sábado, 2 de septiembre de 2017

Reina muñeca

Todo comenzó cuando el Barón Juan Domingo perdió su poder y fortuna. Le quedaron sólo el rango y las victorias de su pasado. Cada miembro de su familia se vio obligado a cargar su cruz, lo malo fue que a la más pequeña de las hijas le tocó una equivocada. Tal vez el destino escogió su espalda para poner a prueba su carácter. Era muy romántica e infantil. A pesar de tener diecisiete años su mundo seguía siendo el de una Alicia del País de las Maravillas. Era inocente y se fiaba de todo, por fortuna el optimismo y el concepto que tenía del honor la salvaron de hundirse en el fango por donde pasaba.
Un día la conoció un hombre importante del palacio y la sedujo. La hizo subir a su carruaje, la llevó a una cámara con la excusa de mostrarle las valiosas pertenencias de sus antepasados y terminó debajo de su falda hurgando en sus sentimientos femeninos. Para enmendar los daños que le había causado con su arrebato, le prometió casarse con ella. Fijaron la fecha y, aunque muy pocos miembros allegados al soberano estaban de acuerdo, ni la reina ni el Consejero del Rey lograron impedir que Su Alteza Real se casara con ella. La boda produjo una marejada de disgusto porque por primera vez se había tomado una decisión que contradecía y violaba las normas de cientos de años. Los más conservadores vieron el suceso como un resquebrajamiento de la monarquía, pero la juventud, es decir la plebe, decidió que ese fenómeno representaba el paso a la democracia. Las nupcias se celebraron conforme a la tradición, la gente se enamoró de inmediato de la nueva princesa y las mujeres vieron realizada la fantasía común de sus sueños, en los que un príncipe azul se casaba con una modesta doncella del pueblo y vivía feliz  muchos años. Su elegante vestido de novia provocó una lluvia de pétalos que se propagó como un murmullo en las alitas de mariposa que revoloteaban por todos lados. Las cualidades de la bella joven empapaban las conversaciones en todas las casas. Se le describía como la luz del día, la flor de la nación, el espíritu de la bondad. Ella, con su pesada cruz sobre la espalda, aceptó el mando del pueblo y prometió ser sencilla hasta el límite de sus fuerzas. Afirmaba y sonreía como si no tuviera ya, suficiente peso aplastándola.

Su actitud humilde le trajo las primeras represalias que, como la desgracia, no llegaron solas; ya que iban enrolladas con sogas de traición. “¿Qué esperabas? —se dijo a sí misma en la primera noche de bodas—. Si has llevado esa carga desde la cuna, tienes que arrastrar con ella”. Se conformó con lo que le había tocado en suerte y siguió tratando de cumplir con el protocolo del palacio, a pesar de que su marido estuviera con otras mujeres y tuviera una amante oficial. Era para volverse una Juana Loca, pero ella lo sacó todo con ayuda de las lágrimas, las cuales se convirtieron en un riachuelo que corrió por todas las calles. Mostró su sonrisa y su mirada triste, sacó a pasear su inocencia por todos lados y quienes la fueron conociendo la amaron y admiraron de inmediato. Encontró a varios confidentes que con su gran criterio le aconsejaron que guardara la cordura y que siguiera su lucha. Sabía que la sombra de la falsedad haría sus días grises. Estaba preparada para recibir la ingratitud de los que se le acercaban con algún interés oculto. Dentro de las murallas del alcázar todos eran sus enemigos y la odiaban porque nunca habían tenido dentro a alguien tan sincero y natural. Molestaba con sus preguntas tontas, hería con sus llamadas de atención, les ponía el dedo en la llaga a los gobernantes cuando se hablaba de sus antepasados. Las obligaciones la arrinconaron y dio a luz a un heredero del trono. Los roces se apaciguaron con su maternidad y se le consintió un poco, sin embargo, el problema era siempre su mirada, que decía más que sus palabras y tenía el poder de gritarle silenciosamente la realidad a la gente.

Todos se detenían ante sus hermosos ojos, la veían pasar triste por las plazas en su abierto carruaje, la admiraban con su velo en las ceremonias religiosas y le agradecían las bendiciones cuando les daba monedas a ellos o a los leprosos prometiéndoles curación.  Muy pronto se hizo de conocimiento público que, con todo el lujo y pompa de su casa, la pobre vivía en un calabozo, la rodeaban las ratas y las hienas la guiaban por los oscuros y húmedos pasillos de los sótanos. Ella trató de hallar una salida y unos agudos caballeros localizaron los huecos de su corazón. La trataron de convencer de que el secreto estaba en la venganza. Ella se negó rotundamente, pero con pócimas secretas la sedujeron y la metieron debajo de las sábanas. Por culpa de los fanfarrones que en las cantinas contaban las argucias con las que la habían obnubilado, llegó a oídos de toda la gente, la deshonra de la pobre princesa.

Un día se anunció el fallecimiento del rey y todos pensaron que había llegado el momento de la verdad, pero no fue así porque el nuevo investido se reunió con su amante y le celebró su aniversario a lo grande con mucha pompa. El pueblo estaba a punto de levantarse en armas por la conducta licenciosa del rey que con su compás de marcha de celebridad orinaba los muros de las casas rebajándolos a mingitorios, pero salió la nueva reina a mediar la situación. Dijo que no tenía sangre azul y que sus conflictos en el seno de la realeza eran tantos que prefería abdicar divorciándose. La petición quedó en el aire electrificándolo. Se sentía la tensión que le ponía erizados los pelos al pueblo. El temor de que se echara de palacio a la recién ungida reina era lo que más preocupaba a todos. Se especulaba mucho con los rumbos que tomaría la historia si eso sucedía. Se abrió una mañana, para que saliera por la puerta principal, la repudiada mujer despojada de su poder. Iba con el mismo vestido con el que había entrado hacía varios años. El frio viento le limpió el polvo dorado de ilusión y cientos de miradas escandalosas siguieron los lentos pasos de la pobre dama que salía con sus harapos viejos a paso lento y con un recto mentón de dignidad. Parecía que avanzaba en cámara retardada y que su salida se estaba grabando en la piedra de la historia con cincel y un fuerte mazo, pero lo que nadie presentía o lograba percibir en ese instante era que dentro de la fortaleza la tierra temblaba con el suave andar de la mujer despojada de sus poderes. Desde las ventanas de las torres los criados y el hijo derramaron sus lágrimas. Ella comenzó su nueva vida en cuanto puso el primer pie fuera de la institución monárquica. Se le veía triste por la pérdida de su hijo, pero su ánimo fue desplegando poco a poco una hilera de dientes blancos bien alineados. El generoso pueblo le ayudó con un tributo que le proporcionó cobijo y alimento. En su nueva condición, el rey, organizó reuniones con las damas más guapas, muchas de ellas tenían muy mala reputación por su conducta libidinosa, por lo que una alfombra de escupitajos verdes fue cubriendo las aceras.

Un día, la ex reina fue al mercado a comprar un poco de leche y se encontró con un gran comerciante de Oriente. Era un hombre influyente que gozaba del respeto de la mayoría de los mercaderes. Vendía productos muy buenos y su belleza espiritual era como la física. Al verlo por primera vez y sin títulos, pues el hombre rico, había salido desaliñado a dar una vuelta, lo tomó por un joven cualquiera. No llevaba guardianes ni joyas ni nada que indicara que tenía un elevado estatus, por lo que al acercársele le preguntó si le importaría compartir la leche con él. Ella le dijo que sí y dividieron en dos tarros el líquido para bebérselo. Se fueron conversando sobre cosas habituales de la vida y se identificaron desde el principio porque cada uno vio la carga que el destino les había asignado. El mercader llevaba un fardo con la envidia y la conspiración de los demás. Vio en la estrecha, pero fuerte espalda de su acompañante la maldición del engaño. Se quedó meditabundo un rato y sus deliberaciones le fueron abriendo un sendero en su jungla de dudas. Entendió que tenía enfrente lo que había buscado en sus largas caminatas por el desierto. Vio la estrella de las noches tibias, en las que oía la música de los cuadros que dibujaba con sus pensamientos, y le dijo sin pensarlo que la necesitaba. Ella dejó que las pestañas cubrieran de duda su rostro, pero él sabía que debajo de esas largas escobillas de vello fino estaban unos ojos complacientes, por eso la tomó de la mano y se la llevó a su casa.

Se puso a temblar cuando vio que se le acercaban unos soldados con turbante en la cabeza y sable en el cinto, pero lo que oyó la tranquilizó de inmediato. Se enteró de quién era su acompañante y vio una alegre expresión que le endulzó el corazón. Siguieron su marcha y pronto se abrió una puerta de hierro y apareció un jardín con flores de todos los colores, una joven con el rostro oculto detrás de un velo le ofreció agua para refrescarse y la condujo a una habitación. Varias criadas escogieron los vestidos y las joyas que debía llevar para conocer a la familia de su amigo. Entró a un gran salón tan lujoso como cualquiera de los que había visto en su antigua casa. En fila estaban un hombre viejo y encorvado, una mujer baja y delgada y el mercader que ahora estaba bien vestido. Oyó una voz diferente cuando le habló. Se sentía el dominio y la fuerza, era capaz de dominar fieras y ofrecer protección en el peligro. Su mirada era de almíbar y sus carnosos labios pedían mordiscos. Decidieron quedarse juntos para siempre.

Los rumores salieron como hormigas por debajo de la alta reja metálica y llegaron como escarabajos negros y mal olientes al lecho del rey, quien se deleitaba con el ungido cuerpo de sus siervas. Controló el enfado, pero el mecanismo maléfico de su mente urdió un plan para deshacerse de su ex emperatriz. En la casa del comerciante reinaba la armonía y un nuevo fruto, en pleno crecimiento, alimentaba su felicidad. Era tan fuerte el efecto de la secuela en el vientre que la cabeza le giraba como rehilete. Temía la llegada de una bruja disfrazada la misión de envenenarla con una manzana, pero no existía tal maga y si la había en algún lugar tenía una apariencia completamente diferente.


Comenzaron a llegar las malas noticias. Primero amenazas y luego una orden de confiscación de bienes y el destierro. No fue tan fácil echar al rico mercader porque era uno de los más exitosos vendedores en la ruta comercial que se extendía por medio planeta. Fue necesario concederle una salida digna en compañía de sus socios y criados, además, se le pagó una gran suma por su lujosa casa. El rey se había aconsejado con sus guías espirituales y decidió propagar un bulo que despertó la ira del feudo vecino, de tal forma, que el negociante se vio atrapado en una emboscada. Murió junto con su familia. El niño que esperaba nacer un mes más tarde vio frustrado su alumbramiento. Hubo ataque y despojo. Los cuerpos de las víctimas quedaron a merced de las aves de rapiña y con el tiempo los restos de la tragedia se fueron hundiendo en el fango, pero se erigió una gloriosa escultura de la mujer que en vida tuvo que llevar una aplastadora cruz y el fardo de su amado.

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