El verano pasado me quedé sin vacaciones y apareció mi enfermedad. Tal vez,
el virus había estado gestándose durante mucho tiempo y surgió, precisamente,
cuando menos me lo esperaba. En realidad, los síntomas no se sienten, son las
personas las que te lo hacen saber, no es algo como lo que le pasó a Gregorio
Samsa ni a Fukaeri, la chica de la novela de Harukami Murakami, ni mucho menos
al hombre lobo o Wild de Whitley Strieber; sujetos en los que claramente se presentó
una gran transformación.
En mi caso, fue Patricia quien me lo dijo primero con
unas palabras sencillas que me calaron el corazón. “Algo te pasa José, ya no
eres el mismo de antes”. Le pedí explicaciones y no me dijo nada concreto, sólo
rompió conmigo y se fue porque, como lo resaltó con voz grave, ya la tenía
hasta la madre con mi nueva enfermedad. Le pregunté a mis amigos y nadie supo
definir mis transformaciones, incluso se quedaron medio mudos, al no poderme
explicar exactamente los cambios que veían. La situación llegó a ser tan
alarmante para ellos que me dejaron de hablar. Es posible que lo vieran como
algo contagioso.
Mi mejor amigo, Ricardo, sólo dijo las siguientes palabras que ya no pude
entender por la gravedad de mi malestar:
“Oye,
cabrón, lo que pasa es que tú te pasas de lanza, güey. Cuesta un chingo de
trabajo entenderte, y no mames, uno no es como tú, eso es lo que todos te
reprochan, por eso nadie te pela”.
Creí que un doctor me daría la solución, aunque yo no sentía ninguna
aflicción. Fui a consulta y con gran
sorpresa descubrí que el doctor me entendía a la perfección y, a diferencia de
mis amigos, me veía más sano que un toro y así lo dijo:
“!Hombre!
Usted está más sano que un buey. No se preocupe de las depresiones, salga un
poco y pasee por un parque o por un lugar tranquilo. Aliméntese bien y haga un
poco de deporte”.
El caso es que muchas de las personas que me conocían se fueron alejando, me
evitaban a toda costa. Los miembros de mi familia ya no me invitaban a pasar
los domingos con ellos. La afección me convirtió en un leproso al que nadie
quería ver ni tocar. Mi aspecto exterior no había cambiado mucho, un poco
pálido y delgado sí que estaba, pero fuera de eso, sólo mi pelo enmarañado era
lo más desagradable que tenía. Decidí que mi problema no era físico sino
psicológico. Eso me espantó de verdad porque había leído mucho sobre la
esquizofrenia y, si la padecía, era muy probable que me empezaran a dar
pastillas para meterme después al manicomio. Llegué tarde a la cita con el
psiquiatra y cuando entré al consultorio me senté y dije, en voz baja, que era
mi fin. La conversación, lejos de ser comprometedora, resultó de lo más
satisfactoria posible. El amable loquero me habló de cosas muy interesantes que
despertaron en mí la curiosidad, me regaló un libro de un escritor portugués que
tenía por duplicado y me habló de El pasajero
de Jean Christophe Grange, también de El
miedo a la libertad de Erich Fromm, La
náusea de Paul Sartre y El extranjero
de Camus. Mi enfermedad era desconocida por los especialistas de la medicina,
así que recurrí a otros medios. Me hice análisis de todo, sangre, orina,
excremento y hormonas. No hubo resultados negativos. Al final, pensé en
reconciliarme con mi destino. Moriría de la enfermedad y no la curaría, al contrario,
me puse como objetivo hacer lo que acostumbran los homeópatas, o sea agudizar
la enfermedad y atacarla.
Empecé a llevar un régimen estricto de alimentación, descanso y sueño. Aprovechaba
hasta el último minuto de tiempo libre para contribuir a mi padecimiento.
Comenzaron los malos hábitos y el mal se hizo crónico. Ya tenía listas enormes
de citas escritas en rollos de papel para pizarra, tenía cientos de páginas
arrancadas de algunos libros con marcas de lápiz rojo, columnas enteras de
novelas leídas y releídas, había descargado algunas aplicaciones para el
ordenador y el móvil, ya era capaz de llevar una lectura habitual sincronizada
con una de audiolibros, así que mientras iba siguiendo la trama de una novela
con la vista, con el oído, seguía la línea de otra historia. Después, comenzó
un problema patológico, pues yo mismo comencé a escribir y mientras oía mis
cuentos, seguía el texto en la pantalla del ordenador y mi voz autocrítica me
sugería las correcciones más pertinentes y, todo esto, sin dejar de ponerle
atención a los audiolibros y las novelas en papel.
Lo peor fue sorprenderme
llorando al lado de un niño, convencido por completo, de que él era el
Principito, o hablando con una mujer en un centro comercial diciéndole que era
idéntica a Bovary o Karenina. Hubo casos peores porque llegué a decirle a
alguien que era el mismo Raskolnikov u Oblomov. Un día, un hombre me golpeó por
preguntarle por qué se había salido de La
fiesta del chivo de Vargas Llosa, vi, incluso a Ixca Cienfuegos y al
General Aureliano Buendía paseándose por las calles. Ahora, sé que no tengo
remedio. El haber pasado aquel verano leyendo a Dostoievski, Tolstoi, Poe,
Fuentes, Suskind, Vila Matas, William Golding y muchos enfermos más, me afectó
demasiado. Creo que al estar hojeando las páginas de sus libros algo se me
metió en el cuerpo, tal y como les sucedió a los monjes de la novela de Umberto
Eco. Ahora solo espero que mi cabeza se atiborre de las historias que leo y mi
sistema nervioso se inunde con todas esas letritas negras que, como hormigas,
comenzarán a invadir mis venas y las arterías. Llegará la etapa terminal de la
literaturatosis múltiple, me evaporaré convertido en un personaje de mi propia creación
e iré a contagiar a la gente hasta que una gran epidemia acabe con la humanidad…
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