Me causó una sensación muy rara el que mi taza de café no estuviera en su
sitio. Dirán que es una menudencia, que no le importa a nadie lo que pase con
las tazas de café. Estoy de acuerdo, pero es que en verdad había dejado la taza
en la mesa de la cocina y después apareció en el comedor. Me excuso si a
alguien estas cosas le provocan rechazo, pero no lo puedo evitar y, es que a mí
tampoco me interesan esas tonterías, sin embargo, esa teletransportación de la
taza, haya sido por un desorden de mi cabeza o en realidad, fue el primer
acontecimiento de lo que les contaré ahora, si es que me da tiempo.
Todo empezó aquel día cuando me levanté de la mesa y fui a contestar el
teléfono. Era mi jefe para darme un poco más de trabajo. Hacía un mes que la
gente había superado una pandemia y se había reintegrado a su puesto de
trabajo. “Tienes que atender al Señor Godínez y al matrimonio Velázquez—me
ordenó con un tono que indicaba que debía tener tacto y llevar a buen fin esos
asuntos que ya se estaban alargando demasiado—. Intenta ser práctico, ¿vale?”. Ya
sabía qué significaba eso de “ser práctico”, en otras palabras, debía apurarme
y entregar un reporte en los próximos días.
Cuando volví a la cocina la taza había desaparecido. Comencé a buscarla por
toda la casa y cuando la hallé la vi dentro del lavavajillas. La saqué de
nuevo, la lavé y me preparé café, luego la dejé un rato así: llena hasta el
borde. Me fui al salón y encendí mi ordenador. Puse atención en las cosas que
estaban en la mesa y volví a cerciorarme de que la taza seguía en su sitio y,
en efecto, no había cambiado de lugar. Respiré satisfecho y me puse a trabajar
con intensidad. Terminé pronto y convencí a mis clientes de llegar a un
acuerdo. Godínez aceptó la indemnización de la empresa que le había estropeado
su casa y los Velázquez decidieron no divorciarse. Peor para ellos porque se
iban a torturar unos años más viviendo juntos, en fin, cada quien escoge su propio
infierno. ¿Infierno? pero, qué digo, eso de que cada quien se busca unas
condiciones para sufrir es algo del tal Sartre.
A mi aparte de los códigos penales y civiles no me interesa nada más. Claro
que desearía dedicarle más atención al teatro, al cine o la literatura, pero me
es imposible. Podría dedicar unas horas a enriquecer mi acervo cultural, lo
malo es que no tengo tiempo y cuando gozo de posibilidades, estoy tan cansado
que prefiero dormir. Ustedes me entenderán, ya saben que un abogado siempre piensa
de forma negativa y eso afecta los nervios, aparece el estrés y después de un
tiempo la horrible depresión. En ese sentido he aprendido a superarla. Bueno, a
lo que iba. Lo de la famosa taza. Pues cuando apareció en el lavavajillas
decidí tomar nota de las cosas que iba haciendo. Bueno, lo acepto, ustedes
pensarán que estoy loco y, sí, en efecto, pero no es por convicción o algún
desorden de la cabeza, es por la geometría. “!¿Qué coño tiene que ver la
geometría?! Se preguntarán, pero es verdad. He notado que vivo en una dimensión
inversa a otra realidad. Entiendo a la perfección que esto le puede a usted
parecer muy estúpido, pero he notado que a veces entro por una puerta de la
realidad y veo las cosas con determinadas dimensiones y orden y, en otras, la
realidad falsa me muestra otras características en los objetos y la vida.
Bien, pues comencé…¡Ah! Perdone que salte así de rápido en lo que le estoy
contando, es que mi memoria, que ha sido siempre regular, comenzó a fallar un
poco, o mejor dicho me puso en duda al no poder identificar cosas que conocía
muy bien. Primero cambió la taza de sitio, luego desaparecieron algunas como
unas estaciones de radio o canales de televisión. Y no es que desaparecieran
por completo, sino que cambiaban de nombre o tenían un defecto. Fue por eso que
tomé la decisión de escribirlo todo. Compré unos cuadernos y fui apuntando los
cambios que notaba, pero fue cuestión de empezar para que se complicaran más las
cosas.
Creo que no hará falta describirle los fenómenos de transformación de la
taza, la nevera, la lavadora y demás aparatos, pero lo que sí me pareció
extrañísimo fueron los cambios de las ideas o conceptos abstractos y la
comunicación verbal y escrita. No leo mucho y los libros que me gustan los
releo una o dos veces. Cuando un libro no me gusta escribo una nota explicando
por qué no me ha parecido interesante, la pego en una de las primeras páginas y
lo apilo en un rincón de mi estudio. Los ejemplares que sí considero dignos de
leer y repetir están muy bien acomodados en mis estanterías. También incluyen
notas a los lados de cada página y los acompaña un cuadernito con críticas,
mapas mentales y dibujos. Este sistema siempre me había salvado de los
problemas con los recuerdos, pues si se me olvidaba algo, lo único que tenía
que hacer era ir a la estantería y buscar lo que necesitaba.
Un día se me ocurrió revisar mi libro favorito para comprobar que lo de los
objetos era un simple despiste, pero cual fue mi sorpresa cuando no encontré
ninguna nota y no solo eso, sino que el autor era otro, un tal Kafka. En la
historia, como bien lo saben ustedes. Francisco Zapa cuenta la transformación
de Gerardo, quien un día aparece en la cama convertido en pájaro y se siente
muy mal porque su familia quiere que permanezca encerrado y no salga para
evitar algún contagio en la calle, pero él tiene alas y pico. Bien, creo ya la
han leído y que no es necesario que siga. El caso es que en mi libro no había
notas, el formato de papel era diferente y estaba colocado en otro lugar. A
menudo, pongo mis libros por orden alfabético y la referencia es el apellido
del autor, como es lo más lógico, pero en ocasiones, cuando deseaba encontrar
Crimen y Pecado, por ejemplo, no estaba ni en Federico, ni en Doss Troyanski.
Las cosas no pararon allí. Lo malo fue cruzarme una vez con una persona en
mi casa. Vivo solo y siempre lo haré porque no puedo soportar los hábitos de la
gente. Me molesta que chasquen, que se hurguen partes íntimas del cuerpo, que
hablen con la boca llena, que se rasquen, que estornuden y que se suenen la
nariz en mi cara. Y más aún, que se metan en cosas que no les importa y me
critiquen. En la soledad tengo tiempo para trabajar a mi aíre. Duermo cuanto
quiero y no tengo que guardar las normas en la mesa o en el salón. El caso es
que primero me pareció un espejismo, una imagen producida por el cansancio el
estrés o simplemente un error de la visión. Veo muy bien y no llevo gafas, por
eso descarté que mis ojos estuvieran fallando.
Sucedió una mañana. Estaba tomando mi café y leyendo las noticias cuando se
abrió la puerta del baño y un tipo, más o menos de mi altura y complexión, se
dirigió a mi habitación. Oí cómo se preparaba para ir al trabajo y cerraba la
puerta. Lo tomé como una alucinación. Traté de comprobarlo. Me levanté y revisé
mis cosas. Esta vez, a pesar del astuto
juego de los planos de la realidad, todo estaba en orden. Entonces sí que me
asaltó una sensación de terror. Primero, porque lo raro es un absurdo, algo que
no coincide con la realidad, pero si eso que consideramos raro llega a
relacionarse con una regla lógica que se ha violado, pues hay que prepararse
porque es espeluznante. Y me extrañó porque lo lógico era, que después de haber
notado al otro individuo en mi casa, las cosas, como lo habían hecho hasta ese
momento, hubieran cambiado, pero no. La secadora de pelo era la misma. Mi
perfume estaba en el mismo sitio, la ropa estaba colgada como la había dejado.
Traté de olvidarme de todo. Miré el reloj, era tardísimo, no había tiempo para
tonterías. Me vestí, salí de la casa, cogí el metro y fui a la oficina.
En el vagón me tocó un sitio frente a una mujer que olía muy bien. No era
tan mayor y conversaba con su amiga sobre unas prendas de vestir de las que se
quería deshacer. La miré con curiosidad y me pareció guapa. Le sonreí, pero
ella ni siquiera lo notó. Salí en mi estación y corrí a la oficina. Entré de
prisa a mi despacho, pero al levantar la cara me encontré con la de mi jefe.
—¡Hombre, Lozano! ¿No se había ido ya a los juzgados hace diez minutos? ¿Ha
olvidado algo? Recuerde que hoy es el juicio de la señora Antonieta Betancourt.
—Sí, si se me ha olvidado una nota, pero ya me voy.
Entenderán que salí desconcertado. Primero porque no era el día de ese
juicio, era otra fecha. Después, nuestra clienta no se apellidaba Betancourt,
como había dicho el señor Gutiérrez, sino Timberland, que era de origen inglés
y no francés, por último, tenía el expediente en mis manos, pero si iba a los
juzgados nadie me tomaría en serio. Decidí arriesgarme. Llegué y pregunté
cuándo sería el juicio de la señora Timberland y me dijeron que era pronto, que
estaba citado para el próximo mes. Consulté el calendario y vi que, en efecto,
faltaba un mes. Por si las dudas le pregunté a la chica de la cual me acordaba
bien y nunca le había preguntado su nombre, cuándo sería el juicio de la señora
Antonieta Betancourt. Buscó con insistencia en su libro de registros, pero no
halló nada. Me miró con decepción y me recomendó que revisara mi información.
“Debe haber un error, Señor Lozano—me dijo parpadeando por los nervios—. No
puedo ayudarle en nada”. Me despedí tranquilizándola y salí de nuevo para la
oficina. La primera duda que me surgió era sobre lo que me diría Gutiérrez al
volver. “¿Por qué no ha resuelto el asunto de la señora Antonieta Betancourt?
—diría con cara de tonto—! ¡Tendremos que solicitar una apelación!”. Odiaba que
me tirara de las orejas. Lo hacía pocas veces porque siempre había hecho mi
trabajo bien, sin embargo, cuando las cosas se me iban de las manos, él
aprovechaba para demostrar que en nuestro bufete todos éramos vulnerables y que
mi supuesta “perfección lozana”, como la describía él, era frágil. Me resigné
al regaño, pero cuando llegué me miró con sorpresa.
—¡Vaya, Lozano! ¿Usted por aquí? ¿No se supone que hoy tenía el día libre? Es
usted digno de ejemplo—miró a los empleados y me señaló diciendo que todos
deberían actuar como yo.
Me dirigí a mi despacho. Revisé el trabajo pendiente y cuando llegó la hora
de la comida me fui a mi casa. Había cometido un error fatal. Ese día tenía que
estar en la clínica para hacerme examinar los riñones que no me estaban
funcionando muy bien. Ya era tarde para el análisis de sangre y no me
interesaba que me viera el gastroenterólogo. Decidí ir al restaurante
vegetariano en el que siempre comía los fines de semana. Cristina, la camarera
que siempre me atendía me recibió alegre. Era joven y no estaba nada mal. Don
Rosendo me había dicho claramente que ella era mi pareja ideal. Nunca había
tomado en cuenta sus palabras, pero esa tarde pasó algo muy raro. Cuando se
acercó para dejarme la ensalada y las tortitas de soja, se inclinó un poco y me
susurró al oído. “Anteayer estuviste sensacional, ¿Cuándo repetimos?”. Le
contesté con una sonrisa, pero como se me puso la cara roja ella me miró con
picardía y me dio un beso veloz, casi imperceptible. Hubo un choque entre mis
sentimientos y la razón. El cuerpo estaba inflamándose, me quemaba el ardor
interno y quería más, pero la razón me atacaba con preguntas gélidas. Comí poco
y pagué la cuenta. Cuando iba saliendo Cristina me dijo que teníamos cita para
el viernes y que iría a mi casa.
Se imaginarán la sorpresa. Nunca me había atrevido a decirle nada amoroso a
Cristina ni a ninguna otra mujer y ahora resultaba que me había acostado con
ella. Corrí a ver mis libros, saqué las notas, revisé que la taza estuviera en
su sitio, ya no la usaba para nada, miré si alguien había usado el baño o la
ducha, pero todo estaba en orden. ¿Qué conclusión debía sacar? ¿Cuál era la
verdad? ¿Estaba volviéndome loco? ¿Era verdad lo de las dos puertas? Estaba
desesperado. Saqué el trabajo que tenía pendiente para distraerme con algo,
pero no logré concentrarme. Traté de leer, pero fue imposible. Por último,
decidí salir a correr y gastar la energía que me impedía estar quieto.
Volví tranquilo. Había echado fuera toda la vibra negativa que me estaba degradando
y ya relajado decidí ducharme y preparar una buena cena. No pasó nada raro ni
esa tarde ni al día siguiente, pero cuando llegó el viernes pedí permiso para
ausentarme de la oficina. El señor Gutiérrez me dijo que dispusiera del tiempo
que quisiera y que me esperaba el lunes por la mañana. Estaba eufórico. Me pasé
todo el día arreglándome, pensando en la mejor forma de satisfacer a Cristina,
me la imaginé desnuda, acostada en mi cama exigiéndome que correspondiera a su
pasión, que la ayudara a liberar toda esa fuerza prolífica que nos desbordaría
de placer. A las seis de la tarde me fui al restaurante.
Cuando llegué ella me miró sorprendida. A don Rosendo se le iluminó el
rostro al ver el ramo de rosas y con una reverencia me invitó a pasar. ¡Ya era
hora de que se decidiera, mi querido Lozano! —dijo extendiendo los brazos—. Fui
directamente hacía donde estaba Cristina, le di el ramo y la besé de la forma
en que lo había hecho ella la vez anterior. Se sonrojó y miró a don Rosendo que
ya le hacía señas para que se cambiara y se fuera conmigo. Salimos alegres,
pero tardamos un poco en intercambiar palabras. Ella no quería pedirme
explicaciones y yo daba por hecho que ella estaba dispuesta a darse un revolcón
conmigo ese día. No traté de retrasar el placer, le invité una copa y la
comencé a abrazar y besar. Ella se resistió un poco y cuando intenté
acariciarle las piernas se quedó inmóvil. “!Quién te crees tú! —me dijo con la
voz más fría que he escuchado nunca—¿Te sientes con todos los derechos, solo
por haberme regalado unas flores?”. Me disculpé y ya no pude continuar
seduciéndola porque estaba frustrado. Puse atención en las cosas y en mi ropa,
en su rostro y descubrí que había algo que no concordaba. Su peinado era
diferente ese día, pero me parecía más habitual que el ensortijado de la
Cristina que me besó. Fue cuando lo comprendí todo y la espalda se me
entumeció. Cambié mi actitud por completo, traté de ser amable, pero Cristina
ya había tomado la decisión de no salir nunca más conmigo.
Ese día noté algunos cambios en el mobiliario de mi piso y, por desgracia,
comenzaron los problemas de verdad porque en la madrugada oí unos ronquidos que
me despertaron, luego se encendió la luz del baño y encontré un vaso de leche
en la cocina a medio beber. Dormí mal ese fin de semana y mi trabajo se
complicó. Primero, porque toda la semana llegué con retraso, segundo, porque me
vi obligado a llevar el caso de la señora Betancourt y lo perdí, tercero,
porque una mañana llegó Cristina a mi casa y tuvimos un encierro fuera de serie
y, por último, que las cosas se han ido mezclando de tal forma que siento vivir
en dos mundos o en dos realidades.
Como decía al principio puede ser que esto sea un problema de la memoria o
de la percepción, sin embargo, les confieso ahora, me he visto salir del baño,
tomando leche por las noches y haciéndole el amor a Cristina. Estoy
completamente desorientado y no se qué hacer. Es por eso que me dirijo a
ustedes para que me den algún remedio. Tal vez no les he contado lo suficiente
para que se hagan una idea completa de mi situación y entiendo que a todas las
personas les ha pasado algo similar, no obstante, podría demostrarles que ya no
soy dueño de mi realidad y quizás de mis pensamientos y sea el otro Lozano
quien esté metiéndose en esta narración para jorobarme más.
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