lunes, 18 de enero de 2016

El escribiente Quijano


Magdaleno Escapulario era un hombre que escribía cartas en la Plaza de Santo Domingo. Había terminado el bachillerato en 1985, pero no había podido realizar su sueño dorado, que era terminar la carrera de derecho, porque su situación familiar lo obligó a buscar un trabajo emergente que le proporcionara algunas tortillas y frijoles para su familia. Como era el hijo mayor, y su padre se había ausentado de forma permanente al más allá dejando a su esposa viuda con cinco chamacos hambrientos, tuvo que irse a buscar una chamba. Se ofreció de cargador, pero lo vieron muy flaco y quebradizo; le negaron el puesto de vendedor porque lo encontraron demasiado inteligente y desconfiaron de él; le ofrecieron conducir un taxi, pero no sabía cómo hacerlo y lo echaron; no le dieron contrato ni sueldo cuando trabajó de profesor de secundaria y se fue sin exigir nada, por puro orgullo; no le quedó otra más que la de errar por el centro de la ciudad con una tablita colgada en el pescuezo con el letrerito de “Plomero- albañil, mil usos”. Tampoco logró mucho así porque la gente que iba por trabajadores no lo veía por causa de su delgadez y su rostro intelectual.

Un día Magdaleno se sentó en la fuente de La Corregidora y quedó exactamente bajo la mano derecha de la heroína Josefa Ortiz de Domínguez, quien parecía otorgarle un grado apuntando con un pliego enrollado que sostenía con fuerza, aquella que había rechazado todos los honores que se le ofrecieron en vida parecía tener el poder de concederlos ya muerta. Por azares del destino uno de los escribanos que ofrecía sus servicios de emisario y celestino, debajo de los portales de los apóstoles, tenía que abandonar para siempre su empleo, así que al ver la cara inteligente de Magdaleno se le acercó y le preguntó si escribía bien. Media hora después, Quijano, como empezaron a llamarlo sus vecinos de escritura rápida e indigesta, no por encontrarle parentesco con el gran soñador de Cervantes, sino porque les llamó la atención la larga y fina quijada del nuevo compañero, quien estaba sentado cómodamente frente a una enorme máquina de escribir con un bonche de hojas blancas y su anuncio de escribiente. No tardó mucho la gente en ponerle atención, pues si a un lado de la Catedral metropolitana pasaba desapercibido, aquí, rodeado de tantos edificios coloniales y agraciado por la mano de doña Josefa, Magdaleno, era un personaje salido de alguna novela clásica, fue por esa razón que llegaron tantas mujeres a pedirle que les escribiera cartas románticas a sus maridos braseros.

“Dígale que lo extrañamos un montón, que sus chamacos ya están bien grandotes y que, gracias a él, la Pancha ha enderezado el camino y ahora ya estudia en la secundaria; pero escríbaselo con palabras bonitas, que sienta que se lo digo yo misma, pa´ que se acuerde de mí”.

Se hizo famoso por su sensibilidad, pero como esta historia no es sobre sus aptitudes de escribano, sino de escritor profesional de guiones, pasaremos a la verdadera historia, ya que de seguir sentados en la dichosa plaza de Santo Domingo entorpeceríamos nuestra historia dándole trompicones a Juan José Arreola, o al mismo Herman Melville, por eso nos transportaremos al día en que Magdaleno se compró un televisor y una vídeo-casetera. Adquirió su aparato en la tienda de Salinas y Rocha, le dijeron que no le fallaría nunca, que tenía garantía de cinco años y que era lo mejorcito que había en el mercado. Una vez instalada la reproductora de vídeos, Magdaleno alias el Quijano metió un casete de la película 1984 y comenzó el visionado. Terminó de ver la película y se dio cuenta de que estaba basada en una novela homónima de George Orwell.

Les pidió a sus amigos que le recomendaran buenos filmes, los miró todos y descubrió que en Hollywood la tendencia era crear largometrajes de novelas adaptadas para la pantalla, por esa razón se puso a investigar cuáles eran las características de cada género cinematográfico. Se puso a escribir novelas adecuadas para la ciencia ficción, la acción, las aventuras, los musicales, los melodramas, el terror e, incluso, de los dibujos animados. Viajó a Los Ángeles y se reunió con algunos directores del séptimo arte, no obtuvo nada de ellos, pero siguió escribiendo sentado en las aceras de las calles, hasta que un día se encontró con Quentin Tarantino y le mostró una de sus novelas, la cual llevaba integrado un guión literario para su inmediata filmación. El famoso realizador de películas de acción se quedó pensando un poco, luego llamó al estudio se puso en contacto con varios artistas y se llevó al desconocido escritor y guionista a Hollywood.

Durante el trayecto por la suntuosa calle de Beverly Hills, el abogado de Tarantino analizó junto con El Quijano, que ya sería el nombre oficial no solo del hombre, sino de la empresa que surgiría en cuanto los demás directores se dieran cuenta del éxito alcanzado por Quentin y le preguntaran de dónde había sacado el argumento, las condiciones de un contrato en el que se le ofrecía una suma de dinero y ganancias por las ventas en taquilla.
Efectivamente, la película fue un gran éxito y algunos directores como Woody Allen, Steven Spielberg y Martín Scorsese se acercaron con disimulo a Tarantino para saber cuáles eran las fuentes de su inspiración. Así fue como conocieron a El Quijano que para la noche del estreno se llevó una maleta llena con las novelas que había escrito durante tres años. Woody Allen le preguntó si tendría una comedia satírica y un poco paranoica entre su dechado de curiosidades y para asombro del famoso actor y director, el guionista sacó una comedia escrita precisamente para él. Woody la leyó con avidez y se le iluminaron los ojos, llamó a su doctor, en primera instancia, y en segunda, a su abogado, una hora más tarde firmaron un jugoso contrato, pero antes de todo eso, El Quijano abrió por completo su maleta para que los directores buscaran algo útil, así que cuando Allen firmó el acuerdo con El Quijano. Scorsese, James Cameron y George Lucas, miraban con curiosidad y hojeaban los escritos como si se encontraran en la liquidación de saldos en una librería. Todos cerraron acuerdos y firmaron gustosamente los contratos, así que de un día para otro el desconocido escribiente de la fuente de la Corregidora se convirtió en una de las articulaciones más importantes del monstruo de la industria cinematográfica americana.

Unos meses después, Quijano, la empresa, surtía pedidos para directores profesionales y amateurs que deseaban saltar al estrellato y sabían a la perfección que la única manera era haciendo una película basada en algún guión de El Quijano. De los primeros chavos que tenemos memoria están Iñarritu, Cuarón y Del Toro que encontraron entre los folletos más baratos sus grandes éxitos. La clave, según recuerdan, fue haber solicitado la ayuda del magnate quien, al saber que los noveles eran sus paisanos, les readaptó los guiones y les prometió el asesoramiento de sus clientes. Con los años, Quijano se convirtió en la empresa monopolista y única con todos los derechos para producir todo tipo de películas, desde los corto metrajes hasta las películas de tres horas, incluso las series de tres o cuatro temporadas las hacían allí. Como se puede deducir de lo anterior, El Quijano trabajaba como endemoniado, pues no había encontrado colaboradores que tuvieran el suficiente ingenio para mantener en alto la gran calidad de sus escritos y, por eso, tenía una oficina enorme llena de secretarias que escribían lo que el talentoso hombre les iba dictando. Quien hubiera presenciado la escena habría pensado que se trataba de un ajedrecista en un torneo promocional en el que se enfrentaba un gran maestro con veinte contrincantes a los cuales les iba dando jaque en pocas tiradas. El progreso y la riqueza fueron los únicos factores importantes de ese periodo de la vida de El Quijano, no le interesaban ni las mujeres, ni los viajes, ni el poder, lo único que deseaba era exprimir todas sus ideas para retirarse, sin embargo, su conciencia le presagiaba una retirada fatal, puesto que no había designado a su sucesor. Es que no lo hay, cabrona, ¿no lo entiendes? —le decía muy enfadado El Quijano a su conciencia, la cual con su apariencia de matrona de burdel se reía y lo provocaba para que se enfadara y perdiera la paciencia.
Por desgracia llegó muy pronto el día en que El Quijano no tuvo argumentos para contener a la matrona vulgar y lépera que le dijo:

 “Pero si ya te lo había dicho, guey, que no ibas a aguantar mucho así. Pero si quieres que te sea sincera, esos malditos vividores te han explotado, han usado tu obra para sacar lana hasta de los hoyos de las ratas. Me da gusto que te retires, la verdad”.

Magdaleno Escapulario, desprendido de todo título y fama, se presentó a la entrega de los premios Oscar con su apariencia de los primeros años. En lugar del tradicional frac llevaba su sudadera hecha de tela de jerga, unos vaqueros ralos de un olvidado color azul marino, unos tenis Nike de la época en que andaba buscando trabajo en la Catedral metropolitana enfrente del Palacio Nacional, tenía el pelo largo y sujeto con una cinta al estilo de los años setenta de la época Hippie. Su discurso fue el más conmovedor en toda la historia de la entrega de los hombrecitos dorados hecho con la figura del imponente Indio Fernández de joven. Hasta Marlon Brando desde la tumba reconoció que El Quijano había sido más elocuente y convincente que la joven señorita apache Sacheen Litlefeather que recibió o, mejor dicho, rechazo en nombre del gran actor el ambicionado premio cuando se declaró en contra del exterminio de los nativos americanos.
Las palabras de Magdaleno Escapulario fueron las siguientes:

“Queridos amigos, hace unos años yo era muy pobre y nadie me contrataba en ningún trabajo. Mi familia pasaba hambre y no podía darles ni siquiera un trozo de pan para que no sufrieran. Un día, por milagro, iluminación divina o, simple y sencillamente porque tenía que pasar así, se me ocurrió adelantarme a mi tiempo narrando lo que pasa, desde diferentes puntos de vista, en este mundo. En esa ocasión estaba sentado frente a una mujer que había perdido a todos sus hijos en el Río Bravo y le escribía cartas a su hija que trabajaba de sirvienta en una casa rica de Los Ángeles, no muy lejos de aquí. La mujer, me inspiró tantas historias que empecé a escribir sin detenerme, ella era como la voz de un pueblo al que le habían sucedido sólo tragedias. Tomé la decisión de venir para hablar con aquella encargada de limpieza que sufría los abusos de su patrón. Mi única intención era llevármela de vuelta a México, pero alguien abrió mi maleta y encontró las cosas que tenía impresas ahí y ya no pude desistir de venderlas. Por desgracia o por fortuna, esas historias enriquecieron al cine y me hicieron empresario, pero ha llegado el momento en que se me han acabado las historias y ya no estoy dispuesto a seguir adelante. Les pido perdón y, a la vez, los culpo de todas las desgracias que vivió esa mujer. Adiós”.

Era imposible pensar que un discurso tan parco y sin talento conmoviera y provocara tanta furia en el público americano. Los directores de cine comenzaron a pelearse entre ellos, el público abucheaba a Magdaleno, la policía rodeó la sala y se llevó a los más escandalosos, pero la trifulca no se pudo evitar. Las actrices salieron arañadas, con los vestidos rotos y despeinadas. Los periodistas hicieron su último agosto porque, después de aquella batalla absurda, el cine no se volvió a recuperar y hasta la fecha lo único que se ha visto en la pantalla son producciones independientes de directores y actores que sueñan con que un buen día vuelva a aparecer un nuevo mesías que cambie la página de la historia y empiece un esplendoroso período de cine que nos salve del aburrimiento.