La revelación de la naturaleza le llegó con el matrimonio. Fue una mañana
soleada cuando al salir de su cabaña miró las montañas y la hierba primaveral.
Sintió de nuevo ese rompimiento del pliegue de su tejido virginal y la
fecundidad se derramó por todo el campo. Estaba feliz porque se identificaba en
la naturaleza. Las flores, la hierba, la arena. Los montes protegidos por un
manto azul y un fogón de rayos astrales cantaban un himno a la vida de su
vientre. ¿Para eso era el matrimonio? —se preguntó sonriendo— ¿Entonces por qué
toda la gente se queja? ¿No se dan cuenta que la creación y la divinidad están
a una distancia nimia?
Pasó la tarde recorriendo con su marido el inmenso terreno. Él deseaba que
llegara la noche para continuar con el responsable papel de procreador que le
había designado Dios. No era por placer ni pecado, sino para corresponder a los
divinos mandatos. No aceptaba que su corazón, duro en las faenas y justo en el
revelado de las cintas e impresión de fotografías, se había emblandecido al
tocar el cuerpo desnudo de Georgia. Eran como el pistilo maduro recibiendo el
polen en el pelambre de las abejas o mariposas. El viento sacudía los rayos de
polvo dorado y los pétalos se enternecían deshidratándose hasta que el rocío
matutino los refrescaba.
Supo que esa era su vocación. Ir hacía la madre fecunda y plasmarla en las
telas. Así, cada mañana, cuando su marido se montaba en su caballo para ir a
capturar imágenes en su cámara, ella cogía su caja de pinturas, los pinceles,
unos trapos y el aguarrás. Se echaba el caballete al hombro, que era muy
rudimentario, pues lo había hecho con unas ramas de arce seco, y se iban
despacio. Caminaba mirando los sitios más interesantes. Colocaba sus bártulos
en los sitios más confortables y se quedaba mirando el paisaje. De vez en
cuando su atención era atraída por arbustos o flores. Georgia era capaz de
permanecer hasta una hora observando una flor. Era su método para extraerle la
forma. Seguía con paciencia todas las líneas y memorizaba sus tonos. Le
encantaba pintar a mediodía cuando la luz era plena y traspasaba los pétalos.
Cuando ya no tenía nada más que memorizar, se levantaba y cogía los pinceles.
Le gustaba el óleo aguado, por eso sus pinturas parecían acuarelas. Las telas
que usaba no tenían demasiada base y la pintura penetraba rápidamente. Los
trazos de Georgia eran prolongados y suaves. Al pintar acariciaba en sus
pensamientos las flores. Era delicada y sus sentimientos se plasmaban en la
tela dándole la transparencia de la luz solar a sus pinturas.
Volvía cuando las nubes empezaban a merodear curiosas las pulpas de los
frutos del deseo. Los grises de las sombras turquesas servían para que la
talentosa artista les diera volumen a las figuras. Satisfecha recogía sus cosas
y regresaba a su casa. Colocaba el lienzo en un rincón y se ponía a preparar
algo de comer. Su cocina era muy rudimentaria, lo que la obligaba a asar la
carne directamente en el fuego. Preparaba una sopa de verduras y buscaba los
restos del pan horneado de la noche anterior. En cuanto terminaba de cocinar,
entraba Alfred, la miraba de forma inquisitiva y cuando veían el mutuo brillo
de la satisfacción se les dibujaba una honesta sonrisa de triunfo en los
labios. Comían haciendo los comentarios de las aventuras del día. La tertulia
se llenaba de imágenes que los iban elevando como si fueran una enredadera.
Descansaban en un diván tomando café o té, saboreando dulces de yema de
huevo. Veían el atardecer desde el porche y cuando el rosado cielo pasaba al
violeta hablaban de arte, de la forma de cambiar el mundo a través de su
humilde visión. Él quería reformar la apariencia de las cosas. Encerrar sus
paisajes en una nueva geometría, en pequeños rectángulos de papel. Ella, por el
contrario, intentaba que de sus pinturas saliera la vida, que se desbordara el
color para invadir el planeta. Deseaba que ese mar de emociones inundara a las
personas cuando se posaran frente a sus obras. En realidad, ya hacía tiempo que
lo habían logrado, pero cuando se es artista la búsqueda es eterna, decía al
terminar un trabajo.
Llegó el día de la mala noticia. Georgia se había gastado su fecundidad en
las labores. Su cuerpo se rindió ante esa predisposición a rescatar la
naturaleza. No lo resintió porque consideraba que sus hijos eran sus lienzos
bien amamantados de frescura maternal y néctar de flores. Se dedicó a rastrear
la embocadura de esa fertilidad y cómo la localizó. Estaba por todos lados. En
las cascadas, en las llanuras, en las copas de los árboles y en su espíritu.
Pasó el tiempo y la columna formada por los bastidores y telas llegó a
abarrotar el estudio. Alfred ya no estaba y las grietas de la piel en el rostro
de Georgia eran surcos profundos los cuales formaban con el rocío matutino unos
riachuelos salinos.
Tuvo cientos de amigos. Muy famosos algunos. La visitaban varias veces al
año solo para ver o confirmar que su esfuerzo no era inútil. “Claro que
no—decían los expertos que de oídas— sabían de su creatividad—. Algún día sus
obras costarán una fortuna”. Era verdad, las famosas salas se engalanaron con
sus flores y paisajes después de su muerte. Los corredores de arte hablaban de
millones y los grandes coleccionistas se peleaban por una pieza como si fueran
bestias voraces.
Para ella—decían los directores de los museos—, no había cosa más valiosa
que pintar. Su labor era pura satisfacción y se embelesaba con cada trazo.
Nunca podremos ponerle un precio a las emociones que nos transmite. Sus cuadros
tienen una fuerza descomunal que viene directamente de su alma, la cual sigue
presente aquí, por eso es imposible asignarle una suma”. Se tomó la decisión de
compartir la espiritualidad y sus trabajos se quedaron como invitados de honor
en las más famosas galerías. Se prohibió su venta y se montaron exposiciones
para curar la depresión, la esterilidad y la esquizofrenia.
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