Pedro Lozano era un escritor que había alcanzado el éxito con mucho
esfuerzo. Las cosas se habían acomodado para que, en esa oleada estrepitosa en
la que muchos autores se sentían en su salsa, hubiera un inconformista que
representara la conciencia y los señalara como vanidosos e insensatos. Con sus
tres novelas había logrado ocupar un buen sitio en las librerías y podía, si lo
deseara, retirarse a una vida más tranquila. Claro que tendría que llevar una
vida modesta y sin lujos, él estaba seguro de que podía lograrlo, pero su
esposa no. Por eso la vida se había
tornado embarazosa. Se encontraba en un bache, las aguas agitadas se habían
tranquilizado y no le permitían elevarse de nuevo, así que tenía que arrastrar
su tabla con fuertes brazadas por las pequeñas olas que de tan densas parecían
de engrudo. No escribía con facilidad porque primero se tenía que gestar la
semilla y con la aparición del tallo el trabajo comenzaba de forma vertiginosa
hasta convertirse en una gran historia. Llevaba seis meses tratando de incubar
los pequeños huevos que le salían en forma de cuentos y anécdotas, pero en
cuanto trataba de hacerlos crecer se le reventaban en las manos como si fueran
esferitas huecas de azúcar. Yana, su esposa, le propuso cambiar de aires. Era
una estrategia que había urdido mientras conversaba con el editor en una cena.
Virgilio Méndez los había invitado para presionarlos un poco, pues los libros
de Lozano dejaban buenos dividendos y el experto librero sabía que si no
actuaba en ese momento su proveedor se le ahogaría. Entre trago y trago y las idas
y venidas del baño, Yana comprendió el mensaje que le quería dar el empresario.
“Váyanse a pasar unos días fuera de la ciudad—dijo el gordo editor con su peinado
de Balzac y lenguaje falso (usurpador de la frase de Thomas Wolfe)—. La mayoría de las veces pensamos que estamos
enfermos, todo está en la mente. Les recomiendo que se desprendan de la
tensión de la ciudad, olvídense del estrés y dedíquense a convivir con la
naturaleza. Saque de sus bolsillos—le dijo poniéndole la gruesa mano en el
hombro a Pedro—las frustraciones y tírelas por la alcantarilla como si fueran
basura o excrementos”. Terminaron de comerse el postre y para despedirse
brindaron con vodka repitiendo con torpeza las palabras en ruso que les decía
Yana. La velada fue relajante y exitosa porque a los tres días de estarlo
pensando, Pedro le preguntó a su mujer si estaría dispuesta a visitar el
balneario de aguas termales que le había recomendado Virgilio.
Prepararon sus cosas, se subieron al coche en ayunas y salieron muy
temprano. Por la carretera encontraron un sitio muy modesto donde probaron unos
panes tradicionales y café con canela. Desde el primer sorbo, Pedro, supo que
sus frustraciones desaparecerían, le alivió mucho saber que había cogido su
ordenador y que sus blocs de notas estaban en su maletín. La mirada tierna y el
pardo ocre de siempre, se entibió para transmitirle un sentimiento maternal por
parte de su mujer.
—No te preocupes, ya te llegará la inspiración.
—No me preocupa en absoluto, mi amor. Estoy como antes, este café me ha
vuelto a la realidad. ¿Te acuerdas de ese padre de Cien años de soledad que
volaba con el chocolate?
—¿Ya vas a empezar?
—No, perdona, es que no se expresarme de otra forma.
Se dieron un tierno beso y se miraron como enamorados. Cogidos de la mano
se fueron hacia el coche y se pusieron de nuevo en marcha. El paisaje les
pareció maravilloso y fueron comentando la particularidad de la vegetación.
Hicieron bromas de los pocos animales que vieron y se mortificaron durante
varios kilómetros por el penetrante olor que había dejado un zorrillo en la
carretera. A mediodía ya estaban en las termas. Les habían asignado una cabaña
muy pequeña, pero con una cama bastante amplia y un mobiliario práctico. Se
disponían a estar tres días, por eso visitaron de inmediato el comedor para
cerciorarse de que la comida era buena. No se decepcionaron cuando les
sirvieron los primeros platillos. Eran bastante caloríficos, pero la cocinera
se había encargado de presentarlos con un aspecto atractivo y un equilibrio entre
el salado, ácido, dulce y amargo que los motivó a repetir los platos. Hicieron
una caminata por el monte para escuchar los cantos de las aves, el olor a pino
llenó sus pulmones de vigor y volvieron para calentarse con el vapor de las
aguas azufradas. Cerca había un volcán inactivo que era la caldera que sin
descanso proporcionaba el agua caliente. Las piscinas eran pequeñas y había
cinco formadas en línea a diferentes alturas. Cabían unas diez personas en cada
una, pero como había pocos visitantes Yana escogió la más alta, que era, como
según decía, la que recibía el agua más caliente. Era verdad, pero la
diferencia de temperatura en las otras era mínima, por lo que resultaba inútil
aferrarse a la idea de que se disfrutaba más en las piscinas altas. Yana tenía
un cuerpo atractivo. Su piel era muy blanca y su pelo muy negro. Su madre era
tártara y su padre armenio. Por alguna, razón sus amigas al saber que su
apellido era Ermekian, la comparaban con la Kardashian, pero Yana estaba muy
lejos de ser una caderona como la famosa fotomodelo y no tenía su fortuna.
Hablaba bien el ruso porque su madre se lo había enseñado desde pequeña y, en
las discusiones que tenía con Pedro, lo aprovechaba para decir cosas vulgares.
No era muy frecuente que lo hiciera, pero las pocas palabras que había
pronunciado se le habían quedado a Pedro muy dentro del vientre y a veces le
molestaban. El olor del azufre, semejante al de los huevos podridos, resultó un
poco desagradable al principio, pero las calientes aguas cumplieron con el
designio que había hecho Virgilio. Yana vio cómo los vapores iban desprendiendo
de la cabeza de su marido todas las preocupaciones literarias. La expresión
tranquila y la sonrisa predecían un buen libro. Pedro parecía uno de esos monos
japoneses con el pelo erizado y el rostro rosado bañándose en Jigokudani.
Respiraba con largas pausas y de vez en cuando parecía suspirar. Yana lo abrazó
y le susurró en el oído algunas palabras rusas, pero no las hirientes, sino las
eróticas que despertaban huracanes dentro del cuerpo. Sin abrir los ojos oyó el
“Tebya jochu” imaginando la piel de queso fresco de su mujer. Una mano lo hizo
tomar la decisión. Salió despacio y el frío del aire lo hizo temblar. Corrió a
la ducha fría y con saltitos soportó el chorro de la regadera. Se envolvió en
su toalla y esperó a Yana que con más determinación recibía el agua y parecía
disfrutar del cambio de temperatura.
Pasaron una tarde romántica intercambiando palabras bilingües, se quedaron
dormidos por el efecto de la relajación termal y cerca de las siete salieron a
cenar. En el comedor estaban algunos visitantes. Un hombre no muy alto, moreno
y con vello por todos lados llegó acompañado de una joven muy atractiva. Su
conversación era por ratos fría, pero el tipo no perdía la cordura cuando era
rechazado abiertamente por su acompañante. Se dirigía a ella con un lenguaje
vulgar. Ella fingía no escucharlo, pero cuando era imprescindible aclaraba,
contradecía o afirmaba. Estaban muy lejos de ser la pareja ideal. Por momentos,
el hombre se quedaba pensativo y luego escribía en unas servilletas cosas que
hacían reír a la chica, ella cogía los papelitos y los hacía bolas. La mesera
se las llevaba. Pedro no pudo apartar la mirada de la chica. Era alta, tenía
mucha presencia y el lugar parecía demasiado pobre para una mujer que bien
podría pasearse por las playas de Miami con unos fisiculturistas bronceados. No
miraba de frente y sus párpados ocultaban unos ojos rencorosos. Terminaron de
cenar y se retiraron. Yana comentó que eran una pareja muy rara y que el hombre
no parecía tener buenas costumbres. Pero que era desconcertante que ella se
riera con las bromas tontas del tipo. Se levantaron también y fueron a dar un
paseo corto porque la luz se iba extinguiendo. Se acostaron pronto y no despertaron
hasta bien entrada la mañana. Cuando salieron de su choza el sol estaba en todo
lo alto. Hacía mucho tiempo que no dormían tanto. Pedro se sintió ligero y
cuando Yana le preguntó si tenía hambre corrieron a desayunar. Al subir la
larga escalera que llevaba al restaurante vieron a la joven en bañador. Era
estupenda. Yana comentó en voz alta, haciendo enrojecer a su esposo con las
acertadas observaciones, las cualidades de la joven. Ella los miró y sonrió un
poco, luego desapareció en el agua vaporosa. Pedro saboreó la comida y trató de
no desviar sus pensamientos. La chica de bañador blanco estaba ocupando por
completo sus pensamientos.
—Es muy guapa, ¿verdad?
—Sí, amor, pero ¿cómo es posible que una mujer así ande con un cabrón como
ese?
—Ya ves, en la vida hay de todo.
—Pero, es injusto, ¿no crees?
—Hay muchísimas cosas injustas en el mundo y no son comparables con eso.
Piensa en las guerras, el hambre…
—Sí. Lo entiendo, pero esto es diferente.
—¿Diferente?
—Pues, sí. Ella es joven debería estar con un hombre joven y rico, debería
ser amada e idolatrada como una diosa.
—Ya veo que te ha gustado. Por desgracia la vida es injusta y tú, mejor que
nadie, lo sabes.
—Sí, de acuerdo. Tienes toda la razón y me gustaría que me ayudaras a salir
de aquí pronto.
—¿Ya te quieres ir?
—¿La verdad? Sí, no quiero verlos más y creo que sin ellos sí podré
dedicarme a algo de provecho.
—Bueno, como tú digas.
Entraron al comedor y se deleitaron con los platillos. No se frenaron ante
la amenaza de la grasa y los dulces. Decidieron que seguirían su régimen al
volver a la zona del estrés. Aunque no estaban gordos, el aspecto de Yana
cambiaba muy rápido si engullía calorías, por eso, Pedro se había decidido a
controlarla llevando un consumo más moderado de azúcares y grasas. La maciza
figura de Yana se había ido estirando hasta las dimensiones de la chica del
bañador blanco y ya no importaba de qué volumen fueran. Pedro quería satisfacer
el cuerpo y la imaginación. Miró el reloj y contó las horas que había hasta la
noche y se resignó al sufrimiento borrando los recuerdos del día anterior que
ya estaban mezclados con la joven de blanco. El dueño del balneario, un hombre
entregado a su negocio salió muy contento de la cocina y al verlos se acercó y
les preguntó si ya habían visitado las grutas. La respuesta fue negativa y la
sorpresiva noticia les causó mucha curiosidad. Decidieron ir al terminar de
comer. Eran sólo cuarenta kilómetros y
el espectáculo merecía la pena. Se levantaron, le agradecieron a la mesera su
atención y se fueron a poner ropa cómoda para ir a las cuevas. El trayecto ya
no fue el elogio a la vegetación, sino hipótesis sobre las relaciones de una
mujer joven y guapa con un hombre con tipo de mafioso. No habría más forma de
saberlo que preguntándoles, pero no se atrevían a dar tal paso. Giraron en una
desviación, leyeron un anuncio y estacionaron el coche. Hacía calor y el sol
cegaba. Yana cogió sus gafas y se puso su sombrero. Pedro era muy austero y sin
pretensiones, nunca se había puesto gafas para el sol, ni había usado gorras y
sombreros. Estaba acostumbrado a las condiciones adversas y su fortaleza lo
había mantenido resistente hasta antes de escribir sus novelas. Ahora era un
hombre más sensible y con el enorme problema de la inspiración germinándose por
algún sitio de su cabeza. La espera le provocaba comezón e impaciencia, pero
como su atención estaba centrada en los últimos acontecimientos, se había
olvidado de todo. Compraron las entradas y comenzaron a andar por un túnel
iluminado. Un guía iba explicando cosas que Pedro ya sabía y evitaba oír.
Empezó una conversación alegre con su esposa. Cogidos de la mano comenzaron a
comparar las estalactitas con figuras. Una botella, unos reyes magos, una mujer
desnuda, un elefante. Pasearon un rato oyendo lo que decía el muchacho con voz
muy acentuada. De pronto vieron que en el sentido contrario venía la pareja del
balneario. Yana fingió no verlos, pero Pedro apenas pudo hablar porque el
corazón le latía con fuerza. Era por causa de un vestido de flores muy simple
que delineaba a la perfección el cuerpo de la chica. El hombre llevaba unas
gafas sobre la frente como si fueran unos ojos de mosca adicionales, se acercó.
—Hola, ustedes son los del balneario, ¿no?
—Sí—contestó Yana con naturalidad. Pedro estaba rojo y no podía levantar la
vista.
—Yo soy Vladímir y esta es Bella.
—¿Bella? —preguntó Pedro, sin poder controlarse.
—Sí, querido amigo así le pusieron sus padres. ¿Se da cuenta del acierto?
—Pero podría haber nacido fea y habrían tenido que cambiarle el nombre,
¿no? Bella se rio un poco y saludó a Yana.
—Soy Yana y este tonto avergonzado es Pedro mi marido.
—Encantados —contestaron sin mucha gentileza.
—Les importa que los acompañemos—dijo Bella—, me gustaría saber con qué
figuras asocian estas piedras.
—No son piedras, Bella, ya te he dicho que son estalactitas y se formaron
por el agua y…
Vladímir no tuvo tiempo de decir más porque Bella empezó a decir
maldiciones en ruso y tanto Pedro como Bella se asombraron.
—¿Eres rusa?
—Sí, mi padre era ruso y mi madre de Ucrania. Crecí en un orfanato porque
murieron jóvenes y este me rescató. Logró que le dieran mi custodia y ahora es
mi papito.
La mirada de Bella se endureció y Vladímir apartó a Pedro.
—¿A qué se dedica, amigo?
Bella y Yana se alejaron rápidamente y Pedro no tuvo tiempo de sumirse en
sus pensamientos. Le había asombrado que llevaba más de cinco años con su mujer
y nunca se había interesado mucho por el ruso. Pensó que le sería difícil
emprender el estudio con los sonidos que lo habían condicionado como un perro a
esperar una recompensa.
—¿Qué dice?
—Le pregunto que a qué se dedica?
—Ah, pues soy escritor, y ¿usted?
—¡Escritor!!Qué maravilla! Y ¿qué escribe?
—Novelas, en general, pero a veces escribo ensayos y artículos para los
periódicos. Y ¿usted?
—¿Por qué no me tutea? ¿Es difícil para un escritor entrar rápido en
confianza?
—No, si quiere que lo tutee, así lo haré.
—Pues, para empezar, dime Valodya.
—Bueno, y de qué parte de Rusia eres Valodya.
—De la capital, pero mis familiares son del Cáucaso.
—Ah, pues Yana tiene raíces armenias.
—Sí, se lo noté de inmediato. A decir verdad, tenía pensado abordaros, pero
con la cara que pones decidí que no era lo más correcto.
—Vaya, no me imaginé que mi cara resultara tan desagradable.
—No es tú cara, sino la expresión que pones.
—Y ¿qué expresión es?
—No te ofendas, pero la verdad es como si tuvieras estreñimiento. Espero
que eso no se refleje en tus libros.
Pedro se sonrió, pero estaba ofendido porque nadie le había dicho nada
igual. No sabía si los que se lo habían ocultado le habían tenido compasión o
si, en realidad, era una broma de Vladímir que tenía una forma muy especial de
bromear encrudeciendo la verdad. Hubiera ido corriendo a preguntárselo a Yana porque
en situaciones tan insignificantes como esa, ella era la única que resolvía
todo con una paciencia de madre.
—No, no lo creo. Tan sólo he escrito tres. Dos son de ciencia ficción y
otra una especie de drama, pero no se preocupe, por fortuna nadie me ha dicho
que sea una novela astringente.
—Parece que eres muy sensible a las bromas. Oye, ¿podrías dedicarme una
novela? En realidad, soy aficionado a las de detectives. Me encanta Maugham,
Christie y Doyle, Poe y unos rusos que no has de conocer.
—Pues conozco a Marina Ustínova, Daria Dantsova y Boris Akunin.
—¿Sabes? Conoces bastantes, pero no me gustan en absoluto. Prefiero
clásicos de novela negra. Hace poco leí de nuevo a Jim Thomson y tuve la
impresión de que…Ah, perdona, ¿conoces The killer inside to me?
—No, por desgracia no la conozco.
—Tienes que leerla sin falta porque el personaje principal es igual a
Bella, pero de diferente sexo. Creo que si la hubieran llamado para filmar un
remake de “El asesino que llevo dentro”. Ella habría sido el femenino perfecto
de Casey Affleck. Bueno, la verdad es que tengo miedo de que me asesine un día
de estos. ¿te has dado cuenta de que dormimos en cabañas diferentes.
—No, no había puesto atención en eso.
—Sí. Es por precaución. Ya la ves tan guapa por fuera, pues por dentro
lleva algo que la hace peligrosa. Una ocasión intentó envenenarme y casi logra
mandarme al otro lado.
—Pero si se nota a leguas que se llevan bien. Sobre todo, cuando escribes
esos papelitos.
—Tienes suerte de no haberlos leído. Te impactaría saber lo que pocas
líneas pueden expresar. ¡Ah!
Mira, ahí vienen las chicas.
Pedro ya no pudo saber más detalles de Bella y le anunciaron que a la
mañana siguiente se irían muy temprano. La noticia le cayó como un balde frio
porque su curiosidad de escritor esta vez permanecía dormida como un perro bien
comido que espera un largo sueño para digerir la carne cruda. Yana habló
maravillas de Bella y anunció que cenarían juntos. Volvieron al balneario y el
tiempo que les restaba para la cena lo aprovecharon para conversar. Él mencionó
la peligrosidad de Bella y las revelaciones que le había hecho Valodya, pero
Yana lo desconcertó cuando le dijo que la pobre muchacha era extorsionada, que
el tal Vladímir no era el empresario que decía, que pertenecía a una mafia de
tráfico humano y que tenía amenazada a la pobre chica. No encontraron argumento
para derrocarse el uno al otro y se quedaron con una duda enorme. Acordaron
disimular en la cena por seguridad de Bella, eligieron algunos temas de
conversación, por si las dudas y salieron a su encuentro. Cuando llegaron la
pareja ya estaba allí. Había una familia discutiendo con los niños pequeños
sobre la forma correcta de conducirse en la mesa. La madre amenazaba con
castigar a todos los traviesos, pero el padre permanecía apacible y no le daba
importancia a la situación, a pesar de que su mujer todo el tiempo le pedía su
opinión. Al final los niños se quedaron tranquilos y empezaron a cenar.
—Buenas noches, Valodya, ¿llevan mucho aquí?
—Sí, desde que empezó la trifulca en aquella mesa.
—Oye, Valodya, hablas muy bien, ¿Cuánto tiempo has estudiado mi lengua?
—Más de cinco años, es que viví un tiempo en España y como quería ser un
Hemingway me dediqué a beber y hablar con medio mundo en Cuba.
—Ya veo. El resultado fue muy bueno.
—Sí, lástima que ahora mis obligaciones comerciales me impidan hacerlo de
nuevo.
—Nosotros hemos viajado poco al extranjero. Imagínate que no conozco tu
tierra.
—Tendrían que ir. Los recibiríamos con mucho gusto. Por cierto, he
encontrado algo tuyo en la red. Me gusta tu libro sobre la invasión alienígena,
es muy original. Me gustaría que me lo pudieras firmar alguna vez.
—¡Claro! Con mucho gusto.
La conversación fue muy pausada. Bella casi no habló. Yana se limitó a
hacer comentarios que aludían a lo que decía Pedro. Valodya comió muy bien y
habló de la cocina internacional, de las cosas que había probado alguna vez y
luego habló de su salida por la madrugada. Le dejó a Pedro una tarjeta por si
algún día deseaba llamarle y se retiró a dormir. Lo siguió Bella con paso
lento. En cuanto desaparecieron, Yana dijo que se sentía muy llena y que sería
bueno que se fueran a acostar. Salieron, dieron un pequeño paseíllo y después
se acostaron. Yana se durmió muy rápido y comenzó a roncar sin fuerza. Pedro
estuvo dando vueltas en la cama y cerca de la medianoche oyó unos ruidos raros.
Salió creyendo que un animal, un tejón o una ardilla, andaba arañando las
puertas. La luna estaba casi llena y se reflejaba en la superficie de las
piscinas. El vapor creaba un efecto bastante interesante que atrajo la atención
de Pedro. Avanzó hasta el estanque más bajo que se encontraba cerca de la
cabaña donde dormía Bella. Se sentó en una tumbona y miró a través del humo. No
hacía mucho frio y el viento no soplaba. De vez en cuando se oía algún ruido,
pero no era el que él había salido a buscar. Dejó volar su imaginación y los
pensamientos eróticos le comenzaron a escurrir por los ojos. Apareció en su
mente Bella con sus hermosas piernas y su cadera bien formada, tenía el mismo
bañador blanco, el pelo mojado y sus ojos grises intensos se habían suavizado,
la piel almendrada de la chica lo incitaba y su boca comenzó a besar el aire.
Deseó con toda el alma tener la oportunidad, algún día, de poder acostarse con
una mujer como ella. Sintió una pequeña alteración en sus pantaloncillos cortos
y su respiración se fortaleció. Tenía los ojos cerrados y el placer de su
ensueño lo aisló por completo. De pronto notó que del agua salía un ruido de
pataleos. Abrió los ojos y vio una silueta conocida de color blanco, luego
apareció el hermoso rostro de Bella. Lo miró con ojos sonrientes y lo saludó.
—¿Tampoco puedes dormir?
—No, Bella, creo que algo me cayó muy pesado al estómago y he estado oyendo
ruidos toda la noche.
—A mí también me han despertado. Me pareció ver unas ardillas merodeando
por allí—señaló una cabaña vacía que estaba cerca.
—Sí, son demasiado traviesas. Más o menos como los chicos de la cena que no
dejaban de mortificar a su madre.
—No, esos son unos demonios que quieren acabar con su mamá.
—Seguro que de pequeña tú eras igual, ¿no?
—No, Pedro, a mí me robaron la infancia. El lugar en el que crecí era muy
cruel. Me tuve que adaptar y aprendí a hacer cosas muy malas. Es muy difícil
sobrevivir en un orfanato. Allí te agreden y si eres débil te acaban. Gracias a
esa forma de vida, ahora soy insensible. Lo último que me quedaba de bondad me
lo destruyó Vladímir. ¿Sabes que en realidad se llama Ovanes?
—No, no lo sabía.
—Sí, es una variante de Iván en armenio. Él le miente a todo el mundo.
¿Sabes cómo aprendió español?
—Ya me lo ha dicho. Estuvo en Cuba y en España…
—No, eso es lo que dice siempre, pero no es así porque se ofreció de
mercenario en África. Fue a Guinea Ecuatorial con unos asesinos a sueldo y
torturó a infinidad de negros por dinero. Conoció personalmente a Obiang y se
llevaba bien con él porque decía que eran iguales: uno Obiang y el otro Oviagnes.
Un día tuvo un conflicto con algunos políticos y lo obligaron a huir. Luego lo
contrataron unos mafiosos y trabaja protegiendo la mercancía.
—¿La mercancía?
—Sí. Mujeres guapas para el placer de hombres ricos. ¿Sabes por qué estoy
aquí?
—No tengo la menor idea—contestó Pedro con un mal presentimiento que le
estaba cerrando la garganta, le producía temor y le despertaba unos celos
nauseabundos.
—Pues, porque mañana por la noche me llevará con un hombre muy influyente.
Tendré que complacerlo y resistir todas sus perversidades. Mira—se quitó el
bañador y se acercó a Pedro, le cogió la mano y se la puso sobre el vientre. Él
sintió las huellas de una enorme cicatriz de unos veinticinco centímetros que
iba desde el monte pélvico hasta el pecho—, ¿sientes?
Pedro estaba horrorizado. No se había imaginado una cosa así. Era como si
ante sus ojos hubieran cogido a un ángel y le hubieran arrancado las alas
tirándolo a sus pies. La miró y comenzó a llorar. Ella le dijo que se calmara,
que pronto Vladímir, Valodya, Ovanes o quien fuera desaparecería por completo.
Ya estaba el plan hecho y había un hombre, enemigo de Valodya, que la ayudaría.
Se dio la vuelta y con una señal de la mano se despidió. Pedro la vio de
espaldas y no pudo comprender cómo una Afrodita tan inmaculada se había
convertido en un retazo zurcido de tripa revuelta. Lloró en silencio y sus
fantasías se transformaron en lodo con sangre. Sentía un odio terrible por el
impostor Valodya y deseo que se muriera muy pronto.
Oyó la voz de Yana. Que lo sacudía con fuerza. Vio una figura borrosa y recordó todo lo que
le había pasado hacía unas cuantas horas antes. Se abrazó a Yana y empezó a
contarle todo. Lo tranquilizó y le propuso que fueran a preguntar por Bella. El
encargado les comunicó que habían salido muy temprano y que no habían dejado
nada para ellos. Pedro liquidó su cuenta y se marcharon también. El trayecto
fue larguísimo por los atascos en la entrada a la ciudad. Yana tuvo que
conducir a vuelta de rueda tres horas. Llegaron rendidos a su casa. Comieron
algo y se acostaron. No habían hablado mucho en la carretera y cada vez que
comentaban algo que podía asociarse a la pareja que habían conocido en las
aguas termales, se lo callaban para no alterarse con los temores que les
surgían. Pedro no habló mucho tres días seguidos, pero se vio arrollado por una
noticia que le enseñó Yana en un periódico ruso dedicado a la delincuencia.
—Mira lo que dice aquí.
— Pero ¿cómo voy a leer si no sé nada de ruso? Léelo tú.
—Dice que un hombre fue asesinado en un piso del sur de la ciudad de Moscú.
Su nombre es Ovanes y pertenecía a un grupo organizado de delincuencia. Según
las declaraciones de una de las mujeres que extorsionaba, un hombre armado
irrumpió en su piso y le disparó. No había más datos. De la chica.
—¿Eso es todo lo que dice?
—Sí, pero mira la foto. ¿Los reconoces?
—Sí, esa es la cara de Valodya y la chica que está de perfil es…es Bella,
¿no te parece?
—Sí, si es ella.
—Entonces…—dijo Pedro con cara de alegría y alivio—, ella me dijo la
verdad.
—¿La verdad? ¿Qué verdad?
Pedro le contó el encuentro que había tenido con Bella en la piscina, le
habló del plan que ella había tramado para deshacerse de Valodya y se alegró de
que se hubiera librado del monstruoso proxeneta. Yana oía incrédula las cosas
que le confesaba su marido. Al final lo abrazó y la satisfacción fue tanta que
terminaron enlazados en la cama gimiendo de felicidad. Pedro se levantó desnudo
por una botella de vino y le sirvió a Yana una copa, luego por el efecto del
alcohol comenzó a soltar la lengua. Eso le sucedía cuando en su espíritu el
tallo de creatividad mostraba las primeras hojas de la planta que se
convertiría en su novela. Yana le dijo que era el momento de empezar. Tres
meses, sin prescindir de las pizzas a domicilio, los largos paseos por el
parque, las discusiones por tonterías y las noches interrumpidas por los
chispazos de inspiración, se dedicaron a la organización de la historia. La
construyeron como si se tratara de una casa echa de palillos y cuando reunieron
ciento cincuenta folios llamaron al editor.
Virgilio Méndez envió a un mensajero por el sobre lleno de papeles y les
prometió que en cuanto el corrector de estilo aprobara la obra pensarían en
editarla. Alfonso Reina, el encargado de la elegancia en la escritura, llamó
varias veces a la pareja para hacerles saber los cambios que tenía pensado
hacer. Les hizo cientos de preguntas por medio de mensajes de teléfono y les
devolvió la versión final con todas las correcciones.
Yana recibió la novela y esperó a que Pedro saliera de la ducha para
comenzar la lectura. El pobre autor no tuvo tiempo de vestirse y comió y cenó
envuelto en su toalla. Cuando encontró un instante para vestirse y peinarse
descubrió que eran las dos de la mañana y que era inútil hacerlo. Siguió
comentando con Yana los aciertos de Alfonso. Les había agregado lenguaje
poético a las descripciones, le había dado características de diosa griega a
Bella y había convertido en un monstruo mitológico a Valodya. Además, había
reestructurado algunas partes del libro para mantener el suspenso. La pareja
estaba feliz y presentía el gran triunfo que tendrían pronto. Se acostaron y la
euforia los mantuvo soñando y abrazándose hasta la mañana. Les preguntó
Virgilio si estaban de acuerdo en publicar. La respuesta fue inmediata y unas
semanas después, la campaña publicitaria había despertado el interés de los
admiradores de Pedro Lozano que ahora sorprendía con una novela de acción como
las de John Le Carré, Graham Green o Frederick Forsyth.
La noche de la presentación Virgilio invitó a Pedro a cenar en un lujoso
restaurante. El sitio estaba lleno y había mucho bullicio por ser viernes. Les
asignaron una mesa en un lugar más tranquilo. Yana iba muy contenta y había
intrigado un poco a su marido diciéndole que había una sorpresa muy especial
para él. Lo molestó todo el día preguntándole sobre el regalo que le darían en
la noche. Pedro mencionó una infinidad de objetos, pero ninguno de ellos pudo
acabar con la persistencia de Yana que se reía cada vez más fuerte. Era tanta
la burla que Pedro la espantaba como si fuera un abejorro dispuesto a picarlo.
En la noche, después de haber firmado cientos de libros, ya no tenía paciencia
para seguir soportando las miradas intrigantes de su mujer y le dio gracias a
dios cuando lo recibió Alfonso reina. Nunca lo había visto de frac y le pareció
otra persona. Se abrazaron intercambiaron algunos cumplidos y se fueron a
sentar. Había sillas de sobra y la mesa parecía demasiado grande para cuatro
personas. Pedro preguntó y le dijo Virgilio que esperaban a dos personas más.
Bebieron un poco y hablaron de la historia. Estaban satisfechos por el ingenio
del autor. Los curiosos que lo reconocieron lo saludaron y uno que otro se
acercó a desearle éxito. De pronto se
quedó inmóvil. Perdió el habla y miró con ojos exorbitados a Yana que soltó una
carcajada.
—Pedro, permíteme presentarte a mis amigos.
—Pero…—Pedro estaba impresionado por la aparición de Bella, pero que fuera
acompañada de Vladímir le pareció absurdo y abrió las manos exigiendo una
explicación.
—Este es Maxím Petrov, un cantante de ópera y actor de teatro, y esta
preciosa chiquilla es la sobrina del embajador ruso. Estudia arte dramático…
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