debajo de las ruinas de la ciudad. Las lágrimas de Vicente, temblando por la amenaza de ser aplastado a las siete de la noche del veinte de septiembre me dan fuerza para resistir. Yo no tuve el suficiente valor y me salí como un cara de niño o niño de la tierra.

Oigo a la gente, me dicen por el móvil que tenga ánimo, son mis hijos y algunos vecinos que trabajan sin parar. Se está acabando la batería. Pienso que sólo en momentos como estos se cambian los papeles. Mientras las cosas están en calma nos echamos en cara nuestros defectos, nos ofendemos y golpeamos unos a otros, pero ahora tenemos una sola cara. Maestros y alumnos, jefes y empleados, ladrones y atracados. Quiera el Señor que salga de esta. No prometo nada, lo que tenía que hacer lo hice y lo que no hice no me despierta remordimientos. Traté de ser fiel a mis familiares y amigos. La vida es una ruleta, una rueda de la fortuna, a veces arriba, a veces abajo. Me parece que los recuerdos están siendo como gotas de plomo caliente, ya no puedo oír a los que están afuera, aunque gritan victorias. Han sacado personas con rasguños unas y con fracturas otras. Cuelgan una lista en un poste torcido. Han encerrado en un círculo a los sobrevivientes, pero mi nombre está tachado. Sigo con la esperanza de la salvación, pero esta vez nadie me dirige palabras de agradecimiento, escucho algunas lamentaciones. Entre compungidos alguien habla de mis cualidades, otros de mis defectos y mis inútiles bromas. Muy en el fondo estaba mi arrepentimiento, se había llenado de moho. Las malas acciones que hice no serán perdonadas jamás. Mi única justificación es que fui olvidado, me negaron después de la reconstrucción una vida honesta y tuve que delinquir. Todos llevamos un peso desde pequeños, no pude quitarme el mío de la espalda. Quería ser héroe y se me concedió una sola vez, hace tres décadas y dos años, luego la vida fue un purgatorio. Fui débil. Lo confieso. Habría podido evitar ser lo que fui. Que me perdonen las personas que tuvieron que entregarme sus pertenencias, los que tuvieron que asistir a un hospital por culpa mía. No quiero perdón, sólo que entiendan que la bota del estado y la indiferencia de los empresarios me orillaron a vivir por cuenta propia, como un pequeño Robin Hood que le quita a los otros para alimentar a los suyos. Mi vida fue de dieta permanente y la maldad fue sólo una máscara de lucha libre contra la existencia. Dejo a su consideración esta piltrafa aplastada bajo las varillas y ladrillos. No será necesario un sepelio porque el Estado me lo proporcionó en vida. No me arrepiento. Es tarde para llorar. Que Dios nos perdone.


domingo, 10 de septiembre de 2017

Retrato hablado

Termino de arar la tierra y oigo rumiar a los bueyes, tomo un poco de café. Me siento a un lado de mi casa de adobe y miro el campo. Los Pirules, los magueyes, los nopales y las biznagas me miran con respeto sabiendo que su presencia debería ser una amenaza para el cultivo. Me dicen que es inútil mi esfuerzo, que aquí no crecerá nada y mis milpas tienen la vida contada. No es así, les contesto. Por milenios nos hemos sobrepuesto a las adversidades y nuestro espíritu curtido por el infortunio es férreo, inquebrantable. Entonces oigo su frase: “Que se eduque al hijo del pordiosero y del barrendero como al hijo del más rico tendero” que repetía sin parar y aparecen las imágenes del álbum de sus recuerdos.
Las fotografías de su infancia la muestran rodeada de conchas, flores y caracoles. En muchas, está jugando a la cocinera frente a un anafe, respira el vapor de la olla que cuece el maíz mostrando su perfil de cobre y les da vuelta a las tortillas mezcladas con huitlacoche con sus finas manos de yemas intrépidas. Oye con atención lo que le cuenta Xochipilli, su nana, y se deja encantar por el sonido de la voz del caracol y los silbidos del viento que le traen la brisa del mar, acompañada de latidos de tambores. Sus primeros años son de celebración, fiesta de pétalos de luna, no le teme a la muerte porque la considera un imperio de otro mundo, un lugar donde los hombres nos convertimos en dioses.
Luego en la pubertad abandona su seno materno para entrar en sociedad. Se aprende los versos de Sor Juana y mira desde la costa los barcos que se alejan y algún día la llevarán a conocer otro continente. Ha recortado sus trenzas y cambiado su túnica de percal, con sus sueños zurcidos de hilo de oro, por un ampón vestido engarzado de piedras preciosas. Lleva el pelo recogido y se mira en un gran espejo, baila polcas en un gran salón de enorme candil. Los caballeros la rodean, ella no sabe a quién elegir, la acosan todos con su cortejo y le ofrecen castillos y palacios del medievo. Su corazón mira hacía los valles áridos donde está su casa y desea un hombre fuerte, curtidos como los guerreros del pasado, pero el cuerpo es débil y la vence el deseo. Las caricias de un hombre barbado de ojo azul la elevan por los cielos. Se le entrega y se queda preñada de ilusión. Comienzan a nacer sus hijos. Todos los vástagos llevan sangre de Tenochtitlan revuelta con balines de arcabuz. El abolengo y la fe cristiana son herencia del monárquico progenitor. Los querubines de bronce la aman y se arrullan en sus brazos en los momentos de dolor y tormenta, también hay engendros malditos, son los traidores que, olvidándose de su compromiso con el amor puro e incondicional, la traicionan por la espalda. La tratan de ramera y la sobajan. Hay retratos en los que intento ser su hijo más querido, la separo de la opresión de mi padre. Le consuelo mitigándole las llagas que le han sacado mis hermanos traidores. Los vende patrias que la quieren humillar se emborrachan robándole lo poco que logra ahorrar.
En los últimos impresos le llega la separación. Se pone más bella después de la separación. Llora sin lágrimas y recuerda las noches de satisfacción en las que alimentó con sus imbuidos y nobles pechos a los hijos que la habrían de traicionar. La comienzan a perseguir los hombres ricos que ven en ella una buena concubina. La invitan a las fiestas y le hurgan la entrepierna en las grandes comilonas, la embriagan con bellas promesas y, a la fuerza, la desnudan en lujosas alcobas. Siempre regresa de madrugada con las medias rotas y la cara manchada por el rímel. Su peinado es una maraña y su olor a tabaco y bebidas extranjeras le ha puesto el cuerpo bofo. Mis hermanas la comprenden me instigan a recriminar a mis hermanos por haberla dejado caer tan bajo. La libero de su vicio con mis buenos actos. Me enfrento a todos esos burguesillos presumidos recordándoles que ella tiene quien la defienda. Los echo de nuestra casa y sé que pronto volverán armados para despojarnos de lo poco que nos ha quedado.
Logro mantenerlos a raya y la incertidumbre comienza a endurecerle el carácter y a emblandecerle el cuerpo. Se viste con recato, tiene presencia y el haber superado las humillaciones la hace más valiosa. Llegan mis hermanos buitres tratando de despojarla exigiéndole su herencia. Ella no tiene preferencias, sus hijos todos son amados, no se fija en los traidores, ni en los mentirosos, ni en los que le calientan la cabeza para volver su ira a los otros. Les habla a todos con bondad y luego se refugia de nuevo en sus labores hogareños. El futuro no es luminoso porque se han infiltrado en la casa los crueles, los que han cambiado el amor maternal por el dinero y la violencia. A la hora de sentarse a la mesa para comer ponen su cara de cínicos y cuando ella les pregunta si no tienen miedo de condenarse por matar a sus hermanos menean la cabeza y se ríen como hienas. Sacan una estampa con una calaca disfrazada de madrastra y dicen que ella los protegerá. Es entonces, cuando después de medio comer y descansar, les pongo de nuevo el arado a las bestias, cojo con fuerza la mancera y la reja comienza a hacer el surco donde crecerá el fruto que alimente a mi madre y le dé lo que los demás le han arrebatado. Es duro el trabajo e interminable, pero se ve la luz en la línea del horizonte. Hay una esperanza y en cuando se vayan los trúhanes y desaparezca la plaga negra, reverdecerán los valles y la tierra nos pertenecerá. El agua, el sol y la libertad nos harán una familia inseparable. 

viernes, 8 de septiembre de 2017

Desvirtuación

Pedro Lozano era un escritor que había alcanzado el éxito con mucho esfuerzo. Las cosas se habían acomodado para que, en esa oleada estrepitosa en la que muchos autores se sentían en su salsa, hubiera un inconformista que representara la conciencia y los señalara como vanidosos e insensatos. Con sus tres novelas había logrado ocupar un buen sitio en las librerías y podía, si lo deseara, retirarse a una vida más tranquila. Claro que tendría que llevar una vida modesta y sin lujos, él estaba seguro de que podía lograrlo, pero su esposa no.  Por eso la vida se había tornado embarazosa. Se encontraba en un bache, las aguas agitadas se habían tranquilizado y no le permitían elevarse de nuevo, así que tenía que arrastrar su tabla con fuertes brazadas por las pequeñas olas que de tan densas parecían de engrudo. No escribía con facilidad porque primero se tenía que gestar la semilla y con la aparición del tallo el trabajo comenzaba de forma vertiginosa hasta convertirse en una gran historia. Llevaba seis meses tratando de incubar los pequeños huevos que le salían en forma de cuentos y anécdotas, pero en cuanto trataba de hacerlos crecer se le reventaban en las manos como si fueran esferitas huecas de azúcar. Yana, su esposa, le propuso cambiar de aires. Era una estrategia que había urdido mientras conversaba con el editor en una cena. Virgilio Méndez los había invitado para presionarlos un poco, pues los libros de Lozano dejaban buenos dividendos y el experto librero sabía que si no actuaba en ese momento su proveedor se le ahogaría. Entre trago y trago y las idas y venidas del baño, Yana comprendió el mensaje que le quería dar el empresario. “Váyanse a pasar unos días fuera de la ciudad—dijo el gordo editor con su peinado de Balzac y lenguaje falso (usurpador de la frase de Thomas Wolfe)—. La mayoría de las veces pensamos que estamos enfermos, todo está en la mente. Les recomiendo que se desprendan de la tensión de la ciudad, olvídense del estrés y dedíquense a convivir con la naturaleza. Saque de sus bolsillos—le dijo poniéndole la gruesa mano en el hombro a Pedro—las frustraciones y tírelas por la alcantarilla como si fueran basura o excrementos”. Terminaron de comerse el postre y para despedirse brindaron con vodka repitiendo con torpeza las palabras en ruso que les decía Yana. La velada fue relajante y exitosa porque a los tres días de estarlo pensando, Pedro le preguntó a su mujer si estaría dispuesta a visitar el balneario de aguas termales que le había recomendado Virgilio.

Prepararon sus cosas, se subieron al coche en ayunas y salieron muy temprano. Por la carretera encontraron un sitio muy modesto donde probaron unos panes tradicionales y café con canela. Desde el primer sorbo, Pedro, supo que sus frustraciones desaparecerían, le alivió mucho saber que había cogido su ordenador y que sus blocs de notas estaban en su maletín. La mirada tierna y el pardo ocre de siempre, se entibió para transmitirle un sentimiento maternal por parte de su mujer.

—No te preocupes, ya te llegará la inspiración.
—No me preocupa en absoluto, mi amor. Estoy como antes, este café me ha vuelto a la realidad. ¿Te acuerdas de ese padre de Cien años de soledad que volaba con el chocolate?
—¿Ya vas a empezar?
—No, perdona, es que no se expresarme de otra forma.

Se dieron un tierno beso y se miraron como enamorados. Cogidos de la mano se fueron hacia el coche y se pusieron de nuevo en marcha. El paisaje les pareció maravilloso y fueron comentando la particularidad de la vegetación. Hicieron bromas de los pocos animales que vieron y se mortificaron durante varios kilómetros por el penetrante olor que había dejado un zorrillo en la carretera. A mediodía ya estaban en las termas. Les habían asignado una cabaña muy pequeña, pero con una cama bastante amplia y un mobiliario práctico. Se disponían a estar tres días, por eso visitaron de inmediato el comedor para cerciorarse de que la comida era buena. No se decepcionaron cuando les sirvieron los primeros platillos. Eran bastante caloríficos, pero la cocinera se había encargado de presentarlos con un aspecto atractivo y un equilibrio entre el salado, ácido, dulce y amargo que los motivó a repetir los platos. Hicieron una caminata por el monte para escuchar los cantos de las aves, el olor a pino llenó sus pulmones de vigor y volvieron para calentarse con el vapor de las aguas azufradas. Cerca había un volcán inactivo que era la caldera que sin descanso proporcionaba el agua caliente. Las piscinas eran pequeñas y había cinco formadas en línea a diferentes alturas. Cabían unas diez personas en cada una, pero como había pocos visitantes Yana escogió la más alta, que era, como según decía, la que recibía el agua más caliente. Era verdad, pero la diferencia de temperatura en las otras era mínima, por lo que resultaba inútil aferrarse a la idea de que se disfrutaba más en las piscinas altas. Yana tenía un cuerpo atractivo. Su piel era muy blanca y su pelo muy negro. Su madre era tártara y su padre armenio. Por alguna, razón sus amigas al saber que su apellido era Ermekian, la comparaban con la Kardashian, pero Yana estaba muy lejos de ser una caderona como la famosa fotomodelo y no tenía su fortuna. Hablaba bien el ruso porque su madre se lo había enseñado desde pequeña y, en las discusiones que tenía con Pedro, lo aprovechaba para decir cosas vulgares. No era muy frecuente que lo hiciera, pero las pocas palabras que había pronunciado se le habían quedado a Pedro muy dentro del vientre y a veces le molestaban. El olor del azufre, semejante al de los huevos podridos, resultó un poco desagradable al principio, pero las calientes aguas cumplieron con el designio que había hecho Virgilio. Yana vio cómo los vapores iban desprendiendo de la cabeza de su marido todas las preocupaciones literarias. La expresión tranquila y la sonrisa predecían un buen libro. Pedro parecía uno de esos monos japoneses con el pelo erizado y el rostro rosado bañándose en Jigokudani. Respiraba con largas pausas y de vez en cuando parecía suspirar. Yana lo abrazó y le susurró en el oído algunas palabras rusas, pero no las hirientes, sino las eróticas que despertaban huracanes dentro del cuerpo. Sin abrir los ojos oyó el “Tebya jochu” imaginando la piel de queso fresco de su mujer. Una mano lo hizo tomar la decisión. Salió despacio y el frío del aire lo hizo temblar. Corrió a la ducha fría y con saltitos soportó el chorro de la regadera. Se envolvió en su toalla y esperó a Yana que con más determinación recibía el agua y parecía disfrutar del cambio de temperatura.

Pasaron una tarde romántica intercambiando palabras bilingües, se quedaron dormidos por el efecto de la relajación termal y cerca de las siete salieron a cenar. En el comedor estaban algunos visitantes. Un hombre no muy alto, moreno y con vello por todos lados llegó acompañado de una joven muy atractiva. Su conversación era por ratos fría, pero el tipo no perdía la cordura cuando era rechazado abiertamente por su acompañante. Se dirigía a ella con un lenguaje vulgar. Ella fingía no escucharlo, pero cuando era imprescindible aclaraba, contradecía o afirmaba. Estaban muy lejos de ser la pareja ideal. Por momentos, el hombre se quedaba pensativo y luego escribía en unas servilletas cosas que hacían reír a la chica, ella cogía los papelitos y los hacía bolas. La mesera se las llevaba. Pedro no pudo apartar la mirada de la chica. Era alta, tenía mucha presencia y el lugar parecía demasiado pobre para una mujer que bien podría pasearse por las playas de Miami con unos fisiculturistas bronceados. No miraba de frente y sus párpados ocultaban unos ojos rencorosos. Terminaron de cenar y se retiraron. Yana comentó que eran una pareja muy rara y que el hombre no parecía tener buenas costumbres. Pero que era desconcertante que ella se riera con las bromas tontas del tipo. Se levantaron también y fueron a dar un paseo corto porque la luz se iba extinguiendo. Se acostaron pronto y no despertaron hasta bien entrada la mañana. Cuando salieron de su choza el sol estaba en todo lo alto. Hacía mucho tiempo que no dormían tanto. Pedro se sintió ligero y cuando Yana le preguntó si tenía hambre corrieron a desayunar. Al subir la larga escalera que llevaba al restaurante vieron a la joven en bañador. Era estupenda. Yana comentó en voz alta, haciendo enrojecer a su esposo con las acertadas observaciones, las cualidades de la joven. Ella los miró y sonrió un poco, luego desapareció en el agua vaporosa. Pedro saboreó la comida y trató de no desviar sus pensamientos. La chica de bañador blanco estaba ocupando por completo sus pensamientos.

—Es muy guapa, ¿verdad?
—Sí, amor, pero ¿cómo es posible que una mujer así ande con un cabrón como ese?
—Ya ves, en la vida hay de todo.
—Pero, es injusto, ¿no crees?
—Hay muchísimas cosas injustas en el mundo y no son comparables con eso. Piensa en las guerras, el hambre…
—Sí. Lo entiendo, pero esto es diferente.
—¿Diferente?
—Pues, sí. Ella es joven debería estar con un hombre joven y rico, debería ser amada e idolatrada como una diosa.
—Ya veo que te ha gustado. Por desgracia la vida es injusta y tú, mejor que nadie, lo sabes.
—Sí, de acuerdo. Tienes toda la razón y me gustaría que me ayudaras a salir de aquí pronto.
—¿Ya te quieres ir?
—¿La verdad? Sí, no quiero verlos más y creo que sin ellos sí podré dedicarme a algo de provecho.
—Bueno, como tú digas.

Entraron al comedor y se deleitaron con los platillos. No se frenaron ante la amenaza de la grasa y los dulces. Decidieron que seguirían su régimen al volver a la zona del estrés. Aunque no estaban gordos, el aspecto de Yana cambiaba muy rápido si engullía calorías, por eso, Pedro se había decidido a controlarla llevando un consumo más moderado de azúcares y grasas. La maciza figura de Yana se había ido estirando hasta las dimensiones de la chica del bañador blanco y ya no importaba de qué volumen fueran. Pedro quería satisfacer el cuerpo y la imaginación. Miró el reloj y contó las horas que había hasta la noche y se resignó al sufrimiento borrando los recuerdos del día anterior que ya estaban mezclados con la joven de blanco. El dueño del balneario, un hombre entregado a su negocio salió muy contento de la cocina y al verlos se acercó y les preguntó si ya habían visitado las grutas. La respuesta fue negativa y la sorpresiva noticia les causó mucha curiosidad. Decidieron ir al terminar de comer.  Eran sólo cuarenta kilómetros y el espectáculo merecía la pena. Se levantaron, le agradecieron a la mesera su atención y se fueron a poner ropa cómoda para ir a las cuevas. El trayecto ya no fue el elogio a la vegetación, sino hipótesis sobre las relaciones de una mujer joven y guapa con un hombre con tipo de mafioso. No habría más forma de saberlo que preguntándoles, pero no se atrevían a dar tal paso. Giraron en una desviación, leyeron un anuncio y estacionaron el coche. Hacía calor y el sol cegaba. Yana cogió sus gafas y se puso su sombrero. Pedro era muy austero y sin pretensiones, nunca se había puesto gafas para el sol, ni había usado gorras y sombreros. Estaba acostumbrado a las condiciones adversas y su fortaleza lo había mantenido resistente hasta antes de escribir sus novelas. Ahora era un hombre más sensible y con el enorme problema de la inspiración germinándose por algún sitio de su cabeza. La espera le provocaba comezón e impaciencia, pero como su atención estaba centrada en los últimos acontecimientos, se había olvidado de todo. Compraron las entradas y comenzaron a andar por un túnel iluminado. Un guía iba explicando cosas que Pedro ya sabía y evitaba oír. Empezó una conversación alegre con su esposa. Cogidos de la mano comenzaron a comparar las estalactitas con figuras. Una botella, unos reyes magos, una mujer desnuda, un elefante. Pasearon un rato oyendo lo que decía el muchacho con voz muy acentuada. De pronto vieron que en el sentido contrario venía la pareja del balneario. Yana fingió no verlos, pero Pedro apenas pudo hablar porque el corazón le latía con fuerza. Era por causa de un vestido de flores muy simple que delineaba a la perfección el cuerpo de la chica. El hombre llevaba unas gafas sobre la frente como si fueran unos ojos de mosca adicionales, se acercó.

—Hola, ustedes son los del balneario, ¿no?
—Sí—contestó Yana con naturalidad. Pedro estaba rojo y no podía levantar la vista.
—Yo soy Vladímir y esta es Bella.
—¿Bella? —preguntó Pedro, sin poder controlarse.
—Sí, querido amigo así le pusieron sus padres. ¿Se da cuenta del acierto?
—Pero podría haber nacido fea y habrían tenido que cambiarle el nombre, ¿no? Bella se rio un poco y saludó a Yana.
—Soy Yana y este tonto avergonzado es Pedro mi marido.
—Encantados —contestaron sin mucha gentileza.
—Les importa que los acompañemos—dijo Bella—, me gustaría saber con qué figuras asocian estas piedras.
—No son piedras, Bella, ya te he dicho que son estalactitas y se formaron por el agua y…
Vladímir no tuvo tiempo de decir más porque Bella empezó a decir maldiciones en ruso y tanto Pedro como Bella se asombraron.
—¿Eres rusa?
—Sí, mi padre era ruso y mi madre de Ucrania. Crecí en un orfanato porque murieron jóvenes y este me rescató. Logró que le dieran mi custodia y ahora es mi papito.
La mirada de Bella se endureció y Vladímir apartó a Pedro.
—¿A qué se dedica, amigo?

Bella y Yana se alejaron rápidamente y Pedro no tuvo tiempo de sumirse en sus pensamientos. Le había asombrado que llevaba más de cinco años con su mujer y nunca se había interesado mucho por el ruso. Pensó que le sería difícil emprender el estudio con los sonidos que lo habían condicionado como un perro a esperar una recompensa.

—¿Qué dice?
—Le pregunto que a qué se dedica?
—Ah, pues soy escritor, y ¿usted?
—¡Escritor!!Qué maravilla! Y ¿qué escribe?
—Novelas, en general, pero a veces escribo ensayos y artículos para los periódicos. Y ¿usted?
—¿Por qué no me tutea? ¿Es difícil para un escritor entrar rápido en confianza?
—No, si quiere que lo tutee, así lo haré.
—Pues, para empezar, dime Valodya.
—Bueno, y de qué parte de Rusia eres Valodya.
—De la capital, pero mis familiares son del Cáucaso.
—Ah, pues Yana tiene raíces armenias.
—Sí, se lo noté de inmediato. A decir verdad, tenía pensado abordaros, pero con la cara que pones decidí que no era lo más correcto.
—Vaya, no me imaginé que mi cara resultara tan desagradable.
—No es tú cara, sino la expresión que pones.
—Y ¿qué expresión es?
—No te ofendas, pero la verdad es como si tuvieras estreñimiento. Espero que eso no se refleje en tus libros.

Pedro se sonrió, pero estaba ofendido porque nadie le había dicho nada igual. No sabía si los que se lo habían ocultado le habían tenido compasión o si, en realidad, era una broma de Vladímir que tenía una forma muy especial de bromear encrudeciendo la verdad. Hubiera ido corriendo a preguntárselo a Yana porque en situaciones tan insignificantes como esa, ella era la única que resolvía todo con una paciencia de madre.

—No, no lo creo. Tan sólo he escrito tres. Dos son de ciencia ficción y otra una especie de drama, pero no se preocupe, por fortuna nadie me ha dicho que sea una novela astringente.
—Parece que eres muy sensible a las bromas. Oye, ¿podrías dedicarme una novela? En realidad, soy aficionado a las de detectives. Me encanta Maugham, Christie y Doyle, Poe y unos rusos que no has de conocer.
—Pues conozco a Marina Ustínova, Daria Dantsova y Boris Akunin.
—¿Sabes? Conoces bastantes, pero no me gustan en absoluto. Prefiero clásicos de novela negra. Hace poco leí de nuevo a Jim Thomson y tuve la impresión de que…Ah, perdona, ¿conoces The killer inside to me?
—No, por desgracia no la conozco.
—Tienes que leerla sin falta porque el personaje principal es igual a Bella, pero de diferente sexo. Creo que si la hubieran llamado para filmar un remake de “El asesino que llevo dentro”. Ella habría sido el femenino perfecto de Casey Affleck. Bueno, la verdad es que tengo miedo de que me asesine un día de estos. ¿te has dado cuenta de que dormimos en cabañas diferentes.
—No, no había puesto atención en eso.
—Sí. Es por precaución. Ya la ves tan guapa por fuera, pues por dentro lleva algo que la hace peligrosa. Una ocasión intentó envenenarme y casi logra mandarme al otro lado.
—Pero si se nota a leguas que se llevan bien. Sobre todo, cuando escribes esos papelitos.
—Tienes suerte de no haberlos leído. Te impactaría saber lo que pocas líneas pueden expresar. ¡Ah! 

Mira, ahí vienen las chicas.
Pedro ya no pudo saber más detalles de Bella y le anunciaron que a la mañana siguiente se irían muy temprano. La noticia le cayó como un balde frio porque su curiosidad de escritor esta vez permanecía dormida como un perro bien comido que espera un largo sueño para digerir la carne cruda. Yana habló maravillas de Bella y anunció que cenarían juntos. Volvieron al balneario y el tiempo que les restaba para la cena lo aprovecharon para conversar. Él mencionó la peligrosidad de Bella y las revelaciones que le había hecho Valodya, pero Yana lo desconcertó cuando le dijo que la pobre muchacha era extorsionada, que el tal Vladímir no era el empresario que decía, que pertenecía a una mafia de tráfico humano y que tenía amenazada a la pobre chica. No encontraron argumento para derrocarse el uno al otro y se quedaron con una duda enorme. Acordaron disimular en la cena por seguridad de Bella, eligieron algunos temas de conversación, por si las dudas y salieron a su encuentro. Cuando llegaron la pareja ya estaba allí. Había una familia discutiendo con los niños pequeños sobre la forma correcta de conducirse en la mesa. La madre amenazaba con castigar a todos los traviesos, pero el padre permanecía apacible y no le daba importancia a la situación, a pesar de que su mujer todo el tiempo le pedía su opinión. Al final los niños se quedaron tranquilos y empezaron a cenar.

—Buenas noches, Valodya, ¿llevan mucho aquí?
—Sí, desde que empezó la trifulca en aquella mesa.
—Oye, Valodya, hablas muy bien, ¿Cuánto tiempo has estudiado mi lengua?
—Más de cinco años, es que viví un tiempo en España y como quería ser un Hemingway me dediqué a beber y hablar con medio mundo en Cuba.
—Ya veo. El resultado fue muy bueno.
—Sí, lástima que ahora mis obligaciones comerciales me impidan hacerlo de nuevo.
—Nosotros hemos viajado poco al extranjero. Imagínate que no conozco tu tierra.
—Tendrían que ir. Los recibiríamos con mucho gusto. Por cierto, he encontrado algo tuyo en la red. Me gusta tu libro sobre la invasión alienígena, es muy original. Me gustaría que me lo pudieras firmar alguna vez.
—¡Claro! Con mucho gusto.

La conversación fue muy pausada. Bella casi no habló. Yana se limitó a hacer comentarios que aludían a lo que decía Pedro. Valodya comió muy bien y habló de la cocina internacional, de las cosas que había probado alguna vez y luego habló de su salida por la madrugada. Le dejó a Pedro una tarjeta por si algún día deseaba llamarle y se retiró a dormir. Lo siguió Bella con paso lento. En cuanto desaparecieron, Yana dijo que se sentía muy llena y que sería bueno que se fueran a acostar. Salieron, dieron un pequeño paseíllo y después se acostaron. Yana se durmió muy rápido y comenzó a roncar sin fuerza. Pedro estuvo dando vueltas en la cama y cerca de la medianoche oyó unos ruidos raros. Salió creyendo que un animal, un tejón o una ardilla, andaba arañando las puertas. La luna estaba casi llena y se reflejaba en la superficie de las piscinas. El vapor creaba un efecto bastante interesante que atrajo la atención de Pedro. Avanzó hasta el estanque más bajo que se encontraba cerca de la cabaña donde dormía Bella. Se sentó en una tumbona y miró a través del humo. No hacía mucho frio y el viento no soplaba. De vez en cuando se oía algún ruido, pero no era el que él había salido a buscar. Dejó volar su imaginación y los pensamientos eróticos le comenzaron a escurrir por los ojos. Apareció en su mente Bella con sus hermosas piernas y su cadera bien formada, tenía el mismo bañador blanco, el pelo mojado y sus ojos grises intensos se habían suavizado, la piel almendrada de la chica lo incitaba y su boca comenzó a besar el aire. Deseó con toda el alma tener la oportunidad, algún día, de poder acostarse con una mujer como ella. Sintió una pequeña alteración en sus pantaloncillos cortos y su respiración se fortaleció. Tenía los ojos cerrados y el placer de su ensueño lo aisló por completo. De pronto notó que del agua salía un ruido de pataleos. Abrió los ojos y vio una silueta conocida de color blanco, luego apareció el hermoso rostro de Bella. Lo miró con ojos sonrientes y lo saludó.

—¿Tampoco puedes dormir?
—No, Bella, creo que algo me cayó muy pesado al estómago y he estado oyendo ruidos toda la noche.
—A mí también me han despertado. Me pareció ver unas ardillas merodeando por allí—señaló una cabaña vacía que estaba cerca.
—Sí, son demasiado traviesas. Más o menos como los chicos de la cena que no dejaban de mortificar a su madre.
—No, esos son unos demonios que quieren acabar con su mamá.
—Seguro que de pequeña tú eras igual, ¿no?
—No, Pedro, a mí me robaron la infancia. El lugar en el que crecí era muy cruel. Me tuve que adaptar y aprendí a hacer cosas muy malas. Es muy difícil sobrevivir en un orfanato. Allí te agreden y si eres débil te acaban. Gracias a esa forma de vida, ahora soy insensible. Lo último que me quedaba de bondad me lo destruyó Vladímir. ¿Sabes que en realidad se llama Ovanes?
—No, no lo sabía.
—Sí, es una variante de Iván en armenio. Él le miente a todo el mundo. ¿Sabes cómo aprendió español?
—Ya me lo ha dicho. Estuvo en Cuba y en España…
—No, eso es lo que dice siempre, pero no es así porque se ofreció de mercenario en África. Fue a Guinea Ecuatorial con unos asesinos a sueldo y torturó a infinidad de negros por dinero. Conoció personalmente a Obiang y se llevaba bien con él porque decía que eran iguales: uno Obiang y el otro Oviagnes. Un día tuvo un conflicto con algunos políticos y lo obligaron a huir. Luego lo contrataron unos mafiosos y trabaja protegiendo la mercancía.
—¿La mercancía?
—Sí. Mujeres guapas para el placer de hombres ricos. ¿Sabes por qué estoy aquí?
—No tengo la menor idea—contestó Pedro con un mal presentimiento que le estaba cerrando la garganta, le producía temor y le despertaba unos celos nauseabundos.
—Pues, porque mañana por la noche me llevará con un hombre muy influyente. Tendré que complacerlo y resistir todas sus perversidades. Mira—se quitó el bañador y se acercó a Pedro, le cogió la mano y se la puso sobre el vientre. Él sintió las huellas de una enorme cicatriz de unos veinticinco centímetros que iba desde el monte pélvico hasta el pecho—, ¿sientes?

Pedro estaba horrorizado. No se había imaginado una cosa así. Era como si ante sus ojos hubieran cogido a un ángel y le hubieran arrancado las alas tirándolo a sus pies. La miró y comenzó a llorar. Ella le dijo que se calmara, que pronto Vladímir, Valodya, Ovanes o quien fuera desaparecería por completo. Ya estaba el plan hecho y había un hombre, enemigo de Valodya, que la ayudaría. Se dio la vuelta y con una señal de la mano se despidió. Pedro la vio de espaldas y no pudo comprender cómo una Afrodita tan inmaculada se había convertido en un retazo zurcido de tripa revuelta. Lloró en silencio y sus fantasías se transformaron en lodo con sangre. Sentía un odio terrible por el impostor Valodya y deseo que se muriera muy pronto.

Oyó la voz de Yana. Que lo sacudía con fuerza.  Vio una figura borrosa y recordó todo lo que le había pasado hacía unas cuantas horas antes. Se abrazó a Yana y empezó a contarle todo. Lo tranquilizó y le propuso que fueran a preguntar por Bella. El encargado les comunicó que habían salido muy temprano y que no habían dejado nada para ellos. Pedro liquidó su cuenta y se marcharon también. El trayecto fue larguísimo por los atascos en la entrada a la ciudad. Yana tuvo que conducir a vuelta de rueda tres horas. Llegaron rendidos a su casa. Comieron algo y se acostaron. No habían hablado mucho en la carretera y cada vez que comentaban algo que podía asociarse a la pareja que habían conocido en las aguas termales, se lo callaban para no alterarse con los temores que les surgían. Pedro no habló mucho tres días seguidos, pero se vio arrollado por una noticia que le enseñó Yana en un periódico ruso dedicado a la delincuencia.

—Mira lo que dice aquí.
— Pero ¿cómo voy a leer si no sé nada de ruso? Léelo tú.
—Dice que un hombre fue asesinado en un piso del sur de la ciudad de Moscú. Su nombre es Ovanes y pertenecía a un grupo organizado de delincuencia. Según las declaraciones de una de las mujeres que extorsionaba, un hombre armado irrumpió en su piso y le disparó. No había más datos. De la chica.
—¿Eso es todo lo que dice?
—Sí, pero mira la foto. ¿Los reconoces?
—Sí, esa es la cara de Valodya y la chica que está de perfil es…es Bella, ¿no te parece?
—Sí, si es ella.
—Entonces…—dijo Pedro con cara de alegría y alivio—, ella me dijo la verdad.
—¿La verdad? ¿Qué verdad?

Pedro le contó el encuentro que había tenido con Bella en la piscina, le habló del plan que ella había tramado para deshacerse de Valodya y se alegró de que se hubiera librado del monstruoso proxeneta. Yana oía incrédula las cosas que le confesaba su marido. Al final lo abrazó y la satisfacción fue tanta que terminaron enlazados en la cama gimiendo de felicidad. Pedro se levantó desnudo por una botella de vino y le sirvió a Yana una copa, luego por el efecto del alcohol comenzó a soltar la lengua. Eso le sucedía cuando en su espíritu el tallo de creatividad mostraba las primeras hojas de la planta que se convertiría en su novela. Yana le dijo que era el momento de empezar. Tres meses, sin prescindir de las pizzas a domicilio, los largos paseos por el parque, las discusiones por tonterías y las noches interrumpidas por los chispazos de inspiración, se dedicaron a la organización de la historia. La construyeron como si se tratara de una casa echa de palillos y cuando reunieron ciento cincuenta folios llamaron al editor.

Virgilio Méndez envió a un mensajero por el sobre lleno de papeles y les prometió que en cuanto el corrector de estilo aprobara la obra pensarían en editarla. Alfonso Reina, el encargado de la elegancia en la escritura, llamó varias veces a la pareja para hacerles saber los cambios que tenía pensado hacer. Les hizo cientos de preguntas por medio de mensajes de teléfono y les devolvió la versión final con todas las correcciones.

Yana recibió la novela y esperó a que Pedro saliera de la ducha para comenzar la lectura. El pobre autor no tuvo tiempo de vestirse y comió y cenó envuelto en su toalla. Cuando encontró un instante para vestirse y peinarse descubrió que eran las dos de la mañana y que era inútil hacerlo. Siguió comentando con Yana los aciertos de Alfonso. Les había agregado lenguaje poético a las descripciones, le había dado características de diosa griega a Bella y había convertido en un monstruo mitológico a Valodya. Además, había reestructurado algunas partes del libro para mantener el suspenso. La pareja estaba feliz y presentía el gran triunfo que tendrían pronto. Se acostaron y la euforia los mantuvo soñando y abrazándose hasta la mañana. Les preguntó Virgilio si estaban de acuerdo en publicar. La respuesta fue inmediata y unas semanas después, la campaña publicitaria había despertado el interés de los admiradores de Pedro Lozano que ahora sorprendía con una novela de acción como las de John Le Carré, Graham Green o Frederick Forsyth.

La noche de la presentación Virgilio invitó a Pedro a cenar en un lujoso restaurante. El sitio estaba lleno y había mucho bullicio por ser viernes. Les asignaron una mesa en un lugar más tranquilo. Yana iba muy contenta y había intrigado un poco a su marido diciéndole que había una sorpresa muy especial para él. Lo molestó todo el día preguntándole sobre el regalo que le darían en la noche. Pedro mencionó una infinidad de objetos, pero ninguno de ellos pudo acabar con la persistencia de Yana que se reía cada vez más fuerte. Era tanta la burla que Pedro la espantaba como si fuera un abejorro dispuesto a picarlo. En la noche, después de haber firmado cientos de libros, ya no tenía paciencia para seguir soportando las miradas intrigantes de su mujer y le dio gracias a dios cuando lo recibió Alfonso reina. Nunca lo había visto de frac y le pareció otra persona. Se abrazaron intercambiaron algunos cumplidos y se fueron a sentar. Había sillas de sobra y la mesa parecía demasiado grande para cuatro personas. Pedro preguntó y le dijo Virgilio que esperaban a dos personas más. Bebieron un poco y hablaron de la historia. Estaban satisfechos por el ingenio del autor. Los curiosos que lo reconocieron lo saludaron y uno que otro se acercó a desearle éxito.  De pronto se quedó inmóvil. Perdió el habla y miró con ojos exorbitados a Yana que soltó una carcajada.

—Pedro, permíteme presentarte a mis amigos.
—Pero…—Pedro estaba impresionado por la aparición de Bella, pero que fuera acompañada de Vladímir le pareció absurdo y abrió las manos exigiendo una explicación.
—Este es Maxím Petrov, un cantante de ópera y actor de teatro, y esta preciosa chiquilla es la sobrina del embajador ruso. Estudia arte dramático…


sábado, 2 de septiembre de 2017

Reina muñeca

Todo comenzó cuando el Barón Juan Domingo perdió su poder y fortuna. Le quedaron sólo el rango y las victorias de su pasado. Cada miembro de su familia se vio obligado a cargar su cruz, lo malo fue que a la más pequeña de las hijas le tocó una equivocada. Tal vez el destino escogió su espalda para poner a prueba su carácter. Era muy romántica e infantil. A pesar de tener diecisiete años su mundo seguía siendo el de una Alicia del País de las Maravillas. Era inocente y se fiaba de todo, por fortuna el optimismo y el concepto que tenía del honor la salvaron de hundirse en el fango por donde pasaba.
Un día la conoció un hombre importante del palacio y la sedujo. La hizo subir a su carruaje, la llevó a una cámara con la excusa de mostrarle las valiosas pertenencias de sus antepasados y terminó debajo de su falda hurgando en sus sentimientos femeninos. Para enmendar los daños que le había causado con su arrebato, le prometió casarse con ella. Fijaron la fecha y, aunque muy pocos miembros allegados al soberano estaban de acuerdo, ni la reina ni el Consejero del Rey lograron impedir que Su Alteza Real se casara con ella. La boda produjo una marejada de disgusto porque por primera vez se había tomado una decisión que contradecía y violaba las normas de cientos de años. Los más conservadores vieron el suceso como un resquebrajamiento de la monarquía, pero la juventud, es decir la plebe, decidió que ese fenómeno representaba el paso a la democracia. Las nupcias se celebraron conforme a la tradición, la gente se enamoró de inmediato de la nueva princesa y las mujeres vieron realizada la fantasía común de sus sueños, en los que un príncipe azul se casaba con una modesta doncella del pueblo y vivía feliz  muchos años. Su elegante vestido de novia provocó una lluvia de pétalos que se propagó como un murmullo en las alitas de mariposa que revoloteaban por todos lados. Las cualidades de la bella joven empapaban las conversaciones en todas las casas. Se le describía como la luz del día, la flor de la nación, el espíritu de la bondad. Ella, con su pesada cruz sobre la espalda, aceptó el mando del pueblo y prometió ser sencilla hasta el límite de sus fuerzas. Afirmaba y sonreía como si no tuviera ya, suficiente peso aplastándola.

Su actitud humilde le trajo las primeras represalias que, como la desgracia, no llegaron solas; ya que iban enrolladas con sogas de traición. “¿Qué esperabas? —se dijo a sí misma en la primera noche de bodas—. Si has llevado esa carga desde la cuna, tienes que arrastrar con ella”. Se conformó con lo que le había tocado en suerte y siguió tratando de cumplir con el protocolo del palacio, a pesar de que su marido estuviera con otras mujeres y tuviera una amante oficial. Era para volverse una Juana Loca, pero ella lo sacó todo con ayuda de las lágrimas, las cuales se convirtieron en un riachuelo que corrió por todas las calles. Mostró su sonrisa y su mirada triste, sacó a pasear su inocencia por todos lados y quienes la fueron conociendo la amaron y admiraron de inmediato. Encontró a varios confidentes que con su gran criterio le aconsejaron que guardara la cordura y que siguiera su lucha. Sabía que la sombra de la falsedad haría sus días grises. Estaba preparada para recibir la ingratitud de los que se le acercaban con algún interés oculto. Dentro de las murallas del alcázar todos eran sus enemigos y la odiaban porque nunca habían tenido dentro a alguien tan sincero y natural. Molestaba con sus preguntas tontas, hería con sus llamadas de atención, les ponía el dedo en la llaga a los gobernantes cuando se hablaba de sus antepasados. Las obligaciones la arrinconaron y dio a luz a un heredero del trono. Los roces se apaciguaron con su maternidad y se le consintió un poco, sin embargo, el problema era siempre su mirada, que decía más que sus palabras y tenía el poder de gritarle silenciosamente la realidad a la gente.

Todos se detenían ante sus hermosos ojos, la veían pasar triste por las plazas en su abierto carruaje, la admiraban con su velo en las ceremonias religiosas y le agradecían las bendiciones cuando les daba monedas a ellos o a los leprosos prometiéndoles curación.  Muy pronto se hizo de conocimiento público que, con todo el lujo y pompa de su casa, la pobre vivía en un calabozo, la rodeaban las ratas y las hienas la guiaban por los oscuros y húmedos pasillos de los sótanos. Ella trató de hallar una salida y unos agudos caballeros localizaron los huecos de su corazón. La trataron de convencer de que el secreto estaba en la venganza. Ella se negó rotundamente, pero con pócimas secretas la sedujeron y la metieron debajo de las sábanas. Por culpa de los fanfarrones que en las cantinas contaban las argucias con las que la habían obnubilado, llegó a oídos de toda la gente, la deshonra de la pobre princesa.

Un día se anunció el fallecimiento del rey y todos pensaron que había llegado el momento de la verdad, pero no fue así porque el nuevo investido se reunió con su amante y le celebró su aniversario a lo grande con mucha pompa. El pueblo estaba a punto de levantarse en armas por la conducta licenciosa del rey que con su compás de marcha de celebridad orinaba los muros de las casas rebajándolos a mingitorios, pero salió la nueva reina a mediar la situación. Dijo que no tenía sangre azul y que sus conflictos en el seno de la realeza eran tantos que prefería abdicar divorciándose. La petición quedó en el aire electrificándolo. Se sentía la tensión que le ponía erizados los pelos al pueblo. El temor de que se echara de palacio a la recién ungida reina era lo que más preocupaba a todos. Se especulaba mucho con los rumbos que tomaría la historia si eso sucedía. Se abrió una mañana, para que saliera por la puerta principal, la repudiada mujer despojada de su poder. Iba con el mismo vestido con el que había entrado hacía varios años. El frio viento le limpió el polvo dorado de ilusión y cientos de miradas escandalosas siguieron los lentos pasos de la pobre dama que salía con sus harapos viejos a paso lento y con un recto mentón de dignidad. Parecía que avanzaba en cámara retardada y que su salida se estaba grabando en la piedra de la historia con cincel y un fuerte mazo, pero lo que nadie presentía o lograba percibir en ese instante era que dentro de la fortaleza la tierra temblaba con el suave andar de la mujer despojada de sus poderes. Desde las ventanas de las torres los criados y el hijo derramaron sus lágrimas. Ella comenzó su nueva vida en cuanto puso el primer pie fuera de la institución monárquica. Se le veía triste por la pérdida de su hijo, pero su ánimo fue desplegando poco a poco una hilera de dientes blancos bien alineados. El generoso pueblo le ayudó con un tributo que le proporcionó cobijo y alimento. En su nueva condición, el rey, organizó reuniones con las damas más guapas, muchas de ellas tenían muy mala reputación por su conducta libidinosa, por lo que una alfombra de escupitajos verdes fue cubriendo las aceras.

Un día, la ex reina fue al mercado a comprar un poco de leche y se encontró con un gran comerciante de Oriente. Era un hombre influyente que gozaba del respeto de la mayoría de los mercaderes. Vendía productos muy buenos y su belleza espiritual era como la física. Al verlo por primera vez y sin títulos, pues el hombre rico, había salido desaliñado a dar una vuelta, lo tomó por un joven cualquiera. No llevaba guardianes ni joyas ni nada que indicara que tenía un elevado estatus, por lo que al acercársele le preguntó si le importaría compartir la leche con él. Ella le dijo que sí y dividieron en dos tarros el líquido para bebérselo. Se fueron conversando sobre cosas habituales de la vida y se identificaron desde el principio porque cada uno vio la carga que el destino les había asignado. El mercader llevaba un fardo con la envidia y la conspiración de los demás. Vio en la estrecha, pero fuerte espalda de su acompañante la maldición del engaño. Se quedó meditabundo un rato y sus deliberaciones le fueron abriendo un sendero en su jungla de dudas. Entendió que tenía enfrente lo que había buscado en sus largas caminatas por el desierto. Vio la estrella de las noches tibias, en las que oía la música de los cuadros que dibujaba con sus pensamientos, y le dijo sin pensarlo que la necesitaba. Ella dejó que las pestañas cubrieran de duda su rostro, pero él sabía que debajo de esas largas escobillas de vello fino estaban unos ojos complacientes, por eso la tomó de la mano y se la llevó a su casa.

Se puso a temblar cuando vio que se le acercaban unos soldados con turbante en la cabeza y sable en el cinto, pero lo que oyó la tranquilizó de inmediato. Se enteró de quién era su acompañante y vio una alegre expresión que le endulzó el corazón. Siguieron su marcha y pronto se abrió una puerta de hierro y apareció un jardín con flores de todos los colores, una joven con el rostro oculto detrás de un velo le ofreció agua para refrescarse y la condujo a una habitación. Varias criadas escogieron los vestidos y las joyas que debía llevar para conocer a la familia de su amigo. Entró a un gran salón tan lujoso como cualquiera de los que había visto en su antigua casa. En fila estaban un hombre viejo y encorvado, una mujer baja y delgada y el mercader que ahora estaba bien vestido. Oyó una voz diferente cuando le habló. Se sentía el dominio y la fuerza, era capaz de dominar fieras y ofrecer protección en el peligro. Su mirada era de almíbar y sus carnosos labios pedían mordiscos. Decidieron quedarse juntos para siempre.

Los rumores salieron como hormigas por debajo de la alta reja metálica y llegaron como escarabajos negros y mal olientes al lecho del rey, quien se deleitaba con el ungido cuerpo de sus siervas. Controló el enfado, pero el mecanismo maléfico de su mente urdió un plan para deshacerse de su ex emperatriz. En la casa del comerciante reinaba la armonía y un nuevo fruto, en pleno crecimiento, alimentaba su felicidad. Era tan fuerte el efecto de la secuela en el vientre que la cabeza le giraba como rehilete. Temía la llegada de una bruja disfrazada la misión de envenenarla con una manzana, pero no existía tal maga y si la había en algún lugar tenía una apariencia completamente diferente.


Comenzaron a llegar las malas noticias. Primero amenazas y luego una orden de confiscación de bienes y el destierro. No fue tan fácil echar al rico mercader porque era uno de los más exitosos vendedores en la ruta comercial que se extendía por medio planeta. Fue necesario concederle una salida digna en compañía de sus socios y criados, además, se le pagó una gran suma por su lujosa casa. El rey se había aconsejado con sus guías espirituales y decidió propagar un bulo que despertó la ira del feudo vecino, de tal forma, que el negociante se vio atrapado en una emboscada. Murió junto con su familia. El niño que esperaba nacer un mes más tarde vio frustrado su alumbramiento. Hubo ataque y despojo. Los cuerpos de las víctimas quedaron a merced de las aves de rapiña y con el tiempo los restos de la tragedia se fueron hundiendo en el fango, pero se erigió una gloriosa escultura de la mujer que en vida tuvo que llevar una aplastadora cruz y el fardo de su amado.