viernes, 24 de abril de 2020

La escultora de pétalos


La revelación de la naturaleza le llegó con el matrimonio. Fue una mañana soleada cuando al salir de su cabaña miró las montañas y la hierba primaveral. Sintió de nuevo ese rompimiento del pliegue de su tejido virginal y la fecundidad se derramó por todo el campo. Estaba feliz porque se identificaba en la naturaleza. Las flores, la hierba, la arena. Los montes protegidos por un manto azul y un fogón de rayos astrales cantaban un himno a la vida de su vientre. ¿Para eso era el matrimonio? —se preguntó sonriendo— ¿Entonces por qué toda la gente se queja? ¿No se dan cuenta que la creación y la divinidad están a una distancia nimia?

Pasó la tarde recorriendo con su marido el inmenso terreno. Él deseaba que llegara la noche para continuar con el responsable papel de procreador que le había designado Dios. No era por placer ni pecado, sino para corresponder a los divinos mandatos. No aceptaba que su corazón, duro en las faenas y justo en el revelado de las cintas e impresión de fotografías, se había emblandecido al tocar el cuerpo desnudo de Georgia. Eran como el pistilo maduro recibiendo el polen en el pelambre de las abejas o mariposas. El viento sacudía los rayos de polvo dorado y los pétalos se enternecían deshidratándose hasta que el rocío matutino los refrescaba.

Supo que esa era su vocación. Ir hacía la madre fecunda y plasmarla en las telas. Así, cada mañana, cuando su marido se montaba en su caballo para ir a capturar imágenes en su cámara, ella cogía su caja de pinturas, los pinceles, unos trapos y el aguarrás. Se echaba el caballete al hombro, que era muy rudimentario, pues lo había hecho con unas ramas de arce seco, y se iban despacio. Caminaba mirando los sitios más interesantes. Colocaba sus bártulos en los sitios más confortables y se quedaba mirando el paisaje. De vez en cuando su atención era atraída por arbustos o flores. Georgia era capaz de permanecer hasta una hora observando una flor. Era su método para extraerle la forma. Seguía con paciencia todas las líneas y memorizaba sus tonos. Le encantaba pintar a mediodía cuando la luz era plena y traspasaba los pétalos. Cuando ya no tenía nada más que memorizar, se levantaba y cogía los pinceles. Le gustaba el óleo aguado, por eso sus pinturas parecían acuarelas. Las telas que usaba no tenían demasiada base y la pintura penetraba rápidamente. Los trazos de Georgia eran prolongados y suaves. Al pintar acariciaba en sus pensamientos las flores. Era delicada y sus sentimientos se plasmaban en la tela dándole la transparencia de la luz solar a sus pinturas.

Volvía cuando las nubes empezaban a merodear curiosas las pulpas de los frutos del deseo. Los grises de las sombras turquesas servían para que la talentosa artista les diera volumen a las figuras. Satisfecha recogía sus cosas y regresaba a su casa. Colocaba el lienzo en un rincón y se ponía a preparar algo de comer. Su cocina era muy rudimentaria, lo que la obligaba a asar la carne directamente en el fuego. Preparaba una sopa de verduras y buscaba los restos del pan horneado de la noche anterior. En cuanto terminaba de cocinar, entraba Alfred, la miraba de forma inquisitiva y cuando veían el mutuo brillo de la satisfacción se les dibujaba una honesta sonrisa de triunfo en los labios. Comían haciendo los comentarios de las aventuras del día. La tertulia se llenaba de imágenes que los iban elevando como si fueran una enredadera.

Descansaban en un diván tomando café o té, saboreando dulces de yema de huevo. Veían el atardecer desde el porche y cuando el rosado cielo pasaba al violeta hablaban de arte, de la forma de cambiar el mundo a través de su humilde visión. Él quería reformar la apariencia de las cosas. Encerrar sus paisajes en una nueva geometría, en pequeños rectángulos de papel. Ella, por el contrario, intentaba que de sus pinturas saliera la vida, que se desbordara el color para invadir el planeta. Deseaba que ese mar de emociones inundara a las personas cuando se posaran frente a sus obras. En realidad, ya hacía tiempo que lo habían logrado, pero cuando se es artista la búsqueda es eterna, decía al terminar un trabajo.

Llegó el día de la mala noticia. Georgia se había gastado su fecundidad en las labores. Su cuerpo se rindió ante esa predisposición a rescatar la naturaleza. No lo resintió porque consideraba que sus hijos eran sus lienzos bien amamantados de frescura maternal y néctar de flores. Se dedicó a rastrear la embocadura de esa fertilidad y cómo la localizó. Estaba por todos lados. En las cascadas, en las llanuras, en las copas de los árboles y en su espíritu. Pasó el tiempo y la columna formada por los bastidores y telas llegó a abarrotar el estudio. Alfred ya no estaba y las grietas de la piel en el rostro de Georgia eran surcos profundos los cuales formaban con el rocío matutino unos riachuelos salinos.
Tuvo cientos de amigos. Muy famosos algunos. La visitaban varias veces al año solo para ver o confirmar que su esfuerzo no era inútil. “Claro que no—decían los expertos que de oídas— sabían de su creatividad—. Algún día sus obras costarán una fortuna”. Era verdad, las famosas salas se engalanaron con sus flores y paisajes después de su muerte. Los corredores de arte hablaban de millones y los grandes coleccionistas se peleaban por una pieza como si fueran bestias voraces.

Para ella—decían los directores de los museos—, no había cosa más valiosa que pintar. Su labor era pura satisfacción y se embelesaba con cada trazo. Nunca podremos ponerle un precio a las emociones que nos transmite. Sus cuadros tienen una fuerza descomunal que viene directamente de su alma, la cual sigue presente aquí, por eso es imposible asignarle una suma”. Se tomó la decisión de compartir la espiritualidad y sus trabajos se quedaron como invitados de honor en las más famosas galerías. Se prohibió su venta y se montaron exposiciones para curar la depresión, la esterilidad y la esquizofrenia.

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