Todo comenzó cuando el Barón Juan Domingo perdió su poder y fortuna. Le
quedaron sólo el rango y las victorias de su pasado. Cada miembro de su familia
se vio obligado a cargar su cruz, lo malo fue que a la más pequeña de las hijas
le tocó una equivocada. Tal vez el destino escogió su espalda para poner a
prueba su carácter. Era muy romántica e infantil. A pesar de tener diecisiete años
su mundo seguía siendo el de una Alicia del País de las Maravillas. Era
inocente y se fiaba de todo, por fortuna el optimismo y el concepto que tenía
del honor la salvaron de hundirse en el fango por donde pasaba.
Un día la conoció un hombre importante del palacio y la sedujo. La hizo
subir a su carruaje, la llevó a una cámara con la excusa de mostrarle las valiosas
pertenencias de sus antepasados y terminó debajo de su falda hurgando en sus
sentimientos femeninos. Para enmendar los daños que le había causado con su
arrebato, le prometió casarse con ella. Fijaron la fecha y, aunque muy pocos
miembros allegados al soberano estaban de acuerdo, ni la reina ni el Consejero
del Rey lograron impedir que Su Alteza Real se casara con ella. La boda produjo una
marejada de disgusto porque por primera vez se había tomado una decisión que
contradecía y violaba las normas de cientos de años. Los más conservadores
vieron el suceso como un resquebrajamiento de la monarquía, pero la juventud,
es decir la plebe, decidió que ese fenómeno representaba el paso a la
democracia. Las nupcias se celebraron conforme a la tradición, la gente se
enamoró de inmediato de la nueva princesa y las mujeres vieron realizada la
fantasía común de sus sueños, en los que un príncipe azul se casaba con una modesta
doncella del pueblo y vivía feliz muchos
años. Su elegante vestido de novia provocó una lluvia de pétalos que se propagó
como un murmullo en las alitas de mariposa que revoloteaban por todos lados. Las
cualidades de la bella joven empapaban las conversaciones en todas las casas.
Se le describía como la luz del día, la flor de la nación, el espíritu de la
bondad. Ella, con su pesada cruz sobre la espalda, aceptó el mando del pueblo y
prometió ser sencilla hasta el límite de sus fuerzas. Afirmaba y sonreía como
si no tuviera ya, suficiente peso aplastándola.
Su actitud humilde le trajo las primeras represalias que, como la
desgracia, no llegaron solas; ya que iban enrolladas con sogas de traición. “¿Qué
esperabas? —se dijo a sí misma en la primera noche de bodas—. Si has llevado
esa carga desde la cuna, tienes que arrastrar con ella”. Se conformó con lo que
le había tocado en suerte y siguió tratando de cumplir con el protocolo del
palacio, a pesar de que su marido estuviera con otras mujeres y tuviera una
amante oficial. Era para volverse una Juana Loca, pero ella lo sacó todo con
ayuda de las lágrimas, las cuales se convirtieron en un riachuelo que corrió
por todas las calles. Mostró su sonrisa y su mirada triste, sacó a pasear su
inocencia por todos lados y quienes la fueron conociendo la amaron y admiraron
de inmediato. Encontró a varios confidentes que con su gran criterio le
aconsejaron que guardara la cordura y que siguiera su lucha. Sabía que la
sombra de la falsedad haría sus días grises. Estaba preparada para recibir la
ingratitud de los que se le acercaban con algún interés oculto. Dentro de las
murallas del alcázar todos eran sus enemigos y la odiaban porque nunca habían
tenido dentro a alguien tan sincero y natural. Molestaba con sus preguntas
tontas, hería con sus llamadas de atención, les ponía el dedo en la llaga a los
gobernantes cuando se hablaba de sus antepasados. Las obligaciones la
arrinconaron y dio a luz a un heredero del trono. Los roces se apaciguaron con
su maternidad y se le consintió un poco, sin embargo, el problema era siempre
su mirada, que decía más que sus palabras y tenía el poder de gritarle
silenciosamente la realidad a la gente.
Todos se detenían ante sus hermosos ojos, la veían pasar triste por las
plazas en su abierto carruaje, la admiraban con su velo en las ceremonias
religiosas y le agradecían las bendiciones cuando les daba monedas a ellos o a
los leprosos prometiéndoles curación. Muy
pronto se hizo de conocimiento público que, con todo el lujo y pompa de su
casa, la pobre vivía en un calabozo, la rodeaban las ratas y las hienas la
guiaban por los oscuros y húmedos pasillos de los sótanos. Ella trató de hallar
una salida y unos agudos caballeros localizaron los huecos de su corazón. La trataron
de convencer de que el secreto estaba en la venganza. Ella se negó
rotundamente, pero con pócimas secretas la sedujeron y la metieron debajo de
las sábanas. Por culpa de los fanfarrones que en las cantinas contaban las
argucias con las que la habían obnubilado, llegó a oídos de toda la gente, la
deshonra de la pobre princesa.
Un día se anunció el fallecimiento del rey y todos pensaron que había
llegado el momento de la verdad, pero no fue así porque el nuevo investido se
reunió con su amante y le celebró su aniversario a lo grande con mucha pompa. El
pueblo estaba a punto de levantarse en armas por la conducta licenciosa del rey
que con su compás de marcha de celebridad orinaba los muros de las casas
rebajándolos a mingitorios, pero salió la nueva reina a mediar la situación.
Dijo que no tenía sangre azul y que sus conflictos en el seno de la realeza
eran tantos que prefería abdicar divorciándose. La petición quedó en el aire
electrificándolo. Se sentía la tensión que le ponía erizados los pelos al
pueblo. El temor de que se echara de palacio a la recién ungida reina era lo
que más preocupaba a todos. Se especulaba mucho con los rumbos que tomaría la
historia si eso sucedía. Se abrió una mañana, para que saliera por la puerta
principal, la repudiada mujer despojada de su poder. Iba con el mismo vestido
con el que había entrado hacía varios años. El frio viento le limpió el polvo
dorado de ilusión y cientos de miradas escandalosas siguieron los lentos pasos
de la pobre dama que salía con sus harapos viejos a paso lento y con un recto
mentón de dignidad. Parecía que avanzaba en cámara retardada y que su salida se
estaba grabando en la piedra de la historia con cincel y un fuerte mazo, pero
lo que nadie presentía o lograba percibir en ese instante era que dentro de la
fortaleza la tierra temblaba con el suave andar de la mujer despojada de sus
poderes. Desde las ventanas de las torres los criados y el hijo derramaron sus
lágrimas. Ella comenzó su nueva vida en cuanto puso el primer pie fuera de la
institución monárquica. Se le veía triste por la pérdida de su hijo, pero su
ánimo fue desplegando poco a poco una hilera de dientes blancos bien alineados.
El generoso pueblo le ayudó con un tributo que le proporcionó cobijo y alimento.
En su nueva condición, el rey, organizó reuniones con las damas más guapas,
muchas de ellas tenían muy mala reputación por su conducta libidinosa, por lo
que una alfombra de escupitajos verdes fue cubriendo las aceras.
Un día, la ex reina fue al mercado a comprar un poco de leche y se encontró
con un gran comerciante de Oriente. Era un hombre influyente que gozaba del
respeto de la mayoría de los mercaderes. Vendía productos muy buenos y su
belleza espiritual era como la física. Al verlo por primera vez y sin títulos,
pues el hombre rico, había salido desaliñado a dar una vuelta, lo tomó por un
joven cualquiera. No llevaba guardianes ni joyas ni nada que indicara que tenía
un elevado estatus, por lo que al acercársele le preguntó si le importaría
compartir la leche con él. Ella le dijo que sí y dividieron en dos tarros el
líquido para bebérselo. Se fueron conversando sobre cosas habituales de la vida
y se identificaron desde el principio porque cada uno vio la carga que el
destino les había asignado. El mercader llevaba un fardo con la envidia y la
conspiración de los demás. Vio en la estrecha, pero fuerte espalda de su
acompañante la maldición del engaño. Se quedó meditabundo un rato y sus
deliberaciones le fueron abriendo un sendero en su jungla de dudas. Entendió
que tenía enfrente lo que había buscado en sus largas caminatas por el
desierto. Vio la estrella de las noches tibias, en las que oía la música de los
cuadros que dibujaba con sus pensamientos, y le dijo sin pensarlo que la
necesitaba. Ella dejó que las pestañas cubrieran de duda su rostro, pero él
sabía que debajo de esas largas escobillas de vello fino estaban unos ojos
complacientes, por eso la tomó de la mano y se la llevó a su casa.
Se puso a temblar cuando vio que se le acercaban unos soldados con turbante
en la cabeza y sable en el cinto, pero lo que oyó la tranquilizó de inmediato.
Se enteró de quién era su acompañante y vio una alegre expresión que le endulzó
el corazón. Siguieron su marcha y pronto se abrió una puerta de hierro y
apareció un jardín con flores de todos los colores, una joven con el rostro
oculto detrás de un velo le ofreció agua para refrescarse y la condujo a una
habitación. Varias criadas escogieron los vestidos y las joyas que debía llevar
para conocer a la familia de su amigo. Entró a un gran salón tan lujoso como
cualquiera de los que había visto en su antigua casa. En fila estaban un hombre
viejo y encorvado, una mujer baja y delgada y el mercader que ahora estaba bien
vestido. Oyó una voz diferente cuando le habló. Se sentía el dominio y la
fuerza, era capaz de dominar fieras y ofrecer protección en el peligro. Su
mirada era de almíbar y sus carnosos labios pedían mordiscos. Decidieron
quedarse juntos para siempre.
Los rumores salieron como hormigas por debajo de la alta reja metálica y
llegaron como escarabajos negros y mal olientes al lecho del rey, quien se
deleitaba con el ungido cuerpo de sus siervas. Controló el enfado, pero el
mecanismo maléfico de su mente urdió un plan para deshacerse de su ex
emperatriz. En la casa del comerciante reinaba la armonía y un nuevo fruto, en
pleno crecimiento, alimentaba su felicidad. Era tan fuerte el efecto de la
secuela en el vientre que la cabeza le giraba como rehilete. Temía la llegada
de una bruja disfrazada la misión de envenenarla con una manzana, pero no
existía tal maga y si la había en algún lugar tenía una apariencia
completamente diferente.
Comenzaron a llegar las malas noticias. Primero amenazas y luego una orden
de confiscación de bienes y el destierro. No fue tan fácil echar al rico
mercader porque era uno de los más exitosos vendedores en la ruta comercial que
se extendía por medio planeta. Fue necesario concederle una salida digna en
compañía de sus socios y criados, además, se le pagó una gran suma por su
lujosa casa. El rey se había aconsejado con sus guías espirituales y decidió propagar
un bulo que despertó la ira del feudo vecino, de tal forma, que el negociante
se vio atrapado en una emboscada. Murió junto con su familia. El niño que
esperaba nacer un mes más tarde vio frustrado su alumbramiento. Hubo ataque y
despojo. Los cuerpos de las víctimas quedaron a merced de las aves de rapiña y
con el tiempo los restos de la tragedia se fueron hundiendo en el fango, pero
se erigió una gloriosa escultura de la mujer que en vida tuvo que llevar una
aplastadora cruz y el fardo de su amado.
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